Un Balzac posmoderno
En 1975 se publicaba La verdad sobre el caso Savolta, obra de un desconocido escritor catalán afincado en Nueva York y que respondía al nombre de Eduardo Mendoza. La trascendencia de esta novela en el momento de su aparición inicial no puede subestimarse. El relato mezclaba novela histórica y género negro. Tendía también puentes a la tradición de la novela picaresca (aderezada con unas gotas del esperpento de Valle-Inclán) y contenía dosis de crítica social, pero sin querer ser edificante ni resultar plúmbea. Por eso cayó como agua de mayo en un campo literario español que se debatía aún entre la Escila de la literatura social y la Caribdis del experimentalismo. Savolta participaba un tanto de las dos tendencias, sin poder englobarse por entero en ninguna de ellas. Se leía como una novela de las de «toda la vida» pero resultaba fresca, novedosa, y con las suficientes dosis de dificultad como para satisfacer a los críticos (es necesario llegar a las páginas finales del relato para entender el comienzo). También gustó, y mucho, a numerosos lectores. Hasta el punto de que en pocos años se la incluyó en los manuales de enseñanza de literatura en el bachillerato (el recientemente estrenado COU de aquel tiempo). Un par de generaciones de españoles la leyeron como parte del currículo de sus estudios preuniversitarios. Mendoza comentó con sorna años después que «en el banco, descubrí lo que es la gloria literaria». Su éxito, en fin, catapultó al autor a la fama, y lo convirtió en el más destacado representante del posmodernismo literario en la España de la segunda mitad del siglo XX.
Las propias declaraciones de Eduardo Mendoza sobre su arte de novelar son engañosas porque sugieren una espontaneidad que nunca ha sido tal, sino resultado del esfuerzo, la premeditación, la elaboración cuidadosa y un riguroso criterio artístico. Una impresión que también traiciona su evidente facilidad para narrar. Se nota que tiene una gracia natural para la narración y que disfruta contando historias. De la misma manera, su imagen pública de gentleman, siempre educado y correctísimo, en sus escasas intervenciones en los medios de comunicación, está en las antípodas de estereotipos como el del escritor atormentado o el autor asilvestrado y bohemio. Él, en cambio, siempre ha parecido un señor bienhumorado, que se divierte inventado historias, y que está encantado de la vida de que estas gusten al público.
Con los años, Eduardo Mendoza ha manifestado algo parecido a una particular poética de la novela, sosteniendo que la «novela de sofá», es decir, la novela convencional, había terminado. Lo hizo sobre todo en un artículo que publicó el diario El País en 1998, y que obtuvo una gran repercusión: «La novela se queda sin épica». Aunque no sea autor dado a esta clase de teorías o elucubraciones, Mendoza ha venido a sostener que en la era de la posmodernidad, o la «posvanguardia» como él prefiere decir, el lector ha descubierto los mecanismos del juguete novelesco, y que por eso ya no se puede ser ingenuo, porque ni los escritores ni los lectores lo son. Ya no vale la clásica imagen de Stendhal que sirvió para definir la novela decimonónica: la de un espejo que se pasea a lo largo de un camino y refleja tal cual la vida y la sociedad. En palabras de Eduardo Mendoza, la novela posterior a los años sesenta es un espejo que «solo refleja a una persona leyendo una novela». Una novela que, en mayor o menor medida, sea hija de Madame Bovary o del Ulises, debe ser consciente de sí misma, de su naturaleza de juego consensuado, de artificio hecho de palabras. Y, en efecto, el novelista barcelonés se constituyó desde el primer momento en uno de los más brillantes narradores posmodernos de nuestro país, desconfiando del realismo tradicional y revisando los géneros bajo la óptica de la parodia y la ironía, jugando con los viejos componentes y deformándolos a su antojo, combinando su don natural para contar una historia con la escritura libre que se apropia de los recursos de una miríada de tradiciones y subgéneros distintos.
La principal razón de su éxito ha sido la de saber contentar a casi cualquier tipo de lector: los lectores exigentes que disfrutan de la ironía y la inteligencia en una narración, o de una estructura compleja en la composición del relato que refleja la visión de un realismo modernizado, y, de la misma manera, ha complacido a aquellos que se deleitan con una historia amena, legible y llena de suspense. Mendoza supo intuitivamente que un error de la literatura española desde la posguerra era haber supuesto que la modernidad estética estaba reñida con la narratividad. Con el placer que experimentamos al leer una historia bien contada. Cuando lo cierto es que la mayoría de lectores gozamos en igual medida del qué y del cómo. Eso fue algo que ya sabían los narradores hispanoamericanos que irrumpieron en el mundo entero con tantísima fuerza a partir de la década de los sesenta, se llamaran García Márquez, Vargas Llosa, Borges o Cortázar. Según Mendoza, eso no fue algo descubierto a raíz de los tíos, primos y hermanos mayores venidos de Sudamérica, sino una lección crucial que aprendió en sus lecturas de Pío Baroja.
Otra de las marcas de la casa ha sido el uso constante del humor, la utilización de una tonalidad jocosa que ha dado a casi todos sus libros un aire burlesco. Así, el conjunto de la obra de Eduardo Mendoza es rico pero desigual, y comprende desde excelentes novelas bufas como Sin noticias de Gurb (1990), hasta las divertidísimas peripecias del detective loco Ceferino, que comenzaron con El misterio de la cripta embrujada en 1979, y se han alargado de manera intermitente durante más de treinta años, sin olvidar cosas como El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), desternillante sátira de la novela histórica y el thriller «cultural» a lo Dan Brown, pero también novelas decepcionantes y extrañas, como La isla inaudita (1989) o El año del diluvio (1992), o, sin necesidad de remontarnos demasiado en el tiempo, la más reciente saga protagonizada por el pintoresco Rufo Batalla, donde el escritor catalán ha ensayado una no muy conseguida crónica barojiana de la segunda mitad del siglo XX en la que ha intentado mezclar el tratamiento de temas de gravedad con el humor surrealista. Pero de entre toda su obra, hay dos novelas que se elevan por encima de las demás, aquel feliz relato inaugural que se publicó en 1975, y La ciudad de los prodigios, que, en 1986, supuso su consagración definitiva y con la que alcanzó la cumbre de su obra narrativa. Esta última es, sencillamente, una de las mejores novelas que se han escrito jamás en español.
Nacido en 1943, en la ciudad de Barcelona, Eduardo Mendoza creció en el seno de una familia burguesa, catalana pero de lengua castellana. Estudió en un colegio religioso, y después la carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona, donde compartió aulas con quien después sería su «descubridor» y editor, el poeta Pere Gimferrer. Habiendo ejercido la abogacía durante varios años, y sin estar satisfecho con aquella profesión, decidió dar un giro radical a su vida. Eso lo condujo a trabajar como traductor e intérprete en las Naciones Unidas y trasladarse a Nueva York a comienzos de los años setenta. Aunque le fueron bien las cosas en esta faceta de su vida profesional (llegó a ejercer de intérprete en el famoso salón oval de la Casa Blanca), su éxito como escritor le permitiría profesionalizar su escritura y dedicarse por entero a la creación literaria, regresando a España en el año 1982.
Estando todavía en Nueva York, vio como La verdad sobre el caso Savolta, publicada poco antes de la muerte de Franco, se convertía en un fenomenal éxito de ventas y era reconocida de manera unánime, llevándose el Premio Nacional de la Crítica en 1976. Aunque, visto con la distancia que dan las décadas transcurridas, el contexto no podía ser más favorable, con un público y una crítica deseosos de una renovación narrativa, y por eso Savolta se ha visto encumbrada en los libros de historia como «la novela de la transición», lo cierto es que las circunstancias en un primer momento no parecían demasiado favorecedoras: por lo visto la novela pasó un par de años en un cajón de Seix Barral, que no se decidía a publicarla por no ser lo bastante «formalista», hasta que el responsable literario de la editorial, Pere Gimferrer, sugirió una reducción notable del manuscrito (que en su versión original superaba los mil folios), la reorganización del relato y la supresión de numerosos personajes y tramas secundarias que poblaban la novela. Como era habitual aún en aquellos tiempos finales del franquismo, la censura impuso sus propias supresiones y cortes, e incluso cambió el título original que era Los soldados de Cataluña. La perspicacia nunca fue un atributo destacado de la censura franquista, que inverosímilmente entendió la alusión toponímica del título vetado como un guiño al separatismo catalán. Al contrario, la imagen que se da en la novela de los burgueses catalanes y de los arribistas que aspiran a serlo, es más bien negativa. De ahí el irónico íncipit de la novela, donde se cita un pasaje del Quijote que hace alusión a los numerosos bandoleros que rondan las cercanías de Barcelona. Tampoco el censor estuvo fino en su valoración literaria, ya que en el informe consideraba que el relato era un «novelón estúpido y confuso, sin pies ni cabeza».
La historia del relato está ambientada en la Barcelona de los años 1917-1919, durante el periodo de neutralidad política española en la Primera Guerra Mundial. Savolta es un industrial catalán dueño de una empresa fabricante de armas que se vendieron a los aliados durante la conflagración europea. El prohombre barcelonés es asesinado, y el negocio se ve abocado al desastre económico en un contexto social dominado por los conflictos laborales. Aquel crimen se sitúa en el centro de una trama compleja donde convergen distintas líneas narrativas, saltos temporales y frecuentes elipsis.
La primera parte de la novela se presenta como un montaje, o collage, en el que una multiplicidad de voces explica el «caso Savolta» desde su perspectiva y es el lector quien se ve obligado a ir organizando ese material plagado de saltos en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, la segunda parte de la novela está narrada desde el punto de vista de un narrador omnisciente que pone orden al perspectivismo anterior y que, poco a poco, permite ordenar cronológicamente los acontecimientos hasta llegar al desenlace final. Una historia que reconstruye Javier Miranda, el protagonista, desde la distancia temporal y geográfica, porque después de los sucesos narrados, este abandonó la ciudad de Barcelona y se instaló en Nueva York (como en un eco de la trayectoria vital del propio Eduardo Mendoza).
Miranda es el personaje principal de la novela: un chico vallisoletano recién llegado a Barcelona a la búsqueda de trabajo, con el afán de abrirse camino en la gran ciudad. El joven Javier Miranda, un personaje que remite tanto a la tradición de la novela picaresca como al clásico estereotipo del provinciano ambicioso de la narrativa del XIX pasado por el tamiz del Nick Carraway de El gran Gatsby, consigue empleo en un despacho de abogados y pronto conocerá al que será su mentor, el enigmático Lepprince, un hombre guapo, refinado y sin escrúpulos, que asciende dentro del escalafón de la burguesía barcelonesa al haberse casado con la hija del magnate Savolta, y espera heredar la inmensa fortuna de la familia. Su participación dará lugar al «caso Savolta» y sus intrigas palaciegas. De este modo, Javier Miranda irá viéndose envuelto en una historia de intriga, pistolerismo y en el fuego cruzado de la lucha anarcosindicalista contra la patronal en un periodo de la historia de Barcelona especialmente convulso. Así, La verdad sobre el caso Savolta tiene no poco también de novela histórica, de recreación de toda una época.
En efecto, la ciudad de Barcelona de los años 1917-1919 conoce un momento histórico de gran agitación social: luchas obreras por una mayor justicia social y mejores salarios y condiciones laborales, lo que provoca a su vez que la patronal responda echando mano de los sangrientos pistoleros a sueldo para terminar con los líderes sindicales y sembrar el miedo entre la masa obrera. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial como telón de fondo, la llegada de espías y agentes extranjeros de las potencias en conflicto complican todavía más la situación. Mendoza imagina y ficcionaliza, pero también incorpora lo real de la historia, como la huelga general revolucionara que tuvo lugar en Barcelona en 1919, la gran convulsión social y política que marcó la recta final del reinado de Alfonso XIII. Por todo ello, aunque sea un tópico decirlo, sí es cierto que el verdadero protagonista de la novela es la propia ciudad de Barcelona y el impresionante fresco panorámico que Mendoza construye, describe y al que insufla vida: un tapiz por el que desfilan pistoleros anarquistas, patronos sin miramientos, bellas gitanas, periodistas intrépidos, cazadores de dotes, aristócratas en decadencia, líderes obreros y políticos corruptos. Visto lo visto, se hace difícil refutar ese lugar común. Y es que en el imaginario de muchos lectores barceloneses Mendoza es nuestro Balzac irónico y posmoderno, dotado de un talento natural para la creación de mundos ficcionales que se nos antojan más reales y vívidos que la propia historia.
(Continúa aquí)
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¡Magnífico artículo, un placer su lectura!
Gracias!!
Esperando la segunda parte del artículo, mis felicitaciones al autor.
Agradecido por lo inteligente y ameno del Artículo, quiero más.