Cuando yo era una niña mi familia no pisaba el sur turístico de nuestra isla, Tenerife. Ya por entonces resultaba un espacio hostil, infestado de hoteles que apenas podían distinguirse unos de otros, calles sucias, altercados de turistas extranjeros en su mayoría y ese olor a bronceador barato que inundaba el aire. De la capital de la isla, donde vivíamos, a esa parte del sur hay apenas cien kilómetros en coche, pero en aquellos años el norte y esa zona de la costa (Adeje, Arona o Los Cristianos) constituían dos mundos distintos. Cuando algún conocido que viajaba a la isla nos preguntaba qué debía visitar durante su viaje le recomendábamos la costa norte o el sur no masificado: Anaga, el Teide, el Médano o Masca, pero jamás Adeje o Arona.
Visto ahora desde la distancia, sabiendo el debate abierto que pulula intensamente sobre el turismo de masas en Canarias (y en otros muchos lugares del mundo), y su relación directa con la pérdida progresiva de la identidad cultural y de los recursos naturales, me sorprende la naturalidad con la que los vecinos de esas zonas convivían con aquello. Tengo amistades que han vivido en Adeje las últimas décadas que jamás se quejaron. No digo que ya hace treinta años no hubiera malestar en determinados sectores o protestas varias, pero la mayoría de nosotros estábamos dormidos, aceptamos esa forma de entender el turismo como inevitable. Las autoridades políticas locales han venido repitiendo el mantra de: «Vivimos del turismo». Y era una especie de rosario impenitente que se te filtraba en la cabeza desde que tenías uso de razón. Era el paraíso, ¿qué podíamos hacer si no dejar que lo inundaran? Pobres europeos muertos de frío, que encima se dejaban sus dineros aquí. En esa falta de crítica social, hacer turismo resultaba una especie de derecho inalienable, que lugares hermosos, seguros y soleados debían sacrificarse para que otros pudieran ejercerlo.
Canarias recibió el año pasado alrededor de quince millones de turistas, que no se circunscriben ya a zonas concretas del territorio, sino que han ocupado otros muchos espacios de las islas. De tal forma que hay días que, en la calle Castillo de la capital, y debido a los grandes cruceros que arriban en el puerto de Santa Cruz, se escucha más inglés y alemán que castellano. Las calles principales se saturan de turistas que acuden en masa a las mismas franquicias de comida que están en sus países.
Las islas son un territorio pequeño, de recursos limitados, con un paisaje vulnerable que se desgasta con la masificación. La mayoría de estos turistas y (nómadas digitales, que ahora llaman a gritos las autoridades) no intentan sumergirse en la cultura, la gastronomía o las costumbres locales. De hecho, con frecuencia no preguntan si un lugar es un espacio protegido, entran dando por hecho que viene con el «todo incluido», y las multas que les ponen rara vez las pagan, porque cuando llegan ellos ya están en sus casas. Ya saben, hacer turismo es un derecho universal y sacarse un selfi en el Malpaís de Güímar o en Chinyero, por mucho que sean reservas naturales, es algo sin importancia, solo estarán un ratito, solo es una fotito y así nos promocionan la isla.
No, hacer turismo no es un derecho universal, y tal y como insisten desde hace tiempo los expertos, no puede estar por encima del bienestar de los habitantes de ese lugar. Además de explotar los recursos naturales de poblaciones como la canaria, otro problema resulta igualmente inquietante: la pérdida de la identidad cultural. Canarias, debido a su situación geográfica y a su historia, posee una cultura identitaria que durante décadas se fue diluyendo bajo la necesidad de agradar al turista, además de por propio desconocimiento y desinterés. Y tal vez ha llegado la hora de decir que no toda la responsabilidad es del turismo. Debimos haber entendido que ese mundo hostil que crecía en el sur de Tenerife o en el sur de Gran Canaria iba a acabar haciendo tambalear nuestro pasado y nuestro futuro. Yacimientos arqueológicos aborígenes que se destrozan en nombre de complejos residenciales para inversiones y residentes extranjeros. ¿Guanche? ¿Eso qué es, una nueva bebida de Starbucks? ¿Viborina triste? ¿Un culebrón de la tele?
Llegados a este punto es una misión casi imposible no invocar a César Manrique. Y el buen hombre estará probablemente harto de que le mentemos día sí y día también. «Se los dije», rezongará desde los cielos. Y sí, César, lo dijiste, estamos aprendiendo a palos.
Hace unos años acudí a una exposición sobre la vida de Manrique en el Espacio Cultural CajaCanarias. Entré al recorrido sola, eran los últimos días de la muestra y un horario tardío. Quedaban dos o tres salas para finalizar cuando me topé con una puerta cerrada. La abrí y entré a un rincón pequeño de paredes totalmente blancas, en el centro reinaba una silla vieja y encima un mono de trabajo manchado de pintura. Eran suyos, la silla y la ropa. Por los altavoces empezó a sonar su característica voz hablando sobre su visión del arte y la naturaleza. Me pilló por sorpresa escucharlo tan nítidamente, sola en aquel cuarto prácticamente vacío. Me puse a llorar. Sentí cierta nostalgia como cuando pierdes algo que, en realidad, nunca tuviste, y me invadió una sombra de culpa por no haber peleado por tener eso, lo que quiera que fuese. Justo en ese momento, se abrió la puerta y otro visitante apareció en el umbral. Me miró y lloró conmigo. Sí, amigo, sé por qué lloras. No te preocupes, no se lo contaremos jamás a nadie.
Vayamos ahora a cuestiones prácticas, antes de que el artista y activista lanzaroteño se canse definitivamente de escuchar nuestras amargas plegarias. ¿Cómo conseguir mantener el equilibrio entre recuperar y sostener la cultura local y permitir el turismo? ¿Es posible un turismo responsable, bien informado, controlado, que aporte beneficios económicos y, a su vez, que proporcione una dinámica cultural positiva a la comunidad? Existen buenos ejemplos de ello. El modelo turístico imperante en España desde hace más de medio siglo no parece ser una herramienta válida de futuro. Quince millones de turistas en un territorio fragmentado, de algo más de dos millones de habitantes conviviendo en un puñado de kilómetros contados, no resulta lógico. Recordemos que más allá nos cerca el mar. Y casi la mitad de esos dos millones estamos en Tenerife. «No hay cama pa’ tanta gente», cantaba Celia Cruz en el carnaval. Hagamos chascarrillo, permítanme eso a estas alturas. Y, sobre todo, reflexionemos juntos. Porque para los lectores más prosaicos que hayan alcanzado a leer hasta aquí les diré que no, tampoco estos lugares tan privilegiados turísticamente obtenemos grandes beneficios económicos, como habrán barruntado hace tiempo. Pero esta es una cuestión para otro tipo de artículos más sesudos que podrán encontrar si los buscan. Yo prefiero, vislumbrando el cierre, nombrar a José Saramago.
Saramago, como posiblemente saben, vivió dieciocho años en Lanzarote. La visión personal de un intelectual extranjero que perteneció (y sigue perteneciendo) a esta tierra parece pertinente en este contexto. Murió en la isla y fue un hombre comprometido hasta el final con su legado cultural arraigado siempre a su peculiar paisaje. Lanzarote constituyó un autoexilio que marcaría su devenir existencial. Y ese paisaje desnudo, salvaje, sin pretensiones previas ni siquiera de complacer, simplemente siendo, cambió hasta su manera de escribir. Un paisaje como ese nunca es un mero espectador de tu vida, es el protagonista. Contemplar su destrucción es una forma de muerte por desangramiento. «(Lanzarote) es como si fuese el principio y el fin del mundo».
Cuando Saramago llegó a la isla, Manrique ya había muerto. Fantaseo con las charlas que hubieran tenido en el Mirador del Río, por ejemplo. No me hagan mucho caso a mí, que no soy más que una periodista eternamente en ciernes, mejor escuchen las palabras de César. Y especialmente, presten atención, por si mañana donde quieran que vivan, por muy pequeños y tranquilos que sean sus encantadores pueblos, empiezan a oler a bronceador.
Me siento muy identificado con tu visión pasada y presente sobre el sur de Tenerife. El sur de Gran Canaria es igual. Es un mundo aparte, con núcleos de población dispersos que conviven dentro del «parque temático», que dicho sea de paso, es feo. Era feo hace cincuenta años y lo es ahora. Nunca he entendido a qué viene alguien del norte de Europa al sur de Gran Canaria o de Tenerife. Lo que se les ofrece a estos turistas, con esas urbanizaciones de apartamentos y hoteles cochambrosos, esos centros comerciales que se están cayendo a cachos (literalmente), es algo digno de estudio. Y es que siguen viniendo, solo con la excusa del buen clima. Se ha intentado corregir esa situación con nuevos modelos de alojamiento, con grandes hoteles lujosos, con el todo incluido más «guay» y más caro, pero si uno se da una vuelta por los alrededores de esos nuevos lugares, sigue siendo todo igual de feo. Es la trastienda, desorganizada, a medio hacer o a medio caer. Con todo eso, no me extraña que el turista habitual no sienta ningún interés por lo local. Si son capaces de aguantar todo lo que se le ofrece, les va a importar muy poco lo que hay aquí. Lanzarote es un intento de corregir eso, o eso creo que era la idea de Manrique, pero ya ni eso. Estamos sentenciados. Cero riqueza, cero recursos naturales y ni rastro de la cultura.
Me gustaría agradecer todos los comentarios aquí expuestos. Pero especialmente quería contestar al tuyo, Octavio. Porque algo de lo que escribiste me resonó totalmente: «la trastienda». Lo define muy bien. Está claro que el turismo es riqueza y cultura si se enfoca bien. Turismo rural, cultural… El de sol y playa tampoco es intrínsecamente perverso, pero claro de forma masiva en un territorio como el nuestro es de complicado equilibrio, y corresponde a las autoridades llevarlo a cabo. Es un debate abierto muy interesante e importante, y ojalá se aporten ideas y soluciones desde cualquier punto de vista, sea el que sea. Un saludo.
Ay! Qué bien retratadas las preocupaciones de los canarios que ahora nos encontramos entre la más que necesaria protección a nuestras preciosas islas y ese turismo de masas que dicen que nos da de comer. Nos duele ver la naturaleza esquilmada para favorecer la satisfacción inmediata de un selfie impactante. Estupendo artículo.
Excelente artículo, no cabe duda de que si artistas y escritores como Jesús Soto, Saramago y Manrique que más allá de su genial obra, fueron unos activistas y luchadores por el equilibrio, la naturaleza y la sostenibilidad vieran como no hemos aprendido nada de nuestros errores, sino que lo hemos agravado, se les estaría hirviendo la sangre. Y todo por un puñado de dinero para un pisco ( permitanme utizar canarismos es lo poco que les queda por quitarnos) de políticos y empresarios que han vendido, explotado y comprado
voluntades en una tierra que no pertenece a ningún canario, pues ya a mi edad me ha quedado claro que deberíamos estar para disfrutarla, cuidarla y mejorarla para la próxima generación.
Orgulloso de los canarios que domesticaron el viento y los volcanes para ayudar a transformar la naturaleza en la Geria y no a los que llenaron los barrancos de hoteles.
Orgulloso de aquellos que se encaraman a lo alto de una palmera para sacar su guarapo en equilibrio con la naturaleza, no a los trepas que por un cargo solo dejan tierra quemada.
Orgulloso de aquellos que su amor, cuidado y dedicación para con su ganado, su tierra y mar no es sólo en período electoral.
Y podría seguir con mucho más, pero el ejemplo que más le haría daño a Manrique si siguiera con nosotros, sería su propia fundación, que se ha politizado. En Lanzarote más concretamente en Playa Honda, el gobierno quiere hacer una carretera nueva ocupando más espacio en una zona protegida y de valor medioambiental, dicho en informes por sus propios técnicos y rechazando otras propuestas menos invasivas. Esto ha hecho que asociaciones ecologistas y ciudadanos pongan el grito en el cielo, pero la que años atrás era el látigo de los corruptos, especuladores y políticos, siguiendo el espíritu de Manrique, ha caído en un mutismo políticamente selectivo, ni más ni menos que la Fundacion César Manrique.
En fin si has leído hasta aquí perdón por la matraca.
Leyendo su sabio artículo y aunque no soy Canaria, me entristecen los acontecimientos de las Islas Canarias por el turismo incontrolado. Llevo viviendo 11 años en Lanzarote y trabajo con ese turismo «de masas y sin escrúpulos».
Ese turismo no trae prosperidad económica a las bellas islas Canarias. Los negocios están en bancarrota y los hoteles no están en condiciones de pagar unos salarios dignos a sus empleados.
El verano pasado visité la Palma y el Hiero donde pude disfrutar la belleza de los paisajes y la cultura Canaria sin estar pisoteada por el turismo masivo. Espero que las demás islas encuentren una manera de recuperar su identidad antes de ser destruidas por completo.
Que sostenibilidad ni ocho cuarto Manrique fue un vividor que no sabía ni dibujar y que no dio un palo al agua en su vida y gracias a los peroflauticos ( vividores igual ) se foro
Sostenibilidad y mucho menos hotel pero no proponemos nada más creamos riqueza de mirar el volcán y de ir a la playa por mi niña que paso y mira que guía soy por qué soy canario hipócritas
Después si queremos buen trasporte buenos conciertos billetes de avión baratos porque vivo en el paraíso pero quiero salir para sacar fotos para insta
Antes que digan nada vengo de una de las familias que fundó el pueblo de pescadores que era playa blanca
Amén, hermana.
Estuve en Senegal este año y m decían q era muy educada. Claro, antes muerta que guiri!.
Un abrazo desde La Laguna
Un despropósito de artículo, se mire por donde se mire. En primer lugar resulta que el sur de la Isla, Adeje-Arona, es un espacio hostil, pues no lo parece ya que a la mínima que nos topamos con un puente festivo la población local «inunda» ese «espacio hostil» para «disfrutar de esos horribles hoteles». Las calles sucias, no es cierto, me atrevo a decir que la limpieza de sus calles está por encima de muchas otras ciudades turísticas y de lejos mucho más limpias que otros municipios de la isla. ¿Qué le decimos realmente a los que nos visitan?, pues que si quieren desconectar o descansar que lo mejor es el sur y encima hace mejor tiempo, si tienes dinero hay una amplia gama de hoteles a elegir. Si por el contrario quiere conocer a fondo la isla, hacer algo de turismo activo pues hay otras opciones. Para mí el mejor plan a 10 días es quedarse en el sur e ir visitando el resto de sitios, la otra opción más económica, con peor tiempo, es el Puerto de la Cruz. Volviendo al topicazo del Turismo de Masas, tiene un tufillo a clasista, que no vengan los pobres, sólo los ricos, eso sí, si los precios están caros en nuestros puentes festivos también nos quejamos. Pero es que no es cierto, en el pasado lejano se construyeron apartamentos modestos, pero en la actualidad la oferta alojativa se enriquece y diversifica, basta un vistazo a booking, además de contar con «la milla de oro» y quizás la mayor concentración de hoteles de lujo de 4 y 5 estrellas de toda Europa. Sí, podemos presumir y disfrutar de esto y también que disfruten los que nos visitan. Resulta pues que la gran mayoría de visitantes, no sólo británicos alcohólicos, decide hospedarse en ese «infierno hostil» tan atractivo para todos. Otro tópico es la pérdida de identidad, ¿en serio que perdemos nuestra identidad por los turistas? es decir nuestro desdén por el silbo gomero, nuestro patrimonio histórico olvidado de la mano de dios o nuestro complejo de inferioridad que nos lleva a usar el lenguaje neutro… resulta que es culpa del turista que viene a broncearse (con bronceador barato), ¿en serio? ¿en serio que nuestra «pérdida de identidad cultural» se ha debido a «la necesidad de agradar al turista»?. La realidad es que los nuevos museos etnográficos y gran parte del patrimonio cultural y arqueológico se ha potenciado precisamente por el impulso del turismo que precisamente demanda este tipo productos. Revisen los listados de visitantes y se llevaran una sorpresa. Queda muy bien ese elitismo cultural para criticar el que se va a la piscina y pasa de los museos, mirémonos a nosotros mismos ¿Qué ocupa la mayor parte de nuestro tiempo en las vacaciones de verano?, pues sí la piscina, la playa y el ocio y también los museos y la oferta cultural, pero si se deja la visita cultural para otra ocasión no pasa nada, no nos flagelamos, pues bien no flagelemos nosotros tampoco al turista. Los turistas nos visitan, no nos inundan, a lo mejor molesta que la playa de Fañabé esté llena de gente, lo mejor es que estuviera sola para nosotros, una especie de «only local» rastrero, ¿el problema? sin turismo probablemente no tendrías esa playa. Luego resulta que los turistas van a las mismas franquicias que existen en sus países, pues bien es una generalización absurda ya que la gastronomía también es un activo turístico, pero también es una cuestión práctica, si sólo vienes de ocio a estar en la playa y salir de noche pues un Mc Donald o un Starbucks son soluciones válidas, que siendo sinceros nosotros también usamos en algún apuro cuando viajamos a cualquier destino. Y por cierto también es economía, también pagan impuestos y generan empleo. El artículo intenta, sin éxito, usar la falacia del hombre de paja para intentar hacernos creer que «El Turista» es ese ser malvado que nos viene a destruir, ¿Cuál es la realidad? que las peleas, las borracheras o incluso el daño a los ecosistemas y espacios protegidos son una excepción (cada vez más frecuente) pero que son cometidos tanto por turistas como por locales, o ya no nos acordamos de la bolsita de plástico cuando el Teide está nevado. Hay afirmaciones para enmarcar: «tampoco estos lugares tan privilegiados turísticamente obtenemos grandes beneficios económicos», no sé ni cómo calificar esta «incultura económica», quizás el consejero de Hacienda nos podría aclarar esta afirmación de la periodista, que los quince millones de turista no tienen impacto económico, flipante. Voy acabando ya, te preguntarás porque he redactado todo esto, porque me enerva esta parálisis mental que nos entra cada vez que debatimos sobre el turismo y caemos una y otra vez en los mismos tópicos de siempre sin un mínimo de racionalidad. Un populismo barato del que se alimentan muchos políticos y un tema muy jugoso que se usa para «ir de interesante», como los típicos cínicos que dicen «yo soy un viajero no un turista». Me molesta porque encima es un medio nacional que exporta una visión simplista y falseada de la realidad. Al igual que el artículo, voy a terminar mencionando al gran César Manrique, si hicierámos un ensayo mental y el año 1976 lo trasladáramos a la actualidad, con esta vorágine populista ¿creen ustedes que le permitirían a César Manrique construir esa insignia del turismo nacional como es el Lago Martiánez a costa de los charcos con rica biodiversidad marina? ¿no habrían malvados constructores con intereses? ¿Se perdería identidad cultural al cambiar el charco de los piojos por una infraestructura tan grande que invita a la visita del extranjero?.