Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places.
La cafetería del Último Mono es una suerte de cruce de caminos entre la Málaga en la memoria y la del furor por la tecnología y la ciudad de moda. Como si estuvieran huyendo del éxito, los chavales que la regentan la ocultan en un callejón. Al llegar te atienden con parsimonia, son majos y malaguitas. Es reparando en la pizarra y en la parroquia del sitio como se descubre su otro lado. Un grupo variopinto de chavales centrados en las pantallas de sus Macbooks mientras disfrutan de sus lattes. Bien podría ser una estampa berlinesa. bit
Alguno de ellos participa en este reportaje. Málaga ha vivido muchos años de contarse a sí misma, intentando convencerse de su potencial. Llegar en 2023 a intentar decir algo inédito sobre la ciudad y su lado de tecnópolis solo puede hacerse desde una mirada nueva, con las voces de los recién llegados. Son a los que persigo en esta pieza. Por una vez asistiremos a un fenómeno desconocido: uno en el que un malagueño se calla para que otro delante suya hable de su ciudad.
Me muevo hacia el centro. Como gran parte de los habitantes de Málaga, muchas empresas querrían estar aquí, pero no hay sitio para todos. Si los malagueños están aprendiendo a marchas forzadas el concepto de ciudad dormitorio, las compañías están comprendiendo por qué se inventaron los polígonos industriales. O como se los llama ahora, en un esfuerzo estéril de rebranding, «parques empresariales». Me encuentro con Carlos Cantú, mexicano que aterriza vía Irlanda en una de las startups locales sexis, Freepik. «No conocía nada de la Málaga tecnológica cuando me llamó un head hunter para venir —confiesa a bocajarro—, pero pasé unas vacaciones hace años y me gustó mucho».
Intento explicarle que su contratista es de la generación de startups de oro de la ciudad, las que crecieron fuera de los focos sin inversión ni bombo. VirusTotal, Todocolección, BeSoccer, Uptodown… A Carlos lo que le convenció es la apuesta de Google por Málaga y el conocer a Alejandro y a Joaquín de Freepik. Le cuento la historia de la cabezonería de Bernardo Quinteros, que consiguió que Google pusiera una sede en la ciudad a base de negarse a salir de aquí. Le hace mucha gracia, «los malagueños y los mexicanos nos parecemos mucho». Le quiero contar que México es mi país preferido y que me calienta el corazón que los andaluces compartamos ese antiquismo, el uso del «ustedes». Pero lo dejo para otro día, creo que nos vamos a hacer amigos.
En mis conversaciones se dan contrastes curiosos. Carlos señala que lo único que encuentra peor en Málaga que en Dublín es el precio de la vivienda. La gran ventaja es que el crecimiento del sector tecnológico malagueño está apalancado en el talento local y no en los impuestos bajos, como en Irlanda. Reconoce, eso sí, que lo de la Ley Beckham ayuda a que le salgan los números. Suni, por su parte, tuvo un aterrizaje más azaroso, es una freelance asiático-europea que se dedica a la foto y al vídeo de productos para clientes digitales de todo el mundo. ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? (como entrevistador tiro de clásicos, como pueden ver). Explica que fue un accidente, que llegó para apoyar a su hermano un tiempo y se ha quedado para años. Para ella, El Perchel resulta más barato que Londres, más seguro y mucho más conveniente. Asiento mientras me contradigo por dentro. El chaval que vivió en su barrio hace treinta años nunca hubiera identificado El Perchel con seguridad.
Es ella quien más me alerta de los peligros de la gentrificación, de los problemas de las ciudades de éxito y de la preocupación que supone para los habitantes locales. Lisboa, Ciudad de México, hasta Bali están llenas de nómadas digitales. Es una búsqueda curiosa la de Suni y la de otros como ella, una suerte de querencia de autenticidad con oferta cultural cosmopolita, un equilibrio imposible entre la gastronomía global, poder funcionar con el inglés en todos lados y que se conserve la idiosincrasia propia del lugar. Nos despedimos, ella me recomienda un vegetariano nuevo en el barrio. Yo le sugiero que no se pierda los churros tejeringos de Los Valle en la calle Cuarteles. Ambos nos separamos con la sensación de que el otro hará más caso que uno a la recomendación recibida.
Es el momento de salir del corazón de la ciudad y visitar el extrarradio. En este caso, la pintoresca barriada de Churriana. Allí me encuentro con Daniel, que es un puro desarrollador de los que están de regreso. Se marchó huyendo de lo que le parecía un destino fatal: programar en Málaga tras la crisis puntocom se traducía en sufrir atascos enormes para ir al Parque Tecnológico de Andalucía, vestido de traje y ganando muy poco. La segunda etapa es otra cosa. «De Madrid se vuelve», dice sonriendo (aunque este sea un dato superfluo, Daniel siempre sonríe).
Ahora la tortilla se ha dado la vuelta en el sector. El mundo, las industrias, nuestras vidas se digitalizan. El software se está comiendo el mundo, que decía Marc Andreessen. Para Daniel, esto se traduce en que los desarrolladores se han vuelto una clase privilegiada y, en el caso de la ciudad, que está en el lado bueno de la historia (entiéndase como en el que más convenía). Pero (en estas conversaciones siempre hay un pero) Málaga también se encuentra en una crisis de crecimiento. La maravilla y la maldición que nos toca, sostiene, es ser una ciudad mediana. A diferencia de Madrid, uno puede todavía estar de paso por un barrio, acordarse de un amigo y avisarlo para quedar de forma improvisada. Las ciudades grandes alejan a la gente y quedar conlleva una planificación larga y compleja. Un coñazo.
Sucede en Málaga como cuando a un adolescente se le notan las costuras al pegar el estirón. El transporte público no es tan completo ni eficiente, por ejemplo. Luego añade una letanía que también mencionó Carlos: lo que más le chocó es el éxito del centro para el turismo. Si para el mexicano la sorpresa era salir del trabajo y sumergirse en un río de cruceristas, para Daniel no hay tanto conflicto entre ser una ciudad tecnológica y turística. «Con no pisar el centro ya estaría».
Daniel —teletrabajador— y Suni no tienen red profesional en la ciudad. Conectados a sus clientes, a su empleador remoto o centrados en una corporación, no echan en falta eso que llaman el «ecosistema». Caso distinto es el de Sergio y Eduardo, enfocados a negocios en internet. Para ellos, la red de contactos es clave; los eventos presenciales, una gran oportunidad, y la presencia de empresas que puedan ser potenciales clientes, inversores e incubadoras, ingredientes necesarios para considerar a Málaga una ciudad de «negocios digitales».
El caso de Sergio es curioso. Un momento clave de su carrera fue el paso por Link by UMA, en lo que aparece como otro factor que ha remado a favor del crecimiento de la ciudad: una universidad que ha conseguido promover el talento y espolear las vocaciones, pero que se está quedando pequeña en cantidad de ingenieros producidos. En su caso, el regreso a Málaga es dudoso. Quiere, pero el ecosistema de startups al que se dedica no tiene punto de comparación con Madrid.
Otra singularidad del caso es que, en la generación de Sergio, todo el grupo de amigos que se fue a trabajar a la capital del país quiere volver. Quizá, barrunta, esto empiece a pasar pronto. El paso por el confinamiento y la pandemia ha cambiado algo los requisitos para hacer negocios. Eduardo explica que cada vez es más fácil vender y convenir acuerdos desde Málaga, esté donde esté el partner. Antes la presencialidad, salir a comer, ir a la oficina y conocer físicamente a la gente era mucho más necesario. Al final nos hemos adaptado todos a contactarnos por Linkedin, a tener una videollamada y a prácticamente olvidarnos de dónde está cada uno, más allá de las preguntas de cortesía. Esas en las que uno, que está en Málaga, siempre tiene que recurrir a la broma y al lugar común para romper el hielo: «Eh, que aquí también tenemos invierno, lo llamamos el peor día del año».
En estas idas y venidas de la ciudad hay un patrón común: el contraste de la situación del periodo 2008-2012 y la realidad de los últimos tres o cuatro años. Sergio y Eduardo son comprensivos con las externalidades, pero en el debate sobre el estado y la identidad de la ciudad tienen claro que prefieren esta Málaga, con una sede de Google, otra de Vodafone, Ericsson y Oracle, además de startups que se están haciendo mayores, a una Málaga que, por mucho talento y formación que tuvieras, no te ofrecía ni una oportunidad.
Uno, escuchándolos, siente que quizá formemos parte de una burbuja, de una nueva burguesía de la globalización. Que, mientras celebramos la llegada de una empresa más o la apertura de un local de ramen, permanecemos ajenos al quebranto repentino de la gran mayoría, al problema de que con un sueldo de ayudante de enfermería ya no puedes comprar un piso. O, tal vez, dado que casi todos mis interlocutores son más jóvenes, me sucede como a muchos señores en Málaga y en el resto del planeta. Nada de lo que acontece ahora puede competir con cómo era el mundo cuando yo tenía veinte años y salía a descubrirlo y a comérmelo.
Uno de los privilegios de esta clase de trabajadores del digital y el conocimiento es que, armados con su inglés, un ordenador y una conexión decente, no están atados al terreno. Con solo un poco de decisión podrían emigrar sin incertidumbre. Para despejar mis dudas acerca del arraigo y los profesionales de internet converso con mi última entrevistada, María. Se dedica a la creación de contenido, «educativo», puntualiza. Desde Instagram y TikTok llega a millones de seguidores a través de su alter ego, María Speaks English.
Como otros, tiene la querencia de volver a Málaga, pero la retiene en Madrid esa idea de que el negocio, las empresas y los eventos para creadores suceden allí. Una suerte de miedo a perder las oportunidades de las que, coquetas, presumen las capitales del mundo. Pero su caso, al no depender de esos eventos para ver y que te vean, al no salir sus ingresos del presupuesto de influencers de las marcas sino de los cursos que pagan sus seguidores, podría ser diferente. «Estando aquí he conseguido un acuerdo internacional que va a ser la bomba».
Hago de abogado del diablo. «Para mejorar nuestra pronunciación del inglés podrías viajar por todo el mundo mientras grabas y enseñas». María está en las antípodas del estereotipo de neonómada digital, su momento vital es el de echar raíces, buscar un centro de gravedad permanente, como dijo el poeta. La tecnología y el nuevo orden mundial no han cambiado nuestra naturaleza y aspiraciones, después de todo.
En la última parada me detengo en la sede de Giants. Ismael me hace de cicerone por los recovecos de los esports, bromeamos sobre lo bien que le va Málaga en el Valorant y el naufragio futbolero. La desgracia de que nos haya tocado un jeque tieso. Mi hijo Bruno me ayuda a entender las oleadas de entusiasmo en las gradas, es día de torneo grande. A estas alturas me reconforta descubrir una capillita del gaming entusiasta y sin complejos. En sus vítores y aplausos entreveo el salto de una generación a la que su lado friki los condenaba a raros y otra que lo ha convertido en orgullo.
Mis nuevos amigos se vinculan a tribus digitales que casi no se tocan, se enlazan a otras ciudades y países y en ocasiones se quedan atrapadas en una completa soledad. Quizá el milagro de la Málaga tecnológica culmine cuando se mezclen y se encuentren, como si en algún lugar se pudieran conciliar futuro y presente, cosmopolitismo y tradición. Vegetarianos y churrerías de viejos, bits y tejeringos.