Resulta imposible agenciarle autoría a la idea de que la patria es una ficción, de tantos que lo han dejado por escrito y otros muchos anónimos que lo han pensado y sentido. Nosotros hemos tenido la oportunidad de escuchar una experiencia ambivalente de dicha concepción de boca de Hernán Díaz: la dificultad de sentirse arraigado a un lugar de nacimiento (Buenos Aires, 1973) que no ofrece respuestas ante la pregunta de quién es uno, y la ficción como raigambre con la ciudad y la lengua de elección para ser en el mundo (Nueva York). Así que empezaremos diciendo que Hernán Díaz es ciudadano de la ficción, en el vasto sentido del término, con todos sus estratos superpuestos, justo en ese lugar céntrico donde, a veces, anida la verdad. Tal familiaridad es la única explicación que encontramos a la claridad con la que transita esos mitos fundacionales que, durante siglos, habían permanecido estancados, abandonados en la aceptación sin interrogantes. Díaz les limpia las capas y capas de polvo hasta presentárnoslos en sus novelas, cuentos y ensayos como algo nuevo, para luego señalar la pátina de lo clásico, el rastro que dejan tras de sí el origen de las cosas. Cuando miramos, ya estamos dentro de esa habitación compartida, en la que las preguntas surgen en torrente, donde está permitido no tener una respuesta para cada cosa. Quizá porque haya tantas como personas reflexionando sobre ello; quizá porque no exista todavía ninguna. De seguro, porque lo realmente importante es el asombro, ese que dicen fue el pistoletazo de salida de la filosofía.
Charlamos con Hernán Díaz aprovechando su paso por España, en una mañana de viernes a medio camino entre los últimos coletazos del invierno y el despunte de la primavera, sintiendo que el clima (el tiempo, como lo nombramos cotidianamente los hispanohablantes) nos acompaña en nuestro tránsito discursivo desde el pasado más remoto hasta la frontera evanescente del futuro. Durante una hora y cuarto cohabitamos el espacio de la ficción con él al hablar sobre los hechos que dan estructura a su biografía y, sobre todo, a sus obras. Aunque acaso esto último sea una redundancia. Preferimos que sean ustedes quienes saquen las conclusiones. Pasen y pónganse cómodos, que están en su casa.
Para Borges, la ilustración en una lata de bizcochos fue la puerta de acceso a la idea del infinito. ¿Recuerdas cuál fue tu detonante para decir «quiero ser escritor»?
Recuerdo una de las primeras… tal vez la primera ficción que escribí. No sabía escribir, entonces hice unos garabatos en una página y se los llevé a mi madre y le dije: «mirá lo que he escrito». Y era nada, era la ficción de la escritura. No era escritura, era algo que quería pasar por tal. Es decir, que ya en el trazo mismo había una estructura de ficción. Estoy siendo demasiado generoso con ese niño que simplemente se moría de ganas de escribir y no sabía bien cómo hacerlo. Después, de muy chiquito, empecé a escribir poemas y cómics, que no tuvieron mucho futuro porque no sé dibujar, así que… (risas) Eran horribles. Los poemas también eran bastante malos. Y, cuando supe escribir, empecé a escribir cuentos muy rápidamente, y todos ellos movidos sin haber leído a Borges, pero había una curiosidad metafísica de mundos incluidos en mundos. Estoy recordando ahora algunos de los cuentos que escribí y tienen esa característica. Acaso, ahora que lo pienso, se parezca a esa famosa lata de bizcochos de Borges, donde reaparece la imagen de la caja de bizcochos, donde reaparece la imagen de la caja de bizcochos. También lo llaman «el efecto Droste». Es una marca, creo que neerlandesa, de chocolate, que es una monja que tiene una caja de Droste, que tiene una monja que tiene una caja… Mise en abyme.
Naces en Buenos Aires y pasas parte de tu infancia en Estocolmo, lo que te lleva a ser bilingüe desde temprana edad (hablas español con tu familia y sueco como lengua de sociabilización). ¿Tenías preferencia por leer en alguno de los dos idiomas? ¿Según el género literario, quizás?
En Suecia, mis lecturas fueron principalmente en sueco, me parece. Creo que mi primera gran influencia literaria fue Tintín. Que, bueno, es algo que no ha envejecido demasiado bien. Son tremendamente racistas y políticamente muy complicados esos libros. Bueno, no tan complicados, son bastante evidentes. Pero, pese a eso, creo que han dejado una gran impronta en mi modo de escribir y en mi modo de ver la literatura, realmente. Lo digo no tratando de ser excéntrico, es que esas fueron mis primeras lecturas, que los leí en sueco. En casa siempre había muchos libros, mis padres fueron libreros, antes de mudarse a Suecia tenían una librería. Y ya en la Argentina, que llegué un poco antes de mi adolescencia, empecé a leer a autores un poquito más literarios, digamos, en un sentido más obvio. Y creo que mi primera influencia fue Julio Cortázar, que es muy común para un joven argentino.
¿Dónde te sentiste más extranjero, en Suecia o al volver a Argentina?
Definitivamente en la Argentina. Si bien Suecia hoy es muy multicultural, hay gente de todo el mundo, en ese momento era un poco más sueco. Y bueno, obviamente yo no parezco escandinavo a primera vista, y eso a veces me lo hacían sentir. Había un componente, en ese sentido, que ha cambiado un poco. Pero, bueno, yo hablaba sueco, también castellano, pero con cierto acento algo extraño. Mis amigos eran suecos, mi realidad, mis recuerdos, eran suecos. Yo no tenía una memoria argentina. Y, de golpe, mi familia se volvió y como que se me impuso la obligación de ser argentino. Para mí era una especie de ficción ese país, así que me costó muchísimo, realmente. Creo que nunca me terminé de adaptar, y es por eso que, ni bien pude, también me fui.
Te fuiste a hacer un máster en Londres, en el King’s College. ¿Habías tenido un contacto previo con la literatura anglosajona?
Cuando me mudé a Inglaterra yo tenía unos veintitrés años. Ya había empezado en mi adolescencia a leer literatura en inglés, que nunca estudié formalmente, sino que, hablando sueco, fue como una transición más o menos normal para alguien curioso. Los autores que fui descubriendo —un poco al azar en ese momento— fueron Edgar Allan Poe, leí (recuerdo que con bastante dificultad) a Nathaniel Hawthorne… a Henry James lo descubrí a los dieciséis, diecisiete años, y sigue siendo una influencia central para mí, su obra es inagotable. También empecé a leer policiales negros, especialmente Raymond Chandler. Es un escritor muy importante para mí, al que le tengo mucho cariño. Viviendo en Buenos Aires, en ese momento, no tenía mucho acceso a literatura contemporánea norteamericana. Casi todos los libros los compraba de segunda mano en librerías de viejo. Por el cambio del peso al dólar, la inestabilidad… La importación de libros contemporáneos ingleses, o en inglés, no era algo que fuera posible, o accesible. (Me estoy olvidando de alguien importante, pero bueno, ya voy a volver).
De Reino Unido te mudas a Estados Unidos a realizar el doctorado. ¿Hubo algún tipo de choque cultural (dentro y/o fuera del sistema universitario)?
No muy profundo. Yo hice mi licenciatura en la Universidad de Buenos Aires, que la hice muy rápidamente, como en la mitad de tiempo, porque me quería ir. Mi interés central era la filosofía y la teoría literaria, eso era lo que quería hacer. Y, en parte, fui a la Universidad de Nueva York porque Derrida estaba enseñando ahí. Tomé el seminario de Derrida todos los otoños. Ese fue el motivo que me llamó a esa institución en particular. Para mí no hubo un choque, fue más bien una inmersión, fue lo opuesto. Una inmersión en la ciudad… me tocó un momento muy interesante, pesqué el final de los 90 en Brooklyn, con toda una escena de artistas y músicos y de bastante locura divertida, así que fueron muchas aventuras en ese sentido. Y académicamente, realmente me metí de lleno en ese mundo de la deconstrucción, que fue algo que tuve que desandar y desaprender para después escribir de un modo inteligible.
¿Cómo son tus recuerdos de las clases con Derrida?
No quiero que suene como que tuve una relación personal con él, porque no la tuve. Eran grandes seminarios donde yo era una presencia anónima. Iba a sus horas de oficina de tanto en tanto y eran una cosa muy breve. Creo que fue un gran privilegio y, de algún modo, si bien hace un momento decía que tuve que desaprender mucho (que es totalmente cierto) y tuve que volver a aprender a escribir dejando de lado un montón de tics, y manierismos, y de esta cosa laberíntica que puede tener la escritura académica, e intencionalmente ofuscada, que confunde oscuridad con profundidad muchas veces… si bien tuve que dejar de lado eso y volver a aprender a escribir de un modo más transparente, que es algo que me interesa mucho, también es cierto que esos años, tomando esos seminarios, no solo con él, sino también con otros profesores importantes para mí, me hicieron un mejor lector, me hicieron desconfiar de la institución de la lengua de un modo productivo y feliz, e instigaron cierto grado de paranoia productivo para mí. Y también —y esto es algo muy valioso— me ayudaron a aprender a escribir y leer de un modo más lento, que esto es algo que vos, como filósofa, sabés bien: el modo de leer filosofía es diferente.
No te puedes leer un libro de filosofía en un día, como una novela.
No, no. Yo estoy contento si leo un par de páginas en un día, y si las entiendo. Y ese es un tipo de velocidad que, a veces, me interesa explorar, tal vez de un modo más amable, en mi prosa. No me parece que la prosa literaria tenga que ser… hay una palabra muy norteamericana que es propulsive, que es esta cosa como de la narración que avanza como un torrente diegético. No me parece que la literatura tenga que ser así siempre. A veces es un placer que sea así, pero también me interesa explorar esa viscosidad de la lengua, esa lentitud, que yo aprendí a través de leer bastante filosofía.
Aparte de ese ritmo pausado de lectura que pueden requerir ¿qué tienen en común la filosofía y la ficción, según tu punto de vista?
Creo que en ambos casos hay una preocupación que a mí me interesa: una preocupación por la verdad. Tratar de acceder a cierta experiencia de la verdad. Por ejemplo, ya que hablamos de Derrida, es imposible hablar de él sin hablar de Heidegger (hablando de influencias problemáticas), pero no es por nada que decía que el Ser se manifiesta en la poesía y en la filosofía, o puede emerger en esos discursos. Porque esos dos discursos van en contra de lo que él llamaba «la habladuría del Ser», la cháchara incesante que puede ser el lenguaje degradado a una especie de mero medio vehicular, como transporte semántico, un transporte de sentido donde nuestra relación con el lenguaje está totalmente automatizada. Lo que hacen tanto la literatura como la filosofía es desautomatizar el lenguaje y hacernos percibir cuál es su relación con el Ser y, con un poco de suerte, con la verdad.
Tanto en tu ensayo The Heart of Fiction como en entrevistas recientes apuestas por establecer a una distancia entre la literatura y la investigación y propones en su lugar, como mejor opción (cito) «la dimensión emocional de la lectura». Tú, que además estás dentro de la universidad, en Columbia, ¿cómo podría aplicarse esto a los estudios literarios sin caer en otro exceso de subjetividad como el de la autoficción?
Creo que hay un desinterés por tratar de aplicar esto, por este tipo de enfoque, y por eso, también, el tono de ese ensayo en particular, que es un tono un tanto militante y de manifiesto. Es un modo de manifestar mi insatisfacción con el modo en que se lee y se estudia la literatura en un marco académico. Siento que nos hemos olvidado de la literatura y la usamos como mero síntoma de otras cuestiones: la literatura para analizar problemas de clase, problemas de raza, problemas de género, problemas ecológicos. Que me parecen todos problemas muy urgentes, absolutamente cruciales, y que merecen atención. No los estoy desmereciendo ni denostando, en absoluto. Pero que creo que también la literatura, como literatura misma, merece atención. Y si la gente que se dedica a ella en la academia no cuida ese tipo de discursos, nadie más los va a cuidar. Eso es así. Somos los únicos, digamos, albaceas, de esa tradición. A nadie más le interesa, es muy pequeño todo. Y creo que existen, y han existido a lo largo de los siglos, modos de tratar de entender de qué se trata la experiencia literaria, porque creo que es una forma muy particular de la experiencia, y tratando de entenderla en términos inmanentes, no como un mero eco epifenomenal de otras estructuras, en apariencia más importantes, como estos otros objetos y problemas que mencionaba hace un momento.
Creo que hay un modo de tratar de pensar en la cuestión de la forma, como articulación particular de la lengua. Creo que hay ciertos modos de pensar en las maneras en las que nuestras condiciones subjetivas tienen que entablar una negociación con las condiciones objetivas de la lengua, y ver qué resulta de esa tensión entre mi subjetividad y la objetividad heredada de la lengua. En fin, no creo que sea un callejón sin salida. Creo que hay gente que lo ha hecho durante siglos, y gente que lo va a seguir haciendo, pero creo que este tipo de preguntas hoy en día son relegadas como manifestaciones de un formalismo decadente, y me parece triste. Y, en cambio, estamos viviendo una versión, a mi parecer, bastante degradada del Romanticismo, donde se vuelve a esta idea del sujeto como dios, y mi experiencia personal como una experiencia trascendental. Me parece una forma de provincianismo metafísico tristísimo, un encogimiento voluntario del mundo, reducirlo a mí y mis circunstancias.
Al mismo tiempo, tú haces extensísimas investigaciones al escribir.
Al mismo tiempo, sí, es todo simultáneo.
¿Cómo decantas luego esa información para que quede en ficción?
Lo más importante de ese proceso de investigación (y, porque leíste ese ensayito, sabés que es una palabra que me desagrada, pero mantengámosla por cuestiones de economía) el objetivo final es que desaparezca, que no se note, que todo parezca fácil y espontáneo, que todo parezca natural, que parezca que el narrador está inmerso en este mundo y este es su vocabulario, estos son los objetos que lo rodean, y no llamar la atención sobre los pequeños trofeos que uno pueda encontrar en un archivo. No hay nada más deprimente que cuando leo un libro y es evidente que algo ha sido googleado. O que, bueno, este párrafo está aquí para demostrar, simplemente, que he encontrado este dato.
Sigue siendo parte de esa subjetividad, ¿no? El poder señalar con el dedo: «yo he encontrado esto».
Sí, sí, y en general, para mí un proceso de investigación es exitoso cuando se desvanece. Cuando no llama la atención sobre sí mismo.
Utilizando otra expresión presente en The Heart of Fiction ¿puede ser el «fetiche referencial» una consecuencia lógica posterior al auge de la novela policiaca o de misterio? Ahora todos nos sentimos llamados a ser detectives, incluso cuando no es la función que el autor espera de nosotros como lectores.
Debería pensar en esto, no había conectado una cosa con la otra. (Pausa para pensar) Me parece que me refiero a otra cosa. Como te decía al comienzo de nuestra charla, soy bastante fan de la literatura policial, le he perdido un poco el rastro ahora porque mis lecturas van por otro lado, pero me gusta además como idea, como planteamiento del mundo. Tiene que ver además con esta idea de la realidad como algo a descifrar, que es algo que hemos aprendido del género policial. Cuando hablo del fetiche referencial, en realidad de lo que estoy hablando es de cierta desconfianza que existe en torno al mundo de la ficción, cierta sospecha por ser visto como este discurso irrelevante que no tiene que ver con nuestras vidas o con la verdad. Hace un momento hablábamos de la relación entre literatura y verdad, y es algo que siento que es muy crucial, una relación que existe en sus propios términos. Como digo en ese ensayo, no es que siga las normas de las ciencias duras, o de otros discursos que sean falseables y verificables o contrastables en términos científicos, lógicos o matemáticos. Esa no es la única relación con la verdad, existen otras relaciones. Y, sin duda, la ficción tiene una relación con la verdad. El fetiche referencial, de algún modo, señala, es un síntoma de la incapacidad de ver esa relación, y parecería entonces que toda ficción debería ser contrastable con la realidad, y es por eso que me opongo al término de investigación o de tratar de presentar al narrador como una especie de garante de la verdad del texto.
Creo que, por eso, la autoficción encaja muy bien en este momento de ansiedad referencial, porque, bueno, si esta es mi historia, ¿cómo puede ser negada? ¡Es verdad! Porque yo estuve ahí, yo fui testigo, yo lo viví, y aquí estoy yo, contándotelo a vos. Esa inmediatez también me produce mucha desconfianza. No creo que exista una relación inmediata entre sujetos, creo que siempre está mediada, en primer lugar por el lenguaje. Y esto es lo que quiero decir con el fetiche referencial, esta necesidad incesante que veo, en gran parte de las letras norteamericanas, que es lo que conozco mejor, de tratar de establecer un lazo lo más inmediato posible entre la ficción y esta realidad referencial. A mí no me produce ninguna preocupación la ausencia de ese lazo supuestamente inmediato.
En el cuento «1111 emblemas» hablas de realización trascendental, tokens [entiendo que como lo hacía el padre de la semiótica, Charles Sanders Peirce], símbolos y el sistema de acumulación de deuda en un tono medio irónico medio existencial. Y lo publicas en Playboy. Es un medio inusual para un académico. Lo que deja entrever que o tú no te consideras como tal o no te riges por esa limitación (que tiene que ver con la distinción entre alta y baja cultura, donde en no pocas ocasiones prima el medio por encima del contenido).
Lo de Playboy es muy simple. Es una revista que, desde finales de los sesenta ha tenido cuentos publicados. Qué sé yo, Borges publicó cuentos en Playboy, Vladimir Nabokov publicó cuentos ahí… la lista es virtualmente infinita. Y fue el primer cuento que publiqué por una suma de dinero más o menos significativa. Lo compraron y dije que sí. Es así de simple. Y me parecía, también, justamente raro tener un cuento en esa publicación en particular. No hay mucho más misterio que eso.
En ese cuento y en otros escritos tuyos, se aprecian ciertas referencias religiosas, a veces de manera tangencial. ¿Es un interés por explorar la ficción que supone la religión en sí o surge de la experiencia de la religión en Estados Unidos?
Soy profunda y militantemente ateo. Creo que esto es algo que, tal vez, quede claro tanto al leer ese cuento de los emblemas, como Fortuna. Me parece una de las ficciones más perniciosas que nos hemos escrito para nosotros mismos y que nos hemos impuesto a nosotros mismos como especie en todo el mundo. Entiendo, o creo poder imaginar en un sentido antropológico, cómo esto comenzó, pero que siga teniendo el lugar que tiene, es algo que me resulta pasmoso y que no termino de entender. Básicamente lo que más me molesta, o a lo que más me opongo, es a cómo la religión, a través de sus relatos, quiere controlar los aspectos más íntimos de nuestras vidas. Es decir, el modo en que deseamos, en el que nacemos y en el que morimos. Y si una institución controla eso, lo controla todo. Ese es el comienzo. Porque no hay nada más íntimo que esos tres momentos. Y trato de escribir sobre la religión, de un modo que no sea demasiado gritón, pero es algo que me interesa mucho. Y, para citar a un personaje de la novela [Fortuna] creo que la religión ha sido siempre un modo de coartar la curiosidad humana. Hay un personaje acá que dice «Dios es la respuesta menos interesante a las preguntas más interesantes», que es como el fin de toda discusión. Me cuesta dejar de hablar de estos temas una vez que empiezo, así que quizás estemos mejor pasando al siguiente asunto.
Hablemos de esa otra ficción que pretende colarse en todos los espacios privados hasta dominarlos: el capitalismo. Este no lo tratas de manera tangencial, sino que tiene una parte muy importante en tus dos novelas publicadas. Pero, antes de pasar a ellas, sé que hay una novela previa que no llegó a publicarse. ¿Trataba también del capitalismo?
No, trataba también de los Estados Unidos, de un modo totalmente diferente. Era más cercano a mi experiencia personal, aunque para nada se trataba de mí. Es una novela que, después de que saliera A lo lejos, hubo mucho interés en publicar, pero yo ya había perdido interés en publicarla, porque eso implicaba una reescritura total. Me pareció después de terminar A lo lejos, ir para atrás en vez de ir para adelante, me parecía deshonesto. También hay una colección de cuentos que nunca salió… Como te decía hace un momento: empecé a escribir antes de aprender a escribir, o sea, que llevo escribiendo demasiado tiempo. Así que sí, hay bastante material que no se ha publicado y que no será publicado. Me parece que hay que publicar cosas en las que uno cree, que uno siente. Publicar por publicar, ¿para qué? Bueno, sí, tiene una finalidad, supongo…
Económica…
Sí, pero sería en este punto el único motivo. Tal vez, no sé, en ocho o doce años, vuelva a alguna de esas cosas y me interpele de algún modo, por alguna razón, y decida reapropiarme de ellas, pero por ahora no es algo en lo que piense.
La que sí fue publicada, y además tuvo muchísimo éxito, fue A lo lejos. Allí agitas uno de esos grandes mitos que construyen la identidad cultural norteamericana, el del wéstern, ¿qué relación tenías con este género antes de decidirte a escribir la novela?
Ninguna. Fue exactamente como con el dinero en Fortuna. Es un mundo que desconocía con una prolijidad y una perfección absolutas. No sé andar a caballo, no conozco en realidad el Salvaje Oeste. Bueno, he estado de gira con el libro, pero no es que tenga una experiencia en un rancho o en andar por el Gran Cañón del Colorado, al que nunca he ido. Y tampoco conocía esa tradición literaria, me puse a leerla cuando decidí que este iba a ser el libro que iba a escribir. No es que dije «voy a escribir un wéstern o un antiwéstern o lo que sea», el libro tenía (y tiene) más que ver con una exploración de la soledad, de una forma radical de la soledad y de la desorientación. Y un interés que siempre sentí por el aislamiento y por los desiertos. Cuando decidí que iba a el libro iba a estar ubicado en el desierto norteamericano, obviamente ahí apareció este género. Va de suyo, es inevitable.
Entonces empecé a leer, que es lo que siempre hago cuando empiezo un proyecto. Por suerte, lo mejor que me pasó fue descubrir que no me gustaban nada los wésterns, porque de haberme gustado habría sido un problema, tendría que haber encontrado el modo de rendirle homenaje o pleitesía a estos autores, pero no. Realmente me parecieron todos libros espantosos, hasta la década del 50, más o menos, donde el género se reinventa y ahí sí hay libros muy serios, por los que siento un inmenso amor. Pero el wéstern clásico… un poco como el dinero, ahora que lo pienso. En esa época iba de gira con A lo lejos y, como ejercicio, preguntaba: «¿Quién ha leído de aquí un wéstern escrito antes de 1920, 1930? ¿Quién puede nombrar uno?». En Estados Unidos, ¿eh? Silencio… Nadie, nadie, nadie. Es decir, es algo que uno pensaría que es muy central para la cultura norteamericana, la imagen del lejano oeste, o el dinero, pero después la ausencia de literatura acerca de estas grandes presencias míticas es notable. Y, en ambos casos, este vacío me dio bastante lugar para imaginar mi propio mundo.
El protagonista, Håkan… ¿se pronuncia Hákan o Hakán?
Bueno, parte de la broma del nombre es que a todos les cueste pronunciarlo. Quería que todo el mundo se sintiera incómodo pronunciándolo, sí (risas).
El protagonista difiere del héroe de los relatos típicos del wéstern en varios aspectos, pero hay dos esenciales: el de cierta inocencia moral y una desorientación radical, exterior e interior, fijada en el presente absoluto del ahora-aquí, tan propia de quien realiza una migración. Dicen que nadie es profeta en su tierra, ¿se puede ser héroe en tierra ajena?
No sé muy bien cómo responder a esto. Me gustó esto que dijiste de la inocencia moral. Creo que un gran protagonista de esa novela es la naturaleza. Quise encontrar un modo de escribir acerca de un mundo no humano, que fue un desafío para mí porque, además, yo soy una persona esencialmente urbana, solo viví en grandes ciudades a lo largo de mi vida, así que fue una tarea en la que yo me sentí como una especie de emigrante hacia un mundo que no es el mío. Que debería ser el mío, pero del que he sido alienado por mis propias circunstancias. Pero respecto a la inocencia moral, que creo que se relaciona con esta idea de la naturaleza, en muchas oportunidades pensé en este personaje como un animal. Porque no sabe dónde está en el espacio, ni en el tiempo; está excluido durante, más o menos, la mitad de la novela, no entendemos nosotros tampoco la lengua que lo rodea, está excluido de la comunión social con otros. Entonces, si uno toma a un sujeto humano y le quita el lenguaje, le quita la comunidad con los demás, le quita la habilidad de estar ubicado en el espacio y en el tiempo… ¿qué es lo que queda? ¿Qué es ese cuerpo? ¿Sigue siendo un ser humano alguien que está desprovisto de estos atributos básicos que nos definen?
Que nos distinguen del resto de especies animales.
Sí, eso es algo que me interesaba explorar en esa novela. Esa frontera entre lo humano y lo animal. Respecto a lo del héroe, los Estados Unidos tienen una fijación con el héroe que, bueno, se ve en Fortuna también, el héroe del capital, y que de algún modo se ve también en esta agotadora obsesión con los superhéroes. Es como una especie de subjetividad con esteroides, ¿no? Ese «yo todo lo puedo» que me resulta tan fatigosa y tan aburrida, moralmente, pero también narrativamente. ¿Cuál es el interés en retratar a alguien invencible, que todo lo puede?
Precisamente mientras pensaba la pregunta anterior se me venía a la cabeza que, quizá, la única excepción de un héroe migrante muy reconocido sea Superman. Llega de otro lugar, para caer en Estados Unidos.
Ah, qué bonito eso. Sí, Superman es un alien, que en inglés tiene el doble sentido de extraterrestre y extranjero.
En A lo lejos confluyen tres puntos de vista originarios de esa naturaleza de la que hablabas: el del trascendentalismo norteamericano, el del hombre sometiendo al medio natural para su beneficio individual, que es la génesis de la técnica y del capitalismo, y el de la teoría del arjé de Empédocles, con sus cuatro elementos constitutivos que vemos ir combinándose desde el principio de la novela (el agua, el fuego, el aire y la tierra). ¿Por qué ese regreso al origen en medio de tanto fervor por la pretendida originalidad ex nihilo?
He descubierto —porque no sabía que me interesaba eso— que me interesan los mitos fundacionales. No sabía que iba a ir por ese lado, y el próximo libro creo que no va por ese lado, pero A lo lejos y Fortuna, sin duda, sí. Y, de algún modo, me interesa mucho ver cómo ciertos presupuestos ideológicos se han fosilizado y se han sedimentado en estas narrativas acerca de los orígenes. También me interesa, muchísimo, ver el costado ficcional/ficticio de la historia, y esa especie de límite o de frontera evanescente entre un discurso y el otro es algo que me atrae y en lo que me gusta pensar. También debería agregar que me atrae cómo se pueden superponer ciertas historias personales con historias públicas. Y creo que, en cierto sentido, esto tiene que ver con el acto de narrar. ¿Qué es narrar? Creo que toda narración tiene que ver, de algún modo, con el intento de dilucidar cierto origen, de tratar de entender cierto origen y de entender-nos. Y como un escritor a quien le interesan las narraciones sobre narraciones, creo que es la misma consecuencia lógica de esa pulsión, de ese interés.
La forma en que utilizas el lenguaje hace que sea otro de los protagonistas, por la diferencia que evoca entre atravesar la llanura del vacío o del silencio al hablar en un idioma distinto, y el ser atravesado por las emociones inefables, por la soledad, por el tiempo. ¿Qué se siente al saber que hay traducciones en lenguas que no conoces, que abren distancias entre tu texto y tú?
Sí, en A lo lejos, de un modo muy particular, quise capturar esta idea de la desorientación y de la soledad en la lengua misma. Hay un capítulo en el que se repiten, con ciertas variaciones, los mismos párrafos, y la intención era que en vez de simplemente decir «el tiempo empezó a rizarse sobre sí mismo», ¿por qué no hacer que el lector lo viva? Entonces, cuando salió el libro, y durante un largo tiempo, recibí ahí mails extraños diciendo «bueno, muy bonito su libro, pero tal vez debería avisarle a su editor que se han equivocado, que hay fragmentos repetidos». Pero bueno, me encanta imaginar que los lectores están dándole vueltas a las páginas, de aquí para allá, tratando de constatar ciertas cosas. También en A lo lejos, con esta idea de la suspensión temporal —y con esto entro en el tema de la traducción—, por ejemplo, hay párrafos enteros narrados en el original, inglés, donde no hay ningún verbo conjugado. Espero no haberlo hecho de un modo demasiado obviamente experimental o «vanguardista». Creo que no se nota, pero si te detenés y mirás el párrafo son todos verboides. Y el hecho de que no haya verbos conjugados contribuye a crear esta idea de suspensión temporal. Creo que un montón de estas cosas se pierden en la traducción.
[En ese momento coge el ejemplar de Fortuna que teníamos sobre la mesa y lo hojea buscando algo]. Acá también hay un montón de juegos con el lenguaje. Ah, lo dejaron. Bien. Porque está esta idea de este motivo que aparece en espejo, y había un palíndromo en inglés, que no encontrábamos forma de traducir, y escribí este en español, y les molestaba que no hubiera una hache después de la O. Pero dije «me parece una licencia aceptable, porque refleja bastante bien». No me había fijado y lo dejaron tal cual. Hay ese tipo de juegos con el significante que no sé en qué medida son respetados en el hebreo, el cantonés o el búlgaro.
El mismo título… In the distance se parece más a la traducción, A lo lejos, pero entre Trust y Fortuna hay un juego que quizás se pierda, ¿no?
Sí, se pierde y me dolió perderlo, pero en algunas lenguas, creo que, por ejemplo, en francés, en italiano, dejaron Trust, porque pensaron que, bueno, todo el mundo entiende la palabra. Pero nosotros quisimos encontrar algún término que tuviera un doble sentido. Hubo muchos cerebros que se aplicaron metódicamente a este problema y esto es lo mejor que pudimos encontrar. Y estoy contento, me gusta. Tiene una intensidad que me gusta, pese a que se haya perdido el juego.
En el tramo final de A lo lejos hay una representación subterránea (y claustrofóbica) de un laberinto, mientras que en Fortuna me ha parecido encontrar varios laberintos metafóricos encadenados, en la estructura de la narración, pero también en el interior de los personajes. ¿Qué significa para ti el laberinto? ¿Guarda relación con el sentido dado por Borges?
Creo que Borges ya ejerce un monopolio sobre el laberinto. No puedo… son de él, son suyos, no los voy a reclamar. Y creo que, como alguien, digamos, argentino en cierta medida, sé que todos los argentinos están absolutamente hartos de los laberintos. En Latinoamérica tenemos también a García Márquez, con El general en su laberinto, hay una obsesión con el laberinto. En realidad, sí, si bien obviamente en esa sección de A lo lejos hay un guiño a Borges, no hay dudas. Pero también estaba pensando en La madriguera, de Kafka, que es un cuento que me encanta y muy importante para mí. En ese caso, en A lo lejos, volvemos a la naturaleza y el lugar de este sujeto, o este ser en la naturaleza. Quería que se lo tragara el paisaje. Literalmente. Quería que se lo devorara y, también tratar de pensar en el paisaje no solo horizontal, sino como algo vertical. La novela comienza con él emergiendo, empieza verticalmente, y hacia el final está este movimiento vertical pero lo opuesto. Y, generalmente, cuando pensamos en el paisaje, lo pensamos como… [hace un movimiento horizontal con la mano].
… como el horizonte.
Sí, así que era un poco subvertir el paisaje al concebirlo como tridimensional. Eso en cuanto en A lo lejos y ese laberinto. Con Fortuna creo que no pensé demasiado en esa figura. La figura era más bien el rompecabezas, más que el laberinto, pero un rompecabezas al que le faltan algunas piezas, que ha sido un poco descuidado, no tenemos el set completo.
En Fortuna vuelves a revisar no uno, sino varios mitos norteamericanos: el de los felices años 20, el de las finanzas y la riqueza como una cuestión de destino…
Por eso el título, sí, Fortuna como destino.
Y, además de lo anterior, revisas esa idea de una nación construida a base de hombres hechos a sí mismos y el sueño americano en su conjunto. Multiplicas el riesgo a la crítica que corriste en A lo lejos.
Me envalentoné, sí (risas). Los Estados Unidos es mi país, mi país adoptivo, donde he pasado la mayor parte de mi vida; es mi ciudadanía, mi hija nació ahí, tengo una hipoteca… estoy ahí. Es mi lengua, es mi lengua literaria. Esto es un poco un eco de algo que hablábamos tres o cuatro preguntas atrás, y es que a mí me interesa mucho la literatura escrita de cara a la literatura, que interpela a sus precursores, a sus influencias, y que, de algún modo, está en diálogo con la tradición. Entonces no es tan sorprendente que, de un modo mediado, aparezca mi interés por los mitos fundacionales de los Estados Unidos. Mencionaste esa frase que es «el sueño americano» que, bueno, hay algo que es obviamente una mentira ideológica, pero hay algo interesante en esa frase, que es que los Estados Unidos tienen una tendencia a mitologizarse a sí mismos, como pocos otros países en el presente. Supongo que es algo que viene con cierta inclinación imperial. Pero hay algo en los Estados Unidos, en su historia, en su modo de percibirse a sí mismo como una nación, que es muy receptivo a la ficción. Es un país que cuenta todo el tiempo ficciones sobre sí mismo, y esto es algo que me resulta fascinante y que, evidentemente, en estos dos libros se ha tornado en un material para mí, esta automitificación constante.
Pero no solo es en los Estados Unidos, también se da desde el afuera. Creo que hay pocos países que han sido mitificados por otros países como lo han sido los Estados Unidos. España, tal vez, también lo haya sido. O sea, la cantidad de óperas, por ejemplo, italianas, francesas, alemanas, austríacas, que transcurren en España, especialmente en el siglo XIX, ¡es asombrosa! Un montón. Y no sé por qué, porque no es mi campo, pero ha sucedido. Lo mismo con Estados Unidos, digo. La primera novela de Kafka es América, ¿por qué? Tintín en América (volvemos a Tintín). Bertolt Brecht antes de mudarse a Estados Unidos escribió sobre los Estados Unidos. En Alemania hay una riquísima tradición de wésterns, que empieza con Karl May, y de gente que en algunos casos no ha visitado aquello. Estoy escribiendo un ensayo sobre esto, por eso lo tengo fresco. Es decir, que no es solo una automitificación, es también un objeto de fascinación externa. Esta idea de inventar qué son los Estados Unidos, cuál es el origen, cuál es el futuro, cuál es su lugar.
Por todo el fondo de Fortuna se aprecia muchísima filosofía, que casi da para compendio filosófico. Hablas sobre la identidad, la intuición/experiencia y la razón, la materia, la forma y su unión para conformar el objeto de conocimiento (un poco kantianamente), el capitalismo como religión… ¿el nombre ficticio de Andrew en «Obligaciones», la novela dentro de la novela, es un guiño a Walter Benjamin?
No, pero aparece Adorno en la novela.
¿En una de las cartas?
Sí, dice «carta de T. W». Es ese: Theodor Wiesengrund. Adoptó el nombre Adorno, que era su nombre materno, un poco más tarde. De más joven era Wiesengrund. Está Adorno y hay muchísimo Wittgenstein, sí.
¿Te ceñiste a lo que eran los temas principales —filosóficamente— del siglo XX o fueron pidiéndote los personajes/la forma de la novela los temas a tratar?
Ningún texto mío es nunca pensado como la demostración de ciertas tesis filosóficas. No es que digo «bueno, quiero hablar de forma y sustancia; quiero hablar de cuerpo y conciencia». Nada de lo que yo escribo empieza de ese modo, pero por mi educación y mi formación, como hablábamos hace un momento, es inevitable que, ni bien empiezo a escribir sobre algo, empiecen a resonar lecturas y diferentes corrientes y pensadores que, bueno, me informa, me hacen que yo sea quien —lamentablemente— soy. No es que la novela esté ahí para ilustrar algún tipo de consideración filosófica, nunca. En el caso de A lo lejos, como vos decías, la presencia del trascendentalismo (que para mí es una corriente filosófica importantísima) es evidente. Y, ya que hemos estado hablando de Derrida: uno de los filósofos más influyentes para Nietzsche fue Emerson [considerado padre del trascendentalismo], habla de él a menudo y también dice «no puedo criticar a Emerson porque sería como criticarme a mí mismo». Y ningún filósofo fue tan influyente para Heidegger como Nietzsche. Y ningún filósofo fue tan influyente para Derrida como Heidegger. O sea, que existe, curiosamente, una línea directísima que va de Emerson a Derrida. Así que, esa constelación (por usar una palabra bejaminiana) en general me interesaba mucho en A lo lejos. Con Fortuna me interesaban ciertos pensadores económicos —que no pertenecen tanto a esta tradición filosófica continental de la que estamos hablando, pero, bueno, están ahí— y, en términos de filosofía, hay bastante de Adorno, que es una presencia central en mí, por eso tiene un pequeño cameo en el libro. Especialmente, lo que se relaciona con música y demás, es inevitable. Pero también, al final, la presencia de Wittgenstein, y tratar de pensar en cómo el lenguaje puede, o no, articular experiencias personales y, en particular, en relación con el cuerpo.
Me acuerdo cuando estaba presentándome a una beca, para que me dieran plata para poder escribir este libro. Y Lídia Lahuerta [responsable de prensa y comunicación en Anagrama, allí presente] sabe que no me van a dar más becas, porque me he quejado de los filántropos… (risas). Se acabaron las becas para mí, para siempre, me parece… tengo que ser más cauteloso, siempre piden que describas un poco el proyecto y decía «bueno, la cuarta parte de este libro debería ser (es algo muy vanidoso que, por supuesto, no cumplí, pero…), debería parecer como si Virginia Woolf hubiese escrito las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein». Que, obviamente, no es eso lo que pasó, pero ese es el tipo de tono que quería, ese grado de abstracción, ese grado de interés en la lengua, ese grado de agudeza analítica; pero, por otro lado, esa absoluta sensualidad, y maravillosa lentitud que se ve en Woolf. En esa cuarta parte no solo se da a nivel de contenido, sino que también me interesaba que… [coge el libro con una mano, abierto por la parte cuarta, y lo aleja] parecen como proposiciones, ¿no? O sea, a primera vista, si uno agarra el Tractatus o las Investigaciones filosóficas, y no ves las palabras, así se ven las páginas. Y es algo que también tenía en mente.
Esa última parte de Fortuna se llama «Futuro». ¿El futuro es también una ficción?
Sí, claro, porque es imaginado, sí. Es una ficción, pero, también, como dice un personaje en el libro: «lo que define al futuro es su deseo de convertirse en pasado». Lo que define al futuro es que se realiza, aunque no lo conozcamos. De todas las posibilidades infinitas que ofrece el porvenir, el futuro es la única que sucede. Pero sí, el único modo que tenemos de acceder al futuro es a través de la ficción.
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