¿Cómo? ¿Que les parece muy larga la maratón, con sus cuarenta y dos kilómetros, con su agonía, su gente sudando a chorretones, que ya está bien, tú, que me estás poniendo el suelo perdido? Pues quizá tengamos una alternativa buena para ustedes.
Pueden «hacer un Rosie Ruiz».
Vengan, vengan, que se lo cuento. Y estén tranquilos… apenas van a correr.
La foto
Kathrine Switzer es una foto.
A ver, Kathrine Switzer es muchas cosas, pero, más que nada, una foto.
Kathrine está corriendo. Chándal largo, sudadera larga, color gris. Todo con ese aspecto «suave-pero-no» de las prendas deportivas hace décadas. Tiene los ojos semicerrados, cara de susto, pelo espeso capturado en plena zancada. Detrás hay un señor de cierta edad, rostro de muy mala hostia, calvorota honorario, intentando agarrarla. Junto a ella, otro (idéntica descripción si quieren) que se interpone entre ambos. A dos pasos, un armario ropero con intenciones poco claras. Es la maratón de Boston, año 1967.
Una de las fotos más icónicas de siempre en el atletismo.
Digamos que Switzer es entonces una chavaluca de veinte años. Chavaluca de veinte años que intenta terminar la maratón. La de Boston, ahí es nada. Siendo mujer. Que las mujeres no pueden correr maratones, que se les desprende la matriz, y se les ensanchan las caderas, y se les caen los pechos y, en general, posiblemente acaben muriéndose, por aquello de la debilidad intrínseca al bello sexo. Sigan anunciando cigarrillos, joder, dejen estas cosas para los machos. Se lo juro, todo eso era sentencia (casi) asumida en aquellos tiempos. Y Kathrine pensaba que no, que por qué, que ella trotaba como los otros, así que también podía alcanzar esas distancias. Se puso a ello. Entrenos e inscripción. En principio no había nada que vetase su presencia cromosómica doble equis, pero mejor asegurar el tiro, así que puso el nombre como «K». «K. Switzer», que uno se imagina a los de Boston leyendo eso y diciendo, mira, aquí viene otro fornido muchachote germánico, qué bien, con lo rubicundos que salen en las fotos.
Pasa que una vez allí su presencia no pasó desapercibida para nadie (porque… en fin, porque era una mujer), y pronto se corrió la nueva. A un tal Jock Semple, pez gordo en la organización, no le hizo ni puta gracia, porque Jock Semple era tipo chapado a la antigua. Escocés, mala hostia, bebedor (perdón por lo reiterativo). Así que se metió en el asfalto e intentó sacar a empujones a Kathrine. «Fuera de mi puta carrera», dicen que dijo, porque «señorita, quizá esté usted incumpliendo normas reglamentarias y poniendo en peligro su integridad física» le quedaba muy pomposo. No pudo, y acabó en los matorrales (el novio de Switzer andaba por allí, y era lanzador de peso, no sé si visualizan la imagen), y encima debió rumiar humillación cuando aquella… Dios, no puedo decirlo, es demasiado extrañ. Aquella…, sí, aquella mujer pudo acabar su maratón de Boston, y abrió el camino para todas las que vinieron después.
Breve inciso: jódete, Jock.
En resumen, que Kathrine Switzer sabe de lo que habla cuando habla de maratones. Lo sabe cantidad. Y eso de Rosie Ruiz le está oliendo raro. Pero que muy raro.
La entrevista
Lo cuenta esa misma Kathrine en La maratoniana (LDR Sport, 2022), porque ella estuvo allí. Por Boston, otra vez. Año 1980, la maratón se corre el 25 de abril. Como periodista, con la PBS-TV. Una furgoneta, moverse adelante y atrás entre nubes de competidores, vigilar a las grandes favoritas en categoría de féminas, ya definitivamente adoptada. Se llaman Patti Lyons y Jacqueline Gareau. Mujeres expertas, curtidas, que se las sabían todas.
Y entonces ocurre.
Switzer llega a meta con tiempo suficiente como para ver entrar a la triunfadora (parece que será Gareau). Un compañero hace señas. Kathy, Kathy, ven, te lo has perdido. Ella frunce el ceño, no cuadra, juraría que… Rebobina esa cinta. Allí hay una paisanuca completamente desconocida entrando antes que ninguna otra mujer en meta. Dos horas y treinta y un minutos. Récord de Estados Unidos, récord de la maratón bostoniana. Dorsal cincuenta. Rosie Ruiz. Rosie Ruiz.
Quién coño es Rosie Ruiz.
Vuelve a mirar las imágenes. Joder, Rosie Ruiz está, a ver cómo decirlo… pelín fondoncilla. El ganador masculino, Bill Rodgers, fue menos diplomático. «La vi entrar allí, con toda aquella celulitis botando, y pensé que algo no funcionaba». Apenas suda, lleva una camiseta amarilla que le podían haber regalado con siete tapas de Yoplait sabor fresa. La sensación es más «te-voy-a-dar-el-palo-en-la-puerta-del-Pryca» que «soy-atleta-de-élite», seguro que me entienden. Todos lo ven desde el primer momento. Al menos todos los que manejan más o menos el asunto. Como Switzer. Muy seria, muy profesional. OK, vamos a entrevistarla.
Hay desconcierto. Apenas queda cinta para grabar (esto igual los milenial no lo pillan a la primera, pero es una putada gordísima), y la cosa debe ser rápida. Vale, nos adaptamos. Primera pregunta, señorita Ruiz, qué tal está. Agua. Rosie estornuda una vez, dos, tres, Rosie estornuda durante lo que parecen siete años y medio, como en los cuentos de los hermanos Grimm. A tomar por el culo la cinta, piensa Kathrine. Está observándola. Apenas transpira, tiene el rostro sereno, no hay manchas de sal en su ropa, no hay marcas de esfuerzo en su cara, no hay nada que trasluzca lo que acaba de ocurrir. Que es plusmarquista de algo tan duro como la maratón, tío. En fin, menudo… Así que Switzer continúa. Cuántos kilómetros entrenas a la semana. Ochenta, contesta Rosie. Guay, al menos debería ser el doble, pero guay. Y Kathy insiste. Vaya, con tan poca carga debes estar haciendo unos intervalos increíbles. Rosie la mira extrañada, piensa, luego habla.
¿Qué son intervalos?
Ahí se acabó todo, cuentan.
Pobre, pobre Rosie Ruiz.
En Boston hay un bar a kilómetro y medio, aproximadamente, de donde acaba la maratón. Todos los años, el día del evento, cuelgan una pancarta.
«Rosie Ruiz empieza aquí».
Yo mejor pillo un metro, ¿vale?
Pero ¿qué había pasado? ¿Una broma, una estrategia de marketing, la paisana con la cara más dura de todo el mundo mundial? Pues sí, y no, y todas un poco. Salvo lo del marketing, que ni de coña. Veamos.
Rosie Ruiz nació en La Habana. No es que aporte mucho a nuestro relato, pero funciona como introito. Nació en La Habana, digo, y se mudó con ocho añucos a Florida. En 1962. Vamos, que los padres no eran castristas hasta la médula. Luego se mudaron todos a Nueva York. Elipsis y vemos a la pizpireta Rosie trabajando en la empresa Metal Traders, que se dedica a lo que su propio nombre indica. Cuentan que allí nuestra muchacha sufría ciertas burlas por su figurita rechoncha (los hombres somos cantidad de brutos para estos rollos), así que empezó a correr. Y, como tenía más moral que un estudiante de Derecho Administrativo tras una noche de empalmada, pues se apuntó a la maratón de Nueva York. Que acabó. Ojo. Acabó. Era su debut e hizo la undécima entre las mujeres…
Sucede que… bueno, igual no del todo. Que no acabó, vaya. A Rosie le entró el flato, los tembleques y unas ganas loquísimas de pirarse a su casa, qué coño hago aquí, que le den a esta prueba tan loca. Así que abandona el recorrido por Brooklyn (kilómetro diez, grosso modo) y pilla metro para volver al hogar, dulce hogar, que está hoy todo imposible para los taxis con tantos atletas, macho, qué peste. Y, bueno, igual fue allí, en los túneles, vestida de manera pelín mamarracha (porque los deportistas visten siempre de manera pelín mamarracha) cuando le cruzó idea por mente. Y si… Vale, guay, cuadro bien los tiempos, me bajo aquí, hago transbordo allá, esta estación no, que tiene mucha escalera y se me cargan los cuádriceps. ¿Resultado? La muchacha retoma recorrido a pocos metros de la meta, cruza alegremente, se tira al suelo y les dice a los médicos que está lesionada, que vayan a atenderla, que es una participante. Por si no ha quedado claro. Ah, hizo la última tirada junto a Susan Morrow, fotoperiodista freelance, porque, si le echas jeta al asunto, que sea a lo grande.
A ver, viendo todo esto, tiene pinta de que Ruiz no andaba con ganas de montar la gran estafa del atletismo mundial. Que era solo bromuca sin malicia, incluso travesura o desconocimiento. Porque tú no vas con un fotógrafo cuando robas el diamante Koh-i-Noor. Sucede que… ¿recuerdan eso de las risitas y tal con los colegas del curro? Pues es que Rosie sale en el periódico, y ahora todos la felicitan, y qué bien sienta que te feliciten, cómo mola todo el que te feliciten. Si hasta el jefe da palmaditas en la espalda, así, muy paternal y machirúlico, y dice que, oye, Rosie, esto se te da bien, por qué no acudes a Boston, allí están las mejores, veremos hasta dónde puedes llegar. Y, en fin, las mentiras funcionan de esta forma, van encadenándose y al final no sabes cómo hacer para que no se te derrumbe el castillo…
Inciso: Juegos Olímpicos de San Luis 1904. El ganador de la maratón se llama Fred Lorz. Yanqui. Corrió quince kilómetros, hizo en coche otros diecisiete, luego volvió a trotar durante diez más. Cuando lo descubrieron dijo que todo había sido una broma. Sosos, que sois unos sosos. Ya ven, viene de lejos.
Si ya lo de Nueva York cantaba cantidad, en Boston se fue el asunto de madre. Una rebaja de veinticinco minutos sobre el tiempo previo. Jo, jo, veinticinco minutos, es que te tienes que reír. A solo dos del récord del mundo. Alguien que no manejaba ni la distancia exacta de todo esto. Para desopilarse vivo.
Pasa, encima, que nadie la ha visto. Rodgers, ganador en hombres, empieza a preguntar. Oye, macho, que esta Ruiz ni jadea. ¿Tú has corrido a su lado en algún momento? Y todos que no, que yo qué va, que no me suena nada. Piensen en las pintillas… no pasaba desapercibida. Pues cero. Ah, también cero en las más de diez mil fotos que hay sobre el recorrido de aquel día. Ya es casualidad, ¿eh? Bueno, aparece en las del final, levantando los brazos, recogiendo premios, con una corona de laurel sobre las sienes (supongo que acabaría usándolo para hacer alubias, el laurel le va genial a las alubias).
Vale, parece que está la cosa clara, pero ¿pruebas? ¿Tenemos pruebas? A ver, alguna. Una miajilla de pruebas. Pruebas pequeñas, pero pruebas. Quienes estaban apostados en el Wellesley College. Que no la hemos visto pasar, no. Al menos no en la carrera. Entre el público sí, andaba entre el público, nosotros estuvimos con ella. Ese nosotros son Sola Mahoney y John Faulkner, estudiantes de Harvard. Sí, allí, en Kenmore Square, y luego saltó las vallas, hop, pero con dificultad, porque no está en muy buena forma, y ya después trotó un ratito. Nah, salida de dominguero.
Cosa menor.
Se me fue un poco de las manos, ¿entienden?
«Esta mañana me levanté con mucha energía». Eso dijo Rosie para explicar su marca fabulosa en Boston, el hecho de que apenas llevase sudor empapando la camisa, las pulsaciones rollo Garri Kaspárov jugando contra Leticia Sabater. Digamos que como excusa está a la altura de «echáronme droja en el Cola-Cao», «yo salí a tomar una nada más» o «era mi primerito día», pero, oye, que nadie robe tus sueños, Rosie.
Solo que hubo quien quiso robárselos. Malditos, malditos positivistas que primáis las leyes por encima de ilusiones y sentimientos. O algo así. Vamos, que la pobre Rosie (que ya me dirás tú qué culpa tenía, la pobre Rosie, si era un ángel, la pobre Rosie) es descalificada casi a la vez de las maratones de Nueva York y Boston. Pum, ya no solo pierde récords, medallas y hojas pal puchero…, es que ni siquiera puede presumir ante los colegas de haber corrido nunca los cuarenta y dos kilómetros con… bueno, con un cachito más, tampoco me lo sé yo muy bien.
Digamos que Ruiz jamás reconoció su culpa. No, al menos, en público. Privado es otra cosa. Que no quería causar ese revuelo, que solo quería poder exhibir otra maratón finalizada ante amigos y colegas, que por eso hizo lo que hizo, que no pensaba ser primera entre las chicas porque creía que ya habrían entrado unas cuantas. Unas cuantas. Batió el récord nacional, pero creía que habrían entrado unas cuantas. Ven que te dé un abrazo, Rosie, joder, eres enorme.
Después de todo aquello, Rosie regresó a Florida. Malos recuerdos de Nueva York. Bueno, malos recuerdos y una sentencia condenatoria por malversar sesenta mil dólares. Siete días en chirona y a buscar los Everglades, que quizá allí haya un nuevo amanecer. Aparentemente dejó el atletismo, ejem, guiño, guiño, y se volcó en el curro. Agente inmobiliaria, encargada de marketing en algún que otro sitio, incluso notaria pública (espero que sean conscientes de lo maravillosamente irónico que es esto). También tuvo otra movidilla con la ley. Nah, asuntos con farlopa. Se casó con un tal Aicaro Vivas y, aunque aquello duró poco, conservó la firma de Rosie Vivas. Y es que Rosie Ruiz había sido una niña muy mala…
Rosie falleció en 2019 en Lake Worth Beach. Desde su fascinante actuación en atletismo se le llama «hacerse un Rosie Ruiz» a bordear la legalidad de forma continua (pero bordearla por la parte que no es legal).
Qué injusta es la memoria, macho.
Me ha encantado!
Lo q me he reido. Ley la historia de Tittyshev en jotdown pero contada por Pereda seria espectacular.
Interesante la historia.