Pulp finzione
Durante los felices años veinte del siglo pasado, cuando un italiano sentía la necesidad de vivir emociones fuertes a través de la literatura, tan solo disponía de dos opciones: ojear la receta de la salsa boloñesa de cualquier otro país que no tuviera forma de bota o acercarse a la tienda para adquirir alguno de los numerosos folletines con aventuras de ficción que entretenían al pueblo llano.
Ocurría que, en aquella época, la gente en Italia estaba demasiado ocupada procurando no morir bajo las botas de las tropas fascistas y cosas como el ocio o el entretenimiento resultaban algo secundarias y, sobre todo, desordenadas. El país se había alfabetizado considerablemente durante los años previos, y las editoriales olieron que había un buen negocio en publicar a granel historias con las que la población escapase de su aciaga realidad. Se trataba de un material lanzado en formato pulp, en forma de revistillas baratejas, con papel de escasa calidad, que se distribuían en cualquier tipo de tienda, se consumían con avidez y se desechaban más rápidamente. Ediciones sin mucho orden y con mucho desconcierto que agrupaban los relatos bajo la etiqueta «aventura», independientemente de si estos trataban sobre gestas viajeras, thrillers, romances fantasiosos o sucesos policíacos. Hasta que, en 1929, la editorial milanesa Mondadori decidió poner algo de orden y lanzó una publicación semanal, repleta de cuentos de crimen y misterio, una revista bautizada I libri gialli («El libro amarillo»), en alusión a las cantosas portadas de dicho color con las que se presentaban empaquetados los textos.
El contenido de I libri gialli estaba compuesto por traducciones de escritos firmados por autores británicos y norteamericanos con tirón, gente como Agatha Christie, Edgar Allan Poe, Ellery Queen, Raymond Chandler, Edgar Wallace o Rex Stout. Hasta dicho momento, las historias detectivescas no constituían un subgénero en sí mismo para los lectores italianos, pero el éxito de la revista de Mondadori asentó la etiqueta y enmarcó la coloración. Cuando las editoriales de la competencia comenzaron a lanzar sus propios semanarios de amenos asesinatos, lo hicieron pintando las cubiertas con tonos amarillentos para dejar claro que el contenido era exquisitamente truculento. El término giallo se estableció así como sinónimo de novela de misterio con alma pulp.
Medio siglo más tarde, la plebe adoptó otro hobby a modo de evasión que suponía leer menos y masticar el popular mantra de «mejor me espero a la película». Las salas de cine se convirtieron en butacas hacia las emociones fuertes, y el celuloide, en un formato bastante agradecido cuando los directores decidían teñirlo con sangre. Como consecuencia, la sociedad rescató la palabra giallo para referirse a un estilo cinematográfico divertido y escabroso: la reencarnación de los relatos de crimen y misterio, que ahora se presentaban con nuevas capas de pintura, al retozar con el slasher, la sexploitation, el horror, el thriller psicológico, las pinceladas sobrenaturales y la cuchillada elegante. El giallo fílmico, el que acabaría convirtiéndose en uno de los fenómenos más importantes de la historia del cine, erigiéndose a más altura que su precursor literario. Porque, sí, las tierras italianas nos dieron a Federico Fellini, Vittorio De Sica o Michelangelo Antonioni, pero hay tardes en las que uno no tiene el cuerpo para la brasa del neorrealismo y sí para recibir puñaladas, contemplar culetes corriendo lozanos de un lado a otro, beber cubos de sangre y aplaudir cuando todo el reparto del film promociona la carne picada. Cintas a modo de festivales sanguinarios cuyo legado es tan importante como para ser empuñado todavía por la cultura pop actual. ¿Ese Michael Myers de Halloween? ¿Jason Voorhees en Viernes 13? ¿Ghostface correteando por Scream? ¿el Capitán Pescanova de Sé lo que hicisteis el último verano? Todos son hijos del giallo, sin él, nunca habrían existido, ni se habrían especializado en hacer que los secundarios más repelentes dejasen de existir.
Giallo ma non troppo
Los antecedentes en el terreno cinematográfico del giallo fueron tímidos durante las épocas posteriores al triunfo de los librillos de Mondadori. En 1933, Mario Camerini firmó una película con intención de aprovechar descaradamente la popularidad de las páginas amarillas, algo que dicha cinta ya dejaba claro desde su mismo título: Giallo. Se trataba de un film que navegaba entre la comedia y el suspense, donde una recién casada (Assia Noris) sospechaba que la bodycount de su marido no era tanto una lista de mujeres con las que se había encamado como un recuento de aquellas a las que había enterrado. Una producción cuyas raíces también resultaban delatoras al presentarse como adaptación directa de la obra teatral The Man Who Changed His Name, de Edgar Wallace, pluma habitual de las páginas de I libri gialli.
Pero sería otra cinta más tardía la que se haría con el honor de ser la primera novela giallo convertida en metraje para la pantalla grande: Obsesión, dirigida por Luchino Visconti en 1943. O la versión en celuloide, muy perseguida por el gobierno fascista, del libro El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain. Oficialmente, Obsesión fue la primera adaptación del material de Mondadori, pero espiritualmente andaba lejos de lo que el público asimilaría como giallo un par de décadas más tarde. Porque la cinta de Visconti apuntaba al neorrealismo italiano, para algunos incluso supuso el pistoletazo de salida del movimiento, en lugar de corretear entre los aspersores de sangre y barrabasadas que se acabarían asociando al color amarillo. A principios de los sesenta, la productora alemana Rialto Films, que lucía en su logo la estampa de cierto puente junto a una góndola veneciana, comenzó a perpetrar lo que se conocería como cine krimi: una ristra de peliculillas en blanco y negro, repletas de crímenes, muertes, sospechas y asesinos enmascarados. Eran los preliminares germanos a la carnicería italiana.
La morte è bella
En 1963, tras tirarse seis meses sabáticos tocándose los pies y devorando novelas de terror y homicidios, el realizador Mario Bava decidió volver a colocarse tras la cámara y facturó el verdadero primer giallo: La muchacha que sabía demasiado. Una peli que bebía del krimi alemán y de las novelas pulp italianas para presentarse a bocajarro, fusilando el título de un clásico de Alfred Hitchcock y con una escena inicial donde la protagonista (Letícia Román) aparecía enfrascada en la lectura de un giallo durante un viaje en avión. En aquella cinta se colocaron las primeras piedras angulares del giallo en el cine: una zagala extranjera aterrizando en Italia y siendo testigo de un crimen, un asesino de premisas extrañas (que aquí se dedicaba a cepillarse a sus víctimas en orden alfabético) y un guion que el propio Bava consideraba una tremenda gilipollez y, al mismo tiempo, una bonita excusa para dedicarse a lucirse en lo técnico. La muchacha que sabía demasiado adolecía de algunos elementos típicos de futuros giallos, como la excesiva violencia gratuita, los desnudos injustificados o el estilizado uso de los colores (de hecho, estaba rodada en blanco y negro). Pero el mismo director se encargaría de arreglar eso un año después con Seis mujeres para el asesino, una historia con psicópata donde quedaba claro que los italianos gustan de fardar de estilismos hasta cuando el plan para la tarde implica sacar tripas ajenas: un asesino enmascarado, portando todo tipo de armas locas, y vistiendo guantes negros a juego con su sombrero y su chubasquero; una puesta en escena majísima de iluminación kitsch que lo empapa todo con paletas de colores potentes; un entorno, en este caso, el mundo de las modelos, rebozado en glamur, y mucha pintura roja para emporcar las escenas del crimen.
Entre tanto, una tropa de realizadores italianos contempló las propuestas de Bava y razonó que no solo se lo podían pasar bien filmando cosas similares, sustentadas en libretos tontainas y escenografías molonas, sino que también podían sacarse unas buenas liras arrastrando a la gente al cine con el gancho del morbo. Entre los numerosos creadores que decidieron enfangarse en el giallo, Antonio Margheriti se presentó prometiendo degollamientos de chiquillas en bolas en Crimen en la residencia (1968), Massimo Dallamano tejió Un velo negro para Lisa (1968), Lucio Fulci estrenó Una historia perversa (1969), Ernesto Gastaldi y Vittorio Salerno tuvieron que utilizar cuatro manos para encender su Libido (1965), Dino Tavella correteó por catacumbas junto a Il mostro di Venezia (1965), Romolo Guerrieri rodó El dulce cuerpo de Deborah (1968), Giulio Questi empolló un pseudogiallo con huevos genéticamente modificados en Dos menos uno, tres (1968), y Umberto Lenzi facturó Orgasmo (1969), Así de dulce, así de maravillosa (1969) y Una droga llamada Helen (1970) en tan solo un puñado de meses. La charcutería se convirtió en un arte estilizado, y la producción cinematográfica, en una atareada churrería.
Aunque lo cierto es que todavía no había empezado realmente la fiesta. Porque el reguero de crímenes transalpinos obtendría su verdadera fama gracias a un hombre llamado Dario Argento. Un realizador que, con su primera película, El pájaro de las plumas de cristal (1970), transformaría el giallo en un fenómeno mundial al agarrar las bases de Bava y elevar la apuesta para montar un espectáculo cargado de energía. Cámaras subjetivas desde el punto de vista del matador tras el lomo de la víctima, erotismo oportunista, psicodelia visual y musical (a cargo de gente tan ilustre como el grupo de rock progresivo Goblin o el compositor Ennio Morricone), manos anónimas enfundadas en guantes negros, zooms loquísimos que simulaban chillidos al surgir de bocas o alertaban de peligros al aproximarse a los hachazos, y la sensación constante de que ahora valía todo. La popularidad y recaudación de aquella ópera prima de Argento a lo largo del globo fue tan tremenda como para que el asunto se fuese de madre: solo durante los seis años posteriores, la industria italiana alumbraría más de cien giallos diferentes.
Gracias a ello, la década de los setenta cinematográficos se convirtió en sinónimo de cadáveres cuquis apilados entre patillacas, máscaras de todo tipo, doblajes chusqueros, heridas de cuchillo, decenas de botellas de J&B patrocinando el asunto, y títulos de películas absurdamente enrevesados, especialmente en sus versiones originales. Argento se coronó con producciones como El gato de las nueve colas (1971), Cuatro moscas sobre terciopelo gris (1971) o los clasicazos incontestables de Rojo oscuro (1975) y Suspiria (1977). Mientras tanto, realizadores como Sergio Martino (Torso: Violencia carnal, Todos los colores de la oscuridad, Vicios prohibidos, La perversa señora Ward), Duccio Tessari (Asesinada ayer, Una mariposa con las alas ensangrentadas), Alfonso Brescia (Joven de buena familia sospechosa de asesinato, Una maleta para un cadáver) o Paolo Cavara (Terror infinito, La tarántula del vientre negro) se encargaban de no dejar ni una sesión libre de psicópatas en las carteleras del cine.
Mario Bava, el hombre que había provocado todos estos derrames de hemoglobina, tampoco se quedó quieto y firmó Un hacha para la luna de miel (1969) y Cinco muñecas para la luna de agosto (1969) antes de engendrar la divertidísima Bahía de sangre (1971), gamberrada maravillosa donde hasta el apuntador tenía un buen fajo de papeletas para transformarse en picadillo. Una maratón de hora y media de asesinatos escabrosos, personajes profundamente idiotas y un remate descacharrante en forma de secuencia final deliciosamente cafre. Bahía de sangre destaca también por ostentar un logro impresionante: ser la película que posee más títulos distintos de toda la historia. Un hito alcanzado tras años de reestrenos tramposos, lanzamientos en el extranjero, reediciones en vídeo y reposiciones que intentaban colarle al espectador que aquello era una nueva masacre. Por eso mismo, la cruenta cala de Bava también se proyectó bajo los nombres Ecología del delito, La última casa a la izquierda parte II, Carnicería erótica, Reacción en cadena, El sexo en su forma más violenta, La nueva casa a la izquierda, Baño de sangre, Contracción del nervio de la muerte, Masacre en Blood lake, Bay of the dead, La sed de sangre de Satanás, Snuff es mi juego, Última casa parte II, El enlace del criminal o Masacre en el borde del placer, entre algunos otros. Con todas estas estupendas credenciales, por ser tan traviesa y subterránea, Bahía de sangre se convirtió en aquello que estaba destinada a ser: la madre de todos los slashers.
Giallo: la gran vileza
El interés por el giallo italiano comenzó a diluirse a finales de los setenta e inicios de los ochenta. En su lugar, las audiencias amigas de horrores optaron por embarrarse en el recién nacido género slasher que los norteamericanos estaban empezando a destilar en sus sótanos, trasteros y campamentos de verano. John Carpenter y su particular celebración de Halloween abrieron la temporada de los cuchillos de cocina y, tras la careta de Michael Myers, llegaron nuevas generaciones de psicokillers nada glamurosos, con rasgos sobrenaturales y muy amigos de un gore que olía menos a Titanlux rojo y más a látex fundido y a jarabe de maíz tintado. El videoclub sirvió como ecosistema de incubación y los terrores pop de Estados Unidos se convirtieron en objeto de culto, y extendieron sus sagas hasta nuestros días. Pero estos lodos provenían de aquellos polvos, y la herencia no solo era evidente sino también consecuente: Viernes 13 fotocopiaba algunos asesinatos de Bahía de sangre a modo de genuflexión sentida, realizadores como James Wan o Eli Roth reconocieron que se arrimaron a una cámara tras devorar las obras de Argento o Martino, los slashers noventeros corretearon entre escenarios inspirados por el giallo, y películas recientes como The Editor (2014) reivindican la importancia del pulp italiano jugando a imitar sus estilismos y maneras.
Pero el encanto del amarillo primigenio es imbatible. Donde el slasher trata de acojonar a base de mugre y sombras, el giallo lo logra tirando de aposentos elegantes e iluminación fastuosa. Mientras hoy en día algunos intentan elevar los terrores del cine a alturas intelectuales ficticias, los creadores de los setenta desdeñaban la importancia de sus propias producciones entendiendo que estaban allí para ser viles, erotizar el asesinato, filmar a chavalas en bragas, marcarse giros de guion sin sentido y verter hectolitros de sangre por el plató. Era una aproximación al séptimo arte admirable, una panda de realizadores que consideraban que las sutilezas eran algo que se les ocurría a otros. Gente amiga de experimentar todo tipo de locuras marcianas con la cámara, de cubrir el mundo de colores estridentes y de reconocer que el guion era la excusa para desenvolver un universo kitsch, excesivo e hipnótico, entre un homicidio y el siguiente. Directores muy competentes que se sacudían las ínfulas porque realmente todo aquello se la sudaba mucho: cuando un grupete de críticos eruditos se acercó a Bava para preguntarle sobre los entresijos narrativos en el desenlace de Seis mujeres para el asesino, el realizador les contestó que ni siquiera recordaba cómo terminaba aquella película suya.
En la actualidad, en un momento en el que Paolo Sorrentino nos vende sexismo y pollaviejismo como si fuera poesía filmada por Fellini, es bonito recordar que hace cincuenta años había otros directores italianos que iban de cara, vendiendo sexo y sangre sin excusas, pero con un empaque exquisito. De manera mucho más respetable, con la vileza por delante.
Top ten de películas giallo
- El pájaro de las plumas de cristal (Dario Argento, 1970).
- Bahía de sangre (Mario Bava, 1971).
- Rojo oscuro (Dario Argento, 1975).
- Angustia de silencio (Lucio Fulci, 1972).
- Seis mujeres para el asesino (Mario Bava, 1964).
- La perversa señora Ward (Sergio Martino, 1971).
- Contrato de sangre (Pupi Avati, 1976).
- Tenebre (Dario Argento, 1982).
- La muchacha que sabía demasiado (Mario Bava, 1963).
- Una lagartija con piel de mujer (Lucio Fulci, 1971).
Bueno, pues ya tenemos aquí el periódico panegírico que sobre el giallo alguien cree que hay que remover cada cierto tiempo. Supongo que será el ministerio de cultura italiano, o el sindicato de directores mediocres o directamente malos del país vecino. «Giallo: la gran vileza» o «Revolcarse en la mierda da un gustirrinín… (a algunos)».
Ya lamento que seas fan del mierdas de Sorrentino, meu…
Estaría bien saber por qué Sorrentino es un mierdas, o por qué sus filmes destilan pollaviejismo y sexismo. Con todos los respetos me parecen críticas romas, estereotipadas y de baja estofa.
Hola. He entrado en los comentarios justamente por eso. De verdad era necesario criticar de esa forma gratuita a Sorrentino para destacar las virtudes del Giallo?
No creo que el Giallo y Sorrentino sean tan incompatibles. Y si lo fueran, no creo que ese comentario grosero venga a cuento (por cierto, la palabra ‘pollaviejismo’ sí me parece incompatible con una buena crítica de cine)
Un gran artículo, gracias.
«Con la vileza por delante» me parece un lema insuperable.