Twitter, a veces, es un lugar maravilloso, aunque otras sea un pozo de odio, de opiniones vomitadas a la ligera, de sesgos ideológicos y de realidades hipertrofiadas. Twitter se parece mucho a España.
Una de las mejores cosas de Twitter son los memes. Quienes están ahí lo saben. De España, las representaciones antiheroicas que nos acompañan en el ideario colectivo. No hace falta retrotraerse al Quijote para enorgullecerse de esto. Podemos verlo, por ejemplo, en los vídeos de Pantomima Full, que beben casi directamente de ese sketch de La hora chanante protagonizado por Raúl Cimas en el que se presenta al antihéroe contemporáneo: el Invent Man. Un tunante gambitero que lleva por capa un pelucón rizado y una confianza en sí mismo desproporcionada. ¿Su superpoder? La habilidad de tener el control total de su vida o, mejor dicho, de tener cero unidades de escrúpulos en hacer uso de la mentira para modificar la narrativa de lo que es. La enseñanza que le regala al mundo: «Si tu vida no te gusta… ¡Invent!». Twitter se ha encargado de expandir el concepto, reconvertido en una sirena policial acusatoria en forma de meme, para intentar detener el avance de los Invent Man, que, lejos de ser un caso aislado, son legión por todos los rincones de internet. Y del mundo, en general.
En realidad, nadie está a salvo del invent. Nadie. No. Usted tampoco, por mucho que se haya educado en un colegio de curas. No diga que no miente nunca, porque entonces estaría mintiendo y se enredaría con Epiménides en su paradoja del mentiroso. Pero no se lo tome como un ataque personal. Es el tema de nuestro tiempo, como diría Ortega, solo que un pasito más allá del orteguiano perspectivismo: el tema de nuestro tiempo es el identitarismo.
Pasa lo siguiente: nos han repetido tanto que hemos llegado tarde a la historia, que ya está todo inventado, que el único espacio que tenemos para sentirnos artífices de algo se reduce a la vida y la historia particular. Esto va a escocer, pero es necesario ponerlo sobre la mesa: en lo esencial, todos nos parecemos bastante, y lo que nos diferencia estriba más en las condiciones materiales externas dadas de antemano que en cualquier rasgo de divina lógica interna sin contradicciones. Nadie puede ser idéntico a sí mismo más que desde la no existencia. Es lo que tiene estar vivo. ¿Entonces? Entonces nos queda la trola, la mentirijilla, la ficción performativa de esforzarse mucho en aparentar ser aquello que deseamos hasta que los demás nos reconozcan como creemos que merecemos. En la actualidad hemos llegado al pico ascendente en la curva de esta hipérbole (o no, que la actualidad también se caracteriza por creer que todo se da en grado sumo), pero es un planteamiento tan antiguo casi como nuestra civilización. Jorge Freire lo ha explicado al principio de su último ensayo Hazte quien eres: un código de costumbres (Deusto, 2022):
«Hazte quien eres, como aprendido tienes». Así lo dejó escrito el griego Píndaro en la segunda de sus Píticas. La frase, dirigida al tirano de Siracusa, nos vale a todos. Cincela el carácter. Busca la sombra. Confía sin fiarte. Cultívate. Sé, en resumidas cuentas, aquello que deseas parecer.
Tampoco hay que escandalizarse con esto, porque el término persona —como bien saben nuestros lectores— no tiene otro sentido, desde su origen etimológico, que el de la representación teatral, el de la máscara que reverbera. Y porque estamos inmersos hasta las orejas en ese mantra estadounidense, actualización del de Píndaro, que reza: fake it till you make it («fíngelo hasta que lo logres»).
Sigue Freire diciendo que «la única autenticidad posible es la de ser un auténtico idiota». Que cada cual saque sus conclusiones a este respecto.
Ahora bien, ese deseo de lo que queremos ser no surge del vacío ni de un plan maestro de Dios, ni siquiera de nuestras entrañas, sino que se retroalimenta del ambiente, de lo que se nos muestra como más agradable y apetecible para gozar de una mejor vida o, cuando menos, de una vida más tranquila. En este sentido, la fama ha ocupado históricamente uno de los primeros puestos de ese ranking de deseos. Desde Eróstrato hasta el último influencer de moda, todos han querido diferenciarse de la masa a fuerza de dejar atrás el anonimato, sintiéndose embelesados por el brillo y la pompa que muestran aquellas otras personas que han alcanzado la fama sin haberla buscado y aun a veces sin quererla.
La fama es un concepto complejo, mucho más complejo que los famosos quince minutos de Warhol, lleno de matices y de anotaciones a pie de página. La divinización del famoso, la idea ingenua e hipócrita de la fama como una suerte de imperativo categórico para mostrar modelos de bien (como si la fama fuese una entidad autosuficiente y autónoma encargada de elegir a los buenos éticamente; como si los famosos estuviesen obligados a ser guardianes de la moral colectiva), o la maliciosa tendencia de querer separar a esta de las indiscutibles gratificaciones materiales que conlleva son solo algunas de las anotaciones. Respecto a los matices, baste en este momento con citar a Gustavo Bueno y su ensayo «La idea de la Fama» para apreciar que nos encontramos frente a una palabra polisémica, que puede apuntar a la fama habitual, «que tiene que ver directamente con la ética, con la moral y con el derecho, viene a ser la representación y valoración (estimación, positiva o negativa) que un grupo se forma respecto de cada uno de los sujetos que lo integran» y, por tanto, aplicable a todos los sujetos —a no ser que te hayas criado en la selva amamantado por una loba, como el Invent Man—, o a la fama de notoriedad, «un hecho social que está “más allá del bien y del mal ético”. […] una “resultancia”, que se produce en la caja social de resonancia por encima de la voluntad (o del esfuerzo) que el famoso haya mantenido, en pro o en contra, respecto de ella». Guarden esto en su memoria, que luego lo vamos a necesitar.
La pregunta que nos impele es: ¿se puede fingir la fama? Pues, aparentemente, y según los resultados del documental de 2021 dirigido por Nick Bilton, titulado precisamente Fake Famous, sí. De hecho, la apariencia es la clave para que el oxímoron fingimiento-fama deje de ser tal en uno de cada diez mil casos. Aparenta poseer aquello que las personas (incluido el mismo que perpetra el fingimiento) envidian de la fama, compra seguidores, compra ropa que parezca cara, cuélate en un hotel de lujo para hacerte un par de fotos y espera a que se obre el milagro. Si la fama llega, no será más que el resultado de una profecía autocumplida, tu identidad reuniéndose con aquello que siempre quiso ser. La fama como identidad es algo que Gustavo Bueno no vio venir.
Hay todavía otro caso más paradigmático. Nos referimos, por supuesto, al caso Anna Sorokin/Delvey, que inspiró a Shonda Rhimes para crear la serie Inventing Anna. El título original es un acierto absoluto. En la traducción al español se ha quedado en un triste y descafeinado ¿Quién es Anna? Una lástima haber desaprovechado la licencia creativa de la traducción para renombrarla como La vida de Anna Sorokin, y de sus fortunas y adversidades o como La vida y hechos de la pícara Anna Delvey, escrita por Anna Sorokin (no sería apropiado llamarla Historia de la vida de la Buscona, aunque le venga al pelo lo de ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, por las implicaciones que toman en nuestro idioma ciertas palabras al pasarlas al femenino, como es el caso). Es una pena, porque aquello que a unos escandaliza y en otros causa un fervor devocional es una copia casi idéntica de lo que se reflejó en la literatura picaresca.
Lo que nos decían: que ya está todo inventado. Y lo que les decíamos: que somos la hostia para representar antihéroes, incluso con siglos de antelación.
Al igual que los pícaros de los siglos XVI y XVII españoles, la chica intenta ascender en la jerarquía social y sobreponerse al medio hostil a golpes de autoficción. Niega sus orígenes como lo hiciera don Pablos, el Buscón, cuando le advierte a su tío que «no pregunte por mí, ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos». Y pareciera que ha aprendido de la misma obra que «nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres», así que, al llegar a Nueva York, se mimetiza con la vida y las costumbres de la alta sociedad, procediendo del mismo modo que lo hiciera la madre de Lázaro de Tormes, determinando «arrimarse a los buenos por ser uno de ellos», con un extra añadido: la satisfacción de sentir que se está creando a sí misma. Más o menos como la satisfacción que un simple mortal experimenta cuando no se le resiste el montaje de un mueble de Ikea, pero a gran escala. Porque ella, en ese momento, encarna el sueño americano del self-made, del hacerse a sí mismo, no para ser un humilde pescadero que disfrute recorriendo la sección de calcetines en liquidación de una gran superficie, sino para ser multimillonario. Ella es su propia marca; su identidad, un proyecto empresarial.
Por un momento, llegó a parecer que el engaño funcionó, que consiguió mejorar su estatus social y su calidad de vida, codeándose con la flor y nata neoyorkina, permitiéndonos presenciar la hipocresía que impregna estos círculos, donde todos buscan algo a cambio por mucho que tengan, que «todos vivimos en asechanza los unos de los otros», que diría el pícaro Guzmán de Alfarache. Donde los supuestos ideales bohemios, que Baz Luhrmann musicalizó y romantizó en Moulin Rouge, de libertad, belleza, verdad y amor, ahora, a la luz del capitalismo que no esconde su frivolidad, quedan traducidos por «dinero, poder, imagen y amor». El amor se mantiene en la lista que nos enumera en la serie la amiga de clase obrera de la pícara moderna, pero en realidad es un eufemismo de reconocimiento y fama.
Sin embargo, si Sorokin hubiese leído literatura picaresca sabría que el determinismo social es inapelable, y que a ese tipo de invents siempre los sigue el castigo desde un tribunal —por aquello de los hurtos y tal— o desde el escarnio público, en esta ocasión, en forma de memes. A pesar de haber pasado casi cuatro años en prisión y del proceso de deportación en el que se encuentra, ella sigue ahí, erre que erre, queriendo quedarse en el aparente ombligo del mundo, trabajando en su reinvención, insistiendo en que no mintió. Y acaso sea cierto, al menos en lo que a su autopercepción se refiere. Si, según Derrida, uno no puede mentirse a sí mismo («pues solo se miente al otro, uno no se puede mentir a sí mismo, salvo sí mismo como otro»), quizá crea realmente que ella es el producto de su marca personal y que con la fama ha alcanzado su identidad en acto.
He ahí la ironía del caso, y donde rescatamos las palabras de Bueno que les pedimos que guardasen en su memoria. La historia de Anna Sorokin/Delvey es, a la vez, la de un fraude y la de un éxito. Un fraude en el espectro de su fama habitual, entre aquellos que la conocieron personalmente y que exigieron ante la justicia una compensación económica y moral para que se restituyera parte del honor perdido al haber confiado en quien decía tener lo que no tenía. Al darle publicidad al caso (quién sabe si buscando su propia fama), la lanzaron a los medios, y de ahí a la fama de notoriedad, donde recordemos que se está «más allá del bien y el mal ético», porque lo importante es que se hable y no de qué se hable. No ha subido ni un solo peldaño en lo que a posición social se refiere, pero parece que sí, porque es famosa, y con eso ha conseguido ser aquello que tuvo que fingir previamente. Estados Unidos siempre cumpliendo sueños. El turbocapitalismo siempre prestándose a dar giros inesperados a las historias.
Si quisiéramos sonsacar una moraleja de esto que no falsee la realidad, habríamos de seguir el guion de La pícara Justina, donde al final de cada capítulo se muestra un contenido moralizante no necesariamente ligado con lo narrado.
Los últimos diez minutos del documental Fake Famous nos muestran a unos desencantados e indignados participantes en el experimento porque (no se lo van a creer ustedes) todo lo referente a la fama que han experimentado es… ¡falso (fake)! Mientras, el director sentencia que «esto no es fama. Ha sido incorrectamente etiquetado». ¿El motivo? Que no tienen ningún talento especial, que solo están vendiendo productos, que los famosos (e) influencers son una panda de narcisistas que no se preocupa por el resto de la humanidad.
No sean como el señor Bilton y su equipo, no se llamen a engaño creyendo que la fama en sentido extenso, la de notoriedad, tiene algo que ver con el honor caballeresco, o que son los términos los que están mal aplicados con tal de salvarnos el culo a todos. Los famosos lo son por la atención que el resto les prestamos, y reflejan con bastante veracidad la tabla de valores de una determinada sociedad, ya sea desde lo que se admira, lo que produce risa o lo que despierta tal irritación como para no poder hablar de otra cosa en Twitter que no sean ellos.
Seamos honestos con las mentiras que nos tragamos. Entendamos que lo material (las posesiones, el poder, pero también la imagen y la apariencia) sigue estando por encima del ser, como demuestra la cara oculta del fake it till you make it: puedes fingir ante ti ser lo que te dé la real gana, pero no ante los otros para conseguir tener un dinero y un estatus que no tienes. Y que nos gusta más un pícaro que un Robin Hood, quizá, quién sabe, por lo mismo que Eva Illouz considera la base del éxito de los best seller, porque son valores y actitudes que «están suficientemente difundidos para que un medio cultural pueda representarlos como corrientes».
El niño Jesús nos libre de querer incitarles a que roben para dejar de parecer pobres —como nos acusa a todos uno de los memes de Delvey— o a que se resignen con su anonimato, con la clase social a la que les ha tocado pertenecer o con su identidad a medio cocer. Solo queremos recordarles que hay trolacas que compramos como si fueran verdades incuestionables y verdades que negamos porque no nos las queremos creer. Ustedes tienen la última palabra sobre a cuál de las dos categorías pertenece esta pieza.
Nadie está a salvo del invent, como práctica o como acusación. No. Nosotros tampoco.
En España tenemos como ejemplo reciente al Pequeño Nicolás, que también es un pájaro de cuenta y fiel representante de nuestra tradición picaresca. Siempre he pensado que solo con que hubiese conseguido alargar su engaño un par de años más la madeja de mentiras que habría montado habría sido tan densa que hubiese sido imposible descubrir la verdad.