One need not be a chamber to be haunted
One need not be a house;
The brain has corridors surpassing
Material place.
(Emily Dickinson)
Hay que darle la razón a Emily Dickinson en que todo está en la mente, pero al mismo tiempo convendremos que una casa puede contener o sugerir algunos de los mayores terrores de nuestra existencia. La paradójica idea del hogar como el sitio más inhóspito imaginable, el lugar de donde resulta más difícil escapar, ha alimentado ficciones desde hace siglos. Como ardid aparece ya, antes de Cristo, en el argumento de la farsa teatral de Plauto Mostellaria (que puede traducirse como La casa encantada), donde uno de sus esclavos engaña al rico propietario de un inmueble diciéndole que está «maldito» y habitado por un fantasma. Sin embargo, el mito tal y como ha llegado a nuestros días no quedó instaurado hasta el nacimiento de la novela moderna; después el cine lo popularizó aún más y, de forma más reciente, las series se han encargado de apuntalarlo, cuestionando las famosas palabras de Dorothy/Judy Garland.
En ningún otro lugar se pasa tanto miedo como en casa, según estas historias. A veces, porque obligan a convivir con la memoria oculta de ciertos hechos, secretos que emergen y persiguen, espíritus de mala fe. En otras ocasiones, el problema no está tanto dentro como fuera, y entonces habrá que ver si los muros y puertas y ventanas son capaces de proteger a sus moradores de la amenaza exterior. Puede que no sea lugar de residencia sino de paso, un sitio extraño al que se llega por voluntad propia o infortunio: la casa a la que no se quiere regresar o de la que no se regresa. Lo perverso puede asociarse a la propia estructura del edificio, a habitaciones concretas, a su estado de conservación o incluso a su condición de ente vivo. En los relatos que siguen, estos lugares abyectos son más que escenarios perturbadores; representan «la primera herramienta conjuradora del pavor», como los define Rosa María Díez Cobo, autora de la antología Arquitecturas inquietantes (2022).
Con esa connotación surgen en la literatura de terror gótico, empezando por la fundacional El castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole, quien quince años antes había reconstruido la oscura y triste Strawberry Hill House, que plasmaría en su ficción. Otro sombrío castillo encierra horrores sobrenaturales en Los misterios de Udolfo (1794), de Ann Radcliffe, obra a la que alude una de sus más afamadas descendientes: en Otra vuelta de tuerca (1898), su protagonista se pregunta si la mansión de Bly encerrará «un misterio de Udolfo». Décadas antes de la novela de Henry James, que daría lugar a numerosas adaptaciones audiovisuales, entre las que brilla Suspense (1961), de Jack Clayton, Edgar Allan Poe había firmado La caída de la Casa Usher (1839), precedida del poema «El palacio encantado», donde «cosas malvadas, con ropas de aflicción» acechan a su dueño en un símbolo de su decadencia mental y física. Las ratas de las paredes (1923) es la contribución al subgénero, en forma de historia corta, de H. P. Lovecraft, quien como lector tenía en un altar La casa y el cerebro (1857), de Edward Bulwer-Lytton, y El papel pintado amarillo (1892), de Charlotte Perkins Gilman, claustrofóbico cuento que anticipa el tema de la obra teatral llevada al cine como Luz que agoniza (1944) por George Cukor y que daría nombre —gaslighting— a un tipo de abuso psicológico. Precursora es también La casa en el confín de la tierra (1908), de William Hope Hodgson, en este caso del horror cósmico y la weird fiction: «Llama y entra bajo tu propia responsabilidad», diría sobre ella Alan Moore. Una advertencia aplicable a cualquiera de los lugares abominables proyectados por los maestros de la escritura de terror contemporánea, como La maldición de Hill House (1959), de Shirley Jackson, autora que cimentó los espantos domésticos; La casa infernal (1971), de Richard Matheson, considerada la novela de casas encantadas más aterradora de la historia por Stephen King, o la casa de los Marsten en El misterio de Salem’s Lot (1975) del autor de Maine, cuya propia y espeluznante residencia ha sido lugar de peregrinación para sus fans.
No obstante, la novela que inauguró el renacer gótico en el siglo XX fue Rebeca (1938), de Daphne du Maurier, con estas primeras palabras: «Anoche soñé que había vuelto a Manderley». La escritora londinense, que se inspiró en sus visitas de infancia a la enorme mansión Milton Hall, proporcionó el material perfecto para el maestro de las arquitecturas del suspense: Alfred Hitchcock. La importancia de los espacios en el arte del orondo director se hace obvia en sus obras de cámara y en el escenario de Psicosis (1960), basada en una novela de Robert Bloch que ya hace referencia al carácter gótico del hogar Bates: «[E]l salón al que estaba mirando nunca se había modernizado; el papel floral de la pared, la carpintería de caoba oscura, gruesa y acabada en volutas, la moqueta carmesí, el mobiliario sobrecargado y la chimenea panelada estaban sacados directamente de finales del siglo XIX». En esta tradición, las viviendas que acaban dando miedo en sí mismas —más allá de los individuos que las ocupan— se distinguen por su antigüedad, real o estética, su decoración de esplendor caduco, sus formas que sugieren lo siniestro, sus amplias o casi inabarcables dimensiones, su organización confusa, laberíntica. Una visión de la arquitectura como algo ominoso que se asocia esencialmente al estilo victoriano. Al menos hasta que la ficción repare en los miedos derivados de la construcción moderna.
No disparen al arquitecto (o sí)
Si las casas antiguas tienden a formas complejas, recargadas, tenebrosas e inaccesibles, el edificio que empieza a dar escalofríos desde finales de los sesenta es sencillo, minimalista, luminoso y abierto al exterior por inmensos ventanales. Predomina una concepción racionalista y diáfana de la vivienda: todo está a la vista porque no hay nada que esconder, y así se pretende evitar el temor a lo desconocido, a las sorpresas desagradables. Claro que no por anticipado el miedo ha de ser menos miedo; más bien al contrario, opinaría el mago del suspense. En la novela The House Next Door (1978), de Anne Rivers Siddons, hallamos uno de los primeros ejemplos de casa contemporánea que no solo hace a sus vecinos observarla sino sentirse observados, acabando con su paz —y sus vidas—. El matrimonio protagonista terminará por matar al arquitecto, no decimos más.
En el séptimo arte, si hay un autor que ha sabido visualizar lo inquietante de las arquitecturas sofisticadas es David Fincher. En La habitación del pánico (2002) retrata el desconcertante atrincheramiento hipertecnologizado: la casa encantada es ahora la casa inteligente, que se rebela contra quienes pretenden obtener seguridad o privacidad entre sus paredes. La impoluta y plenamente acristalada Villa Överby de Estocolmo es la casa del secuestrador y asesino Martin Vanger en la traslación al cine de Los hombres que no amaban a las mujeres (2011). Igual de inmaculado y falto de vida —y pistas— es el interior del hogar de los Dunne en Perdida (2014), aunque la escena más escalofriante del film, cuyo guion adapta Gillian Flynn de su propia novela, tiene lugar en una impresionante casa junto al lago que recuerda a las maneras de Frank Lloyd Wright.
La idea de una sociedad vigilante y voyerista viene de atrás. Desde La ventana indiscreta (1954) hasta el remedo-tributo que realizó Brian De Palma con Doble cuerpo (1984), donde aparecía la vanguardista Malin House Chemosphere, el bloque de apartamentos se fue convirtiendo en el nuevo escenario del terror inmobiliario, que ahonda en la monstruosidad de la edificación urbana y el anonimato de sus numerosos inquilinos. Nada menos que dos mil habitan los cuarenta pisos del vanguardista Rascacielos (1975) concebido por J. G. Ballard: «Este paisaje de cemento tenía algo de enajenante, una arquitectura diseñada para la guerra». Una distopía vertical que degenera en horror psicótico y que adaptó el cineasta Ben Wheatley en la adecuadamente excesiva High-Rise (2015).
Muy loco ha sido también el fenómeno de la gentrificación, que el escritor Bret Easton Ellis experimentó al adquirir a finales de los ochenta un loft en Union Square Park, por entonces lleno de drogadictos, y ver cómo crecía su precio de mercado: daba miedo. Allí ideó American Psycho (1991), cuya adaptación homónima al cine por parte de Mary Harron, en el año 2000, convirtió el apartamento de Patrick Bateman en uno de los espacios más icónicos del terror reciente; frío, esterilizado y demasiado blanco como para resultar cómodo a la vista. Por cierto, si en esta película otro edificio de llamativa presencia es el Toronto-Dominion Centre, diseñado por Mies van der Rohe, ese otro clásico moderno titulado Candyman (1992), de Bernard Rose, basado en el relato de Clive Barker «Lo prohibido» (1985), se desarrolla en el proyecto real de vivienda social Cabrini-Green, una zona segregada racialmente cuyas historias ya asustaban antes de que naciese la leyenda del monstruo del garfio.
También del papel a la pantalla viajó Dark Water (2002), película de Hideo Nakata basada en un cuento de Koji Suzuki —de quien Nakata ya popularizó la serie de novelas Ringu—, que narra la historia de un bloque de apartamentos y los infaustos sucesos que acoge. Más cercano geográficamente es el edificio donde se desarrolla REC (2007), de Jaume Balagueró y Paco Plaza, joya del found footage que acaba de cumplir quince años. Balagueró es un especialista en sacar partido al modernismo arquitectónico para crear, en expresión de Alfonso Cuadrado Alvarado, un «locus siniestro» habitual en su filmografía, de Los sin nombre (1999) a su última Venus (2022), pasando por thrillers como Para entrar a vivir (2006) o Mientras duermes (2011).
Esta casa es una ruina
Hay un subgénero dentro del subgénero que podríamos denominar terror hipotecario, y que de algún modo conecta con los miedos de la sociedad actual (hay para todos los gustos y poderes adquisitivos: los arrendatarios y compradores tiemblan ante el descontrol del mercado; los arrendadores y vendedores temen al fantasma okupa; los que se meten en obras viven una pesadilla… pero esa es otra historia de terror). Rodada en el Palazzo Gambirasi de 1659, Fantasmas en Roma (1961) reúne a Mastroianni, Gassman y De Filippo en una curiosa trama donde los espectros tratan de impedir que su residencia sea demolida haciendo que sea declarada bien de interés cultural. Una comedia que nos recuerda el origen desenfadado de estas ficciones en el cine, que se remonta al cortometraje mudo The Haunted House (1913), escrito por la también actriz Maie B. Havey. Saltando más de un siglo en el tiempo, la reciente Casa ajena (2020), de Remi Weekes, no provoca risa alguna sino horror indignado, con un argumento en el que una pareja de refugiados sudaneses encuentra alojamiento, e indiferencia social ante su drama, en el país del Brexit.
El temor a lo externo y al otro, a verse asaltado en el propio hogar por visitantes letales, se halla en el núcleo de otro subgénero —este mucho más asentado— conocido como home invasion. Los ejemplos son múltiples, y de nuevo arrancan de tan lejos como la era del cine mudo, con el cortometraje The Lonely Villa (1909), de D. W. Griffith, si bien la película que inaugura este tipo de historias para el gran público es Sola en la oscuridad (1967), de Terence Young. Basada en una pieza teatral de Frederick Knott, para su proyección, las salas de cine apagaban del todo sus luces durante los últimos ocho minutos del metraje, reforzando la angustia del personaje ciego interpretado por Audrey Hepburn. Otro thriller de producción inglesa, Perros de paja (1971), de Sam Peckinpah, adapta una novela del escocés Gordon Williams, inspirado por el caso real de un criminal —apodado desde entonces el Loco del Hacha— que, tras fugarse de prisión, asedió a una pareja en su casa. Décadas más tarde siguieron ahondando en esta premisa películas que dan tan mal rollo como Funny Games (1997), de Michael Haneke, Alta tensión (2003), de Alexandre Aja, o Ellos (2006), de David Moreau y Xavier Palud, todas ellas europeas, curiosamente. El próximo gran título de este corte será Llaman a la puerta (2023), de M. Night Shyamalan, ambientada en una cabaña en el bosque, lo que nos lleva a…
Las casas aisladas, en mitad del campo o de la nada, son otro lugar común de las historias de terror modernas. Como si el gancho promocional de Alien se adaptara al entorno rústico: en el campo, nadie puede oír tus gritos. La casa-carnicería de Caracuero y su gente —caníbal— en La matanza de Texas (1974), construida en el cambio del siglo XIX al XX en el llamado estilo «Reina Ana», se ubica en las texanas tierras de Kingsland, donde aún resuena la motosierra danzante. Por cierto que su director, Tobe Hooper, tiene en su filmografía algunos otros edificios malignos memorables como los de La casa de los horrores (1981), que incorpora a esta taxonomía el concepto de funhouse ferial, y Poltergeist (1982), que como recordarán fue erigida sobre un antiguo cementerio del que solo se trasladaron las lápidas, ups. Volviendo a los espacios apartados, en la serie Archivo 81 (2022), de Rebecca Sonnenshine, el protagonista es recluido en la casa brutalista Tasso Katselas, sin contacto con nadie ni cobertura, para restaurar unas escalofriantes cintas de vídeo. Aunque si hablamos de lugares perdidos de la mano de Dios, casi en sentido literal, es imposible obviar la cabaña de Posesión infernal (1981), de Sam Raimi. Una moderna y dignísima heredera suya como película de culto podría ser La cabaña en el bosque (2016), de Drew Goddard, que también mezcla géneros y además incorpora un matiz metanarrativo.
Hablando de casas malditas y con vida propia, conviene hacer parada en dos clásicos del J-Horror: la imprevisible y trastornada Hausu (1977), de Nobuhiko Ôbayashi, quien materializó los miedos de su hija preadolescente, como el de una casa que come colegialas [sic], y La maldición (2002), de Takashi Shimizu, basada en una mezcla de leyenda urbana, folklore japonés —en concreto, los vengativos fantasmas onryō— y la obra de teatro kabuki Yotsuya Kaidan, de 1825. También de una leyenda urbana o creepypasta nace La casa sin fin (2017), segunda entrega de la antología televisiva Channel Zero, de Nick Antosca, centrada en un edificio/atracción interactiva, tipo escape room, que se alimenta de los peores sueños o recuerdos de quienes se atreven a acceder, sumiéndolos en un mal viaje.
Infinita es también, como vemos, la tipología de las arquitecturas del terror. En este apresurado y caprichoso tour nos hemos dejado fuera muchas casas célebres y celebradas. Es tal su profusión y variedad que nunca han pasado de moda. Novelas y relatos de autoras como Cecilia Eudave o Mariana Enriquez, maestras del nuevo gótico latinoamericano; películas y series de creadores como James Wan o Mike Flanagan, amos contemporáneos del horror doméstico, y hasta reality shows como 28 días paranormales (2022), del hacendoso Joe Berlinger, actualizan la idea de que (sobre)vivir entre cuatro paredes no resulta nada fácil. Piénselo —todo está en la mente— antes de elegir dónde se mete.
Mencionar a una obra de teatro, Los forjadores del Imperio, escrita por Boris Vian en 1959 y estrenada en nuestro país en 1977. Una familia acomodada, de reconocibles rasgos burgueses, se ve asediada en su mansión por el acoso indefinido de unos presuntos entes amenazantes, que los obligan a subir gradualmente de planta en el edificio que habitan, mediante un difuso cerco expresado en ruidos. Los acompaña un extraño personaje envuelto en harapos y heridas flatulentas, sometido a continuas vejaciones… la familia va sucumbiendo gradualmente de acuerdo a diversas peripecias autodestructivas, que acaban en el exterminio familiar, en medio de las expresiones jocosas del incómodo residente, único superviviente. Perdonen el evidente destripamiento de la trama, pero aborrezco la visión infantil de los que huyen del spoiler como si se les apareciera el demonio.
Te ás dejado todo un clásico en este género:Pesadilla diabólica de Dan Curtis y del año 1976.Casa antigua,una pareja con niño pequeño que la alquilan para el verano,unos siniestros propietarios y… En fin,no destripo más para el que no la haya visto.Decir solo que el planteamiento y la atmósfera que consigue inyectarle el director son magníficas.Una cult movie en toda regla.
La novela La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski.
El comic Box, de Daijirô Morohoshi, aunque no sea propiamente una casa sino una construcción en forma de cubo con vida propia.
Y, por encima de todos, el relato Casa tomada, de Julio Cortázar.
No me gusta mucho eso de añadir lo que no está en los artículos en plan «hey, te has dejado esto» «no has mencionado aquello» haciendo gala de los conocimientos que otros han despachado. Para eso, que cada una escriba su artículo. Dicho esto… No me resisto a sugerir y recomendar la película Vivarium del 2019 que aúna todos estos terrores y alguno más
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