Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es una escritora y periodista argentina. Es autora de las novelas Bajar es lo peor, Cómo desaparecer completamente, Este es el mar o Nuestra parte de noche y de numerosos cuentos cortos recopilados en los volúmenes Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego. Su bibliografía también acumula varios libros de no ficción, entre los que se encuentra un libro de viajes tan exótico como Alguien camina sobre tu tumba, centrado en las visitas de la escritora a varios cementerios del globo.
Sus mundos, herederos de otros universos clásicos y contemporáneos, están repletos de seres humanos subterráneos, criaturas fantásticas que caminan entre la gente, focos iluminando escenarios de rock y tinieblas oscureciendo horrores. Nos encontramos con ella aprovechando su paso por la undécima edición del festival Celsius 232 en Avilés para hablar de lo divino, lo humano, la música, Stephen King, Nick Cave y todo tipo de horrores imaginables.
Bajar es lo peor fue tu primer libro, pero no tenías intención de ser escritora.
Para nada, lo escribí para mis amigos. Lo escribí de noche, a máquina, sin ningún tipo de disciplina ni nada, cuando quería. Y lo mostraba como si fuese un folletín. No conocía a escritores, leía muchísimo, pero no conocía el ambiente literario. Tampoco leía necesariamente a autores vivos, leía a muchos poetas, lo que estaba en la biblioteca de mi casa, sin orden. Era totalmente silvestre.
Era un escribir por necesidad, no en busca de público.
Sí. En general yo diferencio: cuando tengo ideas es un cuento, y cuando tengo personajes es casi siempre una novela. Me obsesiono con personajes que invento y llega un momento en el que, como me estoy contando la historia todo el tiempo en la cabeza, la tengo que escribir. Sigue siendo así, soy más consciente del público porque sé que está, pero en el momento de hacerlo sigue siendo para mí.
Bajar es lo peor fue un éxito en Argentina.
Allá sí. Creo que sobre todo llamó la atención por el contenido: una historia de amor gay, muchas drogas, las noches. Cuando lo publiqué tenía diecinueve años y llamaba la atención yo como autora, al periodismo no le importaba nada el contenido. A los lectores sí, muchísimo, eran fans, y eso era superinteresante, porque era el año 95, estamos hablando de antes de las redes, antes de Google. Me iban a buscar al diario, me escribían cartas, todo muy analógico. Se identificaban, en el sentido de que para mí era normal lo que había escrito. Era mi vida, la gente que me rodeaba, los libros que leía. Yo leía a Bret Easton Ellis, William Burroughs, Rimbaud, lord Byron, todos rockstars. Yo venía del mundo del rock, de tener un novio cantante, y después me di cuenta de que, en Argentina, todo eso era bastante under. Y sobre todo para el mundo literario, que es muy…
¿Elitista?
Sí, y más en los noventa, una chica. Muchas discusiones ahora son masivas, todo el mundo habla del movimiento LGTB, pero en ese momento yo no tenía conciencia de lo under que era. En las marchas del 8 de marzo, el Día de la Mujer, éramos veinte, y ahora, claro, son un millón de personas. En ese sentido no era de nicho, pero sí de un grupo de gente que, para el ambiente literario, acostumbrado a otras cosas, chocaba muchísimo. Decían: «¿De dónde sale esto?».
A mí me gustaba la literatura y no encontraba nada escrito en castellano sobre ese tipo de temas. Había mucho en otros países. En Estados Unidos: Kathy Acker y toda la movida de los años setenta en Nueva York, las películas en los años del sida, Gus Van Sant, Todd Haynes. En Francia tenían las novelas tipo Las noches salvajes, Cyril Collard, Hervé Guibert, todos los autores de esa época que estaban hablando del sida y de la movida nocturna. Algo que en castellano yo no encontraba, porque no había llegado a la literatura, o no lo podía encontrar, o estaba en fanzines y en otros lugares. Yo tenía ganas de escribir sobre eso porque en castellano estaban hablando de otras cosas.
¿Había mucho movimiento subterráneo de fanzines?
Muchísimo. Y ese era el ambiente de mis amigos. Una de mis mejores amigas tenía un fanzine que se llamaba Resistencia, que estaba buenísimo y era muy famoso. Para que vos veas cómo cambió todo: ahora lo sacaron en edición facsimilar, y eso a mí se me hace bien raro. En esa época, compraba una revista llamada Cerdos y peces. De hecho, el título de Bajar es lo peor era una frase de un cocainómano que habían entrevistado en Cerdos y peces (porque en Cerdos y peces hacían eso, estaban relocos). El tipo contaba que le encantaba la cocaína por esto, por lo de más allá y explicaba: «Lo único que no me gusta de la cocaína es bajar, porque bajar es lo peor», y yo, que tomaba en ese momento, me decía «tiene razón». Y en un punto decido ponerle ese título al libro porque es muy oscuro, como un descenso a los infiernos.
¿Por qué pasaron diez años hasta tu próximo libro, Cómo desaparecer completamente?
Fueron varias cosas. Por un lado estaba la cuestión de que no estaba tan segura de ser escritora. Por mi primera novela empecé a trabajar como periodista, y en los primeros años sentí que me faltaba un poco de formación lectora. Yo nunca fui a un taller, no estudié escritura creativa, no sé nada de ese mundo (y tampoco quiero). Pero me faltaba leer. Para mí, leer y escribir es lo mismo y es igual de importante. Al mismo tiempo, estaba trabajando y viviendo intensamente. En medio escribí una novela que no me gustó, una novela de terror, que es lo que quería escribir pero todavía no sabía cómo: me faltaban lecturas, técnica.
¿Esa novela no la leyó nadie?
Lo que yo tenía de esa novela lo quemé. Creo que se la di a alguien por error, aunque tengo bastantes huecos de esos años. Pero no está. Escribir una novela mala lleva el mismo tiempo que escribir una buena. Si una novela no funciona, son cuatro o cinco años de tu vida que se acabaron.
¿E influyó la presión mediática? Te invitaron a varias televisiones, charlas, radios.
Un poco sí, el segundo libro es como el segundo disco, o como la segunda película cuando la primera fue bien. Todo el mundo estaba mirando y yo era muy chica. Ahora, los jóvenes están un poco más acostumbrados, pero porque son muchos más y el éxito está más diseminado: uno puede tener setenta mil seguidores en YouTube pero no interactúa tanto con nadie, y, además, otro montón de gente también tiene setenta mil seguidores. Pero, cuando sos vos sola, eres el foco. Y las preguntas eran siempre: «¿Cómo sabes tanto de drogas?», «¿cómo investigaste tanto sobre el sexo gay?». Eso era lo que les importaba, no lo demás. Un ejemplo: hubo un festival de rock donde los punks y los stones (en Argentina, los fanáticos de los Rolling Stones eran una tribu urbana medio glamurosa) se pelearon con los nazis. Los stones se peleaban con los punks también, pero, en ese festival en particular, los nazis atacaron a los dos grupos y ellos se unieron en concordia. La cuestión es que mataron a un chico nazi a golpes y yo estaba muy cerca de eso. Después me invitaban a programas de televisión como representante de la juventud y me preguntaban: «¿Por qué los jóvenes son violentos?». Y yo respondía: «Qué sé yo, yo no soy violenta, no sé». Eso pasaba mucho.
Te exigían saber. Como la insistencia con las drogas, en tus libros aparecen y siempre te preguntaban por ello, te demandaban saber sobre el tema.
Claro, y yo no quería ir por ese atajo, qué te voy a decir: «Sí, sé de drogas porque tomo». Están buscando eso, es predecible, pero, cuando estás en medio y sos tan chico, no lo sabes manejar. En ese momento me daba un poco de miedo.
La gente joven se sentiría conectada contigo porque escribías lo que veían. La vida tras la dictadura, la crisis a finales de los ochenta.
Todos eran hijos de esa misma especie. Había un sentimiento general entre cierta gente. Era la generación (apenas son más chicos que yo) de los hijos de los desaparecidos, de toda la gente asesinada en la dictadura. No es que ellos tuviesen necesariamente una conexión con mi tipo de experiencias, pero sí la sensación de aislamiento, de ser distintos, de estar marcados en un país donde el Estado mató a tus padres.
Yo tenía nueve o diez años cuando la dictadura terminó, en el 83, pero las dictaduras no se acaban cuando terminan técnicamente. Ahí se puso fin al Gobierno militar, pero después hubo levantamientos militares cuando detuvieron a los dictadores, que finalmente murieron en la cárcel. Fue un proceso complicado. Argentina no tuvo una transición negociada, tuvo una transición totalmente dura. Se hizo un juicio impresionante. Yo tenía once años y escuchaba a la gente que había sido torturada contando lo que le habían hecho en la radio. El juicio se retransmitía durante todo el día, y de noche pasaban un resumen. Te ibas a dormir con todo ello, creo que fue la primera historia de terror que escuché.
En Cómo desaparecer completamente, te metes ya en el tema musical, que te influye mucho.
Mucho. Escribo con música, escribo inspirada en música, muchos títulos de mis libros son títulos de discos o de canciones.
Radiohead.
Ese es de Radiohead sí, no me gusta mucho la canción pero sí el título. Las cosas que perdimos en el fuego es un disco de Low, Este es el mar es un disco de The Waterboys, y soy muy fan de Bowie. Pero mi artista favorito, de cualquier género, es Nick Cave. Para mí, todo lo que hace Nick Cave es lo mejor. Soy muy fan de Suede, y de Manic Street Preachers, pero lo que hace Cave está a una distancia superior. Recuerdo que en los fanzines que me compraba salió una nota muy larga de The Birthday Party y, en cuanto la leí, supe que esa banda me iba a gustar, aunque nunca la había escuchado. Estuve seis meses para encontrar un disco, me compré Prayers on Fire. Cuando lo puse entendí que así sonaba mi cabeza: ese ruido, esa disonancia, esa locura.
Nick Cave pega mucho con tu obra, ese tono más oscuro, gótico.
Sí, es un gótico dramático. Lo vi en los noventa en Argentina con la formación de esa época, creo que tres días seguidos tocó y tres días lo vi. Y después ya lo vi con la banda nueva, con Warren Ellis, en un estadio con siete mil personas. Mi marido es australiano, no se parece a Nick Cave pero no creo que sea casual. Cave es totalmente épico, tiene un toque que me parece humorístico y, aunque se toma todo muy en serio, hay algo de conciencia del ridículo y cierta entrega, por eso yo digo que es como un Elvis gótico. ¿Viste al último Elvis de Las Vegas?, ¿ese que estaba muriéndose arriba del escenario pero no desafina nunca? Es algo muy oscuro.
Lo acompaña una vida muy trágica. ¿Qué te pareció Ghosteen, el disco dedicado a su hijo fallecido?
Me encantó. Y esa canción, «Hollywood», de catorce minutos al final, que es una pequeña historia sobre el duelo, es terrible pero bonita. Y la tapa con los animalitos de colores, como el paraíso naíf. Es un punto que yo no hago, pero…
Pero se ve la conexión con tu mundo.
Sí, totalmente, claro.
¿Te defines dentro del género del terror?
No me molesta la etiqueta. Los libros de terror son los que mejor funcionaron, los que mejor se vendieron y por los que la gente me conoce más. A mí me encanta el terror, entonces que me digan que soy una escritora de terror está bien, el problema es que no es verdad. Tengo libros que no son libros de terror, por ejemplo, una biografía de Silvina Ocampo, La hermana menor, que para mí fue muy difícil y muy importante. Y mi libro sobre los cementerios, Alguien camina sobre tu tumba, no es de terror, es un libro de recoger información de manera casi antropológica, de no ficción, crónica de viajes. De acuerdo, es de cementerios, que a veces son oscuros, pero no es para causar miedo. Te cuento cómo son las tumbas o historias supersticiosas del cementerio, pero no necesariamente cosas de miedo. Cómo desaparecer completamente no tiene nada de terror. Y Bajar es lo peor tampoco, aunque pasan cosas terribles y hay alucinaciones muy Hellraiser, muy robado de Clive Barker. Es una novela donde la gente tiene miedo y una perpetua sensación de incertidumbre, pero no es una novela de género.
El terror me encanta, así que la etiqueta no me molesta, aunque no es del todo cierta. Pero no me importa, yo no corrijo a nadie: que digan gótica, que digan de terror, lo que quieran.
Cómo desaparecer completamente habla de narcotráfico, suicidio y abusos. Eso en el fondo es horror basado en el realismo.
Yo siempre digo que es un libro de horror pero no de terror, son cosas horribles que le pasan a la gente, pero no es un libro de género, no hay nada ni siquiera muy violento.
Un relato como «El patio del vecino», que aparece en Las cosas que perdimos en el fuego, recuerda al estilo de Stephen King: presenta una historia de terror, pero también a una protagonista que tiene otra historia personal de terror. Una mujer con problemas, depresión, que ha dejado el trabajo, con una pareja que no la apoya.
Sí. Es como King cuando dice que El resplandor no va sobre este hombre tratando de resolver sus problemas de violencia familiar, yendo a este hotel y creyendo que los fantasmas son él. No, realmente hay fantasmas en el hotel y además ese hombre tiene problemas. En mi relato, la protagonista tiene un trauma y además en la casa de al lado está pasando algo supersiniestro. King hace eso. It empieza con un crimen de odio contra dos chicos gais que están paseando cerca del río, y, para mí, eso es un statement. Él podría haber empezado con cualquier cosa, pero eso es como decir this is America, esto es Estados Unidos, así nos comportamos. Todos estos chicos que están en este caldo de bullying y de abuso, que están en la mierda, viven en este país y aquí pasa esto. Yo lo aprendí de él, pero situé mis historias donde yo vivo, no donde vive él. King también fue quien nos enseñó que Lovecraft es genial y que Poe también es genial, pero que eso se terminó. Ya no vivimos en ese mundo: hay que soltar ese pasado y hablar del horror cotidiano.
He leído hace poco una novela de un escritor húngaro, Attila Veres, que me ha vuelto loca. Hace un cuento increíble sobre un país en el que son seguidores de dioses de Lovecraft y se organizan tours. Parece una sátira y después da un miedo horrible. Es una historia de vacaciones en un lugar de pesadilla que al mismo tiempo habla del turismo enloquecido. Es genial.
Este es el mar, aquí al rock vas de cabeza. Aparece el Enjambre, un grupo de mujeres que viven eternamente y son las fans de todas las estrellas del rock. Tú, como periodista musical y como fan, viviste ese mundo desde dentro.
Lo más loco que hice en mi vida fue ir a ver a los Manic Street Preachers a Cuba cuando tocaban en 2001. En diciembre de 2001 fue la crisis argentina, que terminó sin dinero en los bancos. Yo fui a verlos en febrero con mi último dinero, cuando se veía venir la crisis. Después volví a casa de mi madre, en un suburbio de Buenos Aires, no teníamos nada y yo me gasté todo el dinero en eso. Hice muchas locuras de ese tipo, y las entiendo perfectamente, no me arrepiento.
Al concebir ese libro yo venía pensando mucho en la arbitrariedad del fenómeno fan. Porque The Beatles y The Kinks no son bandas tan distintas. The Kinks me parecen mejores, pero, cuando se produce la invasión británica, las chicas empiezan a gritar por los Beatles, aunque ninguno era lindo. Entiendo que a los Rolling Stones les gritaran las chicas, pero a los Beatles es como «¿en serio?». ¿Qué es este fenómeno extraño de fans que gritan por este y no por otro? Gritan por Elvis y no por Carl Perkins. Está bien, Perkins tenía cara de caballo, todo lo que vos querás, pero Ed Sheeran también es un monstruo de feo. No tiene que ver con eso. Y cuando las chicas eligen a Elvis cambia el mundo, no solo la música. Es el fenómeno de Dioniso y las bacantes. Dioniso es el dios del vino y los excesos, y lo siguen las bacantes, mujeres que matan por él y lo esperan.
Yo esto lo vi trabajando como periodista musical en un recital muy malo de Backstreet Boys. Me impresionó porque las chicas gritaban sin parar: empezaban estas y seguían aquellas, como coordinadas en una ola sónica. Apenas se escuchaba a los Backstreet Boys. Empecé a pensar y se me unió con un cuento de Ray Bradbury llamado «La multitud», donde un hombre descubre que la gente que se reúne alrededor de los accidentes es siempre la misma: personas que luego deciden sobre la vida y la muerte. Las dos ideas se me mezclaron: ¿qué pasa si las chicas son las bacantes que están con Dioniso, las sirenas que Ulises no quiere escuchar, las que les dan las canciones a los músicos y los crean? Así nació el libro, entre mitos griegos, Bradbury y rock, una locura.
Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego son recopilaciones de cuentos. ¿Te gusta más escribir cuentos?
Me gusta, pero empecé a escribirlos para aprender a escribir terror. El cuento para el terror es muy bueno en el sentido de mantener la tensión. Una novela es más difícil, aunque aprendí que en una novela no tenés que mantener la tensión todo el tiempo, tiene que tener mesetas porque el lector las pide. Y en el cuento no conocés a los personajes, no te importan, no perdés tanto tiempo. Fue la medida justa para aprender a medir la tensión y también a desarrollar personajes femeninos, que yo hasta ese momento no había escrito y no sabía cómo hacerlo, me salían todas Mariana. Tenés que construir un personaje.
¿Y crees que el lector tiene que sentirse identificado con tus personajes?
En general para mí tanto la literatura como el cine o el arte no son para identificarse. Cuando era chica, estaba obsesionada con Charles Manson, y no quería entrar en una secta, ni estar con Charles Manson, ni ser una chica de Manson, lo que me fascinaba era esa locura que se había producido a su alrededor. Pero no es que me identificara, ¿cómo me voy a identificar con esa gente que estaba totalmente desquiciada y sucia en medio del desierto? Tampoco me identifico con David Bowie y es un genio. Yo no me identifico con un artista, lo que quiero de un artista es otra cosa, que me emocione, que me cuente las cosas bien. Una película que últimamente me gustó mucho es Nitram, sobre un joven australiano que termina matando a un montón de gente en una de estas mass shooting. Me parece extraordinaria, porque es un estudio de cómo se deteriora la mente de una persona perturbada que es llevada al límite y explota de esa manera. Y las opiniones en Twitter eran: «No sé por qué hay que hacer una película de esto», «No me identifico» o «Hay momentos que tuve empatía y eso me pareció problemático». ¿Por qué te pareció problemático? Es una persona, es lógico que en un momento sientas empatía. Y eso es lo perturbador y lo extraordinario de la película, que vos la estás viendo y decís: «Yo tuve un dolor parecido». Y me parece necesario. ¿Por qué te tenés que identificar? Yo no me identifico con un personaje de Dostoievski.
Entender al personaje es otra cosa, ahí reside la habilidad del narrador. Entendés las acciones y que tienen una lógica, y entonces es cuando te despiertas del sueño narrativo. Pero no te puedes identificar con los hobbits, es absurdo. La idea no es que te identifiques. La idea es que entiendas a los personajes o que te ayuden a entenderte.
Nitram suena a Elephant, de Gus Van Sant.
Es muy parecida, muy Gus Van Sant. Está más focalizada como un estudio psicológico, porque Elephant tiene virtuosismo. Pero hay esa sensación de muerte durante toda la película y es muy interesante que te sometan a una experiencia desagradable. A mí me gusta. Cuando escribís terror es una crítica muy común el «¿por qué tenés que escribir sobre cosas desagradables?». El mundo es horrible, hello.
En Estados Unidos, los tiroteos ocurren cada dos días, y ahí siguen, como si nada.
Porque se acostumbraron, una vez que te acostumbras a lo espantoso, es así.
Hay un capítulo de South Park que va justo sobre eso. Se acostumbran a los tiroteos en la escuela y pasan de ellos como si fuese algo tan común como que está lloviendo.
Sí, pero ya están así. Ya están un poco como si está lloviendo. En Argentina tampoco tienen armas como allá. En el sur, en la Patagonia, porque se caza, hay gente que tiene. Pero, en general, los que vienen a cazar son los gringos. Te pueden robar, quiero decir que es la América Latina, pero hay otro tipo de problemas.
Pero no tiroteos en el patio del colegio.
No, eso no, una sola vez hubo uno y fue famosísimo, el nene mató a dos personas o tres. Pero no hablar de eso claramente no lo soluciona. Dejar de hablar de cosas horribles o dejar de escribir horror no lo va a solucionar.
Las cosas que perdimos en el fuego funcionó muy bien.
Creo que se volvió a mirar a América Latina y a preguntar qué están escribiendo en América Latina. Hubo como un pequeño renacimiento del terror y había muchos personajes mujeres. Se juntaron diferentes cosas y en Barcelona le dieron un premio. Lo que me pasa con el cuento es que la tradición argentina de literatura es muy de cuento, en el sentido de que en el colegio lees a Cortázar, lees a Borges, lees a Quiroga, lees al uruguayo Felisberto Hernández. Toda la literatura central es cuento, no es la novela como en otros países. Yo a Borges lo leí por primera vez a los nueve años, en la escuela.
Pero también leías a Homero. Y es también duro, eh.
Sí, pero es más tipo la Biblia, pasan cosas, hay mucha acción. Pero yo era muy difícil, y me gustaba la mitología, hacía un esfuerzo.
La mitología te gusta en general. Y tienes un libro sobre mitología celta y otro sobre la egipcia.
Sí, los hice por encargo, aunque no es que no me interesen, los hice así porque son cosas que manejo. En esa época yo estaba sin un peso.
En Argentina todo el tema de las mitologías está bastante relegado al turismo o a lo antropológico. Y a mí me gusta mezclarlas en los cuentos porque, cuando vos leés a Borges, escribe sobre mitología de Islandia, el elitismo máximo, la identificación total con Europa. El tipo no se reconoce como un escritor sudamericano por ser hijo de europeos. Me interesa rescatar eso porque está muy presente en la vida cotidiana. La gente va a tirarse las cartas, la gente tiene, como yo acá tengo [enseña su anillo], a San la Muerte, que es un santito que te protege, o al Señor de la Paciencia, un esqueleto sentado que mucha gente se pone bajo la piel, sobre todo los delincuentes, porque se dice que evita las balas. Todas esas cosas están bastante incorporadas a la vida cotidiana, sobre todo de las ciudades. Me gusta incluir eso porque tenemos una literatura que mira demasiado a Europa.
No se ha aprovechado esa herencia de leyendas en la ficción.
No mucho. Yo tengo un cuento que se llama «El desentierro de la angelita». En Argentina era muy común para los chicos que morían de parto, o antes de bautizar, hacer un funeral donde se les ponían unas alitas (una cosa muy morbosa), porque eran angelitos y se iban directos al cielo. Y se hace una fiesta de dos días en provincias como Santiago del Estero, con la gente tomando vino con el bebé ahí y sacando fotos, una cosa espantosa. Mi abuela vivía en el norte de la Argentina del otro lado, la que está cerca de Brasil y de Paraguay, y me contaba que tenía una hermanita chiquita que había muerto y no le habían hecho este velorio. A la nena la habían enterrado en el fondo de la casa, porque viven en medio del campo, y, cuando llovía, ella la escuchaba llorar. Y me daba un miedo terrible cada vez que llovía, porque no me daba cuenta de que me estaba hablando de su casa en el norte de Argentina, y yo pensaba que era la mía. Pero mi abuela algo de miedo conservaba porque daba la vuelta a una botella y la ponía en tierra para detener las lluvias, así que creo que, cuando ella era chica, de verdad la escuchó, y tenía miedo a volver a escucharla. En «El desentierro de la angelita», una chica encuentra los huesos de una nena en su casa, y el fantasmita le dice: «Hola, ¿qué tal?, quiero que me entierren bien». Como una historia de fantasmas clásica: lleva mis huesos a un lugar santo, lo mismo. Pero moderna y usando el mito: en mi cuento, la nena tiene las alitas.
No todas las historias de fantasmas ocurren en un castillo de Inglaterra.
Claro, y es un cuento simpático, pero sus elementos tienen que ver con las costumbres de la gente, con la mitología y, finalmente, con la historia de un país que tiene muertos enterrados por todos lados, como acá, abrís un pozo y te encontrás con la abuela.
Pero en Argentina en lugar de enterrarlos los habían echado al mar.
A la mayoría sí. A algunos los pusieron en fosas comunes en cementerios, pero a la mayoría los tiraron al mar.
Todos los países tienen una horrible historia negra.
Y todas iguales, con matices, digamos.
También tienes obsesión por los fantasmas.
Total, tiene que ver con eso, con pensar que en Argentina aparecido se le dice a un fantasma. Los asesinados en la dictadura, que coincidió con mi infancia, eran desaparecidos. Para mí estaba asociado hasta lingüísticamente, fue una ayuda inesperada del lenguaje.
Y te interesa el ocultismo.
Sí, muchísimo, me regalaron un mazo de tarot y venía con explicaciones y aprendí, como hubiese aprendido a jugar al ajedrez. Y creo que soy bastante buena, pero, cuando empecé a acertar cosas, me dio miedo y respeto. Sigo coleccionando mazos, y tengo muchos fans que me regalan, pero me interesa sobre todo como estética, para mí no está tan lejos del cuento de las abuelas, es todo parecido. Pasa que también hay una parte más elitista, como el ocultismo británico de Aleister Crowley, pero para mí es todo lo mismo.
Creo que le dabas a la ouija de pequeña.
De pequeña y de grande. Hasta los veintipico.
¿Y te dio miedo y respeto el tarot, pero la ouija y lo de hablar con muertos no?
Lo que pasa es que estábamos muy drogados siempre, todo está mezclado. Cuando jugábamos muy intensamente también fumábamos porros y tomábamos cocaína. Recuerdo que una vez jugamos y en la ouija empezó a hablarnos una chica que decía: «Gracias por las flores, gracias por las flores», pero no le dimos mucha bola. Cuando vino el dueño de la casa, nos preguntó y le dijimos: «Na, vino una chica recién que nos dijo gracias por las flores». Y me acuerdo de que se puso pálido y me dijo: «Debe de ser la suicida de enfrente». Se había suicidado la chica del departamento de al lado. Mi amigo hacía muchas fiestas en esa casa y siempre le llevaba flores para pedirle disculpas por las molestias. No sabíamos nada de esto. Ahí paramos, pero fue impresionante, creo que fue una especie de señal, no de la chica, sino de que pasáramos a otras cosas.
Pues pasemos a otras cosas: ¿hay algún género que te interese y nunca hayas tocado?
La poesía, que para mí está muy cercana a la música. Con la música sí me atreví pero soy muy mala. Y poesía nunca escribí nada, por suerte me di cuenta de que no era mi medio, digamos, y me dediqué a escuchar.
¿Consideras que se ha roto la distinción entre alta y baja literatura?
Sí. Para mí no existe esa diferencia. Hoy es posible que gane el Herralde una novela de terror como Nuestra parte de noche, que tiene elementos de historia, pero invoca al demonio en la sexta página. Y no es una metáfora de la dictadura, como todo el mundo me pregunta. Está hecha con un poco de Mary Shelley y el romanticismo inglés, William Blake, mitología argentina, Twin Peaks, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, y con escritores del boom latinoamericano que pasaron desapercibidos, como José Donoso y Juan Carlos Onetti. Es decir, alta literatura, series de televisión y rock. Creo que para mi generación, de los cuarenta a los cincuenta y pico, llorar con E. T. y jugar con Star Wars era algo serio. No tenés que ser un nerd para que eso te guste de grande, porque esa es tu educación sentimental. Y ahora que esas personas empiezan a crear se nota que sus influencias no son de alta cultura. Y los que solo son de alta cultura hacen que te preguntes: «Y a este ¿qué le pasa? ¿Por qué no leyó a Stephen King?».
¿Tienes obras en mente que aún no has podido escribir?
Hace mucho tiempo que tengo ganas de escribir una novela de fantasmas y ahora finalmente le estoy encontrando la forma. Entendiendo que tiene que ser en mi mundo, en Argentina, en la crisis económica. El fantasma siempre pasa por el mismo lugar, y vuelve, y no puede salir de eso, y Argentina es un poco así, viene la crisis económica, después está un poco mejor, vuelve la crisis, sale, vuelve.
Sobre el panorama cultural actual ajeno a las novelas, ¿qué consumes?, ¿alguna serie?, ¿películas?
La última serie que vi que me gustó mucho fue Atlanta. La serie de Mike Flanagan, Midnight Mass, a mí me parece aburridísima, porque, si vas a tocar a Henry James o a Shirley Jackson, hacelo bien. De Peaky Blinders soy bastante fan. La última Twin Peaks me gustó muchísimo. La nueva película de Cronenberg, Crímenes del futuro, me parece alucinante porque puedes ver a un tipo de ochenta años pensando en voz alta sobre los avatares del cuerpo. Y me gusta mucho la tendencia del horror nuevo como La bruja o Babadook, me parece un camino interesante.
Hay cosas de mucha calidad que se hacen a partir de Perdidos, que terminó muy mal pero había ahí posibilidades en una televisión que todavía no era streaming. Juego de tronos la disfruté mucho, odié el final como todo el mundo, pero no me enojé porque le agradecí tantos años. El final de Perdidos era malo, pero a mí me gustaba que la serie no te explicara cosas y fuera televisión popular. La primera temporada de True detective me gustó muchísimo, las otras no, pero la primera tenía cosas de Lovecraft en Nueva Orleans, como un gótico sureño. El final era malo pero no muy malo, era sencillo.
En esta revista tenemos fama de ser muy pesados con The Wire y Los Soprano.
De esas dos me gustó más The Wire, porque tiene más realismo social. Me gusta la historia de gánsteres, pero son dos ligas diferentes. The Wire, el negocio de las drogas, el sindicalismo, la educación, es realmente la vida de la gente, y además es Estados Unidos, que es cada vez más pobre, más tercer mundo. Me parece interesante verlo por fin: ese abandono.
¿Cómics?
The Sandman para mí es la mejor novela que hay en los años noventa.
¿Novela en general?
Sí, para mí es el mejor texto literario de los noventa. A mí me parece genial, ahí tenés Chesterton, Shakespeare, Borges… Destino está basado en Borges, vive en un laberinto, está ciego. Para mí es la mejor novela de esa década, quizá junto con From Hell. John Constantine también me gusta, el de Warren Ellis y el de Garth Ennis sobre todo. Hugo Pratt, Jodorowsky o el canadiense Guy Delisle. Y Watchmen, claro. Para mí, todo eso es literatura. El título Los peligros de fumar en la cama se lo robé a un capítulo de The Sandman. Lo saqué de ahí, todos mis títulos son guiños, como Nuestra parte de noche, que es un verso de Emily Dickinson. Porque me gusta mezclar eso: Sandman, Dickinson, un disco de Low.
Para mí, The Sandman es importantísimo porque, viniendo de Argentina, tratar de ese modo a Borges era raro. Jorge es un escritor muy ideologizado, porque era muy de derechas. Pero a Gaiman no le importa, él lo mezcla, y así aprendí cierto desprejuicio, que era lo que me interesaba.
¿Lo que había era un prejuicio?
No, era el canon: Borges es serio, ¿cómo lo vas a poner en un cómic? Y, de pronto, leí The Sandman y pensé: «¡Así se pone en un cómic!».
Nuestra parte de noche es magnífica.
Digo yo que categorías de «baja y alta literatura» son y siempre han sido irrelevantes para la gran mayoría de los lectores, y para las universidades (americanas), que si que les ha importado en su momento, ya desde hace mucho en estos términos, no…aquello es un debate de los 60 y 70…
La batalla hoy en día es otra. He leído hace poco de un fan/famoso que reniega de Dylan porque ha hablado bien de recurrir a una prostituta en cierto momento dado, otro que Bowie que había hecho no se que….y como que si es una pena por su gran talento, pero que no pasa nada,no va a escucharle mas, pues hay mucha gente con talento etc…Dylan y Bowie fuera, toma!!!
Es ese el tema de nuestros tiempos, no alto y bajo, sino dentro o fuera. Yo creo que que es muy posible que se vuelva a configurar todos los canones basados en los conceptos de la diversidad, inclusividad, y corrección politica … o sea en 50 años, no queda ni un nombre que conocemos…
A mi me da igual la verdad, pero lo de promover al fascista de Lovecraft no va a tener mucho futuro bajo esa esquema tampoco,una moda francesa-Lepenista además, un bulo literario lanzado por un frances que escribe tan mal que promueve al Nazi de Lovecraft para que haya color…
PD: Difícil de imaginar que en el mundo de la cultura pos-franquista de España, se va a hacer hueco por las sensibilidades «woke» que corre por el mundo anglosajón, lo podemos descartar creo yo. Woke, por cierto, es argot americano por awake o despierto o lo que diríamos en castellano, consciente o sensible a los injusticias históricas sufridas por colectivos como la gente de color, la comunidad LGTB o las mujeres, y la necesidad de hacer lo posible para que sus voces se oigan en los artes….
Pero Alberto del Olmo el otro día se hace el picho un lio porque «Jeanne Dalmen» de Chantal Akerman se ha votado N1 en la encuesta de Sight and Sound de los 100 mejores películas de todos los tiempos, Antonio Muñoz Molina – quien si no? – ya ha montado una defensa acerrima del hombre blanco y sus virtudes en un espacio de lujo donde jamas habrá escrito una persona de color y muy pocas mujeres, eso es, la pagina principal de opinion de El Pais…y en la foto de familia de los Goya hace un par de semanas, no había una sola persona de color, como no hay casi nunca….
Tenemos estos sesgos, estos prejuicios inconscientes mas veces que no, y es preciso que el Estado intervenga para fomentar una mayor diversidad en los artes y el mundo de la cultura, como ha hecho hace poco en pro de mujeres directoras en el cine, con tan espectacular resultados como es una nomina que incluye a Carla Simon Elena Lopez Riera, Pilar Palomero, y Alauda Ruiz de Azua…
y es preciso que el Estado intervenga para fomentar una mayor diversidad en los artes y el mundo de la cultura, como ha hecho hace poco en pro de mujeres directoras en el cine, con tan espectacular resultados como es una nomina que incluye a Carla Simon Elena Lopez Riera, Pilar Palomero, y Alauda Ruiz de Azua…(…)
Claro: la gente es tonta y el Estado debe indicarles qué productos culturales debe consumir basándose en criterios tan serios como la mayor diversidad de… ¡Patata!
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