Ocio y Vicio Eros

Strip/Tease: una historia del striptease descubierta velo a velo (2)

striptease 2
Lili St. Cyr. (DP)

Viene de «Strip/Tease: una historia del striptease descubierta velo a velo (1)»

Tercer velo: el nacimiento del burlesque

No era solo el atractivo sexual de las bailarinas de burlesque lo que rebasaba los límites sociales, sino su capacidad para sonreír, responder a la mirada del público y dirigirse a él directamente. (Jacki Willson)

A mediados del siglo XIX se popularizaron los números de variedades dedicados a entretener a las clases medias y bajas mediante la parodia burlona de óperas, obras teatrales y otras representaciones de la alta cultura. Así nació el burlesque, un espectáculo de canciones, bailes, chistes y juegos malabares. En 1868 la troupe itinerante de burlesque The British Blondes, formada y dirigida solo por mujeres, causó sensación en Estados Unidos al mostrar showgirls cantando, bailando, divirtiéndose y burlándose del mundo y de sus propios espectadores. 

En paralelo, los espectáculos desnudistas proliferaron en clubes, teatros y bares de mala nota. El más famoso, una pantomima muda de dos minutos, se llamaba Le coucher d’Yvette. La protagonista actuaba como si el público no estuviera presente: se quitaba de forma natural guantes, sombrero, corsé, medias y camisa, quedándose en una especie de camisón y acostándose. No parece un argumento trepidante, pero se convirtió en un éxito masivo al apelar al instinto voyeur del que observa sin ser visto un momento de intimidad. 

Algunos de los primeros clips grabados en el kinetoscopio de Dickson y Edison fueron estos números desnudistas, que pueden encontrarse hoy fácilmente por internet. Mi favorito es Trapeze Disrobing Act, filmado en 1901, en que la musculosa acróbata Charmion se desnuda mientras hace cabriolas sobre un trapecio. También es interesante What Happened on 23rd Street, de ese mismo año, en el que un golpe de viento le levanta las faldas a una mujer que se anticipa cincuenta años a Marilyn Monroe.

Las primeras décadas del siglo XX vieron el auge del cabaret. En el Berlín creativo y febril de la República de Weimar, bailarinas como Valeska Gert o Anita Berber revolucionaron la danza con números en que se arrancaban la ropa entre arrebatos pasionales. «¡Anita Berber baila el coito!», describió Klaus Mann entre escandalizado y fascinado. En el Foliès Berger parisino, Joséphine Baker deslumbraba al público con su famosísima faldita de plátanos, y en el Ziegfield Follies de Broadway decenas de coristas con complicados disfraces realizaban bailes cada vez más atrevidos. 

Aprovechando el éxito de los espectáculos de revista, una familia de empresarios judíos llamada Minsky tuvo la brillante idea de fusionar la comedia burlesque, de gran tirón popular, con los elaborados y caros bailes de las Zigfield Follies. Crearon así un tipo muy particular de espectáculo que era a la vez barato, picante y lo suficientemente artístico como para interesar a las clases medias. Tal como se cuenta en la comedia de William Friedkin The night they raided Minsky’s, una noche de 1917 una bailarina llamada Mae Dix empezó a quitarse distraídamente la ropa antes de salir del todo de escena. Cuando el público empezó a aullar y aplaudir, Dix sonrió, volvió al centro del escenario y continuó desnudándose hasta que la policía irrumpió en el teatro poniendo fin al número. Los Minsky vieron ahí una oportunidad y dieron órdenes de que el «accidente» se repitiera cada noche, inaugurando así un ciclo de desnudos, denuncias, detenciones y escándalos que les haría inmensamente ricos. El burlesque de Minsky dio forma al striptease como combinación de baile, comedia y desnudismo lento, calculado para provocar (tease) y enfervorizar al público. Los números se fueron volviendo cada vez más elaborados. La etérea Sally Rand, por ejemplo, enloquecía al público desnudándose grácilmente tras dos enormes abanicos de plumas de avestruz, o apareciendo y desapareciendo tras una enorme burbuja semitransparente. 

El escenario estaba listo para la aparición de las primeras grandes reinas del burlesque, diosas que convertirían el striptease en un espectáculo de masas. Mi favorita de entre todas ellas es Gypsy Rose Lee, y me fascina lo suficiente como para dedicarle una sección entera de este monográfico. 

Cuarto velo: Gypsy y el encanto de la Pitufina morena 

No estaba desnuda, sino envuelta de pies a cabeza en la luz azul del proyector. (Gypsy Rose Lee, al ser detenida por la brigada antivicio)

Gypsy Rose Lee nació en 1911 como Rose Louise Hovick. Fue una niña rebelde y sarcástica, lectora voraz y estudiosa autodidacta: una Lisa Simpson de principios de siglo. Su hermana June fue considerada siempre la guapa de la familia, mientras que Rose tenía la cara muy bonita pero pocas curvas, pecho más bien plano y poca habilidad para el canto y el baile. ¿Cómo consiguió entonces convertirse con los años en uno de los ídolos eróticos más populares de América? Fácil: gracias al sex appeal que le daba su inteligencia.  

Rose no tardó en hacerse un hueco en el mundo del espectáculo. En sus actuaciones, con nombres como No puedo desnudarme con Brahms o La educación de una stripper, dejaba caer chistes y juegos de palabras sobre música y literatura mientras lanzaba al suelo uno a uno los alfileres que sujetaban su traje. No se quitaba ni la mitad de ropa que otras stripteasers de la época y podía pasarse diez minutos sacándose un guante, pero triunfaba gracias a su encanto y carisma. Gypsy era ingeniosa y acostumbraba a dar respuestas rápidas; uno de sus placeres preferidos era ridiculizar con crueles sarcasmos a quienes ponían en duda su inteligencia.

Su humor judío y sus referencias a la religión («Dios es amor, pero que te lo diga por escrito») la convierten en cierto modo en antecesora de Woody Allen. En cierta ocasión el periodista John Richmond la bautizó como «la stripper intelectual», en un artículo algo cateto en que consideraba una maravilla que una mujer que se desnuda en público pudiera tener cultura. «A pesar de que Gypsy necesita solo siete minutos para su aclamado striptease, ha admitido que le costó siete semanas abrirse paso a través de El capital de Karl Marx». No queda claro si al articulista le parece mucho tiempo o poco, pero yo creo que no está nada mal. Durante toda su vida Gypsy se propuso unir el mundo del burlesque con el de la bohemia literaria de izquierdas, pero se encontró a menudo despreciada e ignorada por ser mujer y bailarina.

Otro ilustre metepatas, el pintor húngaro Marcel Vertés, afirmó que era «tan lista como las mujeres feas». Cuando Gypsy se quejó del sexismo implícito en la frase, un azorado Vertés usó la borbónica excusa de que no se le había interpretado bien porque aún no dominaba el idioma. Pero se le había entendido perfectamente; la sabiduría popular, casi siempre más popular que sabia, cree a menudo que toda mujer sexi es forzosamente tonta. Hay quien ve en esta consideración de que una mujer no puede ser guapa y lista a un tiempo un atávico mecanismo de defensa masculino, como vimos al hablar del mito de Salomé. En palabras de la escritora Margaret Atwood, «es un enfoque algo freudiano: las mujeres que son demasiado activas o demasiado inteligentes no deben además desnudarse, porque si lo hacen los hombres pueden despertarse una mañana y encontrar su cabeza en una bandeja».

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Gypsy Rose Lee (DP)

Me voy a permitir una digresión más pertinente de lo que pueda parecer. En 1966 se publicó en Spirou una significativa historia de los Pitufos. En ella, Gargamel crea a Pitufina a partir de una figura de barro y la envía al poblado de los pitufos, habitado solo por varones, con la misión de romper su armonía. Esta pitufina-mujer fatal es morena, inteligente y malvada, y logra sin mucho esfuerzo introducir los celos y la discordia entre los pitufos. Sin embargo, termina fascinada por el protocomunista estilo de vida pitufo, y confiesa su origen a Papá Pitufo diciéndole que desea convertirse en «un pitufo de verdad» es decir, en un Pinocho azul y con curvas. Papá Pitufo se encierra con Pitufina en su laboratorio y realiza una complicada y misteriosa operación-exorcismo que dura toda la noche. Al salir del laboratorio, Pitufina luce una larga cabellera dorada, un carácter expansivamente alegre y un estilo prototípico de rubia tonta. Viendo el resultado, es inevitable preguntarse si la operación de Papá Pitufo consistió en una lobotomía tapada por una peluca rubia. 

Pero volvamos a los intentos de Gypsy por entrar en el mundo intelectual entre striptease y striptease. A finales de los treinta se mudó a una comuna literaria junto a Carson Mc Cullers, W. H. Auden y otros escritores famosos de la época. Fascinada por sus historias sobre el mundo del espectáculo, McCullers convenció a Gypsy para que escribiera un libro. El resultado fue The G-String murders (Los crímenes del tanga), novela policíaca publicada en 1941 y protagonizada por las chicas de una compañía de burlesque. A diferencia de lo habitual en la novela negra, las mujeres protagonistas son presentadas como personajes de carne y hueso y no como femmes fatal, mujeres descarriadas, chicas fáciles u otros arquetipos facilones. El libro fue adaptado al cine en 1943 con el título algo más suave de Lady of Burlesque y Barbara Stanwyck de protagonista. Curiosamente, aún hoy en día hay encendidos debates sobre si fue realmente Gypsy quien escribió el libro o lo hicieron sus amigos George Davis o Craig Rice por ella. Es inevitable sospechar que tras estas teorías se esconda una cierta incredulidad ante el hecho de que una stripper pueda escribir bien y acceder por tanto a un cierto reconocimiento intelectual. En cualquier caso, The G-String Murders es una lectura apasionante. No abundan las novelas negras con tanta presencia femenina en argumento y enfoque, ni siquiera hoy en día: me viene ahora a la cabeza A la cara, publicada por Es Pop Ediciones y escrita por Christa Faust. Como The G-String Murders, está protagonizada por una productora y actriz de películas porno, otra mujer que se mueve en los márgenes del sistema y los límites de la respetabilidad.

El tema de la respetabilidad preocupaba bastante a Georgia Sothern, amiga de Gypsy, que buscaba una palabra para describir su arte sin las connotaciones negativas de la palabra stripper. El escritor H. L. Mencken propuso ekdysiasta, procedente de ecdisis, el proceso por el que serpientes o pájaros cambian de piel o plumaje. La palabra entusiasmó a Sothern, que no tardó en fundar la Society of Ecdysiasts, pero dejó más bien fría a Gypsy, que odió una metáfora que equiparaba su arte a una actividad fisiológica animal («¡nosotras no tenemos plumas que perdamos en la muda!»).

Sin embargo, al final no fue necesario un cambio de nombre artificial para ganar un cierto aire de respetabilidad. En los cuarenta, el striptease pasó a ser considerado un espectáculo decadente pero chic y, sobre todo, glamuroso. De esto último fue responsable otra bellísima diosa del burlesque a la que vamos ahora a conocer.

Quinto velo: el lánguido abandono de Lili St. Cyr 

En ocasiones un hombro entrevisto a través de un largo camisón de satén resulta mucho más sexual que dos cuerpos desnudos en una cama. (Bette Davis)

Hay muchas teorías sobre por qué la hermosa y rubia joven Willis Marie Van Shaak eligió el nombre artístico de Lili St. Cyr al convertirse en stripteaser, pero mi favorita es la que apunta a la homofonía con sincere, es decir, sincera. Y es que Lili siempre fue muy honesta consigo misma y con sus objetivos en la vida; mientras que Gypsy sentía una genuina afinidad con el mundo del espectáculo, Lili nunca se lo tomó muy en serio y lo vio como un simple negocio. Siempre supo sacar ventaja a sus debilidades. Paralizada por el miedo escénico e incapaz de hilvanar las sarcásticas réplicas de Gypsy, utilizó como arma el silencio. En sus primeros números en el Music Box de San Francisco paseaba entre el público sin hablar ni sonreír, proyectando un aura de elegancia, glamur y lánguida belleza. Al ir cogiendo confianza desarrolló números de striptease que se convirtieron en éxitos arrolladores. Por su estilo orgulloso y distante le sentaban como anillo al dedo los papeles de senadora romana o diosa de la jungla, además de la inevitable Salomé… Lili conseguía que cualquier disfraz resultase más elegante que cursi.

En 1946 Rita Hayworth dejó boquiabierta a toda una generación con su mítico striptease en Gilda, y eso que solo tuvo oportunidad de quitarse los guantes al ritmo de «Put the Blame on Mame» antes de que dos hombres bienintencionados evitasen que siguiera desnudándose. Lili St. Cyr incorporó con éxito los manierismos de Hayworth a sus números, volviéndolos aún más glamurosos. En sus espectáculos fueron apareciendo prendas carísimas, zapatos de tacón de marca y elementos de atrezo cada vez más lujosos; en su famoso número Un interludio vespertino Lili salía radiante de una bañera de plata pura.

Como reina del burlesque Lili era deseada y admirada. Una de sus fans era una joven actriz de pelo castaño y voz aguda llamada Norma Jean, que al conocer a St. Cyr quedó tan impresionada por su estilo que empezó a imitarlo. Su forma de vestir, de hablar, sus gestos y su actitud a la vez provocativa, elegante e ingenua… Marilyn Monroe aprendió de Lili St. Cyr a convertirse en una diosa sexual. 

Con el esquizofrénico estilo de los años cuarenta y cincuenta, Lili alternaba premios y reconocimiento público con insultos y detenciones por inmoralidad. En 1951 fue llevada a juicio por exhibicionismo, y de su caso se encargó un abogado especializado en famosos llamado Jerry Giesler. Durante el juicio Lili afirmó que su número era refinado y elegante, nada obsceno. Giesler ridiculizó a la acusación con trucos propios de Ally McBeal: pidió sin éxito que el jurado estuviera formado por doce strippers, exhibió un tanga y un sujetador como pruebas A y B y estuvo a punto de jugar la carta Friné, pidiendo a St. Cyr que reprodujese el número de la bañera ante el tribunal para que el jurado comprobase que era realmente artístico. 

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Lili St. Cyr. (DP)

Lili fue absuelta, pero el ataque incesante de moralistas y censores acabó afectando a su autoestima («no me gusto mucho a mí misma», diría años más tarde). Las redadas, detenciones y juicios eran continuos, y a la pobre Sally Rand llegaron a detenerla cuatro veces en un mismo día. Estos incidentes afectaban a cada stripteaser de un modo diferente, y mientras que a Gypsy le sirvieron de inspiración para sus novelas, a Lili le deprimieron cada vez más. En la larga entrevista televisiva que concedió a Mike Wallace en 1957 se la ve genuinamente sorprendida ante tantos ataques, y los racionaliza como una forma en que políticos y censores prosperan a costa del débil.

La entrevista muestra a una mujer triste, desencantada e infeliz. Su vida privada fue tempestuosa: seis matrimonios, un número indeterminado de amantes (entre ellos Orson Welles y Anthony Quinn), varios intentos de suicidio, una adicción a los somníferos y la heroína… Su mayor sueño era retirarse del mundo del espectáculo y vivir una vida tranquila, lo que consiguió en sus últimos años con un negocio de lencería. Y sin embargo, su herencia ha llegado hasta nuestros días. Una cadena invisible conecta a Lili St. Cyr, Marilyn Monroe, Dixie Evans, Madonna y Lady Gaga, cada una con su propia idiosincrasia alimentada de una fuente común. Y cuando el personaje de Susan Sarandon en The Rocky Horror Picture Show alcanza el éxtasis definitivo, cantando «Don’t Dream It, Be It» mientras flota en una piscina, exclama un «¡Dios bendiga a Lily St. Cyr!».  

Los primeros cincuenta vieron el auge de un tipo diferente de stripteaser, encarnado en la exuberante Tempest Storm. El encanto de Storm no radicaba en el aire de mujer fatal de Gypsy Lee Rose ni en el glamur de Lily St Cyr; su estilo era mucho más directo, sencillo y natural, y su mayor atractivo era su rotundo físico, o dicho sin eufemismos, sus enormes pechos. No en vano fue una de las primeras amantes de Russ Meyer, el cineasta obsesionado con las tallas grandes de sujetador a quien ya dediqué un monográfico.  

En aquellos años el fotógrafo y cineasta Irving Klaw filmó varias películas eróticas en que una sucesión de números desnudistas imitaba el estilo de los striptease del primer burlesque. Striporama, Varietease, Teaserama: películas de consumo rodadas con gracia pero con una notable pobreza de medios. En la escena más famosa, Tempest Storm hace un striptease invertido, es decir, empieza en ropa interior y se va vistiendo poco a poco, con la ayuda de una doncella que acabaría volviéndose muy famosa: una joven Bettie Page.

Soy fan fatal de Page, hasta el punto de que mi pareja y yo hemos celebrado alguna fiesta en su honor, pero no hablaré mucho de ella en esta serie de artículos. A pesar de su aparición en las películas de Klaw, fue más modelo y pin-up que stripteaser. Además, espero dedicarle pronto un artículo entero, o un libro si se tercia.  

(Finaliza aquí)

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