Fue el mejor escritor de su generación. Un genio sin parangón. Parecía estar a la vanguardia en todos los sentidos. Fue un niño raro, de padres culturetas que discutían sobre el Ulises en la cama. Era elitista y obsesivo. Era tan inteligente que se aburría en el colegio, incluso con los que eran mucho mayores que él. David Foster Wallace tuvo una infancia feliz y corriente. En años posteriores insistiría mucho en ello. Era un niño flaco, con el mismo peinado que John Lennon en Rubber Soul. Como cuenta D. T. Max en Todas las historias de amor son historias de fantasmas: «Aunque le gustaban las palabras, Wallace no era particularmente aficionado a la literatura; de hecho, pensaba que la lógica y los rompecabezas se le daban igual de bien. Uno de sus amigos de la infancia cuenta que una vez asistió a una firma de libros de Wallace y se quedó atónito al ver que su amigo era aún capaz de recitar de un tirón el número de veinticinco cifras que se habían aprendido de niños». Fue en el colegio cuando comenzó su lucha en cuerpo y alma contra lo que él llamaba «la Cosa Mala»: esa depresión que lo condujo al suicidio. No podía aceptar ser distinto del resto y se esforzaba en parecer «normal». Cuando sufría crisis de ansiedad, merodeaba sudando por la universidad con su raqueta de tenis para distinguirse de sus compañeros y no quedarse anclado en la figura de ratón de biblioteca que tanto le molestaba.
Su carrera literaria comenzó en los Estados Unidos de Reagan, en la época en la que el proyecto neoliberal acabó con el horizonte utópico del proyecto de masas de la modernidad. Los personajes de sus novelas eran sujetos pasivos y frágiles: personas aisladas de su entorno y adictas a la cultura del entretenimiento. Su literatura situaba a los personajes de sus novelas dentro de su entorno social como seres vulnerables, psicóticamente deprimidos e impotentes en su soledad. Reflejaban el tedio ante el genocidio cultural llevado a cabo por el capitalismo, expresándose de forma coloquial y espontánea, pero también ansiosa, demandante, ácida y angustiada. Fue muy crítico con la sociedad de su tiempo. La sentía en muchos sentidos ajena a sus intereses. Para él, no solo Dios había muerto, sino también el conocimiento. En su toda su obra, el nihilismo de sus personajes no corresponde a la desmovilización de las masas ni está acompañado de la desesperación y del sentimiento de lo absurdo, sino de su propia autodestrucción como consecuencia del vacío del mundo. La indiferencia pura designa la apoteosis de lo temporal y del sincretismo individualista. El hombre cool de su tiempo no era un ciudadano sino un consumidor: una persona que había abandonado la esfera pública y los asuntos comunitarios, y se había convertido en un telespectador enganchado a los deportes y a los realitys nocturnos.
Como buen nostálgico de la modernidad, estaba obsesionado con el aura que desplegaban las grandes obras y sus autores. Su escritura era torrencial, precisa, excesiva y exagerada. La prueba de ello no son solamente las anotaciones a pie de página de La broma infinita, su obra cumbre. En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer se ve esa dicotomía entre sátira y seriedad: la mejor carta de presentación de un escritor que no renunció nunca a la mirada precisa del periodismo ni a la imaginación del novelista. No le interesaba el nihilismo de Bret Easton Ellis en Menos que cero o American Psycho, que consideraba mezquino. Tanto su amigo Jonathan Franzen como él eran conscientes de que la ficción a finales del siglo XX corría el riesgo de agotarse por el poder de los medios de comunicación, sobre todo, de la tele: «El mayor gancho del arte de tipo televisivo es haber descubierto maneras de recompensar la visualización pasiva. Cierta parte de las cosas conscientes de la forma que escribo tratan —cualquiera que sea su efecto— de hacer lo contrario. Se supone que han de ser incómodas. Por ejemplo, el uso de un montón de cortes rápidos entre escenas para que sea el lector quien tenga que hacer algunas adaptaciones narrativas, o la interrupción del flujo con digresiones e interpolaciones que el lector ha de esforzarse en conectar entre sí y con la narración», declaró en una entrevista. Wallace también quería seducir y persuadir, convencer a través del ingenio. Mucho antes de que se hiciera mundialmente conocido con La broma infinita, publicó en 1988 La escoba del sistema, libro que pasó prácticamente inadvertido en su momento. En 1989 se trasladó a la ciudad de Boston, a un piso compartido con su amigo Mark Costello, y juntos escriben Ilustres raperos. El libro es un híbrido entre el reportaje y el ensayo, en el que el rap es solo la excusa para hablar de la frivolidad de la industria del entretenimiento, la frontera entre la alta y la baja cultura o de la absorción por parte del capitalismo del arte, y de todas las obsesiones de Wallace como escritor.
Influenciados por Lester Bangs —el Lemmy Kilmister del periodismo musical—, los autores cogen la máquina del tiempo para viajar a la década de los setenta y explicar los orígenes de un género que comenzó como explosión contracultural y expresión artística de la cultura negra hasta la década de los ochenta, cuando el rap empezó a posicionarse como alternativa para los que estaban hastiados del pop y del arena rock. Wallace, como estudioso del lenguaje, dedica un capítulo entero a analizar el caudal lírico de los artistas de rap: su jerga, los dobles sentidos de sus letras y el dinamismo y la creatividad de sus composiciones. Prestando atención a las aliteraciones y a las variaciones métricas, Wallace y Costello desmenuzan el astuto uso de las referencias intertextuales de la cultura pop y de la variedad de interpretaciones de su música. Wallace compara al rapero con el juglar de la Edad Media; pero, mientras que el juglar solo se limitaba a describir la realidad existente y las hazañas de reyes y nobles, el rapero utiliza su ego para sobrevivir en un mundo hostil. Hay rabia, ira y rencor en sus canciones. Es un dandi bastardo, consciente de que la propia vida es incluso más importante que la obra, sabedor de que a la sociedad solo le interesa el arte cuando logra conectar con el artista. A Wallace le fascinaban el estilo crudo de la banda N. W. A. y los fraseos complicados de los raperos de la costa este. Allí había no solo una manera nueva de jugar con el lenguaje, sino también una forma más que certera de explicarle a la gente las infinitas posibilidades del arte para retratar los cambios sociales de su tiempo. Los autores vieron en este ensayo un método distinto de hacer llegar al público blanco lo que pasaba en las películas de Spike Lee o John Singleton. Conforme el rap se expandía, empezaron a aparecer familias y centros de poder. Ahí tenemos la rivalidad entre la costa oeste y la costa este. El rap de la costa oeste evocaba un entorno más relacionado con las pandillas, como en el GTA San Andreas. La música reflejaba los estilos de vida de los pandilleros. El rap de la costa este ponía el énfasis en la pobreza y en el aspecto comunitario en la lucha contra la desigualdad. La suave brisa del Pacífico empujaba a los angelinos a la calle durante todo el año; la gélida brisa del Atlántico y los duros y largos inviernos de Nueva York invitaban a los negros a juntarse en las casas. Estas condiciones geográficas se plasmaron en la música, siendo la de Los Ángeles más lúdica y la de Nueva York más oscura.
Pensemos en el estilo de uno de los grandes popes de Los Ángeles como Dr. Dre: su estilo era fresco, desenfadado, con samples de música funky, como Parliament; al otro lado, RZA y sus samples de música de John Coltrane o de Charlie Parker; ¿el resultado? Un sonido mucho más atmosférico, opresivo y envolvente. Los raperos de la costa este tenían una destreza lírica mayor que sus rivales de Los Ángeles, con juegos de palabras complejos y metáforas intrincadas. Los de la costa oeste, por el contrario, eran más expresivos y teatrales en sus gestos y más directos. Pero aquello fue, sobre todo, una pelea entre discográficas: Death Row Records (Los Ángeles) y Bad Boy Records (Nueva York), que, en la década de los noventa, se convirtió en una pelea entre los Corleone y los Tattaglia o, peor aún, entre fans de Blur y fans de Oasis. La MTV jugó un papel fundamental en la difusión del rap, convirtiéndose en el leviatán totalitario del mercado musical y el eje de los deseos y aspiraciones de las pasivas clases medias actuales. Como escribe Rodrigo Fresán: «se convirtió en la aspiración warholiana de los quince minutos de fama, subordinando la música al mercado, lo contracultural a lo masivo y convirtiendo a bandas y artistas en coreógrafos». Un ejemplo fue la colaboración de Aerosmith y Run DMC en «Walk this Way». A los de Boston les venía de perlas para promocionar uno de sus mejores discos: Permanent Vacation; a Run DMC, para asaltar el mainstream y demostrarles a los ejecutivos blancos que el rap había llegado para quedarse. Foster Wallace y Costello ironizan sobre la unión entre un grupo de raperos y unos rockeros que aman a los Led Zeppelin, quienes lo aprendieron todo de artistas de blues como Willie Dixon, Howlin’ Wolf o Bukka White, y a quienes plagiaron descaradamente.
Hubiese sido interesante que el libro se hubiera escrito en la década de los noventa, y relatara la amistad primero y después la rivalidad entre Tupac Shakur y Biggie Smalls. También lo hubiese sido desde la década de los noventa hasta ahora, a la cultura hip hop le pasa lo mismo que al rock o al punk —sobre todo desde que asesinaron a Shakur y a Biggie—: que fue despojada de cualquier elemento crítico o contestatario. A la industria musical le vino de cine el «mito del buen salvaje» de los raperos —ajustes de cuentas, tiroteos y detenciones— para quitarle todo su poder emancipador y de este modo etiquetarlo como objeto de consumo. Puff Daddy o Jay-Z lo volvieron aceptable para el mercado de las listas de éxito. Lo que seducía del rap es que era una música que reforzaba los lazos comunitarios frente al individualismo de su tiempo. No fue solo una reacción ante la opresión y la violencia que recibían de los poderes públicos, sino también una respuesta ante la desintegración del tejido humano provocada por la sociedad de consumo. Pero después de las muertes de Shakur y Biggie, los raperos redujeron la confrontación política y aumentaron el culto a la vida del pandillero millonario por la venta de drogas. Aquí vemos una de las grandes paradojas de la contracultura, sea hippie, punk, grunge o rapera: los rebeldes contraculturales creían que lo que hacían era radical y que estaban cambiando a la sociedad. Su incorrección pretendía amenazar a un liberalismo que dependía de un ejército de dóciles trabajadores dispuestos a someterse a la disciplina del sistema. Sin embargo, el propio sistema parecía aceptar tranquilamente esta supuesta rebeldía. ¿Por qué? Porque a la industria le venía estupendamente que esos chicos mostrasen a tías moviendo el culo y usaran un lenguaje soez para vender rebeldía a esos jóvenes.
Ahí tenemos el ejemplo del trap. Una música que refleja a la perfección el estado de anhedonia pasiva de muchos millennials y centennials y el malestar de la cultura de nuestro tiempo en una época en la que el miedo arrasa con todo. El trap es la música de una generación que ha convertido el DIY de la cultura punk y hardcore en la ética del empresario de uno mismo: la subjetividad dominante de la cultura liberal en un lenguaje mucho más crudo y descarnado y polémico. El trap no aspira a emancipar a nadie. Su ideología es el lucro: nació cultural y morirá siendo cultural, a diferencia de los orígenes del rap. El trap quiso ser mainstream, como su lenguaje, desde el principio, y la sociedad lo ha aceptado rápidamente porque refleja el nihilismo de nuestra era. Hubiese sido interesante haber leído alguna crónica de Foster Wallace sobre un concierto de trap. Pero se habría decepcionado: para él solo habría sido un continente sin isla, una cultura vacía de significado. Como nostálgico de la modernidad que era, habría identificado a los traperos como Vargas Llosa a los amantes de la telebasura: unos incivilizados. El estadounidense aplicaba el sarcasmo en su escritura, en su forma de mirar el mundo: «La tradicional lucidez de los depresivos, descrita a menudo como un desinterés radical por las preocupaciones, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible», escribió Michel Houellebecq en Las partículas elementales. Sentencia con la que el americano se habría sentido identificado. Las palabras no pueden decir sino mostrar aquellas realidades que escapaban de lo tangible como la propia existencia: «Yo tuve un profesor […] que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados», dijo en una entrevista. Ante la perturbación del mundo actual, Wallace se habría reído de muchos de sus diagnósticos. Habría estudiado con interés la cultura de la cancelación o el efecto de TikTok en la gente joven. También hubiese disfrutado de los debates con Žižek acerca de la expulsión del hombre blanco y heterosexual en la sociedad actual, y de las teorías de Jordan Peterson sobre la convivencia de las langostas para explicar las diferencias entre hombres y mujeres. O no, quizá se hubiese suicidado de nuevo.
Lo divertido hubiese sido ver la reacción de Foster Wallace ante el trap y el Motomami, saber si habría dejado de lado su elitismo cultural para analizarlo con perspectiva o se habría dejado embriagar por esos chicos con pantalón de chándal ajustado, símbolos del dólar tatuados en las mejillas, y por una música que recuerda que la juventud solo puede disfrutar del presente porque le han arrebatado el futuro.
Nadie que haya logrado terminar ‘La broma infinita’ puede pensar que David Foster Wallace es un genio. Nadie.
Explicate por favor. Porque yo terminé la obra y no solo me parece un genio, sino el ultimo gran novelista del Siglo XX.
Sinceramente, no sé si Foster Wallace era un genio o no. Lo que está claro es que su opinión sobre el tema parece una rabieta de tuitero en busca de aplausos. En cualquier caso, si usted se acabó el libro, le felicito por su tenacidad. No es un libro fácil de leer para quien no lo está disfrutando.
Supongo que el comentario es un juicio de valor negativo respecto de la novela, pero yo sí la he terminada y pienso que es un genio.
Me parece interesante con que ligereza se aplican últimamente calificativos como «genio», «sabio», etc…a personajes que no poseen más que «cierto talento»…
Coincido.
«¿Y cómo es él? / ¿En qué lugar se enamoró de ti? / ¿De dónde es? / ¿A qué dedica el tiempo libre?» Lo de «pregúntale», parece que no.
Yo tanbien concido porque vamos a ver: en que momento se traspasa la linia entre muchisimo talento y la genitalidad? Y aver quien conio lo decide hostia!! Esa letra es de Manzanero, no?
Oye Abel tu no te llamas asin verdad? te lo pones pa que rime con bedel, a que si? Igual te llamas Dionisio o Fulgencio vete tu a saber
Hice clic para leer sobre Foster Wallace, no sobre rap o trap.
A nadie le importa por qué «hiciste clic».
Nos gusta Foster Wallace y sus opiniones fundadas sobre la cultura popular.
Un saludo.
Suopono que te refieres a cómo acaba el libro. De ahi el titulo, lo de broma. DFW era un genio total y tú no.
Creo que fui víctima de un ‘clickbait’; exijo mi tiempo de vuelta, señor pescador. Me hizo gracia el apunte final, el de la juventud obstinadamente presentista y victimizada. ¿De qué chistera puede uno sacar una observación así, tan lapidaria como generalizante? Contiene tal patetismo que este artículo bien pudo titularse: «Reagan, Thatcher y Aznar han arrebatado el futuro a nuestros jóvenes». Menos engañoso y hasta se hubiera ahorrado a este quejoso servidor.
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