La disconformidad de Yahvé configuró las ciudades del futuro. En Blade Runner (a movie), el escritor William S. Burroughs daba cuenta de todo un inventario de revueltas callejeras y descontento a partir de la imposición microscópica de un poder dispuesto a modo de red, en la que el tedio, como forma resignada de la moral, la pasividad programada y un bienestar capaz de suprimir todo deseo que se propagara más allá de los bienes materiales se convertían en razones de Estado. Experto en topografías de territorios caóticos, de interzonas en las que agentes encubiertos se deslizan de un mundo a otro —como si muchos de sus personajes fueran el destilado de horas ensoñadas bajo el influjo del opio en un tugurio de Tánger en el que rostros demoníacos son la representación de conjuras futuras que por fin pongan en jaque al poder—, Burroughs supo diseñar con precisión el malestar insondable de una humanidad doblada bajo el peso de extrañas maldiciones, compuesta por carceleros o ambiguos representantes de una resistencia que tiene lo que podríamos llamar alma como último tesoro que preservar. El libro mencionado es un artefacto irrepetible, un híbrido entre guion de cine, literatura y filosofía, cuyo supuesto fue la pretensión de adaptar a la pantalla grande The Bladerunner, una novela del poco recordado Alan E. Nourse.
En principio, Blade Runner (1982), la película de Ridley Scott —dejemos para los interesados en curiosidades baratas la mención de la inocua y falsa continuación perpetrada por Denis Villeneuve— toma el título de ese opaco reservorio de olvidos y realizaciones truncas: una novela que nadie leyó, un film nunca rodado, una revolución muerta antes de nacer. Pero en realidad el film de Scott hace mucho más que eso. En la ciudad babélica, lo primero que se pierde es la idea de comunidad. Ese dios iracundo que anticipa en su carácter inflexible al del Apocalipsis de Juan ha ejercido su condena. Nadie entenderá nada, nadie colaborará con nadie, todo esfuerzo humano estará destinado al fracaso. Los rascacielos son la marca de la ignominia: se vivirá para siempre en la infelicidad, en una trampa con ventanucos, bajo el yugo del miedo, en la anomia escandalosa que ofende la natural inclinación gregaria de hombres y mujeres. La tristeza de la ciudad, ese sueño de conquista, esa formidable invención que pretendió llenar de esperanzas el corazón, ha quedado establecida. Rimbaud lo recuerda en unos versos de su poema «El barco ebrio» —su elogio a las grandes distancias marítimas, a los horizontes ígneos, a la urgencia por perderse en una inmensidad de salitre custodiada por aves fabulosas y cuya violencia es en realidad una invitación lujuriosa a la libertad y la aventura—, cuando describe a un niño que está en cuclillas ante un charquito en la calle y que «lleno de tristeza, deja ir un barco tan frágil como una mariposa de mayo».
Lo que nos enseña Blade Runner es la riqueza sin nombre que existe en el caos. Su ciudad es un rosario de idiomas, carteles chirriantes, caras; un almacén a cielo abierto de modernidades y antigüedades superpuestas. En la pantalla, cuando vemos deambular a su protagonista, Rick Deckard (Harrison Ford), entre puestos de comida y peatones de todas las razas del mundo, sumidos en un maremágnum compuesto de fragmentos de luces y sombras, de voces ininteligibles, de melodías que se disputan el oído al mismo tiempo, casi se pueden sentir los olores, la fritanga, la humedad de los cuerpos apretujados. En Blade Runner no hay felicidad pero tampoco hay tristeza. Se convive resignadamente, entendiendo lo que se pueda: ¿cada cual atiende su juego? Sí, pero la comunidad pervive, traccionada por su sistema de equívocos, de encuentros azarosos, de pactos en las sombras. La ciudad no deja nunca de ser un conglomerado en el que las leyes de la cooperación no han podido ser abolidas. El alma de la ciudad es el modo en el que sus habitantes subsisten resignando sus sueños sublimes en pos de alcanzar el goce de minucias diarias. Esas que constituyen el desdén de los dioses coléricos.
José Luis Garci sostiene que High Sierra (1941), la película de Raoul Walsh, es probablemente la que marca el inicio de aquello que, no sin alguna controversia, se ha dado en llamar film noir. Como si fuera una especie de pasaje entre el cine policial y el cine negro. La idea no carece de cierta audacia. Identificamos el noir con una geografía de preeminencia en esencia urbana. Sus cultores han hecho de la pantalla un lienzo en el que las tomas oblicuas de edificios y esquinas, los fuertes contrastes de luz, la callada crispación nocturna que se extiende por el asfalto mojado y los neones recrean una iconografía expresionista para dar lugar a esas vidas un poco desastradas, casi sin esperanzas. La ciudad como modelo babélico, como si Dios hubiera abandonado a sus criaturas, que ahora veneran a otros dioses, como, por ejemplo, el dinero, y cuya carencia las empuja a vagar formando bandas funambulescas, en los bordes de la moral, en la cuerda floja, como traficantes, como bladerunners en la acepción que se les da en el libro de Nourse. Pero Garci ve otra cosa: el deseo de salir de allí, de marcharse hacia las cumbres (las altas sierras), de juntar el dinero mal habido que se pueda —ese último golpe quimérico— y huir a las alturas, donde el aire es más fresco y puro, donde el alma pueda volverse tan ligera y consistente como en el principio de los tiempos, antes de ser envenenada. Es decir que el noir encuentra una doble cara entre sus pliegues. Hay quienes no quieren salir de la ciudad y están los que no piensan ir hacia ella. En High Sierra, el género noir exhibe sus antecedentes, es un noir acaso por oposición. No hay ciudad sino pueblo, que en la narrativa cristiana sería un equivalente al purgatorio. Roy Earle, el personaje interpretado por Humphrey Bogart, acaba de salir de la cárcel y planea el asalto final en una cabaña a orillas de una localidad perdida, espera su momento, sueña con las montañas que están coronadas por vacíos celestes, puertas de un paraíso posible.
En El crack (1981), película del propio Garci, la ciudad de Madrid es una constelación melancólica de marquesinas, automóviles, gente atareada, bares de bebedores impenitentes, salas de cine repletas. España vive con expectativa e incertidumbre sus tiempos nuevos. El protagonista, Germán Areta (Alfredo Landa), lleva una vida más o menos plácida de private eye al estilo ibérico. La ciudad es suya porque en ella tiene sus rutinas, sus desavenencias diarias, su asistencia al box, un amor pudoroso que espera. Todo lo que en la ciudad puede parecer incómodo, despersonalizado o degradado es también su atractivo, su modo de hacerse querer, de volverse imprescindible; como en «Pongamos que hablo de Madrid», la canción de Sabina que dice «el sol es una estufa de butano». Se trata de un procedimiento de la poesía en el que algo se menoscaba para volverlo más cercano, más entrañable. El sol pierde su majestuosidad, no es el astro sol. En la ciudad, el sol no es un rey sino un equivalente doméstico, pequeño, a la altura de una ciudad y de sus habitantes. Se puede suponer que apenas calienta en un frío invierno madrileño. Pero en otra parte de la misma canción aparece esta línea sorprendente: «Hay una jeringuilla en el lavabo». Si hasta ahora cada frase funcionaba como metáfora —con la mayor o menor solvencia del caso—, de golpe hay algo concreto, brutal, que no opera por comparación con nada, es solo una descripción; un verdadero close-up, cuya materialidad gana en fuerza a cualquier idea que el oyente se hubiera hecho hasta el momento de la ciudad descripta. Ese plano detalle es el noir de la canción, su corazón negro que no explica nada pero hace explícito el lado oscuro de la ciudad querida, invivible pero insustituible, el que precede al ejército de mártires yonquis a los que les cantaría más tarde Rafa Berrio en su Donostia natal. Babel tiene luces y sombras, tiene abulia y monstruos escondidos, pero de Babel pocos piensan en marcharse, excepto Bogart en la película de Walsh o Harrison Ford en la película de Scott —pero porque quiere salvar a su amada—. La riqueza de la ciudad está precisamente en sus contrastes, en el fulgor secreto de esas «ventanas encendidas, para los hombres de frac y para los ladrones» de «La cerveza del pescador Schiltigheim», el poema de Raúl González Tuñón.
Si en Blade Runner comparecían en un mismo escenario sombreros de los años cuarenta y humanoides llegados en forma clandestina de exóticas colonias interestelares, carros voladores que se estacionan en plena calle y viejos remilgos humanitarios, en apariencia anestesiados, pero aún latiendo —la gracia última de la película acaso sea el trasvase de impulsos vitales mediante el cual los artilugios con aspecto humano pergeñados en laboratorios adquieren finalmente rasgos dolientes de humanidad, demostrando que el hábito hace al monje—, en Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, la ciudad no podría mostrar con mayor claridad los rasgos de un desbarajuste que conduce directamente al infierno si no se hace algo para evitarlo. Ángeles y demonios en una ciudad en default, sin asistencia social, sin fuerzas públicas, sin instituciones. Es el sálvese quien pueda del cine; una suerte de noir sin escapatoria en el que se destilan breves destellos de una belleza fría, distante, contradictoria, que la fotografía de Michael Chapman explota hasta el agotamiento. El agregado distintivo de Scorsese y del guionista Paul Schrader al universo de las ciudades caóticas es la psicosis. La mujer inmaculada (Cybill Shepherd) —«She was wearing a white dress. She appeared like an angel», recita, casi canta para sí, como arrodillado ante un reclinatorio, Travis Bickle, el protagonista interpretado por Robert De Niro— puede convertirse en fuente de padecimiento, y la niña prostituta (Jodie Foster) merece ser rescatada como sea y devuelta a sus padres para su redención. Manhattan, pero más el Bronx, es el reino de la confusión, la soledad, el delirio psicopático, el jardín quemado junto a los rascacielos sobre el que Dios descargó su rabia al ver la vanidad de los hombres. En la película del misántropo Scorsese se repite algo, menos una moral escandalizada que un manual de uso, la letanía que encuentra cobijo en la mente de un hombre cuya personalidad se ha fragmentado y asume encarnizadamente las afrentas descargadas sobre todo el resto: la idea de que «alguien tiene que hacer algo». Travis no tiene un dios, pero contempla el desastre y recorre las calles de una ciudad en cuyos recovecos se acumula la desolación. Travis respira el aire enrarecido, producto de una ira cósmica desatada sobre la ciudad. Es su víctima indirecta, pero pretende ser también su brazo ejecutor. Ha hecho suya esa rabia destructora y se promete seguir limpiando, depurar más, arrasar más; será el azote de un dios que lo ignora, que no sabe nada de él. Un dios que quizá ni siquiera exista.
«Todos los soles son amargos y atroces las lunas», cantó Rimbaud en su poema. Es el fin del viaje del barco embriagado de ansias de aventuras. La amargura llena ahora la nave que se encamina, por pura mecánica de la inercia, hacia su destrucción. Tantos tragos de vida son demasiados, y el desenfreno por absorber todos los placeres del mundo tiene su costo. La ciudad triste, civilizada, no es una opción que apague esa sed de vivir que al final conduce a la muerte. Pero en algunas ciudades existe el carnaval, gracias al cual al maelstrom de la neurosis diaria se le suma una dosis de energía extra que depura a sus habitantes y transforma el caos cambiando su signo. Alegrías de Cádiz (2013) fue la película con la que volvió al cine el director Gonzalo García Pelayo después de treinta años. La alegría es un palo de la música flamenca, pero aquí se acepta también su acepción menos específica. La ciudad de Cádiz es pequeña, baja, con construcciones blancas. Es una ciudad que se puede imaginar sin grandes cambios desde que la fundaron los fenicios con el nombre de Gadir. Si el barco de Rimbaud no se suicidara entre las olas portentosas, podría arribar a Cádiz, como los que comandaban aquellos hombres de mar aficionados a las actividades mercantiles. La película registra los días del carnaval, el paso de sus agrupaciones satíricas, observando y deteniéndose junto a sus corros de gente en los bares o en la rambla con el mar de fondo. En el medio hay historias de seducción amorosa, hay personajes que se interpretan a sí mismos, mientras la película revela sus engranajes sin perder un ápice de la emoción que atraviesa por esos días la ciudad blanca. No se trata de un documental ni de una ficción sino de una criatura anfibia que exhibe toda la verdad de ambos universos. El caos de Cádiz es aquel gozoso propio del carnaval, donde las cosas y la gente se mezclan, donde los hombres se visten de mujeres, los poderosos son apostrofados en plena calle: la realidad se vuelve otra. El reverso de la ciudad reclama sus derechos y todas las historias parecen posibles en esas callecitas de azar. La ciudad caótica se sumerge en la alegría de los cruces en un escenario donde todos pueden ser otros, y por eso liberan sus impulsos más íntimos y se acercan a sí mismos, perdiéndose. Es la ciudad y el momento para dejarse ser. La perdición, no como destino funesto, sino como liberación del cuerpo y del espíritu, con la música y el canto como expresiones vitalistas de amor por la existencia. Babel es también la ciudad en la que sus habitantes logran entenderse de otro modo.
Vale decir que la ciudad babélica puede ser también un territorio regido por dioses paganos, poblado por criaturas que cambian de rostro, se funden entre sí o se mimetizan en las formas y los colores. Por alguna razón se habla de «sinfonías de la ciudad», concepto que sugiere oleadas de sonidos, criaturas y objetos en movimiento, como en un juego o una serie de piezas artísticas coordinadas por mandatos misteriosos, aparentemente indescifrables. Un dios enceguecido por el deseo de venganza no sería capaz de apreciar la belleza en la gimnasia diaria de los seres que se entienden a su pesar, que colaboran entre sí y se empeñan en proyectos imposibles, que juegan como niños y sueñan más allá de sus fuerzas. Como en la Barcelona de Eduardo Mendoza en su libro La ciudad de los prodigios, donde la prosa del escritor hace bullir una magia inasible en la que conviven los opuestos, la felicidad y la derrota de los corazones bajo un sol de verbena. Babel es también una irregularidad llena de gozo, o una aberración que asume por fin su linaje y convierte la desventura en orgullo.
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Servidor, que es un pequeño aficionado al cine y la lectura, tiene una pregunta, ¿Blade Runner, no está basada en “Sueñan los androides, con ovejas eléctricas” de Philip K. Dick”
El artículo se refiere a esta novela:
https://en.wikipedia.org/wiki/Blade_Runner_(a_movie)
Al parecer al escritor de le escapó Blade Runner 2049; pero carece de importancia. Los críticos masacraron Blade Runner cuando salió. Qué fue de ellos?
El estado de la seguridad ciudadana en Nueva York en los años 70 y 80, y en especial el metro, sí dio lugar a un verdadero género cinematográfico.