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Sensatez si sentís miedo

sensatez si sentis miedo color
Imagen: Gags Film.

Una fantasía bastante difundida es que los neotanatólogos no le tenemos miedo a nada. El razonamiento es falaz pero verosímil. 

En general se dice que lo peor es la muerte, dado el carácter irreversible de ese estado. Aquellos que tenemos a los muertos como objeto de estudio o como parte integrante de nuestras vidas, estoy pensando en forenses, funebreros, sicarios, conductores de ambulancias, veterinarios, músicos de rock and roll, sacerdotes, bomberos y tantos otros, desarrollamos una relación natural con la cesación de la vida.

En el caso especialísimo de los neotanatólogos, que nos encargamos del estudio de los muertos recientes, y en especial de los contaminados por el virus zombi, la situación del final de la existencia es solo el comienzo de un estado nuevo. Es el primer paso de una amenaza cierta para la humanidad. 

En ese momento, la responsabilidad reemplaza al terror, la precaución y la sensatez, al miedo.

En 1976, en el estado de Nashville, Tennessee, en Norteamérica, el matrimonio Anders y sus tres hijos habían regresado del encuentro de lacrosse donde Jason, su hijo mayor, casi había anotado dos veces. Comentaban las incidencias del juego cuando una de las mascotas de la familia, el perro Charlie, gruñó de una manera inusual. Charlie era un labrador retriever de gran porte, cariñoso, buen compañero y siempre dispuesto a jugar. Rápido de reflejos para las carreras de persecución, implacable para las búsquedas de palos arrojados, gran atrapador de frisbees, voraz con la fichas del backgammon, así era Charlie. Pero esa tarde se veía distinto. 

Jason, que habitualmente jugaba con el perro, no estaba de humor para salir al patio. A las chances de gol desperdiciadas se sumaba una gran cantidad de tarea escolar que tendría que entregar al día siguiente. El señor Anders atendía una llamada de negocios de larga distancia que seguramente iba a costarle una pequeña fortuna.

El pequeño Ben quiso ir a entretener a Charlie pero en el último momento vio un detalle que lo sorprendió. Del hocico del animal manaba una cantidad de saliva inusual. Incluso para el propio Charlie, que podía dejar mojada la alfombra del living como si la canilla del baño principal hubiera quedado abierta toda la noche. Eso es lo que pensaban en realidad que había pasado una vez en la que terminaron echándole la culpa a las proverbiales babas del perro. Esta vez era peor. Un verdadero manantial. Casi no podía cerrar la boca. Ben quedó impresionado del lado interior de la ventana del living room. La mascota se retorcía afuera. 

Corrió a su habitación en el primer piso, el niño, y llamó a su amigo Bill. Bill lo sabía todo acerca de zombis y tenía manuales y enciclopedias donde buscar respuestas a las preguntas más extravagantes que pudieran ocurrírsele. Ben le contó sobre la inusitada cantidad de baba de Charlie. Bill casi no demoró nada en diagnosticarlo. Se había contagiado del virus zombi. Había que eliminar cuanto antes a ese peligro.

Cinco minutos más tarde, Bill trepaba por el árbol que está frente a la ventana de la habitación de Ben y ambos decidían tomar medidas drásticas. ¿Estaban asustados? Tal vez, apenas. ¿Dudaron? Ni un poco. ¿Sintieron terror? Para nada.

Utilizaron el palo de lacrosse de Jason, y esta vez consiguieron un acierto en el primer golpe. Directo a la cabeza de Charlie.

Quizá haya sido ese incidente el que inclinó a Ben a dedicarse a la veterinaria. Y debe de haber sido una sorpresa para él aprender que muchas veces los tumores estomacales, la gastritis o una simple gingivitis pueden aumentar la cantidad de saliva de un perro.

Investigaciones recientes podrían confirmar el diagnóstico precoz de Bill. La mitad de la biblioteca de neotanatología indica que existen posibilidades ciertas de que una mascota se contagie del virus zombi, en tanto la otra mitad nada dice, como todo mueble.

Fue en 1982, en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, más precisamente en las afueras de la ciudad de Albacete, en pleno mes de junio, con una temperatura real de 45 grados (decimos real no en referencia con la monarquía sino por la inexistencia en esa época de la sensación térmica). Allí se celebraba la Fiesta de San Juan, santo patrono de la ciudad, que tiene lugar el 24 de junio. Pues bien, la jarana comienza en los días previos. Actividades deportivas y culturales, bailes, comidas típicas y bebidas en exceso son la atracción de los habitantes de la zona y de los turistas, por supuesto. La Noche de San Juan, el día 23, víspera del día del santo, durante la famosa procesión de antorchas, algunos sucesos preocuparon a los fieles y a las autoridades.

Como todos los años, durante la procesión, el capataz iba delante dando indicaciones a los costaleros que cargaban el paso, orgullosos y serenos, en medio del calor sofocante. Los penitentes lucían sus túnicas moradas, los acólitos revoleaban incienso aquí y allá, pero el público no marchaba en orden siguiendo el avance de las figuras que procesionaban. El espectáculo de antorchas, esta vez, desde lejos, parecía una manada de bichos de luz alborotados.

Tampoco los cánticos resultaban entonados al unísono como otros años. El alcalde comentó que tal vez había sido una mala decisión ahorrar en la calidad del vino que había puesto a disposición del gentío. Alguien sugirió que el calor había desmejorado la sangría y los tintos de verano. Pronto la dispersión era total. La oscuridad albergaba secretos que ahora podemos interpretar mejor. Pero los albaceteños no estaban aterrorizados. No huían. Por el contrario, encontraban en su santo patrono, san Juan, protección suficiente contra cualquier amenaza.

Cuando las luces del nuevo día iluminaron la ciudad, un tendal de cuerpos humanos cubría el camino desde el ayuntamiento hasta los ejidos de la feria y también el recinto ferial. Esas personas fueron asistidas por los representantes de sanidad y, recuperadas del estado de ebriedad, regresaron a sus hogares. Otros cuerpos habían ardido en la Hoguera de San Juan. Alguien o varios habían descubierto la amenaza y decidieron ponerle fin. Todos los cuerpos carbonizados tenían las cabezas destrozadas. Verdaderos adelantados, héroes desconocidos, habían sofocado una invasión.

Más difícil es determinar con precisión lo ocurrido en Indonesia en 2017. Algunas de las diecisiete mil quinientas ocho islas que componen ese país son un completo misterio. Y regularmente es castigado por desastres naturales. Cuando no lo conmueve un terremoto, lo atropella un ciclón, lo inunda un tsunami o lo sorprende la erupción de un volcán.

En la isla de Bali, que no casualmente tiene mayoría hindú, con un altísimo porcentaje de su población creyente en el hinduismo, se desarrollaron sucesos que no fueron analizados con la profundidad que la situación requiere. 

Bali es un destino turístico renombrado, pero además es un centro comercial importante para el encuentro de mayoristas de moda, muebles, joyería, calzado y jugadores profesionales de yoyó del mundo entero. La afluencia de visitantes es permanente. Y el control de inmigración es poco fiable. 

Cuando comenzaron a escucharse las fuertes explosiones que precedieron a la erupción del volcán del monte Agung en febrero de 1963, los habitantes de la isla no podían prever que en poco tiempo la lava comenzaría a fluir destruyendo aldeas a su paso. Se calcula que entre mil cien y mil quinientas personas perdieron la vida durante esa catástrofe. 

¿Habrán sentido terror? Claro que no. La naturaleza no parece saber cómo causar terror. Ni siquiera  miedo, acaso angustia. Y desencadena acciones como construir defensas, acopiar alimentos, cavar zanjas o sencillamente evacuar.   

En noviembre del  año 2017, cuando el monte Agung volvió a ejercer sus funciones volcánicas y expelió una nube de cenizas, los habitantes de la isla de Bali tomaron sus precauciones. Más de cien mil personas evacuadas en un radio de diez kilómetros, aeropuertos cerrados, turistas abandonados a su suerte. En ese contexto comenzaron los desencuentros y las búsquedas desesperadas.

Las autoridades comenzaron a recibir reportes de testigos que habían visto a personas fallecidas caminar por las zonas que se estaban evacuando. Sí, muertos. Cuerpos deteriorados, mal vestidos, deambulando. Y también se reportaba el avistaje de algunos de los turistas desaparecidos.

El hinduismo cree en la reencarnación de los muertos, por lo que, en un primer momento, la consulta fue a los bráhmana, que son los miembros de la casta sacerdotal. Las respuestas que dieron fueron amplias, acaso evasivas. Podía ser que los testigos hubieran visto a los muertos por algún fenómeno propio de la fe,  pero también podía ser que no. Podían ser y no ser reencarnados. Eran demasiadas posibilidades. 

De cualquier forma una investigación exhaustiva era imposible. Los sucesos ocurrían dentro de la zona de exclusión.

No existe ningún motivo para poner en duda las aseveraciones de los testigos. Por otro lado deberíamos preguntarnos qué tipo de turistas se enfrentarían a los desafíos de un volcán en erupción poniendo en juego sus propias vidas, sometidos a un calor insoportable para el ser humano, casi tan intenso como el de la ciudad de Sevilla en pleno julio. Tal vez muy pocos aceptarían el reto. O acaso ya estuvieran muertos y fueran solo sus cuerpos infectados del virus zombi los que erraban por allí. 

Unos meses más tarde estuve con mi equipo de investigación recorriendo la zona. La erupción había arrasado con cualquier vestigio que pudiera ayudar a desentrañar el misterio. 

Conversamos bastante con los valientes balineses. Nos contaron sus penurias y sus experiencias. Todas desventuras, nada de terror.

Indagamos un poco más y en nuestro propio equipo de neotanatólogos surgió la curiosidad. ¿Qué le produce terror a un neotanatólogo? Y, claro, la respuesta fue casi unánime. A todos nos aterrorizaban los payasos. A algunos, por las caras pintadas, que ocultan la verdadera fisonomía, a otros, por sus extraños ropajes, a todos nos parecía sospechosa esa fingida debilidad por los niños. 

Personas mayores que supuestamente traen alegría pero en verdad producen terror. Acierta el rey del terror, Stephen King, con la elección del payaso Pennywise para aterrorizar en la película It (Eso). Y, por si fuera poco, arman un It: Capítulo Dos, donde vuelve Pennywise y vuelven a atemorizar al mundo entero desde una alcantarilla.

El payaso, cualquier payaso, es un personaje aterrador, claro está. No así el zombi, que es solo peligroso, digno de respeto. 

Más tarde se discutió en el equipo por la variante del payaso zombi. ¿Aterra por zombi, por payaso o por la combinación? Aquí la respuesta es más evidente. El problema del payaso zombi es que las pinturas y la peluca pueden frustrar la correcta individualización del cuerpo infectado, y dejar vulnerable a la persona sana que tenga la mala fortuna de encontrarse con ellos. Peor aún si se trata de niños o de adultos de gran inocencia o simplemente optimistas que se acercan a los payasos esperando que estos produzcan algún tipo de gracia. En esos casos, el riesgo se incrementa.

La recomendación es, entonces, en caso de una invasión zombi, esté preparado. Mientras tanto, manténgase alejado de los payasos.

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