Viene de «Medio siglo de ‘El padrino’ (3)»
«Cuando queremos matar una serpiente, le cortamos la puta cabeza»
Palabra de Joe Colombo. Los términos malsonantes llegan a esta serie de artículos. Como no podía ser menos… porque en la historia acaba de desembarcar la mafia. La mafia de verdad.
Robert Evans, el productor ejecutivo de El padrino, apenas podía creer lo que le estaba sucediendo. Una voz había llamado a su casa dejando un aterrador mensaje: «Te daré un consejo: no queremos tener que destrozar tu bonita cara, ni tener que hacerle daño a tu hijo recién nacido. Lárgate de la puta ciudad. No hagas ninguna película sobre la Familia aquí. ¿Entendido?». El interlocutor era anónimo, pero no se necesitaba ser muy listo para deducir la procedencia del «recadito». La Cosa Nostra se había enterado de que se estaba filmando la adaptación del libro de Mario Puzo y la idea no les había gustado demasiado. La propia ayudante de producción de Evans llegó a oír disparos en el exterior de su propio domicilio, provocando el pánico entre sus familiares. Cuando llegó la policía y la pobre mujer se atrevió finalmente a salir al exterior, vio que todos los cristales de su automóvil habían sido pulverizados a balazo limpio. No, no hubo una cabeza de caballo, pero la mafia había dejado clara su opinión…
La más fiera oposición a la película provenía de una de las principales organizaciones mafiosas del país, la familia Colombo, que era una de las cinco familias que gobernaban la Cosa Nostra desde Nueva York. El capo de la organización —un equivalente real de Vito y Michael Corleone— era Joe Colombo, quien había decidido unilateralmente que la película no iba a terminarse. Colombo era un personaje peculiar, una mezcla entre jefe criminal y activista social: cuando su hijo fue detenido por el FBI a causa de sus implicaciones en diversos negocios ilegales, Joe Colombo, ni corto ni perezoso, respondió con la creación de la «Liga de los Derechos Civiles de los Italoamericanos». Ahí es nada. Calificó la detención de su hijo como una muestra de los prejuicios raciales que existían contra su grupo étnico, y comenzó una campaña para limpiar la imagen de la población italoamericana, mezclando la (supuesta) inocencia de su hijo en el asunto. Era como si Tony Soprano se hubiese transformado en una especie de figura política. Con la financiación de la propia mafia, la Liga prosperó, y —amenazas anónimas aparte— la oposición de Colombo a El padrino se presentó principalmente bajo el contexto de la reivindicación de la dignidad del honrado italoamericano medio. Algo que no dejaba de resultar irónico, dado que Puzo o Coppola representaban realmente al «honrado italoamericano medio»… mientras que Joe Colombo era uno de los más temibles criminales de la nación.
Evans, acongojado por las amenazas de los gánsteres, decidió pasarle la patata caliente al productor del film, Al Ruddy: «Me ha telefoneado un tipo llamado Joe Colombo, diciendo que si hacemos la película nos meteremos en serios problemas. Le he dicho que yo no producía la película, que Al Ruddy era el productor. Al, vete a visitar a Colombo». Menudo encargo. La oposición del mafioso era un problema porque la mafia controlaba los sindicatos y muchos servicios públicos de Nueva York. Dado que El padrino se estaba rodando en esa ciudad, los mafiosos tenían la capacidad de paralizar e incluso arruinar por completo el rodaje, sin más necesidad que recurrir a sus contactos sindicales y sus influencias. Eso, además de la siniestra posibilidad de que alguna de las amenazas llegase a hacerse realidad.
Al Ruddy —que demostró una considerable entereza de ánimo durante su trabajo producción de la, hasta ese momento, infausta película— hizo de tripas corazón y se reunió con Joe Colombo en el hall del hotel Sheraton. El hotel, para colmo, tenía su historia, ya que en la barbería el se había asesinado a Albert Anastasia por orden de los demás capos mafiosos de la ciudad, solo unos años antes. Pero, para sorpresa de Ruddy, Colombo no acudió con ánimo amenazante; su pretensión era la de parecer «únicamente» el representante de la Liga de los Derechos Civiles. A Ruddy, de hecho, le llamó la atención el aspecto perfectamente convencional de Colombo, aun sabiendo que se trataba de un individuo verdaderamente peligroso. La conversación giró pues en torno al daño que El padrino podía hacer a la imagen de la población italoamericana, por más que Ruddy sabía que, sin necesidad de mencionar el tema, lo que realmente preocupaba a Colombo era ver en pantalla una descripción de la mafia. El productor era la clase de individuo capaz de hablar de tú a tú con todo un capo de la Cosa Nostra y sabía resultar creíble, así que fue ganándose al mafioso. A Colombo le convencía la visión que Ruddy le había dado del argumento del film; que no sería una descripción en plan policial de ninguna organización criminal, sino más bien una historia de familia, en la que se mostraban sus valores y en la que se respetaba la tradición italoamericana. En el film no todo serían estereotipos: aparecerían italoamericanos de diversa condición y también aparecerían criminales de otras ascendencias étnicas. Ruddy estaba dispuesto a todo para sacar la película adelante, así que se dejó de ceremonias y palabrería política, y citó al mafioso en su despacho al día siguiente. «Te dejaré leer el guion», le dijo a Colombo, «y veremos si podemos llegar a un acuerdo». Finalmente una proposición directa que estaba en la línea de lo que un tipo como Colombo esperaba.
Efectivamente, el capo acudió al día siguiente al despacho de Ruddy; se puso las gafas, abrió el guion, y ya en la primera escena se topó con una seria dificultad: no entendía lo que estaba leyendo. «¿Qué es un fade-in?», preguntó levantando la vista hacia Ruddy. El productor empezaba a comprender que Joe Colombo no tenía intención de leerse el guion de El padrino. No es así como funcionan los mafiosos. El astuto Joe se quejó de la graduación de sus gafas: «Malditas gafas, no puedo leer con ellas» y ante el preocupado asombro de Ruddy el capo lanzó el cuaderno sobre la mesa. Se giró hacia sus lugartenientes, que lo habían acompañado en la visita: «Vamos a ver, ¿nos fiamos de este tipo o no?». Los otros mafiosos asintieron con la cabeza. «Entonces, ¿para qué coño voy a leerme este guion? Hagamos un trato ya». Lo que Colombo quería era que la palabra «mafia» fuese eliminada del guion y no se pronunciara ni una sola vez en toda la película. También quería que la recaudación de la jornada de estreno de El padrino fuese íntegramente destinada a su Liga de los Derechos Civiles, como un gesto público del estudio hacia la causa de la dignidad italoamericana. Ruddy, sin contar con la aprobación de la Paramount pero sabiendo que aquella era la única forma de salvar el film del boicot de la Cosa Nostra, dijo inmediatamente que sí. Sellaron el acuerdo con un apretón de manos. La película tenía vía libre. La palabra «mafia» no apareció en todo el metraje. Joe Colombo, por cierto, nunca se molestó en reclamar la recaudación del estreno.
A partir de ese momento, los mafiosos empezaron a presentarse frecuentemente en el rodaje… pero con actitud de amistosa colaboración. Saludaron a los actores, mostraron su admiración a Marlon Brando, y se convirtieron en un elemento más en el plató de El padrino, incluso preocupándose de que no hubiese más problemas de los necesarios con el personal. Algunos de aquellos mafiosos llegaron a salir en la película como extras o en papeles menores. Al Ruddy había hecho nuevos amigos. Aquello sirvió, entre otras cosas, para que Coppola encontrase a alguien que encarnara a Luca Brasi, el asesino a sueldo de Vito Corleone, uno de los personajes que no había conseguido cerrar en el casting. El grandullón Lenny Montana había sido campeón de lucha libre y ahora trabajaba como matón para la familia Colombo; el director vio inmediatamente en Montana al Luca Brasi que quería y le ofreció el papel. Montana no sabía actuar, pero su torpeza le vino de maravilla al film. La secuencia en que un nervioso Brasi ensaya lo que va a decir a Vito Corleone antes de reunirse con él en la boda de su hija, fue un ensayo real filmado por el director. Los momentos en que se traba cuando conversa con Brando no fueron fingidos: Montana tenía muchísimos problemas para decir sus frases de manera fluida, pero eso era precisamente lo que Coppola buscaba en un personaje embrutecido como Brasi. El escudero de los Colombo, por cierto, entabló una muy buena relación con Marlon Brando.
La familia, dentro y fuera de la pantalla
Las vicisitudes de Al Pacino para hacerse respetar no eran muy distintas de los problemas que, en el propio argumento, tenía Michael Corleone para que lo tomaran en serio. Su personaje, al igual que Pacino como actor, era considerado inadecuado en el papel de un jefe criminal. Micahel Corleone era un estudiante, un idealista. Pese a su condición de héroe en el ejército, nadie en su entorno lo consideraba preparado para la lucha en la calle. Como decía su hermano Sonny en el film, la mafia no es el ejército: ya no basta con disparar a distancia. Hay que acercarse al tipo y «Bada bing!», dejar que la sangre te salpique. Este es un ejemplo de cómo los paralelismos entre lo que sucedía en el rodaje y lo que veíamos en la película terminada, sin duda ayudaron a la rara intensidad de las interpretaciones. Curiosamente, casi toda la relación entre los actores e incluso su comportamiento tenía cierto parecido con la relación entre sus respectivos personajes. Marlon Brando era el capo, el mito cinematográfico al que todos sus compañeros admiraban y respetaban, del que todos habían aprendido y al que todos querían impresionar. James Caan se mostraba simpático y dinámico, intentando captar la atención de Brando con su desenfado callejero, mostrándose como un segundo líder entre los demás actores. Algo similar hacía Robert Duvall, quien bromeaba continuamente con su ídolo. Pacino, en cambio, se mostraba reservado e introvertido, buscando que Brando reparase en él, adoptando una pose misteriosa e interesante, lanzándole sus características miradas a distancia. Diane Keaton mantenía su conexión especial con Pacino. Aunque en el plató no reinaba precisamente el buen ambiente a causa de los choques con el estudio y buena parte del personal técnico, entre los actores sí reinaba la camaradería y Francis Ford Coppola se esforzó por crear con ellos una pequeña familia. En la práctica, el director actuó como capo de la tropa dramática de El padrino, con esa vocación paternalista propia de Don Vito o del propio Michael. Como recordaría años después Al Pacino, «Michael Corleone se parece mucho más a Francis Coppola que a mí». La propia hermana del director reconocía que puso mucho de sí mismo y de su propia experiencia en el argumento, y que en la familia Corleone había muchos detalles que procedían de la propia familia Coppola. Todo esto benefició mucho a la verosimilitud de las interpretaciones, al tono de tragedia familiar que el cineasta deseaba imponer al largometraje… aunque antes del estreno, casi todo el mundo en la Paramount anticipara el naufragio.
El ambiente familiar, desde luego, no se prolongaba a la relación entre Coppola y los productores. Porque incluso una vez se hubo terminado el difícil rodaje, surgieron también problemas para decidir cuál sería el montaje final. La primera versión de la película tenía una duración de tres horas, algo muy poco habitual en la época y que por lo general se consideraba un obstáculo en la posible carrera comercial de una película. Una película, además, de cuyo éxito ya se dudaba de antemano a causa de su estilo anticuado, clásico y para muchos apolillado. Por orden del estudio —a través de Robert Evans— se acortó el film en casi un tercio, hasta poco más de dos horas, con el previsible resultado: en el nuevo montaje la película perdía toda su fuerza y los personajes quedaban desdibujados. La tragedia griega concebida por Coppola se quedaba en la vulgar película de gánsteres que había querido evitar a toda costa. Paramount ya había cometido ese error tiempo antes, cuando acortaron Once Upon a Time in the West, la grandilocuente epopeya de Sergio Leone. El wéstern, que había sido recibido con admiración en todas partes, fracasó rotundamente en los Estados Unidos, a causa de que el metraje había sido artificialmente mutilado por el estudio para acortar la duración del film (Leone no tenía suerte en los Estados Unidos; años después la Warner Brothers haría algo similar con Once Upon a Time in America, cuyo metraje también mutilaron y reordenaron, propiciando nuevamente su fracaso allí).
Pero Robert Evans, tras ver la versión abreviada, entendió lo mucho que la película había perdido con los recortes y finalmente abogó por permitir que Coppola recuperase el montaje inicial de tres horas, dejando el film tal y como lo había concebido el director. La Paramount, ya casi con derrotada resignación, aceptó. Por una vez, se evitó destrozar un clásico a causa de la cortedad de miras y la irreflexiva avaricia de los ejecutivos, siempre poco tendentes a confiar en que al público adulto le gustará una película adulta (tantas décadas de cinematografía, y la mayor parte de ellos sigue sin entenderlo incluso hoy en día). Así, por suerte para la historia del séptimo arte, la versión larga de El padrino fue la que terminó en los cines. La Paramount estaba preparada para afrontar el fracaso de un film que había terminado costando mucho más dinero de lo que, una vez, había sido un modesto proyecto de adaptación de una novela inexistente cuyos derechos habían adquirido para hacerle un favor a un amigo.
«Mi historia con la película El padrino es básicamente la historia de alguien metido en problemas»
Finalizada la pesadilla del rodaje y convencido —porque todo el mundo así se lo anunciaba— del fracaso comercial de la película, Coppola aceptó un nuevo trabajo como guionista, esta vez para una adaptación cinematográfica de The Great Gatsby. Estaba necesitado de dinero y después de la turbulenta producción de El padrino, no confiaba en volver a dirigir una gran película nunca más. Había tenido una superproducción entre las manos y había arruinado su oportunidad haciendo un trabajo «excesivamente personal», «anticuado», «demasiado lento y oscuro», «sin estrellas», etc. Pese a que había seguido su instinto artístico en cada momento, no resulta extraño que las circunstancias y el pesimismo reinante en la Paramount llegasen a persuadir a Francis Ford Coppola de que no había sido el hombre indicado para realizar el trabajo, de que su estilo era demasiado «artístico» como para llegar al gran público. La Paramount había querido una película de tiros, él les había dado una especie de odisea de literato ruso, marcada por el drama de personajes, una película «larga, oscura, lenta y aburrida». Agotado por las presiones de la filmación y sin querer saber nada acerca de lo que sucedía tras el estreno, Coppola se retiró a escribir el guion de The Great Gatsby, aislándose incluso de su propia familia. Ya que iba a pegarse el batacazo de su vida y estaba acabado como director, quería estar lejos y a solas para no percibir el ruido.
El padrino se estrenó ante el público en Nueva York, en una noche apropiadamente marcada por la lluvia. Camuflados entre los espectadores estaban el productor Al Ruddy y el protagonista, Al Pacino, quienes querían comprobar in situ la reacción de los espectadores. Ambos pudieron notar que algo raro sucedía. El público, pese a lo que habían temido, no se levantaba de sus asientos ni se marchaba a mitad de metraje. La sala no se quedaba vacía, abandonada por unos espectadores hastiados de tanta lentitud. Más bien al contrario, una especie de callada tensión reinaba en la sala. Tampoco se producía una reacción efervescente. El público parecía helado. Cuando terminó la película, ni siquiera hubo aplausos. Continuaba reinando el silencio. Para asombro de Pacino y Ruddy, los asistentes parecían sentirse simple y llanamente apabullados por lo que acababan de ver. Ninguno de los dos había contemplado nunca algo semejante. Toda una sala de cine apabullada por una película hasta el punto de quedar enmudecida. No tardaron en intuir que se estaba cociendo algo grande. Y así fue. La bola de nieve comenzó a rodar. El padrino se convirtió en un éxito inmediato, llenando una sesión detrás de otra y generando entusiastas críticas en los medios más diversos. Las colas antes los cines eran cada vez más y más largas. Coppola, deprimido y hundido, aún empeñado en no saber nada del resto de la humanidad, recibió en su remoto escondite una llamada telefónica de su mujer. Preso del más absoluto asombro, Francis Ford Coppola recibió la increíble noticia: había triunfado. Después de tantos sufrimientos para sacar adelante aquella película en la que nadie había creído, él era el ganador.
En los meses posteriores, El padrino se convirtió en el largometraje más recaudador de todos los tiempos, superando a Lo que el viento se llevó y manteniendo intacta la marca hasta la aparición de Star Wars. También triunfó por todo lo alto en los diversos premios de la industria. Ganó «solo» tres Óscar, pero fueron de los importantes: a la mejor película, al mejor actor —para Marlon Brando, quien no se presentó a recogerlo y envió a una mujer nativa para reivindicar los derechos de los nativos americanos, en un desplante histórico a la industria— y al mejor guion adaptado, estatuilla que recibieron Mario Puzo y el propio Coppola. También fueron nominados Al Pacino, James Caan y Robert Duvall, además de una segunda nominación para Coppola, esta vez como director. Sin embargo, el compositor Nino Rota se quedó sin su nominación para mejor banda sonora —categoría en la que probablemente hubiese ganado— porque había usado alguna música que ya había incluido en otra película. En resumen, Francis Ford Coppola, el mismo que había estado a punto de ser despedido en diversas ocasiones durante el rodaje de su obra maestra, se transformó en el ojito derecho de Hollywood, en el nuevo genio reinante. Casi como el nuevo Orson Welles. Todo el mundo había despreciado su trabajo mientras filmaban; ahora, tras el estreno, todo el mundo amaba su película y admiraban el enorme tesón con el que había sacado su visión adelante contra viento y marea. De hecho, el triunfo crítico fue aún mayor cuando estrenó El padrino parte II, titulada así en contra de los deseos de Paramount, ya que por entonces se pensaba que el público no estaría interesado en ver segundas partes de películas que ya hubiesen visto (sí, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que las secuelas cinematográficas parecían una mala idea en la industria). Sin embargo, la segunda parte fue otro bombazo de taquilla y volvió a ganar el Óscar a la mejor película, además de acumular otras cinco estatuillas, una de ellas, la primera para Coppola como director.
«El padrino sea posiblemente la más grande película que jamás se ha hecho»
Palabra de Stanley Kubrick. El cineasta neoyorquino fue uno de los innumerables admiradores de la obra magna de Francis Ford Coppola que surgieron dentro de la propia industria, admiradores a los que sencillamente no se podría nombrar sin ocupar para ello una buena parte (o toda) de la extensión del artículo. El padrino fue una de esas películas que marcan un antes y un después; devolvió a las pantallas una cinematografía clásica, alejada de los ritmos trepidantes que comenzaban a imperar en Hollywood, y demostró que el cine a la antigua usanza —cuando bien hecho— seguía interesando, y mucho, al público. Aquella película fue, de hecho, casi como una bofetada a los ejecutivos de las grandes compañías: Coppola había tenido que sudar sangre para que la película fuese lo que él quería que fuera. Y al final, su visión de artista había resultado superior (¡y más comercial!) que la visión mercantilista de los tipos con corbata que se paseaban maletín en mano por los pasillos de la Paramount. El director quiso hacer el mejor cine posible, pensando no como ejecutivo sino como artista sincero, y la audiencia respondió con un entusiasmo sin precedentes ante aquella demostración de verdadero arte. Un entusiasmo del que habían carecido por completo los ejecutivos del estudio, poniéndose —como tantas otras veces— en evidencia.
Fue la historia del triunfo final de un creador frente a la maquinaria industrial que ha de dar soporte y visto bueno a su creación. Que podría ser también la historia de un músico frente a su discográfica, de un reportero frente a su periódico (o de un redactor frente a su revista, ya que estamos), o de un cómico frente a la censura. El titánico esfuerzo de un hombre que no se conforma con pensar en términos de dinero, que tiene una visión, que necesita plasmar esa visión aunque nadie más la comprenda y aunque ello pueda suponer el súbito final de su carrera en el momento menos indicado. Eso es un verdadero artista: quien llega a jugárselo todo por lo que considera una verdad creativa indiscutible. Coppola se lo jugó todo a una carta pensando que con toda seguridad perdería la apuesta… pero es que creía ciegamente que su jugada era, artísticamente hablando, la mejor. Ese es el impulso del artista, la determinación casi suicida con que le da forma a sus sueños aunque ello pueda conllevar su propia autodestrucción. Algo que ninguna persona razonable podría entender ni compartir, pero es que los artistas —cuando están en plena ebullición al menos— no son personas razonables. Ni pragmáticas. Ni previsoras. Cuando la creatividad se apodera del artista hasta el punto de hacerlo olvidarse de sí mismo, su propio yo deja de tener importancia frente a aquello que necesita expresar. Crear arte es como un parto: el dolor es algo que se asume y se da por supuesto, porque el hijo ha de venir al mundo, sí o sí.
No, no estuve sentado en la butaca de algún cine de Nueva York en 1972. Pero tampoco lo necesito. Nací en mundo donde El padrino formaba ya parte de la cultura universal. Ahora solo me queda seguir visitando salas de cine y confiar en que, algún día, la visión de otro artista que se ha dejado las uñas en defensa de su criatura artística vuelva a golpearme como la primera vez en que vi el diálogo entre Amerigo Buenasera y Vito Corleone. Sé que es difícil, porque estas cosas parecen pertenecer cada vez más a otros tiempos, pero, de igual modo, I believe in cinema…
He leído toda la serie con auténtico gusto y el llegar a esta terminación tan satisfactoria y placentera se parece no poco a un vívido orgasmo. Lo siento, pero creo que es la analogía más precisa y adecuada.
Y hablando de analogías, me llama la atención el parecido con otros dolorosos «partos» cinematográficos que acabaron germinando en éxitos universales de taquilla y de crítica. Sin más, les invito a que lean la crónica de la producción de Tiburón en estas mismas páginas; también en aquella ocasión el pundonor artístico de su joven director casi lo lleva a ser despedido tras otro infernal rodaje en la misma cuerda floja. Y otro afamado director cuyo apellido también empieza por K quedó muy impresionado con el resultado.
Por cierto y para acabar. El artículo no lo menciona pero una de las probables razones por las cuales el mafioso Colombo no reclamó el dinero tal vez tenga que ver porque recibió un disparo en 1971 que lo mantuvo paralizado hasta su muerte, siete años después.
En fin, el verdadero capo es E.J. Rodríguez.
Es fácil entender ese silencio del cine al final del estreno. Después de todo el viaje al que has asistido, esa escena final con el vals sonando y esa puerta que se cierra mientras se entroniza al nuevo don….
No sé las veces que la habré visto y da igual. Cada vez que me tropiezo con ella, me atrapa irremediablemente. Es como ver la Capilla Sixtina.
Hola a todos. Yo tambien he leído y esperado cada lunes por la semanal entrega. Es mas, he puesto las 4 partes juntas en un solo archivo para que mis hijos preadolescentes (cinéfilos como su padre) lo lean y disfruten. Muchas Gracias al autor. Felicidades. Yo tambien creo en el cine.
De pronto ahora uno entra en Jotdown y todo es: Ésto (y uno), Aquello (y dos), Lo otro (y 27 y tres cuartos)… Cómo que últimamente están exagerando un poco con lo de los artículos a pedazos, o me parece a mí?? jeje.
Muy buen artículo, muchas gracias.
Maravilloso
«Los sicilianos dicen que la vida es tan dura que los hombres necesitan dos padres… por eso todos tenemos un padrino». Obra maestra para la eternidad.
EL PADRINO ES MAGIA HECHA PELÍCULA. SÓLO UN ARTISTA COMO COPPOLA, PODRÍA SENTIR LO QUE HIZO. TANTO ESTA COMO LA SEGUNDA, SERÁN ETERNAMENTE RECORDADAS Y ADMIRADAS POR GENERACIONES. CUANDO LA VEO, ESTE EN EL MINUTO QUE ESTÉ, NO PUEDO MÁS QUE SENTARME, Y VERLA, HATA EL FINAL.
Es difícil decir, categóricamente, es muy subjetivo el gusto personal, cual es la mejor película de la historia. Yo digo dos: el Padrino I y el Padrino II. De la misma manera que digo que el mejor disco de la historia del rock ( desde los Presley, Chuck Berry, Gene Vincent, Beatles, hasta hoy ) es London Calling de the Clash….por ser doble, al precio de uno y no tener ni una sola canción (de 19 ) «mala». Volviendo al Padrino, se me va la olla, con la música, es perfecta y ha envejecido muy bien. La fotografía, la estética, es clásica El guión, la música y claro las interpretaciones. No parece de 1973 o 1974 por la calidad de la imagen, parece mucho más actual. Una auténtica maravilla.
Felicidades, EJ. Rodríguez por tan extraordinaria sucesión de artículos sobre la mejor película de la historia del cine.
Saludos.