Cine y TV

‘El imperio de la luz’: la ciencia y el sueño

El imperio de la luz. Imagen Searchlight Pictures.
El imperio de la luz. Imagen: Searchlight Pictures.

Toda película exige una elección. Delante de la (con suerte, gran) pantalla, el público siempre escoge entre magia o artificio. Porque el cine, más que ningún otro arte, requiere de un pacto sagrado, ese que se hace con la ficción y que es responsable de dotar de verdad a la construcción de múltiples universos. Es por eso que, al ocupar la butaca, coexisten en el espectador dos estados mentales que pugnan por imponerse sobre el otro: la voluntad analítica de descifrar las complejidades científico-tecnológicas del cinematógrafo, o la imperiosa necesidad de dejarse fascinar por el relato fílmico. Aquí, para qué disimular, abogamos decididamente por lo segundo. Y es que sería absurdo negar los esfuerzos técnicos que hacen posible la existencia del séptimo arte, y aun así… ¿acaso importa el cómo ante tal maravilla? Porque, además, atendamos al hecho de que el cine es también el resultado de un error: el que provoca el fenómeno phi que el proyeccionista de El imperio de la luz (Toby Jones) describe al joven Stephen (Micheal Ward). Ante la sucesión de fotogramas estáticos, un defecto en el nervio óptico impide ver la oscuridad entre ellos, produciéndose la falsa sensación de movimiento. Esto es, la ilusión de la vida. 

Los primeros instantes de El imperio de la luz son una sucesión de planos detalle que muestran lo que, a priori, parece un cine abandonado: una obsoleta máquina de palomitas, una taquilla-mostrador de venta de entradas, rollos de celuloide amontonados en un rincón, un cartel de «no pasar» que impide el paso a una planta superior y la inscripción «Find where light in darkness lies» (descubre dónde está la luz en la oscuridad) coronando el acceso a la sala de cine principal. Con cada una de estas imágenes se refuerza esa idea de la nostalgia que parece estar supurando el propio edificio. Una preocupación que, hoy en día, alerta de la inminente extinción de un arte que es ya entendido como superviviente (sobre todo si se atiende a las cifras de público que las propias salas proporcionan). Esa nostalgia y esa conciencia es lo que lleva a Sam Mendes a ubicar su historia en un simbólico punto en el tiempo y en el espacio y que resulta crucial en su biografía: un cine de los años ochenta. Porque la cinta, al igual que sucedía con 1917, es una especie de homenaje: si aquella estaba dedicada a su abuelo, combatiente en la Primera Guerra Mundial, esta vez es la figura de su madre la que le sirve de inspiración para construir el personaje de Hilary (Olivia Colman). Es esta mujer, precisamente, la primera figura que aparece en este prólogo que funciona a modo de inventario cinematográfico. Y su primer acto es encender las luces del Empire, el majestuoso cine en el que trabaja. Todo lo que parecía inerte, fantasmagórico incluso, cobra un aspecto distinto cuando ella pulsa el interruptor. De repente, el espacio se transforma en un acogedor hall a punto para recibir a su público. También enciende las luces de la sala y, tras pasear y acomodar otros espacios del edificio, termina mirando la calle por una ventana, con su imagen reflejada en el cristal ocupando el centro del encuadre. 

Porque esta es la historia de Hilary. Es la triste, hermosa y enternecedora historia de una mujer abrumada por lo que siente, atrapada, si se quiere, en un punto intermedio entre dos mundos: el real, el que está detrás de la ventana, y el imaginario, el que se proyecta en la sala de cine. Como si estuviera aquejada de un efecto phi inverso, Hilary parece incapaz de percibir la luz que dota de sentido a la sucesión de fotogramas que, en definitiva, es la vida. «Sin luz no pasa nada», dice el proyeccionista. Un principio básico que también se puede aplicar a las personas: es esa chispa que parece faltarle a Hilary, quizá aplacada por el litio que toma por prescripción médica. Pero Mendes, que escribe y filma a este personaje con absoluto respeto y empatía, sitúa a esta mujer siempre en el lado opuesto a las tinieblas: ella recibe la luz directa de los enormes ventanales del palomar, controla la iluminación de las salas, se reflejan en su rostro los fuegos artificiales que observa desde la azotea… Existe un esfuerzo constante por rescatar a esta mujer de esa oscuridad en la que vive, y que se concreta en distintos niveles dentro del relato: en lo visual, al ubicarla en el espacio luminoso del plano; y en lo narrativo, al permitirla ser «vista» por los otros personajes. Al fin y al cabo, no hay mejor forma de abandonar la oscuridad que recibiendo la mirada de los demás.

Ese pequeño rayo de luz

Pero significarse frente a los demás es la complicada tarea que solo viene después de llegar a sentirse bien con uno mismo. «La vida es un estado mental» es la frase que cierra el film y que viene a despejar dudas con respecto a la naturaleza de El imperio de la luz. Esta es una película catártica, una reconciliación con la irreconciliable experiencia de tener que lidiar con el dolor que proviene de la mente. Es una película que no juzga, que palpita desde lo emocional, que recorre los caminos que traza la memoria y que apela al corazón por encima de la razón. Sam Mendes lleva más de veinte años haciendo del cine «un lugar donde quedarse». Así, en todos y cada uno de sus filmes el espacio es la representación física a la que traslada visualmente su forma de entender al ser humano. El cineasta ha ido elaborando un complejo tratado de arquitectura emocional que culmina en este cine (imperio) o Dreamland (nombre original del edificio de Margate en el que se rodó la cinta). Y, si en títulos como Camino a la perdición o American Beauty una habitación vacía y blanca se convertía en el simbólico punto de reinicio para alcanzar la redención, o en 1917 hacía del plano secuencia el asfixiante y continuo calvario hacia la muerte que es la guerra, aquí el cine (como lugar físico) encarna la idea de refugio. En parte, también, como lo fue y lo es aún para el propio director.

Moqueta y palomitas

Hay un olor que cada generación de espectadores tiene asociado al cine como el lugar en el que se proyectan las películas. Probablemente, las primeras barracas de feria del cine primitivo acumularían olores que en nada debían parecerse al de las salas enmoquetadas, con su zona de bar y sus grandes palomiteras a pleno rendimiento. Olores que en esta nueva  generación de salas multicines han sido absorbidos por los de los perritos calientes y nachos con salsa capaces de «aromatizar» (valga el eufemismo) cualquier metro cuadrado disponible. La experiencia de ir al cine ha cambiado. Ha evolucionado, como no podía ser de otra forma. Pero, ¿en qué medida estos cambios cosméticos y logísticos afectan a la experiencia que se produce dentro de la sala oscura? Al fin y al cabo, la moqueta y las palomitas son el atrezo de lo verdaderamente importante: lo que contiene ese rayo de luz proyectado contra la pantalla.

El imperio de la luz resulta ser también, inevitablemente, un tributo al cine. A su poder sanador, a su capacidad para diluir la soledad y proporcionar consuelo, a su incalculable valor como agente transformador de la realidad. Por eso, cuando en los últimos compases del film una poderosa escena viene a ofrecer una hermosa oda al séptimo arte, resulta difícil no recordar la propuesta similar y, a la vez, radicalmente distinta que proponía Damien Chazelle al final de la reciente Babylon. Pero, donde el director de La La Land se lanzaba a una acelerada y frenética superposición de películas de todos los tiempos, Mendes se basta de una sala iluminada con la luz de un proyector, las imágenes de una única película (Bienvenido Mr. Chance, que funciona como espejo en el que se mira el propio film durante todo el metraje) y la mirada emocionada de quien descubre esa mágica ilusión por primera vez. El cineasta sitúa a su protagonista frente a la gran pantalla, iluminando su rostro con esa luz especial que es a la vez sueño y ciencia. Una luz portadora de vidas, que narra e inmortaliza historias. Una luz superviviente que implora, al igual que el film de Mendes, que la experiencia de ir al cine no acabe siendo tan solo un recuerdo de otro tiempo. 

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2 Comments

  1. Eduardo Alberto Gil Santos

    Precioso artículo de alegoría cinematográfica.

  2. Maiolongo

    Y preciosa película cuya protagonista es una actriz impresionante. Grande Olivia!

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