El documental El caso Padilla, de Pavel Giroud, revive unas de las páginas más controvertidas de la Revolución cubana, la que provocó el fin del idilio con los intelectuales del exterior.
La película apenas ha tenido distribución en salas, y ha visitado un puñado de festivales desde su estreno, el año pasado, en San Sebastián. Y, sin embargo, en las redes cubanas dispersas por todo el mundo no se habla de otra cosa desde hace semanas, gracias a las copias que circulan de correo en correo. Quienes vivieron conscientemente aquellos tiempos los han revivido a través de las imágenes. Quienes eran niños o ni siquiera habían nacido en aquel año 1971 ponen rostros y voces a los actores de un drama legendario. Pero nadie permanece impasible ante El caso Padilla.
El contenido principal de la cinta de Pavel Giroud, cineasta cubano afincado en Madrid, es la grabación, inédita hasta ahora, de la confesión del poeta Heberto Padilla, que tuvo lugar en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) ante medio centenar de compañeros el día 27 de abril del citado año. En dicho acto, Padilla, como autor de un poemario titulado Fuera del juego, que había suscitado no poca controversia, comparecía ante sus colegas para reconocer públicamente su comportamiento antirrevolucionario. Y lo escenificó de un modo que solo puede calificarse de autoinmolación.
La historia era de sobras conocida, sobre todo tras la publicación del texto de la supuesta confesión en la revista Casa de las Américas, pero no hay nada como la imagen en movimiento —registrada por las cámaras del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (Icaic)— para plasmar la situación en todo su impactante patetismo. Un Padilla de treinta y ocho años visiblemente excitado, que en seguida empieza a sudar copiosamente hasta empapar su camisa, pronuncia toda clase de inculpaciones contra sí mismo durante tres horas, sin olvidarse de denunciar por sus nombres a varios escritores y a su esposa. Frente a él, se distingue a autores veteranos como Virgilio Piñera o jóvenes como Reinaldo Arenas escuchando en silencio, helados de estupor.
El cuerpo del delito eran los poemas de Fuera de juego, pero el caso Padilla era solo el último acto de una larga cadena de desencuentros entre los intelectuales y el poder encarnado en Fidel Castro. El idilio entre los primeros y el comandante fue dulce e indiscutible en los primeros compases de la revolución: los escritores y artistas, que hasta la entrada en La Habana de los Barbudos de Sierra Maestra en enero de 1959, apenas formaban parte del decorado, se colocaban en primera fila y destacaban como pieza fundamental en la construcción de aquella nueva Cuba. Aquellos, halagados, pronunciaron elogios casi unánimes al incipiente castrismo y se dejaron agasajar con puestos de responsabilidad —desde direcciones generales a embajadas— y con tentadoras promociones de sus obras. Muy pronto, sus colegas extranjeros viajarían a la isla para comprobar el éxito de aquella utopía en marcha y pregonar la buena nueva a los cuatro vientos. La paz, sin embargo, iba a durar poco.
Escritores en el tablero político
El primer choque serio había ocurrido diez años antes del caso Padilla, a cuenta de un cortometraje titulado PM y realizado por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera, hermano del escritor Guillermo Cabrera Infante, entonces coordinador del suplemento cultural Lunes de Revolución. Este filme, de un escaso cuarto de hora de duración, mostraba a los habaneros bebiendo, bailando y divirtiéndose mientras los milicianos se preparaban para una inminente invasión de la isla. Una propuesta «poco heroica» a juicio del Icaic —dirigido entonces por un hombre de confianza de Fidel, Alfredo Guevara—, que fue exhibida en televisión, pero luego interceptada cuando sus responsables quisieron llevarla a los cines, cuya gestión correspondía al propio Icaic.
La polémica levantada por PM solo tres años después del triunfo de la revolución, y en medio de un clima que oscilaba entre la euforia de un sueño al alcance de la mano y un estado de guerra permanente, hizo que Fidel Castro en persona convocara una reunión para tres viernes consecutivos, el 16, el 23 y el 30 de junio de 1961, que quedaría reflejada en sus célebres Palabras para los intelectuales. De todas aquellas palabras pronunciadas por Fidel, quedó sobre todo una consigna que iba a marcar la política cultural cubana de las siguientes décadas: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho». O, como se interpretó posteriormente y quedó en la memoria colectiva: «Fuera de la Revolución, nada». Para muchos, fue una medida desproporcionada para despachar un asunto menor, un modo de matar moscas a cañonazos. Para otros tantos, un augurio de lo que estaba por venir, un primer síntoma de que la fiebre iba a subir muchos grados en las relaciones entre la intelectualidad y el poder político-militar.
La traducción práctica de aquella conocida sentencia fue un viraje hacia la senda más burocratizadora y dirigista, donde las posiciones críticas fueran amortiguadas. Estaba, pues, servido el segundo acto, el cierre de Lunes de Revolución. Al frente del periódico Revolución se encontraba Carlos Franqui, un héroe que había participado en el Movimiento 26 de julio que asaltó el cuartel del Moncada con Fidel al frente, sufriendo incluso arresto y tortura, y que ahora se proponía crear un medio de comunicación de gran tirada —pasó de los cien mil ejemplares a los doscientos cincuenta mil— y amplio espectro, integrando a la mayoría de los jóvenes y talentosos creadores que habían abrazado con entusiasmo el nuevo orden.
Franqui encargó el suplemento cultural a Cabrera Infante, que lo capitaneó durante los dos años y ocho meses de su andadura, incluyendo la producción de un programa de televisión igualmente ecléctico. Una diversidad ideológica que no era contemplada con buenos ojos por los comisarios político-culturales, que ya entonces se escoraban hacia el modelo soviético de elogio sin fisuras al régimen y una creación al servicio de la empresa revolucionaria, sin margen para el disenso.
De hecho, bajo el caso PM y el cierre de Lunes subyace un pulso entre el Movimiento 26 de julio, representado por Franqui, y los posicionamientos del PSP (Partido Socialista Popular), que acabaría radicalizándose y transformándose en el Partido Comunista de Cuba (PCC). Es decir, la cultura cubana era tan solo el tablero en el que se libraba una partida ideológica y por el poder. Al inclinar Fidel la balanza hacia la opción comunista, muchos de los colaboradores del suplemento son enviados al extranjero como agregados culturales, desde el propio Cabrera Infante a Pablo Armando Fernández, Cesar Leante, Manuel Díaz Martínez… y el mismo Heberto Padilla, que marcha como corresponsal de Prensa Latina en la Unión Soviética.
Una crisis largamente incubada
Hubo otros sonados conflictos, desde la censura y cierre de la editorial El Puente al creciente hostigamiento de los homosexuales, que constituían una población notable en el seno del sector cultural. Sin embargo, en lo esencial se mantenía el cierre de filas y, sobre todo, la revolución contaba con el respaldo de un concurrido y prestigioso contingente de intelectuales de todo el mundo, obnubilados por la espectacular transformación que parecía vivir Cuba y por su irresistible condición de simpático David frente al grosero Goliat del imperialismo yanqui. Todo ello saltó por los aires con el caso Padilla.
Pero antes de llegar a la «confesión» que resume el filme de Giroud hay algunas otras claves que especificar. La principal tiene de nuevo como protagonista a un Cabrera Infante que en 1964 se alzaba con el premio Biblioteca Breve 1964 por su obra Vista del amanecer en el trópico, publicada con el título definitivo de Tres tristes tigres tres años más tarde. El caso es que las relaciones de Cabrera con el gobierno se habían deteriorado notablemente tras el cierre de Lunes, y se echaron a perder de manera definitiva cuando el escritor, tras un último viaje a la isla para asistir al sepelio de su madre, decide exiliarse en Europa. Su obra fue calificada de antirrevolucionaria y su nombre expulsado de la Uneac como renegado de la revolución.
El problema central con Vista del amanecer en el trópico vino por el hecho de que al premio Biblioteca Breve concurría otra novela de autor cubano, este sí bien visto por el poder, llamado Lisandro Otero, a la sazón vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura. Su obra Pasión de Urbino hubo de conformarse con una mención en el concurso barcelonés, pero la idea de contraponer al escritor triunfante en la diáspora frente al derrotado que permanecía en casa parecía tentadora. Padilla, consultado al efecto en una encuesta de la revista El Caimán Barbudo, no dudó en elogiar la novela de Cabrera, «llena de verdadera fuerza juvenil, de imaginación, atrevimiento y genio» frente a la de Otero, denostada como «pastiche de Carpentier y Durrell» que suponía «un salto a la banalidad, inadmisible a los treinta y cinco años».
Otero, convencido de que la mejor defensa es un buen ataque, replicó aludiendo a todo el tiempo que Padilla había pasado en el extranjero, sin participar al pie del cañón en el proceso revolucionario, a su aburguesamiento y su valoración política y no literaria de las obras en liza. El enfant terrible, como había retratado a Padilla el reportero estadounidense Lee Lockwood, fotografiándolo sonriente mientras leía la prensa con un tabaco de grueso calibre entre los dientes, pasaba de marcador a marcado. El siguiente acto estaba servido.
La Uneac convocó al jurado de su Premio de Poesía Julián del Casal 1968 a tres escritores cubanos —José Lezama Lima, José Zacarías Tallet y Manuel Díaz Martínez, ganador de la edición anterior, junto al inglés J. M. Cohen y el peruano César Calvo. Entre los originales concurría Fuera del juego. La inclinación de todos ellos hacia el libro de Heberto Padilla, unánime desde el primer momento, hubo de vencer las presiones que tanto desde la Uneac como desde la revista Verde olivo, órgano impreso de las Fuerzas Armadas, recibieron para premiar otro libro. Finalmente, fueron galardonados Fuera del juego en la modalidad de poesía y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat en la de teatro. Ambos libros fueron publicados según las bases, pero también acusados de contrarrevolucionarios. Ninguno de los ganadores cobró los mil pesos de la dotación ni el viaje a Moscú que incluía el premio.
«Lo que existía era una conspiración del Gobierno contra la libertad de criterio», escribiría años después Díaz Martínez en la revista Encuentro. «Por aquellas fechas llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los intelectuales de países del este, sobre todo de la Unión Soviética, Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron poner sus barbas en remojo —nunca mejor dicho lo de barbas— y curarse en salud. Esto explica la desmesurada importancia que le dieron al premio de Padilla y la política que desde aquel momento empezaron a diseñar para nosotros».
Pero, ¿qué contaban los poemas de Padilla? Por decirlo de un modo resumido, su gran pecado era la falta de entusiasmo revolucionario, pero también una clara intuición de que las cosas iban a ponerse difíciles para los escritores, como en los versos de Poética: «Di la verdad./ Di, al menos, tu verdad./ Y después/ deja que cualquier cosa ocurra:/ que te rompan la página querida,/ que te tumben a pedradas la puerta,/ que la gente/ se amontone delante de tu cuerpo/ como si fueras/ un prodigio o un muerto».
También había en aquellas páginas cierto tono irreverente, destellos de desenfado e insolencia que no iban a caer precisamente bien en las altas esferas. Por ejemplo, el poema Para escribir en el álbum de un tirano. «Protégete de los vacilantes,/ porque un día sabrán lo que no quieren./ Protégete de los balbucientes,/ de Juan-el-gago, Pedro-el-mudo,/ porque descubrirán un día su voz fuerte./ Protégete de los tímidos y los apabullados, porque un día dejarán de ponerse de pie cuando entres». La ambigüedad ideológica, el individualismo, el antihistoricismo, sumaban también puntos negativos según la lectura oficial de Fuera del juego. Un elogio a la desobediencia como el de Padilla no cuadraba en el esquema de filas prietas que exigía aquella hora suprema.
Pero la libertad de expresión era un derecho reconocido en Cuba, aseveraba el gobierno revolucionario, y el libro en cuestión vio la luz. A la edición se impuso desde la Uneac, eso sí, un prólogo en el que se acusaba a las obras ganadoras de «servir a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba».
Era solo el primer eco de una campaña que saltaría en seguida a las páginas de Verde olivo, en forma de acres diatribas semanales contra diversos escritores cubanos, a los que se atribuía desde diversionismos ideológicos a desviaciones sexuales. Los textos venían firmados por un misterioso Leopoldo Ávila, detrás del cual bien podía estar el director de la publicación, Luis Pavón, hombre cercano a Raúl Castro. Sobre todos ellos sobrevolaba la consigna castrista formulada seis años atrás: «Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución, ningún derecho».
Las circunstancias se tensaron aún más cuando el representante diplomático del gobierno chileno de Salvador Allende, el escritor Jorge Edwards, amigo de Padilla, abandonó Cuba debido a graves desavenencias con las autoridades cubanas; poco después, el reportero y comunista francés Pierre Golendorf, también amigo del poeta, era detenido bajo acusación de colaborar con la CIA. Pasó treinta y ocho meses en las cárceles de la isla, y murió el año pasado a los ciento dos años de edad. A pesar de la lógica incomodidad que estos episodios suscitaban entre los simpatizantes exteriores de la revolución, todavía eran contemplados como incidentes naturales en el contexto de un proceso de gigantescas proporciones y mayor trascendencia. La gran tortilla de la revolución no podía hacerse sin romper algunos huevos.
Arresto y arrepentimiento
En el mismo mes de marzo de 1971, el día 20, Heberto Padilla fue arrestado junto a su esposa, la poeta Belkis Cuza Malé, ambos acusados de practicar actividades subversivas. Cuza fue liberada tres días después, mientras que Padilla permaneció durante treinta y ocho días en Villa Marista, sede de la seguridad del Estado. La detención motivó una carta de protesta dirigida a Fidel Castro y firmada por personalidades como Carlos Barral, Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Hans Magnus Enzensbeger, Carlos Fuentes, Juan y Luis Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Francisco Rossi, Jean-Paul Sartre, Jorge Semprún o Mario Vargas Llosa.
Dos nombres llaman la atención en esa lista: el de Gabriel García Márquez, que fue incluido sin permiso, siendo retirado más tarde por expreso deseo del futuro nobel colombiano; y el de Carlos Franqui, un revolucionario seminal que ahora se colocaba en el bando de los cuestionadores. La reacción de Castro no se hizo esperar, y entre el 23 y el 30 de abril se celebró en el hotel Habana Libre el Primer Congreso de Educación en Primer Congreso de Educación y Cultura inaugurado por el comandante en persona. Su mensaje, durísimo, arremetía contra los «liberales burgueses» al servicio de las potencias coloniales que pretendían inmiscuirse en la política interna y soberana de Cuba.
Tras la puesta en libertad de Padilla, se escenificó por fin la autoflagelación en torno a la cual gira el documental de Giraud. El dudoso honor de la realizar filmación original, sin embargo, correspondió a Santiago Álvarez, documentalista de larga trayectoria, que rodó la escena celuloide de 16 milímetros desde sendas cámaras.
A las nueve de la noche, en medio de una atmósfera combustible, comparece Padilla junto a José Antonio Portuondo, quien excusa la ausencia en el acto de Nicolás Guillén, entonces director de la Uneac. El autor de Sóngoro cosongo había aducido problemas de salud, quizá, para evitarse el trago del auto de fe que estaba a punto de celebrarse. A continuación, toma la palabra Padilla. El espectador se enfrenta a un discurso exaltado, feroz y humillante contra el propio orador, que enumera uno por uno sus pecados, mientras agradece a la revolución su magnanimidad. Su retórica, sus inflexiones y su gestualidad son un remedo, casi una caricatura, de los discursos de Fidel Castro.
«Yo he cometido esos errores que son imperdonables», afirma. «Yo sé, por ejemplo, que esta intervención de esta noche es una generosidad de la revolución, que yo esta intervención no me la merecía, que yo no merecía el estar libre. Lo creo sinceramente; lo creo por encima de esa alharaca internacional que aprecio en el orden personal, porque creo que son compañeros que viven otras experiencias y otros mundos, que tienen una visión completamente diferente de la situación cubana, situación que yo he falseado en cierta forma o en todas las formas».
De su propio libro asevera que «está lleno de amargura, está lleno de pesimismo. Ese libro está escrito con lecturas, ese libro no expresa una experiencia de la vida, no interioriza la experiencia cubana. Hay que reconocerlo. Ese libro expresa un desencanto, y el que lo aprecie lo único que hace es proyectar su propio desencanto». Y concluye al borde de la deshidratación: «Vivimos una trinchera, y yo quiero que nadie más sienta la vergüenza que yo he sentido, la tristeza infinita que yo he sentido en todos estos días de reflexión constante de mis errores. No quiero que se repitan nunca más estos errores. No quiero que la revolución tenga nunca más que llamarnos a capítulo. ¡No lo quiero! ¡No puede ser posible!»
En el curso de su autoinculpación, Padilla pasa a señalar a su propia esposa y a compañeros como Pablo Armando Fernández, César López, José Yánez, Norberto Fuentes, Virgilio Piñera, Díaz Martínez y José Lezama Lima en un reparto de oprobios tan estremecedor como los sucesivos discursos de los señalados, en los que también entonan, uno por uno, su mea culpa. Solo Díaz Martínez osó distribuir la responsabilidad de lo ocurrido con el poder: «Yo, firmemente, no quiero de ninguna manera que esto que voy a decir se interprete como una justificación de errores de los cuales yo soy responsable», afirma en el acto, «pero creo que buena parte de esos errores cometidos por nosotros son el producto de un error básico cometido por la dirigencia de la revolución». Un error que no era otro que no haber propiciado «un contacto más estrecho con nosotros, una relación que debía ser permanente entre intelectuales revolucionarios y dirigentes revolucionarios».
Según Díaz Martínez, militante comunista en su juventud y hoy exiliado en Las Palmas, el propio Padilla lo había visitado ese mismo día en su casa para avisarle de la ceremonia de reafirmación del compromiso revolucionario que tendría lugar horas después. «Yo continuaba aferrado a la quimera revolucionaria y me resultaba doloroso que se cuestionara mi lealtad, por eso, en contra de la opinión de [mi esposa] Ofelia, que no se cansó de decirme que estábamos cayendo en una trampa, acepté participar en aquel acto», recuerda el poeta de lo que califica como Noche de Walpurgis. «Para mí el problema era que yo no sabía de qué acusarme».
Fin de la partida
La cuestión que todavía sigue discutiéndose es si Padilla acudió a la cita doblegado por las presiones del poder, o si planteó una jugada maestra aviniéndose a su confesión. Según los partidarios de esta última opción, su estrategia consistió en realizar un acto de contrición tan teatral y desproporcionado, que solo pudiera ser visto como una farsa con reminiscencias de los tristemente famosos juicios de Moscú de los años 30. Dicho de otro modo, al representar un acto de reminiscencias estalinistas, dejaba al descubierto la deriva ideológica que tomaba la dirección de la cultura en la mayor de las Antillas.
Lo cierto es que la confesión de Padilla supuso el fin del idilio entre los intelectuales y la Revolución cubana, o al menos el desencadenante de una división irreparable entre los fieles a ultranza y los desencantados. Confirmaron su respaldo nombres como Mario Benedetti, Eduardo Galeano o —después de suscribir las primeras protestas— Julio Cortázar, pero el huracán del caso ya se había abatido sobre La Habana y sus efectos dañaron seriamente la imagen exterior de la revolución, uno de sus grandes activos inmateriales y base de buena parte de su prestigio moral en el exterior.
Para los intelectuales de dentro comenzaba un periodo de desdichada memoria llamado el Quinquenio gris, pero que fue negro como la pez, y para muchos ampliable a Decenio. También fue conocido como el pavonato en memoria de su mayor promotor, Luis Pavón. Listas negras, libros censurados, escritores apartados de sus puestos y enviados a destinos degradantes —el caso más llamativo fue quizá el de Eduardo Heras León, expulsado de la Universidad y enviado a trabajar a una planta siderúrgica—, y un clima general de represión que en los años siguientes cristalizaría en penas de prisión —con Reinaldo Arenas como paradigma— y el exilio de un gran número de escritores.
En cuanto a Padilla, sobrevivió un tiempo haciendo traducciones para el Instituto del Libro y, según algunas versiones, restañando las heridas del alma con alcohol. Logró salir de la isla e instalarse en Estados Unidos en 1980. Su apellido quedaría indisolublemente unido al caso para siempre, y así sigue siendo dos décadas después de su corazón se parara en su domicilio de Auburn, Alabama.
Junto a la de Nicolás Guillén, la cinta revela otras dos ausencias notables en la confesión de Padilla. Una es la de José Lezama Lima, el gran barroco de las letras cubanas, del que acaso se temía que monopolizara el acto con su verbo inextricable. El otro es el novelista Edmundo Desnoes, escritor residente desde 1979 en Nueva York, y que a sus noventa y dos años recuerda cómo Padilla, en su confesión, aseguraba que era de los amigos que le había sugerido que rectificara. «No fue así, nunca le hice ninguna advertencia», asegura. «Padilla estaba convencido de que no le tocarían, se sentía importante y creía que la revolución no se arriesgaría a perder el apoyo de los intelectuales europeos. Pero se equivocaba».
Desnoes no quiso participar de la ceremonia de la Uneac, por no ver el amigo rebajado hasta ese punto, o tal vez por no verse en la misma situación de los otros que serían llamados al micrófono. «Haydee Santamaría, directora de la Casa de las Américas, me insistió en que fuera, pero yo no creía en esas cosas», dice simplemente. «De lo que sí estaba convencido era de que a Fidel no le importaba perder el respaldo de Sartre ni de nadie. Los escritores podíamos defender nuestra obra, pero él estaría dispuesto a aplastar a quien interfiriera en la suya: la revolución».
Lo cuenta muy bien Cabrera Infante en Mea Cuba. Con Lezama Lima no osaron meterse porque lo temían: no llegaban a pillar su palabra, se les resbalaba, era mucho para esos cretinos elementales. Padilla fue cándido y enganchó con él a unos cuantos; toda responsabilidad ha de ir al tirano. La revolución siguió hasta la vergüenza total. Fidel Castro es uno de los nacionalistas, hispano en su caso, que más daño causaron. Parece que en la crisis de los misiles los soviéticos hubieron de frenarlo; él franquito tropical estaba por el armagedón nuclear.
¡Cuánto daño ha hecho el comunismo!
Ya te digo.
Más de treinta años desde que cayó el muro y después el mundo soviético y sus nefastas influencias (las del comunismo) parecen más vivas que nunca.
Yo creo que debería crearse una ONGA (ong anticomunista) o algo así para preservar la salud ideológica y política de la ciudadanía.
En fin, sigamos ojo avizor y luchando sin descanso contra el diablo rojo.
14 minutos dura PM, no 4.
Las reuniones en la Biblioteca Nacional fueron en 1961. En PM no salen milicianos pero en su «primera versión» sí -fue rodado a finales de 1960, principio de 1961 durante una gran movilización de las milicias ante la amenaza de invasión que se materializó en abril de 1961 (Invasión de Bahía de Cochinos – Victoria de Playa Girón)-, pero al comisario del canal de televisión para el que trabajaban los directores no le gustó el contraste.
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