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Juan Villoro: «Lo más grave del gobierno de López Obrador es que mucha gente cree que es la izquierda, lo cual desprestigia este ideario»

Juan Villoro para Jot Down

Decir que Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es escritor y periodista es quedarnos muy cortos. El lustre de sus premios (Jorge Herralde, Rey de España de Periodismo, García Márquez a la Excelencia) seguramente solo pueda competir con la pompa de las alma máter en las que ha sido profesor visitante (Yale, Princeton, Stanford, Boston Collage, Fundación Gabo) o el prestigio de los medios que han contado con su firma (Letras Libres, Proceso, El País), por citar únicamente algunos ejemplos. De hecho, es miembro del Colegio Nacional de México e incluso fue ponente de la Propuesta de Constitución de la Ciudad de México. 

Juan Villoro está, en cualquier caso, lejos de ser un mero intelectual de la gauche caviar, como pudiera aventurarse leyendo párrafo anterior. Digamos simplemente, por tanto, que es tan mexicano que tiene el nopal tatuado en la frente. Entre otros motivos, seguramente gracias a su padre, el filósofo zapatista nacido en Barcelona Luis Villoro. Luis, con la «radicalidad» que solo pueden alcanzar los conversos, supo hacerse mexicano de hueso colorado a través del indigenismo. Fue mexicano hasta la ofensa. «¡¿Tú sabes lo que nos ha costado ser mexicanos?!», le dijo a Juan cuando este le pidió su certificado de nacimiento para conseguir la doble nacionalidad. 

Juan, huelga aclararlo, no consiguió el certificado de nacimiento. Resultaría tentador pensar que fruto de esa derrota nace un interés narrativo; aquello que tan elegantemente versó Kipling en «if you can meet with Triumph and Disaster and treat those two impostors just the same». Lo cierto es que seguramente eso le venga a Juan por el Tri, es futbolero desde que su padre le llevaba los domingos al estadio jugamos como nunca, perdimos como siempre. O por los Niños Héroes de Chapultepec, por aquello de ser tocayo de Juan Escutia, que se le quedó grabado desde la época del Colegio Alemán. 

El caso es que cuando Juan Villoro llega a Barcelona tiene que pedir su visado bajo el epígrafe «otros fines». Estas estrecheces le servirán para entablar relación con Javier Marías. Pasará tres años en la Ciudad Condal, frecuentando a su amigo Roberto Bolaño, y venciendo la distancia para doctorarse en mexicanidad a través de testigos, culpas, vértigos y deseos. Aprovechando la ponencia de metafísica y gastronomía que imparte en Diálogos de cocina nos reunimos con él en San Sebastián para pedirle, desde este lado del charco, que recorra su obra para desentrañarnos los misterios de su «Suave Patria». 

Estando en San Sebastián, es casi obligado a empezar hablando de tu abuela, María Luisa Toranzo. Huyendo de la revolución y de las pretensiones de un revolucionario vino a San Sebastián y aquí conoció a tu abuelo.

Me parece que ya lo había conocido antes en México, porque mi abuelo, que nació en la Franja Aragonesa, había estudiado medicina en Barcelona y había ido a trabajar a México a la Beneficencia Española. Ella tenía referencias de este médico, que era un tipo muy atractivo, muy apuesto, muy sociable. Cuando ella escapó de la revolución porque la pretendía un general, que básicamente lo que quería era raptarla, buscó refugio con una familia, Bustindui, aquí en San Sebastián, que era de su confianza, pero se sintió maltratada. 

No sintió que tuviera una buena acogida y, con cierta desesperación, recordó que había conocido a este joven médico en México. Se dirigió a él y tuvieron un romance de novela, porque él decidió rescatarla, pero le parecía que podía comprometer la virtud de mi abuela si simplemente se la llevaba sin ser su prometida, ni haberse casado con ella. Entonces la llevó a Barcelona y la metió a un convento. Mi abuela estuvo durante el noviazgo con mi abuelo en un convento y, de hecho, trabó muy buena relación con monjas de origen mexicano que estaban en ese convento y que le siguieron haciendo guisos y todo cuando ella ya estaba casada con mi abuelo. Tiene algo de novela del siglo XIX todo este romance.

En Vértigo Horizontal relatas tu último paseo con ella que es una crónica muy bonita y la curiosidad que dices que cuando era mayor cada vez tenía más parecido físico con Bertolt Brecht.

Ella fue una mujer maravillosa, estrafalaria, muy original, en su juventud después de haber pasado por estos avatares de la revolución mexicana, el exilio, haberse casado en Barcelona con este médico, Miguel Villoro.

Después de eso, ella se dedicó a la gran vida. Fue una mujer de muchos recursos, muy culta, que hablaba distintos idiomas, tocaba el arpa, la mandolina, el piano… Asistía a los festivales de ópera en Bayreuth, los grandes festivales wagnerianos y, hasta cierto punto, era una mujer egoísta dicho por ella misma. Fue una gran dama que se dedicó a sus propiedades, a administrarlas, a viajar por el mundo, a cultivarse a sí misma. Posteriormente, siendo una mujer muy católica, que también escribía libros de autoayuda para ilustrar a las chicas de los internados de monjas, decidió arrepentirse y dedicar su vida a cuestiones filantrópicas.

Entonces se refugió en un pequeño departamento ruinoso en el centro de la Ciudad de México, que fue donde yo la conocí. Dejó de vestirse de manera elegante y le daba todo a los demás y a sus nietos.

Pero en tiempos de mi padre, cuando él era niño, era una mujer que mandó a sus hijos a estudiar en internados con jesuitas y no se hizo cargo de ellos. Tuvo distintas fases en la vida.

Yo la conocí como esta mujer excéntrica, bondadosa que vivía encerrada en un departamento y como tú dices, solamente en una ocasión la sacamos a conocer una ciudad que ya no era la de ella porque hacía veinte años que no salía a la calle, o treinta años que no salía. Estaba sorprendidísima de que eso fuera la Ciudad de México, que se había expandido de manera impresionante mientras ella estaba en su encierro.

Hay bastante paralelismo en la vida de tu abuela, ligada a la revolución, con una de tus novelas más famosas, El testigo, premio Jorge Herralde. De hecho, se desarrolla en una finca, que en la novela se llama Los Bledos.

Al revés, en la novela se llama Los Cominos y es Los Bledos la finca familiar.

En El testigo, además de profundizar en la figura del poeta Ramón López Velarde, la historia de tu abuela parece una inspiración. El poeta Luis Miguel Aguilar te incitó a convertirlo en un personaje, inspirado en el Fernando Pessoa de El año de la muerte de Ricardo Reis, la novela de José Saramago. Al convirtiéndolo en un personaje, se debate entre dos cuestiones que podrían parecer en principio antagónicas: hacerlo santo de la cristiandad, o el protagonista de una telenovela.

Todas las novelas tienen un sustrato personal, familiar. Yo creo que las historias te afectan por una razón muy íntima. En el caso de El testigo hay este vínculo peculiar con las haciendas que quedaron destruidas después de la revolución, y que producían mezcal en la zona de San Luis Potosí.

Una de ellas llevaba el nombre de Bledos, derivado de una leyenda familiar, porque el fundador de la hacienda era de esos hijos descarriados que parecían no tener futuro. Su padre le dijo: «a ti todo te importa un Bledo, no serás capaz de hacer nada». Los bledos son unas florecitas muy pequeñas, que aparentemente resultan insignificantes. En venganza, cuando logró hacer una hacienda, le puso Bledos, como diciendo: «estos son mis pequeños logros, que en realidad son grandes logros». Yo lo cambié por Los Cominos, porque es exactamente lo mismo. Decimos, me importa un comino, como es lo más pequeño que pueda haber en el mundo, y porque la novela es una transfiguración de algo que tiene bases reales, pero donde yo invento muchas cosas.

Luego está un elemento real también, que es la figura del gran poeta nacional de México. Es el poeta más leído, más discutido, más celebrado del país, Ramón López Velarde. Influyó en poetas de distintas latitudes: Samuel Beckett lo tradujo al inglés, Octavio Paz escribió un ensayo maravilloso sobre él. Sin embargo, es de esos clásicos hacia adentro. Todas las literaturas tienen clásicos regionales que no se exportan mucho. Y el caso de López Velarde es uno de ellos, a pesar de que Borges lo consideraba uno de los grandes poetas, y se apreció de memoria su largo poema La Suave Patria.

Es una figura enigmática porque murió a la edad de Cristo, habiendo predicho él mismo en un poema que podía fallecer a los treinta y tres años. Él escribió «la edad del Cristo azul se me acongoja» poco antes de morir. Era un poeta católico que creía en los milagros. Al mismo tiempo era, como tantos católicos, sumamente pecador. Tenía estos dos ámbitos interesantes; el del amor platónico, casi religioso o místico, por ciertas mujeres y, al mismo tiempo, el del amor carnal; y ambos extremos cristalizan en forma maravillosa en su poesía.

Estuvo enamorado de muchas mujeres, pero al menos cuatro fueron sus novias formales. Le correspondieron, y sin embargo las cuatro, sucesivamente, rechazaron sus propuestas de matrimonio; pero las cuatro murieron solteras, lo cual es un enigma romántico impresionante. O sea, estas cuatro mujeres que quieren a un hombre y lo rechazan y, sin embargo, de alguna manera, se conservan para él, en el sentido de que no tienen otra pareja. Todo eso a mí me encandilaba como narrador.

Después de haber leído El año de la muerte de Ricardo Reis, hablaba, efectivamente, como bien dices, con el poeta Luis Miguel Aguilar y yo le decía que hacía falta una biografía definitiva de López Velarde, que no dejaría de ser el mayor enigma de nuestra literatura. Él me dijo: «mira, lo que hace falta es convertirlo en personaje, ya basta de interpretarlo», porque sobre él han escrito muchísimas personas. Hay incluso una muy buena biografía, pero parcialmente novelada, de Guillermo Sheridan, porque faltan datos sobre su vida; el llenó las lagunas con su imaginación. De ahí que yo dijera, habría que investigar más qué pasó con López Velarde.

Luego también hay una circunstancia personal porque él fue novio de Teresa Toranzo, que pertenece a mi familia. Es una pariente lejana en el pueblo de Venado, en San Luis Potosí, a la que él describe con unos ojos verdes «como esmeraldas expansionistas». En mi familia corría el rumor de que ese romance había sido transgresor, es decir, que no había sido casto, sino que se había excedido, digamos, la relación carnal entre los novios; que una de las razones por las que López Velarde salió de ese lugar, donde fungía como abogado, había sido huyendo del descrédito por haber estado demasiado cerca de Teresa Toranzo. Mi padre se apellidaba Villoro Toranzo, de modo que es también un apellido muy cercano, mi apellido de San Luis. Había un mezcal que se llamaba Toranzo.

Entonces todo eso de algún modo cristalizó en la novela El Testigo, que es una búsqueda de ciertas esencias y nociones de pertenencia. Yo soy enemigo de los nacionalismos, pero inevitablemente todos somos de un lugar y no de otro. ¿Qué es lo que nos constituye? ¿Por qué somos de un sitio? Esta noción de pertenencia para mí está muy asociada al mundo de mi abuela, a ese territorio, y a la poesía de Ramón López Velarde.

Siendo él un poeta católico, a mí me interesó mucho la posibilidad de la sobreinterpretación. Cuando nosotros leemos literatura, no solamente interpretamos a nuestro modo las obras maestras, sino que, muchas veces, les inventamos cosas. La sobreinterpretación tiene que ver con esto. Tú puedes hacer una lectura hermética de la poesía de Petrarca y decir: «era un masón, o era un rosacruz, o era un socialista adelantado». En fin, puedes encontrarle una serie de simbologías que están más en tu mente que en el texto.

Me pareció que un poeta católico como López Velarde podía dar pie a una sobreinterpretación litúrgica, en el sentido de que un sacerdote, muy erudito pero muy fanático, cree encontrar pruebas de santidad en los poemas. El Vaticano es muy curioso en sus pruebas de santidad y pide que haya tres milagros certificados para que alguien sea candidato a la santidad. Es una mezcla extraña entre la devoción y el materialismo científico porque se pide la constatación de tres milagros para que alguien califique en forma fáctica como santo, lo cual es curioso porque todos los milagros por definición son sobrenaturales.

Me pareció interesante, dentro de esta búsqueda de la pertenencia, narrar la historia de un mexicano que ha estado mucho tiempo fuera de su país; regresa a él investigando la trayectoria de López Velarde. A través de esta figura, entra en contacto con historias personales y familiares muy profundas de él y, al mismo tiempo, esto lo lleva a un desconcierto muy grande porque indagando la religiosidad de López Velarde, e incluso la posibilidad de que él hubiera obrado un milagro, se convierte involuntariamente en testigo de un hecho sobrenatural.

A mí me interesaba que el testigo del tercer milagro, el que está por definir la santidad, no fuera un católico fanático, sino que fuera por el contrario alguien que descree de esto y, sin embargo, se sorprende ante algo que no sabe cómo acomodar. Es un poco la función del escritor o del periodista. Es decir, yo quería a través de esta figura también reflexionar en cómo damos testimonio de las cosas, hasta dónde podemos ser objetivos. Ante un tribunal jurídico hay condiciones fácticas para decidir si alguien califica como testigo: no puede haber estado borracho o drogado durante los acontecimientos; si usa anteojos debería tenerlos puestos; no puede ser un familiar muy próximo de la víctima porque entonces está afectado emocionalmente, etc. Ante muchas circunstancias de la vida, ¿hasta dónde podemos nosotros calificar psicológicamente como testigos válidos? ¿Qué es lo que nos pasa cuando cubrimos un acontecimiento como periodistas? ¿Estamos involucrados con un sector de la sociedad y somos capaces de ver al otro sector? ¿O no? En fin, toda esta dialéctica de la verdad y el deseo, que está dentro de cada testigo, aparece en el libro y de ahí el título de la novela.

Juan Villoro para Jot Down

Hablando de las interpretaciones de Velarde, a él le dedicaste tu discurso de ingreso al Colegio Nacional en 2014 donde exponías los paralelismos entre López Velarde y James Joyce, que parece referente de todo lo contrario, de una novela y una novela extensísima.

A mí me interesaba mucho, al ingresar al Colegio Nacional, reflexionar sobre el hecho de que la prosa es una forma de la poesía. Muchas veces se considera que se trata de campos totalmente ajenos el uno del otro, pero hay que recordar lo que le decía Nabokov a los jóvenes narradores que se le acercaban: «lean mucha poesía», porque en sus mejores momentos la prosa es una forma de la poesía. ¿Quién puede decir que Onetti, Rulfo, Virginia Woolf, el propio Nabokov, Borges, Valle-Inclán no son escritores poéticos cuando están escribiendo prosa? Incluso lo son mucho más que algunos pretendidos poetas. Yo quería reflexionar en la forma en que la narrativa se alimenta de la poesía. Ese era mi primer objetivo.

Y el segundo, contraponer a dos escritores que aparentemente no tienen nada que ver, pero que guardan muchas similitudes de vida y de aproximación estética a la realidad, con resultados absolutamente diferentes.

Irlanda y México son países que viven cerca de grandes potencias opresoras: Irlanda de Inglaterra; México primero de España, luego de Estados Unidos. Tienen un lenguaje recibido, que no es el lenguaje original. Es un lenguaje que se ejerce con cierta duda y, por lo tanto, es un lenguaje siempre experimental y, quizá, con una tendencia más hacia lo creativo y lo novedoso que el lenguaje de las grandes metrópolis. Son países católicos también.

Tanto López Velarde como James Joyce estaban muy interesados en la canción, estaban muy interesados en la astrología, en el erotismo. Había muchas similitudes. La noción de pecado. Siendo autores totalmente disímbolos con resultados muy diferentes, su aproximación a descifrar el mundo, su método de decodificación del mundo tiene similitudes sorprendentes. La literatura comparada sirve para eso y me pareció sugerente contraponer estas dos figuras.

Hablas del erotismo, de las relaciones amorosas de López Velarde, ¿tiene que ver con el papel de las mujeres en tu obra? Los protagonistas suelen ser hombres con un perfil similar al de su autor. De hecho, con el protagonista de El testigo compartes hasta el acrónimo. ¿Es justo apreciar, como en los poemas de López Velarde, que tus protagonistas alcanzan el entendimiento a través de la mujer?

Sí, López Velarde decía que solo podía entender el mundo a través de la mujer. Yo me crie con mi madre y con mi hermana. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía nueve años. De modo que mi proximidad emocional más grande fue el de estas dos figuras, junto con mis dos abuelas. Entonces yo he estado muy cerca de la figura femenina.

En mis antepasados, la mitad eran españoles y la mitad mexicanos, con la característica de que todos los varones eran españoles y todas las mujeres mexicanas. Lo cual, sentimental y emocionalmente, me acerca más a México que a España, por esta devoción hacia la figura femenina.

En las novelas, en los cuentos, las figuras de las mujeres suelen ser más fuertes que las de los hombres. Los hombres son un tanto reticentes, más testigos de los hechos que protagonistas, y requieren de cierto impulso de la intuición, del arrojo, y de la inteligencia femenina para hacer algo. En ocasiones, las mujeres no son figuras tan protagónicas desde el punto de vista de la cantidad de acciones que asumen en la trama, pero son absolutamente decisivas porque todos los momentos nodales o de conflicto se resuelven a través de ellas. En El Testigo es importantísima incluso la figura de una mujer, Nieves, como una figura ausente, una oportunidad perdida.

A mí me ha interesado mucho pensar en cómo te afecta la gente con la que no estás, pero podrías estar. Es decir, este vínculo mental que tienes con gente que no forma parte de tu entorno, que es alguien con quien pudiste haber compartido vida, trabajo, destino y que, sin embargo, te afecta en la mente. Esa es la figura de Nieves, porque es la gran novia de juventud. 

También eso tiene que ver con una situación familiar porque mi padre, cuando era joven, fue novio de la hija más pequeña del general Miaja, el famoso defensor de Madrid, que se refugió en México. Su hija Teresa fue novia de mi padre, pero las familias estaban totalmente enfrentadas y se opusieron a este matrimonio posible, o a este noviazgo. Supuestamente, porque eso nunca me lo dijo mi padre, pero me lo dijo su hermano, mi tío Miguel, y algunos amigos de él, mi padre le propuso a Teresa fugarse, pero ella lo dejó plantado. Ella no fue a la cita y, gracias a eso, yo existo. Esa oportunidad perdida justifica mi propia vida, y me parece muy interesante hablar desde esa perspectiva en ciertas historias.

Solemos pensar que las acciones solo están determinadas por lo que hacemos, pero también están determinadas por lo que dejamos de hacer.

Hablando de tu padre, el filósofo Luis Villoro, resulta una figura trascendental en tu formación como escritor. En tu ensayo De Chiapas a Cartago escribes: «escoger una patria es una forma de buscar un padre. El mío optó por Aníbal y las huestes de Cartago hasta que en 1994 encontró el zapatismo a su tribu demorada». ¿Qué significó para él el zapatismo? ¿Y qué papel llegó a jugar en las negociaciones de paz entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el gobierno mexicano?

Acabo de terminar un libro que se llama La figura del mundo, que recoge esta crónica sobre mi padre junto con otras más. Es un libro que trata de explicar su vida desde la perspectiva de un hijo, es decir, desde una perspectiva profundamente subjetiva.

Mi padre llegó a México en tiempos de la II Guerra Mundial. Él salió de España para estudiar en internados en Bélgica con los jesuitas su hermano fue jesuita. Cuando empezó la II Guerra Mundial ya tuvo que irse al país de su madre, y se horrorizó con México. No le gustó porque le pareció un país muy injusto, muy violento, de enormes desigualdades y, sobre todo, se dio cuenta de que su familia pertenecía a la capa explotadora, porque era una familia que tenía haciendas de mezcal. Se sintió horrorizado por este país. Sin embargo, tenía que vivir ahí y, con el tiempo, trató de no solo de entenderlo, sino de quererlo.

Como se dedicó a la filosofía, expresaba mejor sus afectos con las ideas que con las emociones. Para apropiarse emocionalmente de su patria de acogida, empezó a estudiar los antecedentes históricos y culturales de nuestro país. Escribió un libro que se llama Los Grandes Momentos del Indigenismo en México, que no trata directamente de los indios, sino de sus primeros intérpretes, los misioneros ilustrados que defendieron la cultura indígena y, posteriormente, los primeros antropólogos. Es un libro sobre los mediadores que permiten regresar al pasado original y celebrarlo.

Esta fue una construcción intelectual. Él decidió amar México a través de estas ideas de un país un tanto olvidado. Muchos años después, la rebelión zapatista, que comenzó el 1 de enero de 1994, le permitió ser también él un mediador con los indígenas, es decir, convertirse en una especie de fray Bartolomé de las Casas contemporáneo para poder entender a los indios, aprender con ellos y, de alguna manera, contribuir a su causa.

Él no estuvo en las primeras negociaciones de paz porque, al principio, fue reticente respecto al Movimiento Zapatista porque él desconfiaba de las causas guerrilleras y el levantamiento armado no le satisfizo, o no le despertó esperanzas. Yo asistí a la primera convención que hicieron los zapatistas en la selva Tojolabal en agosto de 1994, unos cuantos meses después del alzamiento, y ahí no fue mi padre. Yo recuerdo que veía todavía con desconfianza esto. 

Pero, poco a poco, se dio cuenta de que, de un movimiento armado, muy pronto, las fuerzas zapatistas se transformaron en un movimiento político. También entendió que su discurso ya no era el discurso canónico gevarista de la izquierda armada, sino era un discurso muy influido por el pensamiento indígena y por la teología de la liberación. Mi padre, que había estudiado con los jesuitas, que nunca dejó de ser un cristiano sin iglesia digámoslo así y que estaba muy interesado en el pensamiento indígena, se dio cuenta de que había algo profundamente novedoso. Entonces empezó a relacionarse con ellos.

En lo que influyó mucho mi padre fue, una vez que se hicieron los acuerdos de paz, hubo largas negociaciones para firmar unos acuerdos que aparentemente se convertirían en ley, que son los acuerdos de San Andrés Larraínzar. De hecho, simplemente al principio se hizo un cese al fuego. En eso fueron importantes otras figuras pero, después del cese al fuego, a lo largo de dos años, se discutió con mucha seriedad qué tipo de país podíamos hacer. Mi padre se interesaba mucho en la legislación de las autonomías españolas, por ejemplo, y se basó mucho en ellas para asesorar a los zapatistas en el criterio de las autonomías indígenas.

Por desgracia, los acuerdos de San Andrés fueron firmados entre los zapatistas y el gobierno mexicano, pero nunca se convirtieron en ley porque el Congreso se negó a entrar en la maravillosa aventura de transformar el contrato social. O sea, de reinventar un país. A mi padre eso le apasionaba, porque es la aventura de Rousseau, de Locke, de tantos pensadores en la vida diaria. Él dedicó sus últimos 30 años a esta causa.

Juan Villoro para Jot Down

Adentrándonos en las perspectivas políticas de estos años; militaste en el Partido Mexicano de los Trabajadores de Heberto Castillo, que fue uno de los líderes del movimiento del 68. Luego estuvo en la cárcel de Lecumberri. Veinte años más tarde Castillo cedería el liderato de la izquierda a Cuauhtémoc Cárdenas para las elecciones del 88, célebres por la caída del sistema, el amaño de Salinas de Gortari y la complicidad del PAN de Fernández de Cevallos. Quería que me hables de estas dos décadas, que están muy presentes en tu obra. Dices que fue la época del desencanto de la política, de las drogas el peyote también está muy presente en la obra de Villoroy del amor libre.

Bueno, mira, a mí me tocó formar parte de una generación donde las utopías estaban en oferta. Donde la posibilidad de cambiar el mundo era casi una exigencia, una obligación. La contracultura estaba muy viva en los años 70, las causas revolucionarias de la izquierda.

México era un país de partido único, pero había una pulsión muy fuerte por lograr transformaciones democráticas. De manera romántica y, por supuesto, equivocada, pensábamos que, si en México hubiera democracia real, necesariamente ganarían nuestros candidatos. Cuando llegó la democracia, resultó que pasaba todo lo contrario.

Pero bueno, al mismo tiempo, fue una época también de liberación sexual muy grande. Digamos que hubo un paréntesis en la historia de la humanidad, la invención de la píldora anticonceptiva, el surgimiento del sida… Fueron unos años de enorme expansión sexual.

También las búsquedas psicodélicas relacionadas con las drogas, que en México tuvieron un impacto peculiar, porque los pueblos originarios, hasta la fecha, han tenido un trato cultural muy importante con las drogas; un trato regulado, religioso, pero también recreativo, con distintas plantas como los hongos alucinantes, el peyote, etc.

Todo eso fue, digamos, una gran oportunidad de ver el futuro como una aurora, donde las transformaciones no solamente serían mejores, sino serían inevitables. Fue una época muy ilusa, muy optimista, y mi generación creció al compás de todos estos cambios. Sin embargo, después tuvimos sucesivos baños de realidad, porque el amor libre desembocó en la pandemia del sida; la búsqueda de nuevos horizontes ecológicos y la reconciliación con lo rural desembocó en el ecocidio que estamos viviendo; y el campo mexicano se convirtió en territorio del narcotráfico. La búsqueda de las drogas psicodélicas dejó de ser algo ceremonial, ritual y cultural, y se convirtió en uno de los campos de violencia más fuertes de México, también a través del narcotráfico. La transformación democrática no condujo a que ganaran los mejores partidos, sino los peores.

En fin, han sido sucesivos desencantos que tienen que ver en gran medida con lo elevadas que eran las expectativas de transformación en los años 70.  Veamos que de estas ilusiones mayúsculas pasamos a sucesivas decepciones. Yo espero no haberme amargado demasiado con esto, pero la historia de mi participación en actividades políticas es necesariamente la historia de un desencanto; la historia de oportunidades perdidas, y de no haber podido concretar en el mundo de los hechos lo que nos parecía maravilloso en el mundo de las ideas.

No he dejado de participar en actividades. Hace poco estuve muy cerca de la candidatura de María de Jesús Patricio Martínez, conocida como Marichuy, que trató de ser candidata independiente a la presidencia de México como vocera de los pueblos indígenas, pero no pudimos cumplir los inmoderados requisitos que pide el sistema político mexicano para que una indígena pudiera estar representada en la boleta electoral. Yo fui uno de los cinco miembros del grupo que la propuso y era vocal de este grupo.

Hablando de algunas de esas oportunidades perdidas, reciente y de rabiosa actualidad, está la elección de 2006. Era una época en la que estabas bastante cercano, no tan desencantado con la figura de López Obrador. Llegaste a afirmar que «de haber ganado la elección López Obrador hubiera sido difícil que no contribuyera en algo en ese gobierno». ¿Qué cosas veías en AMLO 2006 y en qué es diferente del actual?

Él venía de una tradición de lucha socialdemócrata importante y en el 2006 él se había negado a establecer alianzas con grupos ajenos a las luchas de las izquierdas. En ese sentido tenía una actitud bastante purista respecto a la política.

Ciertamente era un caudillo; tenía condiciones más mesiánicas para su liderazgo que condiciones de estadista, pero a muchos nos parecía en el 2006 que se necesitaba un revulsivo, y que solamente un candidato con arranque popular podía ganar la presidencia. Si él lo lograba, y hacía un buen gobierno, posteriormente podría venir un político quizá más cercano a los ideales socialdemócratas.

Él había sido un buen jefe de gobierno de la Ciudad de México. Fue bastante mesurado, supo mantener equilibrios; no ejerció un poder autoritario ni mesiánico al frente de la ciudad. No fue el mejor jefe de gobierno, pero tampoco fue el peor. O sea, que como gestor no parecía particularmente brillante, pero tampoco parecía una figura tóxica o autoritaria.

La gente cambia y también recibe golpes de la historia. Él llegó demasiado tarde a la presidencia; llegó en su tercer intento por lograrlo. Ya con una serie de gestos antidemocráticos muy fuertes, como el haberse declarado presidente legítimo después de una elección que ciertamente fue desigual, que ciertamente tuvo arbitrariedades. Yo desde aquel momento escribí en contra de esta actitud de que él se considerara presidente legítimo con un voto a mano alzada en la plaza de la Constitución. Hizo una especie de sondeo, que es como de Poncio Pilatos: «¿a quién quieren que crucifique? ¿O a quién quieren que salve?». De la misma manera preguntó: «¿les parece que yo soy el presidente de México?». Y naturalmente todo el mundo dijo que sí. Y bueno, se autonombró presidente legítimo, y fue algo bastante grave.

Desde entonces se convirtió en un caudillo progresivamente personalista, con una orientación populista, y le fue dando progresivamente la espalda a los sectores de la cultura, de la ciencia. Empezó a meterse directamente con periodistas. En un país donde los periodistas son asesinados el año pasado mataron a 15—, ¿cómo es posible que en un país donde el oficio de indagar la verdad está en riesgo, el presidente se dedique a nombrar personalmente a los comunicadores y a ponerlos en entredicho?

Todos estos son gestos que derivaron de una actitud diferente. En el 2006 estábamos muy esperanzados en que finalmente la izquierda ganara las elecciones por vía democrática. Hoy en día, creo que lo más grave del gobierno de López Obrador es que mucha gente cree que es la izquierda, lo cual desprestigia este ideario. Realmente creo que es un caudillo populista que tiene una causa más personal que una causa orientada hacia los intereses de las mayorías, aunque hace un uso clientelista de las mayorías.

Juan Villoro para Jot Down

Hablando de esta distinción de lo que es la izquierda, ¿es el México de la famosa cuarta transformación un país dividido entre chairos y fifís?

Uno de los grandes dramas de nuestro tiempo, no solo en México, es la polarización de la opinión. Curiosamente, las sociedades se parecen cada vez más a las redes sociales. En vez de que sea al revés, parecería que la realidad imita la virtualidad. En las redes sociales tú tienes casi siempre dos opciones, dar un like o condenar algo. Estás ante dos actitudes bipolares y parece que no hay nada en medio. Los matices, las dudas, las reconsideraciones, los arrepentimientos; en fin, una serie de circunstancias que hacen que el pensamiento pueda ser complejo, han desaparecido de la discusión digital.

En imitación de esto, en el mundo de los hechos, la arena política se ha vuelto progresivamente polarizada. Tú lo ves en casos como el de Inglaterra, con el Brexit, el procés en Cataluña o el triunfo de la izquierda en México. Yo creo que el gobierno de López Obrador, a pesar de lo que he dicho ahora críticamente, tiene bastantes virtudes. Pero también tiene muchos defectos. Ver las virtudes y los defectos es un privilegio que por desgracia muy pocos asumen, porque si tú ejerces un pensamiento complejo, la gente te considera necesariamente tibio. El propio presidente me ha criticado a mí por mi incapacidad de colocarme en un bando o en otro, lo cual a mí me parece una virtud. Yo creo que el mejor punto de observación de alguien no es sentarse en una silla o en otra, ante dos posturas enfrentadas, sino es coger el lugar más incómodo, que es el hueco entre las dos sillas. Ese es el único hueco, el único espacio, la única perspectiva que le corresponde a un testigo crítico de la realidad. Pero eso es muy difícil de ejercer hoy en día. Creo que esta polarización ha distorsionado mucho el discurso y lo ha impedido.

Esto no es un invento de López Obrador, porque él mismo fue víctima de una polarización muy grande. Cuando él era jefe de gobierno, mandó construir una pequeña calle para unir una carretera con un hospital, y esa pequeña calle no tenía los papeles en regla, aparentemente. Entonces, el presidente Vicente Fox hizo un proceso de desafuero para hacerle un juicio político a López Obrador por el grave pecado de haber hecho una pequeña calle rumbo a un hospital. Lo cual fue terrible, porque lo convirtió en víctima; le dio una gran popularidad a López Obrador y fue un proceso políticamente muy injusto. Fue Vicente Fox quien inició la polarización respecto a López Obrador, no al revés.

Ahora bien, una vez desatada la polarización, López Obrador también la ha aprovechado en su favor porque no deja de ser un político astuto, que conoce la realidad, y que sabe que en buena medida su causa, más que de sus propios méritos, depende de los deméritos de sus adversarios.

Hablando de estos compañeros de viaje de Obrador, ¿nos ayudas a descifrar la figura de Manuel Bartlett? ¿Cómo es posible que alguien que era presidente de la Comisión Electoral en 1988, cuando se cayó el sistema, sea una de las figuras importantes del gobierno, presidente de la Comisión Federal de Electricidad, justo cuando se habla de reforma energética en México?

Bueno, él dice con cierto cinismo que lo que pasa es que ahora se volvió bueno; se transformó de diablo en ángel. Pero es difícil creer estas palabras de un político. Por supuesto que se trata de un político consumado. Es un hombre de enorme conocimiento del sistema mexicano.

Yo escribí que era una ironía que él dirigiera la Comisión Federal de Electricidad cuando había apagado el sistema, en el 1988 con el fraude electoral, y él me mandó una carta muy educada en donde decía que en realidad él actuó bajo la presión de Diego Fernández de Cevallos, Carlos Salinas de Gortari y el entonces presidente Miguel de la Madrid. Que él, digamos, había sido el operador, pero no el autor del fraude. Yo le respondí diciendo que agradecía mucho la respuesta, pero que, si él hubiera dicho lo que ahora comenta en 1988, se hubiera convertido en un héroe cívico y hubiera dado pie a un movimiento que quizá hubiera restituido la figura de Cuauhtémoc Cárdenas como presidente. Pero de haberlo hecho no habría podido ser secretario de educación después, ni gobernador de Puebla, ni todos los cargos que siguió ocupando con el PRI. Él formó silenciosa parte del sistema mientras le convino, y luego se desmarcó.

Hace un momento te comentaba yo que una de las cosas que me parece criticables de López Obrador es que en 2006 él se negó a hacer pactos con sus sectores, quizá incluso en forma extrema, porque varias gentes le decían: «¿por qué no te acercas más a pequeños partidos, a sindicatos, para conseguir su voto?». Y él decía: «no, no, tenemos que ganar por nuestra cuenta y solo por nuestra cuenta».

Ahora se ha unido a poderes fácticos sumamente cuestionables y uno de ellos, por supuesto, es el de Manuel Bartlett, y todo lo que representa. Me parece que la conquista del poder, por el poder mismo, es uno de los grandes problemas que puede tener la política, porque impide que las convicciones lleguen al mundo de los hechos, y lo que llega al mundo de los hechos son los compromisos y los pactos; es un poco lo que sucede con el caso de Manuel Bartlett en el gobierno de López Obrador.

Hablando de errores del gobierno de López Obrador, uno de los que se quiere ver desde España es su lectura sobre la conquista. Adentrándonos en tu lectura de leyenda negra, argumentas que la conquista de América fue un desafío para Europa: conocerse a sí misma en la diferencia. Algo así como un espejo. Hablas mucho de Rousseau y su Emilio, del buen salvaje. Luego otro autor al que has traducido, Lichstenberg, trata en una novela que no llegó a nacer, La isla de Cezú, que puede asemejarse a una película que es un ícono cultural, Amanece, que no es poco sobre estos indígenas cultísimos pero que no hacen obras, solamente hacen reseñas. ¿Se ha inventado México su propio paraíso precolonial?

Sí, yo creo que ha sido muy importante para los distintos gobiernos emanados de la revolución pensar que el atraso mexicano no es responsabilidad nuestra. Si tú le pasas la factura a un villano distante quedas exonerado de tus propias responsabilidades. Y es lo que hemos hecho en demasiadas ocasiones.

Cuando terminó la conquista, alrededor del 70-75% de los mexicanos hablaban una lengua indígena; es decir, cuando terminó el periodo colonial, no solo la conquista, sino los tres siglos de colonia. Buena parte de la población, la mayoría, hablaba una lengua indígena y, probablemente, la vida colonial se hizo más en náhuatl que en castellano, en los pueblos y en la vida diaria, no por supuesto en el idioma de dominio.

Hoy en día, solo un exiguo 6% habla lenguas indígenas. O sea, que la destrucción del gran legado prehispánico es obra del México independiente. Es una responsabilidad que debemos asumir nosotros y después de dos siglos de país independiente, el subdesarrollo es evidentemente algo que debemos nosotros aceptar como propio, pero siempre hay una tentación retórica, demagógica, de pensar que la responsabilidad no es nuestra. 

López Obrador reactivó este discurso con la idea de que pidieran perdón los españoles. Le respondieron de inmediato los zapatistas y dijeron: «¿de qué nos va a pedir perdón España? ¿Por Cervantes, por Almudena Grandes, por Lópe de Vega, por García Lorca, por todo lo que nos ha dado España culturalmente?». Los actuales españoles no tienen nada que ver con los conquistadores. 

Entonces ellos hicieron una especie de viaje de contraconquista, vinieron aquí los zapatistas. A mí me tocó, como parte de un colectivo del que formó parte que se llama Llegó la Hora de los Pueblos, conseguir 150 pasaportes para los zapatistas que estuvieron aquí con ánimo de diálogo, no con ánimo de venganza. Es una actitud totalmente diferente, es una actitud de inclusión la de los zapatistas. Nada revanchista en comparación con este discurso oficioso de López Obrador, porque no es la política exterior de México. O sea, fue una especie de bravuconada, pero que no tiene que ver tampoco con la política exterior de México, porque obviamente las relaciones prosperan, para bien y para mal. Ciertamente también México tiene en algunos sectores dependencias excesivas de España, por ejemplo, en el sector editorial.

Juan Villoro para Jot Down

Hablando de la posición política zapatista, tu padre argumentaba que otro tipo de democracia no es que fuese posible, sino que ya era real, y que existía en las comunidades zapatistas. En las comunidades zapatistas la democracia se lleva a cabo de una manera un tanto diferente. ¿Qué son los famosos Caracoles zapatistas si no son un platillo, a pesar de que vengas de hacer una exposición gastronómica en Diálogos de cocina? ¿Ves una crisis en la democracia liberal? ¿Es uno de los motivos por los que comentabas que te acercaste a Marichuy?

 

Uno de los grandes problemas de las democracias occidentales, modernas, es que son meramente representativas. El votante tiene poder el día de la elección, pero lo pierde el día siguiente, el voto caduca más rápido que el yogur. No hay posibilidad de fiscalizar, de supervisar lo que hacen las personas, qué hace el elegido. 

La idea de democracia de las comunidades zapatistas en los Caracoles, que son sus formas de gobierno, y sobre todo en sus Juntas de Buen Gobierno, que son sus pequeños congresos locales, es buscar una democracia directa, continuamente supervisada por la colectividad. Es una noción muy diferente de la responsabilidad en el ejercicio del poder.  Por ejemplo, nadie puede postularse a sí mismo como candidato. En las comunidades indígenas quien levanta la mano para decir: «yo quiero gobernar» es visto como un demente. O sea, gobernar está más cerca de ser un castigo que un privilegio. Es la comunidad la que te endilga a ti la responsabilidad de representarla porque te ha visto cómo te conduces, y tú tienes derecho a excusarte. El que es postulado como candidato no se le pide que haga proselitismo, sino al contrario, se le da el derecho a excusarse y a liberarse de esa responsabilidad, que no es un beneficio, sino que es una carga. Es totalmente distinta la perspectiva del poder. ¿Por qué? Porque al ser un representante de los demás estás subordinado a ellos, no por encima de ellos. Es una inversión total del ejercicio político. En las Juntas de Buen Gobierno esto se ejerce en el día a día supervisando lo que hace el representante de todos.

Es muy interesante también la noción de consenso que existe entre las comunidades indígenas. Yo estuve en la organización de un llamado festivalito de cine en el Caracol de Oventic en Chiapas, y fue muy curioso que los cineastas, los actores, los camarógrafos, que fueron de la Ciudad de México y de otros países al festival, se sorprendían de que cuando ellos querían hacer un debate después de la película y preguntarle a la gente qué les había parecido. Ellos decían: «no, déjenos pensar». ¿Cómo? ¿A qué se refieren? «Nos tenemos que reunir para discutir entre todos la película y saber lo que pensamos».

La primera reacción de los fuereños fue considerar que esto era una forma de coacción, e incluso de censura, que no podían expresarse libremente los zapatistas ante lo que estaban viendo. Y no era así. Para establecer un criterio, para pensar, es necesario discutir entre todos. O sea, el pensamiento es atributo de la colectividad, no del individuo. Por lo tanto, para que yo entienda lo que pienso al ver una película, necesito discutirlo con los otros y llegar a cierto punto en común con ellos, que es otra concepción de la reflexión, en donde el resultado pasa por el nosotros antes que por el yo. Por lo tanto, se reunían las comunidades, discutían la película y luego llegaban y decían lo que pensaban, en plural. Lo cual desconcertaba una vez más, porque no había un crítico de cine que fuera el que explicara la realidad él solito, sino que simple y sencillamente se haya logrado un consenso. Esto es muy útil en la discusión política, porque no se trata de decir: «yo pienso esto y lo voy a imponer», sino por el contrario, «voy a establecer un vínculo con los demás para comprender la realidad».

En esencia lo que está en juego es la distinción que han trabajado mucho los sociólogos entre sociedad y comunidad. La sociedad es un conjunto de individuos que se sujetan a reglas equivalentes a todos, y que cada uno aprovecha su manera, mientras que la comunidad es un pacto afectivo, emocional que hace que el problema de uno sea problema de todos. Es una organización social diferente. Lo que está en juego es qué tan cerca podemos aproximarnos a la comunidad en países grandes, porque también muchos dicen: «los zapatistas funcionan muy bien con democracia directa porque tienen comunidades pequeñas». ¿Hasta dónde podemos más de 130 millones de mexicanos conducirnos de ese modo, en un país donde hay más de 200 tipos de chiles? Por tanto, ¿cómo nos vamos a poner de acuerdo? Es difícil, pero bueno, yo creo que justamente el pensamiento trata de crear nuevas formas de convivencia. En su origen muchas de las cosas que hoy vemos parecieron ilusiones románticas, e incluso utópicas. ¿Qué tan utópica es la democracia directa? ¿Qué tan utópica es la ciudadanización de la política para quitarle fuerza a los profesionales del poder, y dársela a la gente? Eso podría parecer hoy en día romántico, iluso, ingenuo, pero me parecería importante tratar de avanzar en esa dirección.

Tu admirado García Márquez no en vano, aparte de colaborar con la Fundación Gabo, eres premio de Excelencia Gabo decía que el problema de la novela de la violencia estaba en ocuparse más de los cadáveres que del miedo de los vivos. Haciendo el paralelismo entre la novela y el periodismo: el horror más profundo no está en lo sucedido sino en lo que aún está por suceder.  ¿Puede el periodismo desde esta perspectiva hacer el caldo gordo al narcotráfico haciendo de vocero de su violencia?

Sí, en muchas ocasiones el periodismo se ha convertido en una caja de resonancia de la violencia, sin darse cuenta de que lo importante no son los hechos escabrosos de la sangre, sino la vida que se pierde con la sangre. Ha costado trabajo reformular esto. 

Cuando empezó la llamada guerra contra el narcotráfico en el 2006, lanzada por el presidente Felipe Calderón, sin consultar al Congreso, y ni siquiera a su partido, muchos periodistas empezaron a dar noticias espectaculares sobre los capos del narcotráfico, los crímenes que perpetraban, su estilo de vida, etc., sin advertir que, de alguna manera, le estaban haciendo el juego al propio crimen organizado, porque la violencia golpea dos veces: en el mundo de los hechos, pero también en la representación de los sucesos. Una sociedad que tiene miedo es más vulnerable que una sociedad que confía en que pueda haber soluciones.

El narcotráfico ha contado con esto a tal grado que ha hecho asesinatos que podrían llamarse de autor. Ciertas bandas encobijan, es decir, envuelven en mantas a la gente; otras los cuelgan; otras los decapitan. Es decir, hay una violencia que se perpetra con un código que puede ser descifrable. Esto, al principio, fue seguido en clave exclusivamente anecdótica por el sensacionalismo de las noticias. Hay una frase en inglés que dice: «if it bleeds, it leads»; o sea, si sangra, esto va a la primera página. Esas son las noticias que llaman la atención. 

Poco a poco creo que los periodistas fuimos entendiendo que lo importante no era eso sino la destrucción del tejido social, y las historias alternas que podíamos encontrar ahí. El propio gobierno, a través de la política de comunicación de Felipe Calderón, trató de transmitir una idea de la lucha contra el narcotráfico en la que los narcotraficantes eran personas totalmente ajenas al cuerpo social, que se habían incrustado en él, y que estaban combatiendo entre sí. El presidente los llamaba los «malosos». Es decir, los estigmatizó, como personas radicalmente diferentes, lo cual resulta psicológicamente tranquilizador. Si tú piensas que los narcotraficantes son como extraterrestres, personas totalmente distintas a ti, en la medida en que no formas parte de ese entorno te sientes a salvo, no tienes nada que ver con estos alienígenas.

Mucho más difícil, y mucho más inquietante, es entender que los narcotraficantes pertenecen a tu sociedad, se parecen mucho a ti, y forman parte del entorno en el que tú estás; porque entonces eres copartícipe de alguna manera. Este viraje ha tardado mucho en suceder en México. solo cuando entendamos que somos parte del mismo problema, y se reconstituya a la sociedad, podremos acabar con el narcotráfico; porque no es que hayan llegado invasores de lejos, bárbaros, a incrustarse en el cuerpo social, sino que se ha descompuesto la realidad que ya teníamos y que no supimos conservar.

Juan Villoro para Jot Down

Este es precisamente el contexto en el que se ha desarrollado tu última novela, La Tierra de la Gran Promesa. Hay tantos reflejos de la realidad que, en uno de los personajes, El Vainillo, parece un alter ego del Chapo Guzmán. Comentas que cuando lo atrapan lo van a convertir en el Mago de Oz, que le van a sacar toda clase de milagro. Igual que al chile y a los políticos mexicanos, que cada vez les descubren más propiedades, ¿algo así, hicieron con el Chapo Guzmán? La defensa del Chapo en el juicio de Nueva York sostenía que el verdadero líder del cartel de Sinaloa era el Mayo Zambada, que es un caso único: narcotraficante de la época del Jefe de Jefes al que nunca capturaron.

Hay que entender que el combate al narcotráfico es también una lucha de narrativas, y eso me parece sumamente significativo. En la medida en que se le achacan a un narcotraficante todos los crímenes, esto puede permitir que otras personas sigan delinquiendo, con esas mismas características, porque el presunto culpable ya fue detenido. Se hablaba de que el Chapo Guzmán tenía negocios en más de 50 países, y sin embargo es un hombre con casi nulo acceso a la tecnología, que no habla idiomas, que ciertamente es un hombre astuto, pero tampoco es este gran cerebro multinacional al que se le atribuyen absolutamente todos los crímenes. Resulta tranquilizador saber que ya se capturó al culpable de todo, y, sospechosamente, el narcotráfico, la venta de armas, la trata de mujeres, los secuestros, siguen ocurriendo.

Me interesaba en La Tierra de la Gran Promesa explorar esta lucha de narrativas en una clave bastante personal porque yo creo que la literatura combina de manera única los temas públicos con la vida íntima, e incluso secreta, de las personas.

Cuando nosotros hablamos de acontecimientos históricos de relevancia, como la guerra de los Balcanes, la guerra civil española, la revolución mexicana, solemos pensar en las estadísticas más espectaculares, la cantidad de muertos, mutilados, las violaciones, los desplazados. Difícilmente se repara en estadísticas que se mantienen ocultas, e incluso secretas, como por ejemplo las depresiones, las separaciones emocionales, las tristezas, los quebrantos psicológicos que sufren las personas y toda contienda histórica tiene repercusiones íntimas muy fuertes.

En La Tierra de la Gran Promesa yo quería ver cómo este clima violento de México afecta en lo más íntimo a los protagonistas de la trama. Era algo que yo quería explorar. A partir de eso tratar de ver cómo los afecta en esta guerra de narrativas, que se está dando para tratar de establecer una verdad por encima de otras, que suele ser la verdad del discurso oficial.

La Tierra de la Gran Promesa es un buen referente de una constante en la obra de Villoro: abordar la mexicanidad desde cierta distancia. Muchos de tus personajes están por volver a México, o se acaban de ir de México. Dices que la patria es el único sitio al que se regresa. Hay cierta similitud con Alexander Brock, del que escribiste un ensayo. Amas lo que detestas y aceptas padecer tu patria a diario. En uno de tus cuentos, El Mariachi, el protagonista sueña con que le pregunten ¿es usted mexicano? para poder contestar: «sí, pero no lo vuelvo a ser». Parece casi el leitmotiv de la obra de Juan Villoro.

Fatalmente eres de un lugar y no de otro y yo creo que las cosas que te interesan te duelen. Cuando Mario Vargas Llosa empieza su novela, Conversación en La Catedral, diciendo «en qué momento se había jodido el Perú», él no está tratando de denostar a su país, ni de decir abandonen esta novela porque ocurre en un sitio horroroso, sino por el contrario. Lo que nos está diciendo es, voy a contarles 500 páginas de un lugar que me interesa porque me duele, porque me afecta.

Yo viví un tiempo en Barcelona y leía noticias en la prensa de problemas cotidianos. Digamos el caso Banesto, por decir algo, que yo veía con interés, pero con el interés distanciado de alguien que es de fuera. En cambio, al regresar a México, hasta las cartas de los lectores a un periódico me afectan, porque formo parte de esa realidad.

Lo que te interesa te duele, y no para denostarlo, sino para tratar de salvar lo que ahí todavía vale la pena. Mi libro sobre la Ciudad de México, Vértigo Horizontal, concluye con una letanía que yo publiqué por desesperación en el periódico porque me tocaba escribir mi columna al día siguiente de que había temblado, la ciudad estaba destruida, y lo único que se me ocurrió fue escribir una especie de letanía sobre lo que yo estaba sintiendo, que comienza con la frase «eres del lugar donde recoges la basura».

Es fácil sentir orgullo por tu ciudad cuando el equipo local ganó el campeonato, o cuando se inaugura un edificio maravilloso, o un nuevo alumbrado; pero la verdadera sensación de pertenencia es cuando te haces cargo de los desperdicios. Cuando tú sales a la calle y dices, «tenemos que reconstruir la ciudad, tenemos que limpiarla». Muchas veces la noción de pertenencia tiene que ver con eso, con decir: «la realidad está rota, pero trato de componerla».

Hablabas del célebre comienzo de Conversación en La Catedral y estábamos hablando antes de narcotráfico. No sé si viste la serie Narcos: México.

No, no he procurado no verla, entre otras cosas, porque yo escribo teatro y cada vez que un actor está teniendo éxito en una obra, lo llaman a la serie Narcos y abandona la obra. Entonces tengo un prejuicio personal. Me dicen que está muy bien hecha, pero también, la verdad sea dicha, estoy harto de la narcocultura.

En la serie, cuando atrapan a Félix Gallardo, Jefe de Jefes, hay una cita suya que resulta reveladora; anticipa la guerra por las plazas que iba a venir: dice que lo van a echar de menos. No sé puede ser ese el momento en que se jodió México, o si hay que ir más atrás al desembarco de Cortés.

Bueno, siempre hay un momento previo en que las cosas se arruinan. Walter Benjamin decía en forma célebre: «todo documento de cultura es también un documento de barbarie». O sea, nada se construye sin destruir algo previo. Cuando nosotros pensamos en cuál es el origen de todos los males nos vamos remontando; probablemente acabaremos en el Big Bang.

No creo que haya una fecha concreta para decidir cuál es el momento en que se corrompió México con el crimen organizado, o en que se equivocó la política al respecto. Creo que es un conjunto de sucesivos errores.  Pero vuelvo a lo que digo antes: no se trata de algo que sea una acción en paralelo al cuerpo social, sino que es la descomposición del cuerpo social mismo. Es la pérdida de valores, la pérdida de participación.

La gente que se involucra en el narcotráfico no lo hace porque un demonio se haya metido en su mente y hayan decidido apostar por el mal, sino porque de manera objetiva la sociedad en la que viven no les da una recompensa mayor que la de ser narcotraficante. Eso es lo que debemos entender. Si un muchacho de 16 años tuviera otras alternativas probablemente no sería narcotraficante. Por lo tanto, el gran desafío es la construcción de alternativas. Una de ellas es la literatura, pero no muchos leer. Podríamos salvar bastantes almas con eso; si leyeran más.

¿Escuchaste a Vargas Llosa en la Academia Francesa cuando se hacía Inmortal? Decía que la novela salvará la democracia, o acabará sepultado por ella. ¿Lo compartes? ¿O hay demasiado foco en la novela? Tú que, por ejemplo, eres un célebre ensayista también.

Mira, yo creo que la literatura antecede a la democracia y puede vivir sin ella. Ha habido grandísimas novelas escritas bajo tiranías. La gran novela rusa no requirió de democracia para suceder. Lo que pasa, y a eso alude un poco Vargas Llosa, es que la novela misma es un ejercicio democrático, en el sentido de que contrapone puntos de vista y los hace coexistir.

En la novela no solamente ocurre lo real, sino también lo posible, las conjeturas. Ahí las contradicciones pueden tener lugar. Las grandes novelas son más brillantes que sus autores. Vargas Llosa es un caso ejemplar con Conversación en La Catedral. Lo mismo se puede decir por ejemplo de Los Endemoniados de Dostoyevsky. Pocos autores detestaban más a los anarquistas que él, y sin embargo nadie presentó mejor la causa de los anarquistas que él mismo. Si quieres conocer cómo pensaban las personas que tenían opiniones contrarias a Dostoyevsky, no hay mejor fuente que el propio Dostoyevsky; y esto es extraordinario. La literatura en sí misma tiene este ejercicio parlamentario, democrático, en donde el lector puede tomar partido contra el autor; esto es maravilloso.

Escribe Dostoyevsky Crimen y Castigo para condenar a un terrorista que mata a una usurera por no creer en Dios porque él dice: «si Dios no existe, todo está permitido, no hay un tribunal que lo sancione». Este personaje, que está criticando Dostoyevsky, puede ser visto por nosotros como un héroe de la libertad individual. Un héroe de la libre elección, que elige mal y luego se arrepiente. Entiende que la moral no depende de una coacción externa, de un tribunal religioso, sino de una introyección personal. Es un aprendizaje ético el del personaje, que primero se equivoca y luego se arrepiente. Dice «sí existe la moral. Aunque Dios no exista, no todo está permitido». Es fascinante porque el personaje acaba siendo más inteligente que el autor, y eso es democracia.

Juan Villoro para Jot Down

Hablando de democracia, de violencia y de narcotráfico en México, ¿cómo ves el futuro? Acaba de suceder un hecho revelador: en Nueva York condenaron por narcotráfico a Genaro García Luna. No sé si viene a dar la razón a Oswaldo Zavala con que la guerra contra el narcotráfico es una guerra inventada. García Luna fue el zar antidroga de Fox y de Felipe Calderón, con credenciales avaladísimas por los Estados Unidos, recibiendo hasta medallas. Cuesta creer que no se supiera.

No, desde luego. El narcotráfico solamente puede prosperar con la complicidad de los gobiernos, porque está plenamente involucrado con distintos mandos del poder. Ese fue el gran error de Felipe Calderón. Él le declaró la guerra al narcotráfico sin saber que el frente de batalla estaba en sus propias oficinas. O, sabiéndolo, y simplemente lanzando una cortina de humo al respecto.

Ya que hablas de los Estados Unidos, me parece muy importante, volviendo al tema de las luchas de narrativas, mencionar lo siguiente: durante muchos años se han conocido a los narcotraficantes de México, de Colombia y de otros países por nombre y apodo se les conocen sus esposas, sus amantes, sus hábitos, sus colecciones locas, etc. Pero no sabemos nada de sus contrapartes en los Estados Unidos.

La DEA, la CIA, el FBI han hecho un embargo narrativo. Todas las historias están en América Latina, no en los Estados Unidos ¿Cómo podemos nosotros pensar que prospere el narcotráfico en el país que consume más drogas del mundo sin la complicidad de narcotraficantes locales? Es decir, ¿dónde están las mafias?

Lo que han hecho quienes imparten justicia, o las políticas de seguridad de Estados Unidos, ha sido tratar de evitar los mayores efectos secundarios del tráfico de drogas. Pero, obviamente, hay mucha gente involucrada; y esto incluye a altos mandos de la policía, a altos mandos de ejército y a altos mandos de la política. Solamente cuando Estados Unidos también se investigue a sí mismo vamos a acabar con este problema.

Por el momento, ellos han declarado que, no solamente toda la violencia se origina en América Latina, sino que todas las historias están ahí. No hay nada que se cuente al respecto.

Hablando de acabar con el problema, ¿piensas que podemos estar más cerca de la legalización de las drogas? ¿Empiezas a ver un cambio en la política, la legalización de la marihuana, el famoso abrazo no balazos que sonaba muy bien…?

No, yo creo que hay un cambio importante en la consideración de ciertas drogas como la marihuana, y creo que es un paso adelante. Pero también hay que ver el impacto que está teniendo la industria química y farmacológica hoy en día. O sea, las drogas están desplazándose hacia lo sintético, el fentanilo y muchos estimulantes, los neuromedicamentos están siendo ahorita parte del consumo de drogas. Yo creo que ahí la gran industria farmacéutica es uno de los cárteles más complejos a discutir. Lo hemos visto con la pandemia también. Hay un tema biopolítico muy grande por discutir hasta dónde somos nosotros dueños de nuestro cuerpo.

Vimos nosotros ciertos pactos biopolíticos importantes. Dependiendo de la vacuna que te ponían, podía circular por el mundo o no. Mi esposa recibió la vacuna Sputnik, y, por lo tanto, no podía venir a España. Los maestros de México recibieron la vacuna China CanSino y tampoco podían venir a España. Yo podía hacerlo porque recibí la vacuna Pfizer. Dependiendo de la marca farmacéutica que tienes en el cuerpo puedes circular por el mundo. Es un anticipo de un mundo controlado biopolíticamente, y la fuerza creciente de los laboratorios y de la industria farmacéutica; sin duda alguna hacen pensar que forman parte del problema, no de la solución del tráfico de drogas. Hay un elemento ahí también muy importante a analizar, a discutir. Creo que sería muy importante que las sociedades intervinieran cada vez con mayor fuerza en la industria farmacéutica.

Por terminar, como no, con la obra de Juan Villoro. Dices que utilizas algo parecido a lo de Giordano Bruno de enclaustrar recuerdos en recámaras para escribir novelas. Muchas de las novelas te llevaban mucho tiempo, y es como tener una habitación en casa en la que entrabas de repente, y tienes que ver qué relación tenías con los personajes, y volverte a habituar con ellos. No sé cuántas recámaras como esa tienes en tu casa y si estás por abrir alguna puerta próximamente, tú que eres un escritor muy prolífico. ¿Nos puedes adelantar algo de ello?

Las novelas son un gran acompañamiento, una de las cuestiones que te pueden desesperar al escribir una novela es que necesitas una larga paciencia, porque convives con los personajes durante bastante tiempo y, de algún modo, todo tiene que estar relacionado.

La novela es una región donde las cosas ocurren de otro modo, y a la que entras continuamente durante años. Por eso, yo decía, es como tener ese cuarto donde las cosas son diferentes, donde habitan otras personas y me voy relacionando con ellas. Esto te da un acompañamiento psicológico muy grande, cuando terminas la novela es como si perdieras un hábito, como dejar de fumar. Yo nunca lo he hecho, pero supongo que es muy difícil; dejar de fumar. Me parece importante conservar eso durante un tiempo. A veces me excedo por el solo hecho de la compañía que me brinda la novela.

Pero hay otras recámaras, otras habitaciones donde las cosas suceden más rápido, de urgencia, que quizá ni siquiera llegan a ser recámaras. Por ejemplo, yo que escribo para los periódicos, pues eso es como tomar un ascensor. De la planta baja al piso 6 tienes que tener la historia lista para entregarla de inmediato. Es un tipo de convivencia con el texto mucho más restringido que el de la novela.

Hay escritores que se satisfacen con un solo género, o incluso con un subgénero, el género policial, por ejemplo, que tienen un reparto de personajes que siempre aparecen en las mismas novelas, y todo. Pero yo necesito cambiar de género y pasar de distintas dimensiones temporales, del tiempo largo de la novela al tiempo breve de los cuentos, etc.

Ahora estoy terminando este libro de recuerdos de mi padre, cuyo inicio se pierde un poco en la noche de los tiempos. Probablemente es de hace unos 15 años, 20 años, el primer texto que escribí sobre él. A lo largo del tiempo fue cristalizando.

Vértigo Horizontal, que son crónicas de mi ciudad, pues surgió después de 25 años de estar escribiendo de la ciudad, sin saber que estaba haciendo un libro. Por supuesto en los años finales ya le fui dando la forma de libro, pero así va pasando.

Tengo varios asuntos pendientes ahora. Una obra de teatro que tiene que ver justamente con el tema de las drogas, con Timothy Leary, el gran profeta del LSD que escapó de los Estados Unidos para refugiarse en México. Él había sido profesor de psicología en la Universidad de Harvard. Había hecho experimentos con el LSD, procurando que hubiera un trato controlado y regulado con las drogas. No pudo seguir con esto en los Estados Unidos y se refugió en México, en Zihuatanejo, en un hotel. Este hotel se convirtió en una especie de club med de la mente, donde la gente iba a experimentar y todo. Él fue presionado por las autoridades mexicanas para abandonar el país cuando le dijeron «estás haciendo cosas muy locas» y su respuesta fue muy ilusa porque él les dijo a las autoridades mexicanas: «ustedes tienen una gran oportunidad. México se puede convertir en la Suiza psicodélica. México puede ser un gran refugio de las drogas reguladas y controladas», pensando en Suiza como ese paraíso de la farmacéutica. Les dijo, «la caja de Pandora ya se abrió, si ustedes no controlan las drogas lo van a hacer los narcotraficantes. solo hay dos vías, el uso regulado socialmente o dejarlo en manos ilícitas». Sabemos que fue lo que ocurrió. Yo escribí en una obra de teatro que se llama Hotel Nirvana, que ocurre en ese hotel y que está un poco inspirada en la figura de Timothy Leary en los años 60, que es ese gran momento de apertura de la conciencia.

Pero, por supuesto, yo invento otras; no es el LSD, porque el LSD es una droga introspectiva. En mi novela es una droga que se llama logos y que altera el lenguaje, porque el teatro es lenguaje. Es una droga que altera a las personas y de eso se trata. En eso estoy metido, lo que pasa es que después de la pandemia y con la crisis que hemos tenido tan fuerte es difícil montar una obra, sobre todo como esta, porque es una última escena psicodélica con 13 personajes. No es fácil, pero está en manos de la Compañía Nacional de Teatro. Espero que se monte, si no este año, el siguiente.

A ver si tenemos oportunidad de verla por aquí.

Bueno, ojalá, ojalá, ojalá que pueda venir.

Hay un monólogo, eso lo podemos decir, hay un monólogo mío que está circulando en España. Con Enrique Simón, el gran actor, que se llama Conferencia sobre la lluvia.

Tuvo muchísimo éxito en Argentina también.

En Argentina hubo un montaje con Fabián Vena. Ha habido montajes por suerte en muchos lugares. Aquí el que dirigió Guillermo Heras con Enrique Simón. Ahora va a haber funciones en Segovia 29 y 30 de abril. Está habiendo funciones en bibliotecas porque el personaje, es un bibliotecario. Pero está viva la obra aquí en España, lo cual me da mucho gusto.

Juan Villoro para Jot Down

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9 Comments

  1. Xaquín

    Todo muy bien, pero seguro que no se refiere a Felipe Gonzáles… sin acritud…

  2. LePeisens

    pedir perdón España? ¿Por Cervantes, por Almudena Grandes, por Lópe de Vega, por García Lorca, por todo lo que nos ha dado España culturalmente?».
    Lo de la izquierda con Almudena Grandes es digno de estudio.

  3. No podía saberse, ni modo a seguir vigilando

  4. francisco clavero farré

    Me pareció muy interesante, triste y esperanzado. Muy lo que dijo de la colonia y cómo ésta no destruyó las lenguas indígenas, el estado mexicano sí. También sobre el narco, la involucración de la sociedad USA y el poder de las farmacéuticas. Obrador parece un demagogo más o menos hábil. Aceptar la complejidad histórica es empezar a sanar una sociedad. A ver si México se empieza a sacudir la pobreza y la violencia.

  5. MacNaughton

    Tiene razón J. Villoro que el inglés irlandés es un registro del todo distinto al inglés de Inglaterra, inmediatamente reconocible al nativo. Joyce, con razón, acapara toda la atención, pero habría que romper una lanza por la prosa de Flann O’Brien («At Swim-Two-Birds), además de Sam Beckett, más conocido como dramaturgo («el sol brillaba, al no tener alternativos, sobre el nada nuevo…»). La vena de literatura cómica de Irlanda no tiene rival en el siglo XX que yo sepa…

    Dudo que Benjamin quisiera decir con «no hay documento de civilización que no sea también documento de barbarie» lo que sostiene J Villoro, pero la verdad es que es un texto muy opaco la «Tesis de la Historia» y por tanto es difícil saberlo.

    Yo siempre lo había entendido en términos marxistas, o materialistas, en el sentido de que no puede haber artistas / gente con tiempo suficiente para crear, sin una población trabajadora o esclava que están haciendo todo el trabajo y creando una «plusvalía» en el sentido marxista. No hay Platón ni Aristoteles sin todos aquellos esclavos anónimos labrando el el campo. O bien, no hay «El Quijote» sin la conquista de America… Benjamín era marxista al fin y al cabo, aunque muy poco ortodoxa, es verdad. ¡En fin!

    • francisco clavero farré

      El pensamiento de Benjamin que comenta Villoro puede interpretarse marxista, el marxismo cabe en él; pero es mucho más ancho y puede aplicarse a relaciones no del todo económicas como el amor por ejemplo. La adoración y el embeleso siempre son acechados siempre por sus contrarios, odio y repugnancia, que muchas veces se imponen. Las relaciones maestro con discípulo también ocultan mucha barbarie bajo la maravillada admiración.

    • MacNaughton

      El contexto de la famosa cita de Benjamin no deja lugar a dudas. Creo recordar que «La Tesis Sobre La Historia» era el ultimo texto que escribió Benjamín, y si es más bien opaco y breve, es porque pensaba desarrollarlo más, cosa que nunca llegó a hacer. Reza así:

      «Los materialistas históricos sabemos que…quienquiera haya salido victorioso participa hasta día de hoy en la procesión triunfal en la cual los que mandan pasan por encima de los que yacen prostrados. Segun la tradición manda, se lleva el botín durante la procesión. Este se llama ‘tesoros culturales’ y un materialista histórico los observa con distancia. Porque, sin excepción los tesoros culturales que contempla tienen un origen que no se puede mirar sino con horror. Deben a su existencia no solo a las grandes mentes y talentos que los han creado, sino también al trabajo anónimo de sus coetáneos. No hay documento de civilización que no sea a la vez un documento de barbarie…» (Tesis Sobre La Historia, párrafo VII, traducción mía desde el inglés)
      Siento ser un poco pesado, pero creo que vale la pena defender esa idea de Benjamin: que el arte no es inocente tampoco, no existe en el abstracto, sino que sale de una determinada sociedad en un determinado momento historico….

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