Deportes

Bajando a tumba abierta, o cómo la bicicleta generó su propio lenguaje

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Los vecinos de un pueblo animan a Geoffrey Soupe durante el Tour de Francia 2020. Fotografía: Anne-Christine Poujoulat / Getty.

A veces está usted tan tranquilo viendo la tele. Es verano; fuera hace un calor horrible y en casa anda tan fresquito uno, con su persiana bajada, su corriente, su ropa interior vergonzosa que solo se puede usar en tal situación. Así que eso, que se queda medio amorrao en el sofá, y va cambiando canales, y pone uno en el que aparecen muchos tíos en bici, todos con sus colorines, sus piernas depilás y su moreno ridículo, estilo «corte de choconata», y usted piensa: ok, para un rato, cojonudo, mira qué paisaje más bonito, mira cómo sudan ellos y yo no. Se acomoda, empieza a escuchar, presta toda la atención del mundo, porque hacer las cosas sin prestar toda la atención del mundo es hacerlas un poco menos.

Y no entiende una mierda. Pero en qué idioma habla este señor, por qué dice cosas rarísimas, como desarrollo, pájaras o cabras. Ay, ya me jodieron la tarde, me voy a tomar algo… 

Sí, amigo, eso ocurre, eso es. Pero aquí, en su revista cultural preferida, venimos a desencriptar para usted tan imposibles arcanos. Todo es poco para nuestros lectores, ay, cómo apreciamos a nuestros lectores. Así que póngase a rueda y descubra este mundo de locos magníficos, devoradores de fuego y contorsionistas de la expresión.

De bicis y palabras

Paul Fournel es un señor arverno (como el escudo) que escribe. Bueno, a ver, decir que escribe… Paul Fournel es uno de los juntaletras más importantes de Francia, un tío con montones de premios y miembro tanto del Colegio de Patafísica como del Oulipo, dos cosas de pura élite y pensadas para los paladares más exquisitos. Sucede que Fournel, por vaya usted a saber qué razones, es un chiflado de la bici. Sí, sí, un auténtico loco. Y tiene publicadas unas cuantas obras (sobre veinte son unas cuantas obras) alrededor del ciclismo. Ya ve, qué pila de palabras para algo tan naíf.

La última lleva por título Peloton maison (Seuil, 2022) y es una colección de cuentos breves con las ruedas como elemento principal. Uno de ellos es «Babel», y allí Paul habla sobre ese misterioso idioma denominado ciclista. Que si Tom Simpson hubo de aprender ciclista cuando llegó hasta el gran grupo, que si Roche hizo lo propio. La gracia del relato es que viene lleno de expresiones solo comprensibles (expresiones solo utilizables) en el ámbito del pelotón profesional, lo que permite a Fournel jugar con sonoridades, equívocos e hipérboles…

Jugar con todo lo que es cierto, por otra parte. Existe ese idioma propio, existen esos chascarrillos y remembrares únicos en la bici. Igual que los abogados hablan en abogadés (y menudo tostón gordo, el abogadés) los ciclistas hablan ciclista, y todos cuantos siguen este bendito deporte se han contagiado con el asunto. Jean Bobet (el hermano de Louison, que era peor sobre la bici y mejor con las palabras) decía que el ciclismo tenía un lenguaje propio, y solo sus componentes podían entenderlo. En fin, igual no tanto, pero algo de eso hay.

Porque aquí tenemos charlotadas en forma de frases hechas a mogollón. Algunas con su punto irónico, otras directamente a mala hostia, las de más allá con ternura intrínseca (o yo se la busco, que todo puede ser). De las primeras hay más, porque el espíritu creativo se ve impelido, muchas veces, por toneladas de ira. Así, cuando avanzas muy despacio, se te suben los caracoles por las cubiertas, pasean las moscas entre los radios, andas menos que el carrito de los helados, estás cocido, te ha visitado el tío del mazo, vas con el gancho o tienes aires de globero. Igual entonces acabas en el autobús («el grupo de quienes solo buscan entrar dentro del control»), o te bajas de la burra («la bici»), o hasta puedes meter tuerca («poner desarrollo exigente») y hacer un último esfuerzo.

A lo mejor vas haciendo la goma, sí, pero también puedes ser un doméstico («alguien que ayuda a su líder»), o el lanzador («último relevo antes del esprint»), o subes a molinillo («con mucha cadencia»), o vas sin cadena («fácil») hasta la tachuela («subida») siguiente. Quizá te ha pillado un abanico («una forma de rodar en grupo contra el viento»), o saliste sin prudencia al demarraje («aceleración») de aquel escarabajo («ciclista colombiano») y ahora andas vacío, o igual apretaste de más en el falso llano («que es más falso que llano») y ahora vas perdiendo plumas («quedándote sin fuerzas»), y ya solo esperas a que te recoja el coche escoba («que cierra el evento y va cogiendo a quienes se retiran»). En esas situaciones, lo ideal es aguantar en el pelotón, que también puede ser el paquete, el gran grupo, la casa, el hogar, la grupetta

En serio, siempre es mejor ir en la grupetta (aunque grupetta también hace referencia al último hatajo de ciclistas en una prueba… mira, yo qué sé). 

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Varios ciclistas a su llegada a Roubaix durante el Tour de Francia 2018. Fotografía: Jeff Pachoud / Getty.

Un momento, una expresión

Una cosa buena que tienen los lenguajes inventados es que, a veces, es posible rastrear los orígenes de esta o aquella expresión hasta su momento inicial. Ya ve, el sueño de cualquier filólogo. En fin, no siempre resulta satisfactorio, porque no son pocas las ocasiones en las que todo se ha ido distorsionando de forma bien gorda, y se te queda la cara así, como de concursante de La ruleta de la fortuna al que solo le falta una palabrita. Pero aquí venimos por la rigurosidad, colegas (también un poco para reírnos, pero rigurosidad ante todo), así que…

Hasta tenemos protagonistas ilustres. Albert Londres, por ejemplo, que es pionero en los rollos del nuevo periodismo desde mucho antes de que Wolfe teorizara sobre el asunto. Bien, pues a este Londres es a quien debemos la expresión esforzados de la ruta, un cliché tan gordo que a mí me daría vergüenza usarlo, pero, en fin, qué vamos a hacerle. Solo que, además, todo el asunto alrededor pinta a falso que apesta, oiga. Sí, sí, como lo oye. 

De primeras… la traducción. Cuando Albert Londres cubre para el diario Le Petit Parisien el Tour de Francia de 1924 es un tipo famoso, una estrella del reporterismo (antes había de estas cosas), principalmente por su trabajo en el penal de Cayena. Sí, sí, la isla del Diablo, nada menos. Así que, si Londres dice de los ciclistas que son forçats, nosotros debemos traducirlo como que son «forzados», y, en su contexto, todos entendían perfectamente la mímesis: los tipos del maillot y del culotte tienen condena a trabajos extenuantes imposibles de soslayar. 

Solo que, a ver, cómo explicarlo. La expresión tiene su origen en una entrevista que los hermanos Pélissier (Charles, que era majete, y Henri, que era un hijoputa de los gordísimos) le concedieron en cierta cantina de la estación de Coutances. Ambos se habían retirado por discrepancias con la organización y tenían la lengua suelta de narices. Que si el Tour no nos permite llevar dos jerséis y debemos aguantar el mojado toda la etapa, que si mira mi correa de cuero totalmente rota, que si me echo cocaína en los ojos para mantenerme despierto, que si estamos peor que las bestias de carga. Londres apunta frenético, porque sabe que es oro periodístico, y escribe después una de las crónicas más legendarias en este bendito deporte. Una que es… bueno, poco cierta, según parece. Charles Pélissier lo dijo años más tarde. Que aquel chavalillo era majo, pero, de bicis, lo justo, así que le tomaron un poco la pelambre, por lo de dramatizar más sus reivindicaciones. Que cómo coño iban a echarse farlopa en los lacrimales, ¿está usted loco? Y se reía. Qué más da, todo ha quedado en el mito, y el mito es lo que cuenta. 

Lo de parar a comerse un helado tiene también su miga porque se usa cuando alguien corona solo un puerto y luego espera al pelotón, pero la base histórica nos habla del chiflado seminal para todos los chiflados en esto de la bici. Federico Martín Bahamontes, nada menos. Que debuta en el Tour allá por 1954, que empieza a destacar pronto («Yo no sabía cómo eran los altos, así que me concentraba en subir lo más rápido posible»), que deja en pleno macizo Central una anécdota para la historia cuando llega al Col de Romeyère, posa la bici en el prao y se acerca hasta el heladero que estaba allí vendiendo cucuruchos: me pone usted dos, de vainilla, sí. Ya ve, mítico. Pasa que tampoco sabemos muy bien cómo ocurrió, porque no había tele, y Federico nos ha contados mil versiones distintas, en algunas saca media horuca a todos, en otras esprinta con un belga y este le rompe dos radios, en la de más allá es un canto maléfico el que jode sus ruedas, en otra es que tenía miedo a bajar solo, e incluso a veces dice que estaba muy lejos la meta y que continuar era un suicidio. Que ocurrió está fuera de toda duda, porque la «anécdota del helado» es una de las más populares de siempre, pero los detalles… En fin.

Supongo que así es como se construyen las leyendas. 

Cuando saltamos a la vida civil

A veces nuestra forma de hablar se ha hecho tan conocida, es tan de uso común, que salta a la vida-no-encima-del-sillín y pasa a ser de dominio público. Supongo que es el éxito más grande al que puede aspirar una jerga, claro, pero también me pone un pelín triste, como cuando ese restaurante tan cuco que conociste con tu pareja aparece en un suplemento de fin de semana y sabes que, guay, puedes seguir yendo, pero todo habrá cambiado (aunque sea lampedusianamente).

Tú ahora ves a cualquier grupo de anormales en fila india (haciendo una conga, componiendo la performance más tonta del universo o esperando para pagar unos pantalones en el Primark) y piensas en la serpiente multicolor. Si eres periodista especializado en bicis (con déficit de lecturas y menos futuro que Leticia Sabater en Hollywood), también lo puedes meter en tus crónicas, que, total, peores no van ser.

O los segundos… ay, los segundones, qué de juego dan los segundones, porque tienen más relato que el ganador (casi siempre, oiga, en este asunto, el ganador era Anquetil, y Anquetil calzaba relato como para cuatro series del Netflix). A los segundos los llamamos poulidores, por Raymond, que siempre iba por debajo de Jacques, e incluso podemos modificarlo y decir de alguien que poulidorea, y de quien era el amo y ahora ya anda renqueante pues decimos que se está poulidorizando. Así hasta el infinito, que las palabras son gratis.

Hay de todo: bajar a tumba abierta (piense en el significado concreto de la expresión, porque estremece bastante), chupar rueda, yo te tapo el aire, maillot amarillo. También nos vale ser el farolillo rojo, que se utiliza bastante en todos los ámbitos para señalar al último de cualquier clasificación. Que tiene origen ciclista es claro, pero tampoco podemos asegurarle muy bien cuál. Algunos dicen que es porque los trenes llevan una luz roja en su vagón de cierre, y eso es aplicable a quien va cerrando la carrera. Otros, que es porque antes los últimos llegaban tan tarde que solo podían buscar alojamiento en esos hoteles que tienen luces rojas en la puerta (ejem). Escoja usted. De una u otra manera, la expresión se popularizó tanto que el propio Tour de Francia obsequiaba a su postrero con un farolillo encarnado para solaz de los fotógrafos (solo cargaba el asunto en imágenes, no tenía que llevarlo durante toda la etapa, tampoco somos tan crueles). 

¿Quiere una última? Lo de la pájara. Que ni idea de dónde viene lo de la pájara. En francés le dicen fringale a esa hambre tan específica, tan difícil de definirle a usted y tan sencilla de reconocer cuando llega. Fringale. Pues, aquí, pájara.  

Están locos estos romanos. Al menos estos romanos que van en bici. 

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El pelotón entre Mende y Valence durante el Tour de Francia 2015. Fotografía: Jeff Pachoud / Getty.

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2 Comentarios

  1. A Perico le he oído decenas de veces que «la carretera pica hacia arriba». En el diccionario de la RAE el verbo picar tiene 57 acepciones, ninguna recoge la que usan los ciclistas. Me pregunto si la carretera puede picar hacia abajo, si es por el diccionario, las acepciones 36 y 37 pueden sugerir que sí, 36. Dicho de un ave: Volar veloz y verticalmente hacia tierra. 37. Dicho de un avión: Descender o caer en picado.
    Ah, si no ha visto la película de Philippe Harel, La bici de Ghislain Lambert, no deje de hacerlo.

    • Sí, la carretera puede picar hacia abajo. Sin embargo, no se usa de forma tan común como cuando se pedalea hacia arriba.

      El significado de “picar” en argot ciclista no lo va usted a encontrar en ningún diccionario. Ya ve usted, el diccionario de la RAE no es la Biblia y, en este caso, es inútil consultar ahí. Lo lamento por los que, como usted, sólo manejan ese recurso.

      Un saludo afectuoso desde el arcén.

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