Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 35 especial décimo aniversario.
A la sombra de un eclipse total
No tengo nada que ofrecer a nadie excepto mi propia confusión.
(En el camino, Jack Kerouac) ocho piernas
Durante agosto de 1999, con veinte años y en plena etapa emo, viajé solo por el norte de Francia para ver un eclipse solar. Con los hoteles de Le Havre llenos, pasé la noche en un parking junto a veinte mochileros desconocidos que habíamos perdido el último tren a Ruan. Una chica francesa muy guapa se sentó a mi lado y empezó a darme conversación chapurreando en inglés, ante lo que reaccioné inevitablemente pensando que había ligado. Me preguntó qué estaba estudiando, y cuando le contesté «Telecos» asintió pensativamente. Al cabo de un rato, me espetó a bocajarro: «Por favor, ¿podrías ayudarme a creer en Dios?». Desconcertado ante este giro de los acontecimientos, le dije que me consideraba agnóstico. Y entonces me miró con los ojos abiertos de par en par: «Pero ¿cómo puede ser que con tu profesión no creas en Dios?». Tras diez minutos más de conversación dislocada, descubrí que me había tomado por un sacerdote por mi ropa negra, el libro que sostenía con reverencia (no era la Biblia, sino Insomnia, de Stephen King) y mi inglés con acento tarraconense que había convertido «Telecos» en «Teología». Desanimado al comprender que no había ligado, decidí igualmente ayudar en lo que pudiera a la francesita con su crisis religiosa, y me lancé a un inspirado discurso sobre los vaivenes de la fe y su necesidad (o no) en la vida de la Francia finisecular.
Dicho de otro modo: estoy acostumbrado a que me tomen por lo que no soy (suponiendo que «sea» algo), pero una vez superada la sorpresa inicial me entrego a fondo a lo que sea que se espere de mí. Y aunque no soy periodista y no estudié Periodismo, por algún malentendido cósmico acabé formando parte de Jot Down, donde he escrito muy a gusto sobre literatura, arte contemporáneo, sexo y BDSM. Y excepto sobre el último tema, del que ya venía documentado de casa —aunque, en fin, tampoco soy sexólogo—, para cada texto he disfrutado como un enano leyendo, investigando, preguntando y aprendiendo cosas nuevas. Tampoco soy teólogo, pero qué demonios, si hay que darle conversación a una francesa, estaré encantado de leer —y disfrutar— la Teología mística de Dionisio Areopagita. Años más tarde acabé matriculándome en Filosofía, así que yo qué sé.
No es que haya escrito tampoco demasiado en Jot Down, en comparación con la producción infinita de alguno de mis compañeros: unos treinta artículos sobre marranadas, otros treinta sobre temas varios —tantos como francesas hipotéticas me dieron conversación— y siete entrevistas. Pero sí tengo el enorme placer de haberme convertido en «el tío del sexo con pulpos». Durante algunos años el artículo más leído de la web de Jot Down fue el segundo que escribí, «El sueño húmedo de la mujer del pescador», una oda a la sensualidad cefalópoda que supongo requiere alguna explicación.
Pulpos, cuerdas y cunnilingus
¿Qué diríais, qué diríais si ocho piernas os abrazaran?
(El sueño de la esposa del pescador, Hokusai)
Cuando recibí en 2011 la llamada de Jot Down ofreciéndome colaborar, vi la oportunidad de llevar a cabo una de mis muchas obsesiones: reivindicar y naturalizar (no «normalizar») el BDSM como forma de sexualidad válida más allá de malentendidos o prejuicios basados en el desconocimiento. Llevo un tiempo más relajado con este asunto, pero durante años me he dedicado a divulgar el BDSM hacia el gran público con el celo de un testigo de Jehová en todo medio o local que se me pusiera a tiro, fuera Jot Down, Catalunya Radio, Penthouse, la Sex Academy o charlas en bibliotecas públicas. Empecé pues en Jot Down escribiendo una breve reseña sobre el libro sadomasoquista Diosa, para comprobar si alguien me lapidaba al hablar de esos temas. Y mientras preparaba artículos potencialmente más controvertidos sobre el shibari o los azotes, me dije que escribiría mientras tanto un texto más artístico y relajado, inspirado por pensamientos dispersos sobre la relación entre cuerdas y tentáculos y por mi reciente visita a una exposición en el Museo Picasso de Barcelona que mostraba el famosísimo Sueño de la esposa del pescador, de Hokusai. Sí, en efecto, pensé que sería más normal y menos polémico hablar del erotismo tentacular y los cunnilingus de pulpo que sobre dar azotillos en el culo. Aún a día de hoy no sé muy bien qué extraña tecla del inconsciente colectivo toqué, aunque debía de ser húmeda, lúbrica y viscosa. El texto llegó a la portada de Menéame y trajo un río constante de visitas intrigadas, y a partir de entonces mucha gente empezó a enviarme imágenes de erotismo tentacular y dibujos de pulpos cachondos. Acepté mi destino como sacerdote y misionero de la religión tentacular, pensando que, a partir de aquí, pasar de una perversión nipona a otra no representaría mucho esfuerzo.
Entre 2009 y 2013 fui fundador y copropietario junto a mi expareja de un local barcelonés llamado El Nido del Escorpión, un sótano-mazmorra en el que celebramos fiestas de todo tipo. Mezclando encuentros abiertamente BDSM, talleres o exhibiciones técnicas con otros más neutros como clubes del libro, Rocky Horrors o performances teatrales, creamos un espacio en el que cualquiera pudiera mostrar sus preferencias sexuales sin miedo a verse juzgado o mirado de forma extraña. Al fin y al cabo, ¿cómo se va a atrever a juzgarte alguien que organiza fiestas toga en piscinas portátiles de chocolate? En Jot Down tuve la oportunidad de hablar de una de las actividades del Nido: el nyotaimori, body sushi para los amigos, tanto sobre cuerpos femeninos como masculinos. Estoy muy orgulloso de los que tuvimos ocasión de organizar: pocos, porque cada uno traía muchísimo trabajo, pero guardo de cada uno de ellos un muy buen recuerdo. De hecho, dos miembros de Jot Down asistieron en directo a uno de estos body sushi: juraría que se lo pasaron bien, porque uno de ellos acabó haciendo el pino en el comedor durante la fiesta poscena, tras acabarse —literalmente— nuestras existencias de sake, mientras que el otro acabó (un tiempo más tarde) saliendo con una de las bandejas humanas. En cualquier caso, publiqué en Jot Down un artículo sobre los orígenes de esta práctica culinaria —no, no es una tradición milenaria sino una marranada de posguerra, lo que no implica que no pueda hacerse bien—, ilustrado con fotos tomadas en el Nido.
Poco después escribí sobre mi tema estrella: el shibari, otro arte erótico japonés relacionado esta vez con atar y ser atado. Ya la famosa frase de Araki, «Una atadura es un fuerte abrazo», debería dar pistas de la relación que mi mente establece entre tentáculos y cuerdas, por cierto… Pero el caso es que he tenido mucho más contacto con cuerdas de cáñamo y yute que con cefalópodos. Las ataduras japonesas son una fuente inagotable de sensualidad y un medio de comunicación corporal y emocional de primer orden; un arte que apenas empieza ahora a ser comprendido y estudiado en profundidad. En 2015, siete alumnas de la Pompeu Fabra asistieron a una demostración de shibari que el amor de mi vida y yo ofrecimos en un local subterráneo barcelonés, La Órbita de Ío. La idea era que, como futuras periodistas, asistieran a una situación poco habitual y tuvieran oportunidad de comprenderla, preguntar y describir su experiencia. El mejor artículo y las mejores fotos que surgieron de ahí, de Muriel Campistol y Claudia Ávila respectivamente, se publicaron en la web de Jot Down. De ese día guardo muy buenos recuerdos: la profesionalidad de la coordinadora, Inma Garrido, las fotografías que sacó el ya fallecido y muy añorado Jorge Quiñoa, la sensación de que podía mostrar una parte importante de mi vida con la esperanza de ser correctamente comprendido.
Eso es en el fondo lo que he intentado siempre al escribir sobre sadomasoquismo: que a los que lo vivimos se nos juzgue por lo que realmente hacemos, dentro de la enorme variedad de prácticas y gustos posibles, y no por una idea distorsionada procedente de las películas de psicópatas de los noventa o por las horteradas ñoñas de las cincuenta sombras, ese romance entre una acelga hervida y un concejal marbellí, como describí en un artículo. En «Hágase tu voluntad» intenté explicar mi trayectoria dentro del BDSM: hay otras muchas igualmente válidas, todas lo son mientras se cumplan los principios básicos del respeto y el deseo. En 2019 participé en la presentación de La Tierra hueca, de Beatriz Guirado, en la librería Laie CCCB de Barcelona. Después de la charla, se nos acercó una chica, y dijo algo como: «¿Tú eres Josep Lapidario? Leerte en la Jot Down me ha ayudado mucho», y se fue. Nunca me han hecho un mejor cumplido, y aunque no sé exactamente en qué diablos la ayudé, espero que fuera en su aceptación bedesemera. Me sentí de nuevo como en el parking de Le Havre.
(Un paréntesis: en mi DNI no consta Josep Lapidario, sino Josep Camós, y sudo sangre en Correos cada vez que me envían algo a nombre de Lapidario. No uso este nombre de guerra como un heterónimo a lo Pessoa, ni para esconderme, ni por motivos artístico-estéticos… El motivo es más sencillo: hace años me presentaba a concursos literarios, para los que necesitaba un pseudónimo. Y tengo un hermano escritor y poeta, al que admiro, que usa el nombre Juan Nicho… Con lo que, para que todo quedara en familia, necesitaba algo igualmente funerario. Sé que algún día escribiré algo de lo que aún no tengo ni el tema ni el contenido, solo el título: «De la lápida al nicho».)
No he escrito solo sobre sadomasoquismo en la Jot Down: mirando a ver si llegaba a los límites de lo que me aceptaran, he ido entregando sin problema textos sobre sexo oral, vulvas y penes —tres temas obviamente relacionados y sobre los que la investigación y documentación representó un reto muy ameno—, fetichismo de pies, asfixia erótica, escultura pornográfica, el #readingissexy, la fotografía de Helmut Newton, las tetas de Russ Meyer… En general, y por citar mi lema, todo lo relacionado con la lujuria, la gula y la pereza.
El punto en común entre la Tierra hueca, el tiempo y la ayahuasca
La posesión del conocimiento no mata el sentido de la maravilla y el misterio. Siempre hay más misterio.
(El diario de Anaïs Nin, Anaïs Nin)
Solo la mitad de los textos escritos durante estos diez años hablan de sexo: en los otros aparecen Blixa Bargeld, el accionismo vienés, los laberintos, la ayahuasca… Teniendo en cuenta que Jot Down siempre me ha dado total libertad para elegir los temas y su enfoque —excepto cuando se negaron a que entrevistara a un youtuber para impresionar a mi hijastra adolescente, snif—, es inevitable preguntarse qué tienen en común estos temas aparte de haber despertado mi interés. Quizá echar un vistazo a algunos me dé alguna pista.
Quizá mi artículo preferido de todos los que he escrito sea «Todo lo que necesito saber lo aprendí leyendo El péndulo de Foucault». No solo porque se me permitió hablar en primera persona —lo que normalmente está desaconsejado en Jot Down—, sino porque me sirvió para entender el porqué de la influencia que ese libro tuvo en mi adolescencia. Y, lo más importante, me di cuenta de que comparto esa percepción con muchos de los comentaristas del artículo: una hermandad oculta de fanes de la novela más incomprendida de Eco. En muchos casos, los miembros de esta fraternidad informal compartimos una fascinación adolescente por la novela surgida de la más absoluta incomprensión, seguida de una relectura más adulta con una progresiva zambullida en sus significados más profundos. Durante mi participación en el programa literario de televisión ConvénZeme, mi defensa cerrada del Péndulo logró que Mercedes Milá me llamase zumbado, lo que le perdoné porque lo dijo entre risas y porque además es rigurosamente exacto. Veamos otro ejemplo: mi texto sobre la Tierra hueca, escrito con mucho cariño en forma de broma, con giro final a lo M. Night Shyamalan. También surgió de una fascinación, aunque en este caso por los visionarios y exploradores de lo desconocido con más entusiasmo y energía intuitiva que sentido común. Me hizo mucha ilusión que los editores de La Felguera me contactaran pidiéndome una versión ampliada de ese texto, que acabó formando parte de un libro de subsuelos y catacumbas llamado Mundo subterráneo.
¿Qué puede encontrarse en esa duda sobre qué se esconde bajo nuestros pies? ¿Y en el texto sobre los kanji, sus casi infinitas variaciones y su selva de sutiles significados sugeridos y contradictorios? ¿Y en el artículo sobre los insospechados usos artísticos y prácticos de la mierda? ¿Y en el repaso a la trayectoria del detective salvaje Roberto Bolaño? Fascinación, desconcierto, asombro. En una palabra: maravilla. Puestos a buscar un hilo conductor que una no solo estos textos sino también los sexuales y sadomasoquistas, el sentido de la maravilla sería un buen candidato. Cuando participé en una ceremonia de ayahuasca, lo primero que pensé tras procesar la experiencia fue en cómo había ampliado los límites de mi mundo y en mi deseo de poner por escrito esa sensación de descubrimiento y maravilla. Wittgenstein dejó escrito que lo que le maravilla es la propia existencia del mundo, el hecho de que el mundo exista. Escribí un artículo precisamente sobre el sentido de la maravilla, esa sensación de pasmo y sobrecogimiento ante la enormidad y variedad del universo frente a nuestra propia escala diminuta. Tanto que descubrir, tanto que aprender, tanto que disfrutar y tan poco tiempo para hacerlo… Quizá por eso he intentado toda mi vida no limitarme a un solo tema o especialidad, sino picotear de muchos, buscar ventanas por las que asomarme al mundo. Con Jot Down (gracias, gracias, gracias) he podido hacerlo.
Desde las quinientas palabras de la reseña de Diosa a las nueve mil del artículo sobre striptease en la JD#1 impresa o las dieciocho de la entrevista a Alejo Cuervo… Recuerdo ahora palabras, palabras, ríos y mares de palabras en los que ahogarse, todas intentando inútilmente expresar lo que no puede expresarse con palabras. Por volver a Wittgenstein, esta vez citando uno de los aforismos que escribió en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial: «Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra en lo místico». Wittgenstein pensaba en la metafísica o en la ética, campos en los que no es posible realizar afirmaciones significativas usando correctamente el lenguaje. Pero el sexo y la maravilla tienen su propia mística. Y, en el fondo, tengo la sensación de que en todo este tiempo escribiendo sobre sexo —y sobre el tiempo, el odio o la ayahuasca— he intentado algo imposible: hablar de la oscuridad iluminándola con una linterna, lo que inmediatamente la destruye… Pero, al menos, quizá, da una pista hacia dónde se puede uno encaminar. El sexo, el tiempo, el odio y la ayahuasca no son abarcables con un discurso racional, sino que son fundamentalmente experienciales, fruto de una expresión emocional y somática, vivencial, al fin y al cabo. Las palabras pueden ayudar a comprender algunos detalles, aclarar el campo de juego o desmentir mitos, pero llega un momento en que solo queda lanzarse a la piscina. Y si todo lo que he escrito aquí gracias a la benevolencia jotdowner puede servir para algo, espero que sea para que quien esté leyendo esto se anime a dejarse llevar allí donde el entusiasmo y la maravilla lo conduzcan: lamer genitales con energía, extasiarse con el arte contemporáneo, comer sushi sobre un cuerpo desnudo, perderse en un laberinto, enrojecerse el culo con el arte del azote, leer por primera o enésima vez Los detectives salvajes, atar y dejarse atar.