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El jeroglífico encriptado en Babel

La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo.
La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo.

El lector escarmentado entenderá de qué va la cosa. Los primeros episodios sentencian la espectacular fundación de la historia: desahucio del Paraíso Terrenal a cambio de una manzana, primer asesinato fratricida por envidia, epidemia masiva de maldad y exterminio general por el Diluvio. Acto seguido sobrevendrá el caos de Babel. ¿Qué destino puede esperarse después de tan abrupto comienzo?

Se atribuye el origen de las múltiples lenguas al conflicto de Babel, pero el autor yahvista del Génesis no lo menciona. Cuenta que, en aquel tiempo, la tierra tenía una sola lengua, que a los hombres les dio por edificar una torre y con ello «hacerse un nombre». Jehová desciende del cielo para ver lo que hacen y comprueba que «nada les hará desistir de lo que han pensado hacer». Decide entonces confundir su lengua «para que ninguno entienda el habla de su compañero».

En el capítulo que cuenta la breve historia de Babel no se entiende qué nombre o fama deseaban granjearse ni a dónde pensaban llegar los constructores levantando la formidable torre. Es Isaías quien lo aclara más adelante al atribuir al rey babilonio, se supone que el arrogante Nemrod, el sacrílego deseo de levantar su trono por encima de las estrellas y viajar por encima de las nubes. Son imputaciones muy verosímiles las que formula el profeta, aunque lo cierto es que no aparecen atestiguadas en el documento original.

Lo que sí dice el Génesis es que Jehová confundió el lenguaje de toda la tierra. Como si la divinidad irritada hubiera introducido un equívoco inédito en cada palabra, enredando la sintaxis y embrollando los sintagmas. Así se dio por estrenada la más duradera y persistente de las complicaciones, el más terco de los enigmas, la más empecinada de las distracciones. Para el único ser dotado de palabra, bendecido con el sublime privilegio, el castigo divino ha sido la causa de una punzante interrogación: ¿estoy seguro de saber lo que digo y entender lo que oigo?, ¿por qué se multiplica, desliza y diluye el significado de las oraciones?, ¿de dónde procede la vacilante perplejidad de las palabras?

El dilema del sentido es desde entonces una herida que no cicatriza, una incógnita que no se cierra, la raíz de una mordiente ansiedad. No es necesario hablar otra lengua para no entender lo que se oye con la propia. El hablante se escabulle tras la complejidad de lo que entrañan, sugieren y connotan sus palabras. En efecto, ninguno entiende el habla de su compañero.

El malentendido germinal del parloteo universal es lo que un observador sagaz comprueba con hastío. Ni siquiera es necesaria la mala intención para que los oyentes se sientan engañados. Lo que se cree decir hace desesperante cualquier esfuerzo de traducción. No importa cuán satisfecho se muestre el hablante. El sentido se disipa apenas un instante antes de ser pronunciado. La palabra herida no da cuenta de sí misma.

La posibilidad de una lengua que sancione el orden de la precisión, la concordancia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que hay, descartando el enredo de la polisemia, la trampa de la ambigüedad y la insuficiencia de la palabra dada, ha sido para muchos pensadores una obsesión tan llamativa como el episodio de Babel. Alertados por la pluralidad de los sentidos que brotan al decir, ofendidos por la ubicuidad de las palabras tergiversadas, cansados de la perpetua distorsión, asumen el empeño de un desafío: deshacer la maldición.

Quieren renegar del remordimiento heredado y resolver un deseo unánime: acabar con la restricción, con los límites del lenguaje y la sensación de fracaso que impone el fardo de la punición. Harto de cargar con la penitencia que oprime y cercena, el filósofo emprende la refutación del tercer castigo: la confusión del lenguaje.

Con los pies hundidos en el fango de las trincheras cavadas en la Gran Guerra europea, Ludwig Wittgenstein escribió las primeras anotaciones de su Tractatus. Al advertir que es humanamente imposible captar de inmediato la lógica del lenguaje, que los acomodamientos tácitos para comprenderlo son enormemente complicados, que el lenguaje corriente es una parte del organismo humano, y que la filosofía debe esclarecer y delimitar con precisión los pensamientos, y que todo aquello que puede ser pensado puede ser pensado claramente, y que todo lo que se puede decir de antemano se puede decir de una sola vez… Wittgenstein proporcionó al positivismo lingüístico un libro memorable, pero no dejó de alentar con sus observaciones el fermento de una sospecha que poco a poco daría sus frutos: «Es lo impensable lo que no deja de inquietar a la mente».

Las sentencias del Tractatus hicieron fermentar la corrección de sus propias perspectivas, y, con las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein emprendió la heroica y legendaria impugnación de sí mismo. Lo que en el lenguaje se expresa —anota el primer Wittgenstein— nosotros no podemos expresarlo por el lenguaje; lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo, es lo místico; lo que sea el mundo es completamente indiferente a lo que está más alto, más arriba, más allá…

La crucial distinción de Wittgenstein entre el mostrar y el decir —la que podría servirnos para delimitar la misión asumida, respectivamente, por la literatura y por la filosofía— es la que le permite pronunciar otro de sus atinados dictámenes: «Lo que se puede mostrar no puede decirse».

Bajo los pronunciados efectos babélicos, Wittgenstein fue enunciando alusiones al trauma original. Propuso a la filosofía el quebrantamiento perpetuo de nuestras certidumbres y luchar contra el embrujamiento de la inteligencia. Convencido de que el lenguaje —como vemos, sometido al castigo mítico de la confusión— engendra supersticiones de las que debemos deshacernos, Wittgenstein auspiciaba las embestidas que la inteligencia da contra los límites del lenguaje.

Su contemporáneo Walter Benjamin meditaba acerca del mismo enigma y se enfrentaba con el lenguaje a los enredos inscritos en el lenguaje, como un equilibrista que intenta sostenerse en el aire a sí mismo con la fuerza de sus propios brazos.

Benjamin se preguntaba por lo que hay de intangible en la palabra y si acaso existirá una lengua en la que estén conservados, serenos y tácitos, los más profundos secretos a los que aspira todo pensamiento. 

El bibliotecario escrupuloso registraba con su minúscula caligrafía el pálpito evanescente del sentido, buscando en el sonido de cada palabra y en el alarde de las oraciones el rastro que condujera a la lengua de la verdad. Como Wittgenstein, entendía que la palabra comunica algo distinto de ella misma y que este es el pecado cifrado en el lenguaje.

Aturdido por el influjo creador de la palabra, Benjamin no podía librarse de su hipnótica paradoja. Consideraba el lenguaje como el proceso histórico más potente y fértil y con su indagación verificaba que en toda lengua hay algo que está más allá de lo transmisible. Afirmó que la entidad espiritual que se comunica en el lenguaje no es el lenguaje mismo, sino algo que debe ser distinto de él. Dicha esencia se comunica en el lenguaje y no por medio del lenguaje. A esta fabulosa sinfonía del sentido latente prestó Benjamin sus lúcidas reflexiones.

Como toda palabra es susceptible de madurar, Benjamin siguió la huella de sus transformaciones. Y en ellas reconoció el parentesco universal de todas las lenguas: lo que cada una designa no puede encontrarse, pues está inmerso en un perpetuo cambio y se escurre ante nuestro enojado asombro. Aquí reside la paradójica impotencia y omnipotencia del don excepcional.

Cuando enunció su teoría de la restitución, Benjamin describió el proceso que conduce a las lenguas —y a sus hablantes— hasta el lugar de la culminación: el sentido permanece oculto, pero su crecimiento sagrado consumará el fin mesiánico de la historia. 

El intercambio epistolar entre Walter Benjamin y el historiador de la cábala hebrea Gershom Scholem les permitió evaluar la influencia de las escuelas dedicadas a estudiar el origen del lenguaje. El aragonés Abraham Abulafia (Zaragoza, 1240-Barcelona, 1291) desenvolvió agudísimas observaciones sobre las normas gramaticales que ordenan la dimensión subterránea del lenguaje. En su elíptica meditación sobre los nombres y las letras, La luz del intelecto, afirma que una realidad primordial precedió a todos los pueblos y que sus idiomas constituyen la sustancia del hombre. Analizó las convenciones del significado alegórico para descifrar el secreto de la lengua sacra, el camino de las palabras, el giro de las letras y la trinidad del habla.

Noam Chomsky afronta el desafío babélico con una extensa indagación lingüística, filosófica y psicológica. Durante su larga y fructífera vida de profesor universitario ha seguido el rastro que dejan las estructuras cognitivas de la mente y con su innatismo se remonta al mítico episodio de la narración bíblica, al momento previo a la dispersión: ciertas ideas, principios y nociones son poseídas por el espíritu de todos los seres humanos sin excepción.  

La gramática universal de Chomsky —el conjunto de las reglas que organizan el acceso de cada ser humano a la lengua de su entorno— y su idea del lenguaje como órgano corporal contribuyen a imaginar cómo se produjo la confusa dispersión de las lenguas y a entender la magnitud del legado recibido en herencia. Si todas las lenguas tienen una básica estructura común, no será extraño que todos los seres humanos compartan los interrogantes acerca del sentido latente y lamenten al unísono las carencias, silencios y vacíos prendidos en su idioma.

Las elucidaciones de Wittgenstein, Benjamin, Abulafia y Chomsky nos ayudan a discernir nuevas conjeturas sobre el episodio de Babel. Si permanece latente en el lenguaje algo ajeno a la percepción, un susurro inaudible, un murmullo que da cuenta de lo perdido, eso que está más allá del lenguaje o quizá oculto dentro de él, un algo que fue encriptado, eso innato recibido en herencia, ¿de qué nos está hablando?, ¿qué está diciendo la voz escondida en el jeroglífico del lenguaje?, ¿se espera que seamos capaces de entenderla?

Si el castigo de la confusión nos ha hecho sordos y amnésicos al sentido, no hay por qué creer que resistamos de nuevo la tentación de la hybris, el maniático delirio de grandeza, la obsesiva obcecación del poder, la enfermiza ansiedad de la codicia que auspició la construcción de Babel. Tanto da que la dispersión que menciona el Génesis aluda a la migración caótica de los deslenguados que esparcen por la faz de la tierra su confusión mental o a la disolución semántica de las palabras. El resultado es el mismo: alguien despojado del sentido que se desliza bajo el siseo del lenguaje.

La máquina que anhela instalarse en la cima del poder absoluto —con la potestad única del dominio sobre los hombres— no deja de girar y prosigue implacablemente la senda emprendida en Babel. La confusión primordial sostiene a los constructores que quieren poner su trono por encima de las estrellas y prolonga la voracidad alentada por las mil promesas de la ambición. No parece probable que vaya a llegar el momento de inflexión esperado por Benjamin, cuando se dé por cancelada la confusión del lenguaje y pueda entenderse al fin lo que quiere decir.

El 5 de enero de 2022, el diario El País publicó una interesante entrevista con dos de los expertos españoles invitados pocas semanas antes a la reunión organizada en Washington por el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (Homeland Security). El encuentro, al que se supone que asistieron otros especialistas en computación, inteligencia artificial y neurología, se dedicó a calibrar las aplicaciones tecnológicas que se injertarán en el cerebro humano. Rafael Yuste, neurocientífico y catedrático de la Universidad de Columbia, y Darío Gil, director mundial del área de investigación de IBM, cuentan al lector, con el inconfundible entusiasmo del optimismo dominante, lo que según ellos sucederá: «Nos vamos a convertir en híbridos: esto va a ocurrir sí o sí […] tener un sensor implantado en la cabeza será de rigor en diez años». Según los categóricos expertos, que vaticinan en público lo que ocurrirá —sí o sí—, una interfaz será instalada de manera masiva en las cabezas de toda la población. Los entrevistados reconocen que habrá gente «aumentada» y otra que no lo estará, pero, en cualquier caso, la iniciativa gubernamental augura un «acelerón» en las capacidades cognitivas de los humanos: «Va a ser un nuevo Renacimiento […] cambiará la especie humana». Los expertos aprecian ciertos inconvenientes en la abrupta irrupción de la tecnología en el cuerpo —«sí, perderás el control de tus datos mentales»—, pero eso no debe impedir que «la conexión simbiótica del ser humano [sea] una explosión cámbrica».

Los entrevistados no aclaran el motivo por el cual el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos congrega a neurólogos y tecnólogos en cónclaves científicos de tan decisivo futurismo. Tampoco se exponen reflexiones éticas sobre la subordinación del ser humano a las patentes tecnológicas ni a qué se dedicarán los datos mentales extraídos del cerebro de los humanos «aumentados», ni qué instrucciones dictará la interfaz incrustada en el cerebro (interfaz: «dentro del rostro») ni cómo distinguirá el hombre entre su propio pensamiento y aquellos otros pulsos provenientes del ordenador exterior. Tampoco se aclara si la población deberá dar su consentimiento a los cirujanos encargados de implantar en su cráneo el chip de la factoría tecnológica. O si será un cuerpo de voluntarios el que acepte llevar enquistado en su cerebro el listín telefónico.

Lo sorprendente en estos anuncios institucionales es que nunca se ponga en cuestión si nos conviene construir la versión perfeccionada del Gran Hermano orwelliano. Como si la promesa de un dominio absoluto sobre el hombre, su mente y su cuerpo, hubiera sido repentinamente legitimada por la sobrevenida autoridad de la tecnología. En el alegre consenso de instituciones, universidades y corporaciones industriales, cuyo optimismo nadie quiere ensombrecer, se omite cualquier alusión efectiva a la soberanía y a la dignidad del ser humano. Al parecer, en efecto, nada les hará desistir de lo que han pensado hacer.

Será este el epílogo de una civilización que ha sostenido durante milenios la inspiración espiritual del genio poético, superando los obstáculos tendidos en su camino y levantando de nuevo, una y otra vez, después de cada catástrofe, el estandarte de la condición humana. 

Michel Foucault compartía las impresiones de los filósofos aquí citados y, como ellos, detectaba bajo el orden del lenguaje un excedente de significación que no se ve ni se oye. Esa enorme complicación señalada por Wittgenstein, el eco de aquel pecado que Benjamin creyó oír tras el balbuceo de la lengua, la realidad primordial que según Abulafia precedió a la sustancia de los idiomas, la idea que Chomsky identificó en el espíritu de todos los seres humanos. Ese rumor que no deja de decir, ese murmullo que no deja de sonar, que remite a la conciencia moral del origen y a la restauración del sentido que redimirá la causa humana, es el susurro que interfiere y obstruye la dominación perseguida por la vieja e insaciable maquinaria del poder. Si en la inteligencia humana subsiste encriptado el destello del sentido, tiene su lógica que la «inteligencia artificial»1 quiera extirpar la inquietud latente que subyace al lenguaje. Esa celebrada «inteligencia» artificial que apenas alcanza a ser un artificio de litio que imita la arquitectura neuronal del cerebro humano. (Conviene subrayar la doble y simétrica utilidad del litio: para la factoría tecnológica es el componente fundamental de sus dispositivos y, para la industria farmacéutica, un medicamento para los hombres desquiciados por la pulsión frenética del trastorno bipolar).

El advenimiento del Gran Hermano Tecnológico y su declarada intención de injertarse en los cerebros de los pobres humanos domesticados exige suprimir todo vestigio de la voz que discurre bajo el lenguaje y sustituirlo por la aridez discursiva de la computadora universal, por el maquinal acopio de los datos que introducen los programadores, por la monstruosa memoria que festejan los publicistas de la factoría tecnológica.

En esta encrucijada histórica cabe preguntarse quién escribirá el relato que sustituya a la metáfora babélica —sabiendo ya que el mito no cuenta lo que sucedió en el pasado sino lo que ocurre en el futuro— y cuál será el castigo reservado a quienes consigan poner su trono por encima de las estrellas2 (¡y volar por encima de las nubes!). Cómo será la fábula de la nueva transgresión —la fantasía del transhumanismo—, la locura de la ambición despótica y distópica y el remordimiento corrosivo que atormentará a los constructores de la nueva era.

Es probable que el escritor elegido imite el procedimiento narrativo que dio consistencia al relato de Babel. Así como el autor del Génesis evocó el zigurat de Etemenanki y la soberbia de los ingenieros palaciegos para escenificar el límite de lo humanamente aceptable, nuestro contemporáneo deberá encontrar un relato, una imagen, un argumento, que haga verosímil la dispersión psicótica de los humanos aterrados.

Es factible imaginar que el narrador del colapso civilizatorio encuentre en las investigaciones botánicas el más elocuente, deslumbrante y pedagógico de los casos ejemplares. Los biólogos y micólogos han observado el comportamiento del Ophiocordyceps unilateralis con el asombro que producen las desconcertantes articulaciones de la naturaleza. 

El caso en cuestión trata del hongo que organiza su vida alrededor de la hormiga carpintera. La acecha para infectarla, instalarse en su cuerpo y gobernar su comportamiento. El hongo la despoja de su miedo instintivo a las alturas, la saca de su hormiguero y la lleva allí donde el hongo quiere vivir: en la cumbre de las plantas más altas. El micelio obliga a la hormiga a anclarse con sus mandíbulas en la nervadura principal de la hoja y cose sus patas a la superficie de la planta. El hongo se expande en el interior de la hormiga como un órgano protésico, invade sus cavidades corporales, se enreda con sus fibras musculares y segrega las sustancias químicas que controlan su sistema nervioso central. Finalmente, el hongo devora el cuerpo de su huésped y hace que brote un tallo en su frente de tal modo que las esporas caigan sobre las cabezas de las hormigas que pasan por debajo.

El patrón biográfico de la hormiga carpintera anticipa la figura del ser humano infectado por el hongo que gobernará su mente, su voluntad y sus actos. El cíborg y el híbrido transhumano que se quiere fabricar mediante injertos y prótesis encontrará escrito, antes de perder el último aliento de su conciencia, el relato mítico de su destrucción. La imagen del hombre despojado de sus atributos por el instinto maquinal de un huésped homicida ilustrará el final de los humanos trastornados por la pérdida del sentido oculto en el reverso de las palabras.


Notas

(1) Aunque la «inteligencia artificial» quiere asociarse al prestigio de la inteligencia humana —esa facultad de la mente que permite aprender, recordar, razonar, comprender y crear—, en realidad, la marca pertenece al ámbito de las agencias gubernamentales denominadas «de inteligencia» y encargadas de acopiar información sobre todo cuanto va ocurriendo en la esfera privada o pública del mundo contemporáneo.

(2) La colonización del espacio estelar es uno de los señuelos agitados por la gobernanza transhumanista. El otro gran fetiche es la promesa de acabar para siempre con el embarazoso asunto de la muerte.

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