De tu belleza soy tan ajeno
como de las crines de los caballos y las cascadas.
Este es mi último catálogo.
Respiro sin aliento
Te quiero, te quiero y dejo que te muevas para siempre.(«Las flores que dejé en la tierra», Leonard Cohen)
La belleza hace sentir del tamaño de un botón: pequeño y atrapado en alguna parte; en una mano, en una caja de costura o en la solapa de un abrigo, desprovisto de herramientas para desatarse a sí mismo. La mera idea de la hermosura aterra, deslumbra, resquebraja por dentro y descubre a quien la aprecia mortal y vulnerable por todo eso que no alcanza a comprender. Tanto es así que el filósofo Eugenio Trías comienza su ensayo Lo bello y lo siniestro citando dos frases que juntas se entienden mejor y que vienen a decir que, en palabras del autor, «lo siniestro constituye condición y límite de lo bello»: «Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar», de RainerMaría Rilke y «Lo siniestro (das Umheimliche) es aquello que, debiendo permanecer oculto se ha revelado», de Schelling.
En definitiva, la belleza es sobrecogedora y el ejercicio de intentar atraparla no es un acto de dominación, sino de sumisión. Supone mirarla de frente sabiendo que nunca se quedará entre los brazos. En obras de uno de los mayores estetas de esta generación, Paolo Sorrentino, como La gran belleza y The New Pope, la bandada de flamencos volará hacia otro lugar, la jirafa es solo un truco y el hijo yaciendo a los pies de La Piedad será trasladado a su sepulcro. Aquellos que tienen como propósito en la vida buscar la belleza saben que será una persecución desde la lejanía, un avistamiento con prismáticos como en El leopardo de las nieves (Marie Amiguet y Vincent Munier).
Quien pretenda inmortalizarla, como Sophie con su cámara durante aquel verano con su padre en Aftersun (Charlotte Wells), sentirá pesar porque se quedará para siempre confundida entre sus recuerdos y los de su grabadora. Los que anhelen huir para vivir sumergidos en ella, como los protagonistas de Dolor y gloria (Pedro Almodóvar), se verán obligados que finalizar sus viajes y volver a sus respectivas ciudades. Quienes desean admirarla, aunque sea un poquito, son conscientes de que, de la misma manera que los protagonistas de In the Mood for Love (Wong Kar-wai), se cruzarán por las escaleras, coincidirán en cafeterías y restaurantes e incluso llegarán a bailar juntos, pero nunca se quedará. Amar la belleza es condenarse al idilio platónico.
Según Umberto Eco en Historia de la belleza, lo maravilloso —o lo bello — tiene una forma voluble que cambia en función del contexto, de la época y de los ojos que la miran, pero puede residir en lugares tan dispares como los héroes, los cuerpos, las ruinas, la naturaleza, la razón y hasta lo monstruoso. De cualquier manera, la belleza no habita en lo programable, sino en instantes escogidos por ella misma. Nunca se consigue apreciar cómo abandona la sala igual que tampoco es posible detectar el momento en que la manija del reloj cambia de lugar; cuando se vuelve a mirar ya está en otra parte.
Se pueden invertir millones de euros en construir una casa diseñada al dedillo para el futuro huésped, decorarla con muebles personalizados y alfombras artesanales, perfumarla con varillas de lilas, peras y magnolias, comprar las mayores exquisiteces para llenar esa nevera a punto de estrenar, abrir un champán para inaugurarla y encontrar al mirarla que, por mucho esfuerzo que se haya dedicado, no es bella. (Además, será por casas horteras).
La belleza probablemente esté en la emoción de un niño pequeño que derrapa por las esquinas asistiendo ansioso a abrir los regalos el día de reyes, o en el revuelto de estómago que siente al acostarse la noche anterior, pero no en lo que experimenta cuando los mira a todos descubiertos. El hechizo ya se ha roto.
Todo esto viene a decir lo mismo que se recoge en la idea inicial: «La belleza sin referencia a lo siniestro, carece de fuerza y vitalidad para ser bello», que decía también Eugenio Trías. El problema viene de considerar que esa natural reducción de serotonina y adrenalina es síntoma de mal augurio y de pesadumbre. Triste, un poco. Nostálgica, quizás. Pero negativa, no.
El dolor en la belleza, la herida de Eros
En el vientre de la belleza no hay sitio que ocupar. Morar en ella conduciría a un estado de desorientación similar al que se experimenta cuando uno se enamora. Apenas se consigue comer, se descuidan las tareas diarias y se aparcan las obligaciones y los deberes porque durante un par de meses todo gira en torno a ese otro rostro que mira y abrasa. Al igual que con el síndrome de Stendhal, los latidos cardiacos se agolpan en el interior de la caja torácica, aparecen los mareos, la confusión y, aunque no se tengan alucinaciones, sí que se pasa gran parte del día soñando despierto.
De hecho, se encuentran grandes similitudes entre el Eros —amor erótico o deseo—, y la anatomía de la propia belleza. Esto es posible advertirlo en dos grandes citas de la historia de la cultura tan interesantes como intensas.
La primera la escribió Stendhal para explicar qué sensaciones dieron lugar al famoso síndrome que lleva su nombre: «Yo estaba en una especie de éxtasis, por la idea de estar en Florencia, cerca de los grandes hombres cuyas tumbas había visto. Absorto en la contemplación de la belleza sublime… Llegué al punto donde uno encuentra sensaciones celestiales… Todo hablaba tan vívidamente a mi alma. Ah, si pudiera olvidar. Tenía palpitaciones del corazón, lo que en Berlín llaman «nervios»». La segunda pertenece a los versos de la poeta griega Safo, expresando cuánto malestar le causaba el deseo: «De nuevo Eros que desata los miembros me hace estremecer, esta bestia dulce y amarga contra la que no hay quien se defienda».
Por tanto, de la misma manera que en las cajetillas de tabaco avisan de que su consumo es perjudicial para la salud, también resulta dañino pretender vivir en un constante estado de gracia. De hecho, se han cometido auténticas barbaridades en la realidad y en la ficción en nombre de lo maravilloso. Solo hay que recordar cómo en la segunda temporada de The White Lotus (Mike White), la mafia italiana decoraba sus (asombrosos) palacetes gracias a la sangre que manchaban sus manos: «¿No morirías por la belleza?», le preguntaba Quentin (Tom Hollander) a Tanya (Jennifer Coolidge), sabiendo que terminaría intentando asesinarla por motivos tan ambiciosos como lo sublime y el deseo.
Pretender habitar en la belleza conlleva arrebatarle el espacio a todo lo demás. No permite conocer a los interesantes parientes de la misma: lo agradable, la ternura, la comodidad, lo sutil, el equilibrio y la calma, entre otros. La belleza y la pasión son ángeles de la guarda que, de vez en cuando, asoman la cabeza tras la jamba de la puerta para guiñar el ojo y brindar esperanza, ilusión, batería, gasolina y pulso, pero también pequeños demonios que recuerdan que el humano es un animal vulnerable, frágil y desnudo.
En cambio, los allegados de la hermosura son sostenibles en el tiempo. No son fruto de la instantaneidad y, a pesar de que son muy difíciles de encontrar, sí que se pueden abrazar, tocar y oler. Hay quien considera que estos familiares son una medicina para no echar de menos la belleza y, para qué mentirse, es posible que en parte tengan razón. No obstante, merece la pena recordar que son quienes amortiguan las caídas. Probablemente ni Eros ni la belleza fueron los que sostuvieron a Frank y a Bill durante tantos años en ese demoledor tercer capítulo de The Last of Us, (Craig Mazin y Neil Druckmann), pero encontraron fresas con las que brindar y celebrar su compañía en el fin del mundo. Y es que, efectivamente, la belleza equivale al deseo y no al amor.
Igualmente, todo hijo de vecino necesita que cada equis tiempo den señales de vida, ya que ambos tienen una razón de ser: ofrecer aliento. Sin embargo, del mismo modo que llegan, desaparecen. De hecho, sobre el deseo escribe Anne Carson en Eros dulce y amargo que el momento en el que comienza es muy difícil de encontrar, hasta que es demasiado tarde.
Quizá tanto la belleza como el deseo son algo parecido a la sensación que se tiene cuando uno se despierta por la mañana tras haber tenido un sueño encantador al que se quiere regresar y no es posible. Se cierran los ojos y se finge que se sigue dormido, pretendiendo engañar a Morfeo y volver donde la historia se había quedado, como se hace con las series y con las películas. Se repite este ejercicio varias veces y siempre se queda uno a las puertas de conseguirlo, por lo que, tras varios intentos, se termina desistiendo y se recurre a la fantasía:
«¿Te imaginas que…?».
Entonces comienza la escena que uno mismo inventa, pero la belleza, como siempre, ya se ha marchado.
Pingback: Bailar con la belleza y (no) verla marchar - Frases de Amor
Muy hermoso!
Pingback: Sometimes a coffee 39 – Klepsydra