Arte y Letras Historia

Los mapas del miedo

Mapas del miedo
Orbis Terrarum, Petro Plancio, 1594. (DP) mapas

So geographers in Afric maps

with savages pictures fill their gaps

and o’er unhabitable downs

place elephants for wants of towns.

(«On poetry», Jonathan Swift)

El universo está lleno de cuerpos, no existe el vacío. Cuando Aristóteles miraba alrededor, eso es lo que veía. Iba a contramano de los pensadores de la época, incluso de su maestro Platón, y de sus ideas sobre el espacio, que a Aristóteles le resultaba un concepto demasiado abstracto; prefería hablar de lugar: las cosas ocupan un lugar en el universo, un universo pleno, hecho con los cuatro elementos y las cosas formadas por ellos. 

La naturaleza no tolera la ausencia de aire y aborrece el vacío, esa verdad surgía de la observación y después todos estuvieron de acuerdo durante siglos. 

Así nació el horror vacui, literalmente el miedo al vacío, que se convirtió en una ley de la física hasta que los físicos experimentales la pusieron en duda. Blas Pascal tomó las mediciones, registró las variables de altitud y presión de aire, probó, contrarrestó, tomó nota y estuvo en condiciones de afirmar que, si la naturaleza es capaz de sentir horror, también puede tolerarlo. No sin humor, refutó a los aristotélicos: «El horror al vacío no era más que un horror imaginario. La naturaleza no es susceptible de pasión; no experimenta simpatía ni antipatía, sino solo indiferencia».

El miedo, definitivamente, no es prerrogativa de la naturaleza sino de las personas; aquel rechazo al vacío se mantuvo en el tiempo. De la física a la pintura, del arte a la decoración, de la arquitectura a la poesía, de la literatura a la psicología, de la comunicación al entretenimiento, el horror vacui resulta útil para graficar lo que hacemos cuando no queremos o no podemos enfrentarnos a esa nada que no está en la naturaleza sino en nosotros.

Llenar el espacio con información y objetos es un estilo. Lo demuestran los lienzos abarrotados de imágenes, las vasijas y columnas, las paredes cargadas del barroco, el rococó y el churrigueresco, los gabinetes de curiosidades y los salones victorianos, también las tiendas y ciertos diseños en periódicos, revistas, avisos comerciales y páginas web. La atmósfera que resulta es agobiante. 

Pero, antes de ser un estilo, el horror al vacío fue una reacción frente a lo desconocido. Cuando el mundo se fue expandiendo a fuerza de viajes y exploraciones también creció la incertidumbre; cada paso que llevaba a los seres humanos más lejos los apartaba de la seguridad y les recordaba sus temores. 

Mapas del miedo
Detalle de la caravana de Marco Polo en el Atlas Catalán. (DP)

Entre lo conocido y lo desconocido había todo un mundo por representar y ahí estaban los cartógrafos, ocultando el miedo tras las imágenes. Una de las obras más lindas que dejó el horror vacui de los cartógrafos medievales es el Atlas catalán que la escuela mallorquina hizo alrededor de 1375. Es un mapamundi completamente decorado que muestra todo lo que los europeos conocían hasta entonces: el universo alrededor del Mediterráneo. Hay barcos, montañas, bosques, reyes y banderas que indican las divisiones políticas y las alianzas estratégicas. Las ciudades incluyen árboles, animales, personas, deidades y las cristianas se diferencian de las musulmanas con la cruz. Un Google Street View hecho a mano. Todo lo que la historia y la geografía sabían hasta el momento se asentó en el mapa. Hay escenas etnográficas que nos muestran cómo se comportan los pueblos lejanos y nos recuerdan el viaje de Marco Polo. Vemos puertos, mercados y rutas comerciales. Hay recuadros con galerías de personajes famosos, astrónomos, matemáticos y cartógrafos de la Antigüedad, y otros con información escrita, con datos económicos y demográficos. Hay leyendas y cuentos breves. La falta de información se suple con caligrafía florida y decorados.

Dibujar el mundo

El griego Ptolomeo fue el primero en hacer un mapamundi que incluía no solo el mundo conocido sino también el intuido. Eso sí, lo hizo con palabras en un libro sin ilustraciones que se llama Geografía. Usó la geometría, la matemática y la observación, trazó coordenadas, asignó medidas y ubicaciones e imaginó el resto. Muchos siglos después, cuando el Imperio romano se deshacía, los geógrafos de Bizancio tomaron ese libro y, de acuerdo con lo que leían, fueron trazando mapas con líneas y dibujos. 

Ptolomeo decía que más abajo de la línea del ecuador no había nada: si alguien se lanzaba hacia el sur, el sol cayendo en vertical derretiría hombres y barcos. En los nuevos mapas, el hemisferio sur se llenó de fantasías, y el mar abierto, de monstruos capaces de terminar con la más aguerrida de las tripulaciones.

Hasta entonces, el Atlántico era un límite, una gigantesca frontera líquida entre lo que se conocía y lo que no. Las columnas de Hércules, en el extremo occidental del Mediterráneo, estaban ahí para señalar el fin; más allá, el vacío. Para alertar a los navegantes se atestaron las aguas de bestias de tamaño descomunal: serpientes, morsas, escorpiones, ballenas, tortugas, anguilas y peces con todos los agregados de los que era capaz la imaginación: alas, cuernos, cabezas de ave, de león, de rinoceronte, de cabra o de unicornio. El océano no solo era enorme, era inconmensurable, un espacio al que nadie osaba enfrentar pero que al mismo tiempo ejercía atracción. Era la representación gráfica del final del mundo y, así, los temores medievales se asentaron sobre las olas: quien observara un mapa podía ver cómo los barcos desaparecían arrastrados.

Si uno se acerca lo suficiente puede alcanzar a ver, por ejemplo, al gran pez Jasconius cerca de Canarias: sobre él hay un barco con sus remos, un altar con Jesucristo en la cruz coronado por velas, un grupo de hombres arrodillados frente a él y un sacerdote oficiando la misa de Pascua. Liturgia, geografía y literatura confluyendo en un solo lugar. También el arte, porque la cartografía dejó de ser exclusividad de los geógrafos y astrónomos para cederles el lugar a los pintores de mapas, artistas ilustrados, cada vez más requeridos.

Los viajes son desplazamientos pero también actos de enunciación y es la cartografía la que va delineando sus huellas tras la aparente correspondencia entre el globo y su representación. Los mapas medievales muestran lugares apenas cartografiados con más simbología que rigurosidad científica: objetos plásticos de arte bestial pero también artefactos narrativos. Son antecedentes de los mapas gamers actuales, esos espacios abiertos y cerrados a la vez en los que los jugadores se sumergen, se desplazan y actúan como protagonistas. Esos diseños representan un espacio inmersivo donde nada queda librado al azar, excepto, claro, el riesgo de vacío que puede inundarnos en el momento del apagón. Los mapas son hijos de su tiempo y cuentan las historias de su época. Hay quienes dicen que el abigarramiento estético no deja resquicio para la imaginación y que ese es un comportamiento propio de actitudes infantiles y civilizaciones primitivas, que el horror vacui aparece cuando la humanidad no sabe complacerse en la ausencia. 

Mapas del miedo
Carta marina de Olaus Magnus. (DP)

¿Y si Ptolomeo está equivocado? 

Aunque el océano estaba cargado de peligros, las Indias tenían todo lo que Europa deseaba. Las riquezas eran incontables, las ansias también, así que algunos se aventuraron igual; después de todo ya lo habían hecho con éxito los fenicios cientos de años atrás, aunque ellos contaban con una ventaja: no conocían el temor a Dios, que no perdona a los que quieren saber lo que está más allá del alcance humano. 

Hacia finales del siglo XV, todos seguían buscando, por distintos caminos, aquellos dominios del gran kan que conoció Marco Polo. No eran gente de ciencia sino de negocios y llegar a las especierías era una promesa de ganancias seguras, también una empresa imposible por tierra para las caravanas cristianas amenazadas por los sarracenos. Los barcos tenían prohibido atravesar el mar Rojo: no quedaba otra que navegar la costa atlántica hacia el sur bordeando África, doblar el cabo y subir por el Índico. Necesitaban buenas naves e instrumentos de navegación, también información sobre el diagrama del mundo que se iba ampliando día a día. 

Los más pobres de Europa eran los portugueses. Una franja de tierra alejada del Mediterráneo y al borde del océano, después del cual no había nada; estaban lejos y sin posibilidades, no tenían nada para perder. Por eso, el príncipe del reino decidió apostar a todo o nada, desafió las unánimes teorías geográficas del viejo Ptolomeo y se instaló en un castillo frente al Atlántico para preparar la gran empresa de navegación que requerían los nuevos tiempos: hizo traer libros de todas partes del mundo, contrató a sabios árabes y judíos, hizo construir instrumentos de precisión, entrevistó a cada viajero que volvía a tierra, construyó una fábrica de barcos y una escuela de navegantes que empezó a formar hombres para lanzarse a mar abierto. Durante veinticinco años hizo esto y pasó a la historia como Enrique el Navegante aunque nunca se subió a un barco. Él no alcanzó a saberlo pero en 1486, unos años después de su muerte, Bartolomeu Dias, formado en su escuela, alcanzó el sur de África, atravesó el cabo de la Tormentas, se abrió camino a la India, y el reino de Portugal, durante unos segundos, se convirtió en el dueño del mar.

Poco después España mandó a Cristóbal Colón al océano sin otra guía que el viejo libro de Marco Polo. Cuando el 15 de febrero de 1493, todavía a bordo de su carabela, fechó en Canarias la carta en la que contó que había encontrado tierra navegando hacia el oeste, estaba anunciando también que el mundo había cambiado para siempre.

Sin lugar para la duda

De repente el océano se volvió navegable y los cartógrafos fueron imprescindibles. El universo cambió, los miedos persistieron. Durante los primeros viajes atlánticos, la sensación de peligro aumentó frente a la vastedad del océano y la falta de información. Andaban a ciegas. Las tormentas y las olas tragaban barcos enteros, los hombres morían en alta mar por causas desconocidas y las dimensiones del planeta eran inciertas, no sabían cuánto tiempo estarían a bordo hasta encontrar tierras que eran pura especulación.

Durante los siglos posteriores se multiplicaron las cartas de navegación, los mapas, los atlas y los globos terráqueos que intentaban englobar el mundo conocido. Los exploradores regresaban con novedades y las dictaban: los cartógrafos traducían las palabras en dibujos.

Afectados por la incertidumbre, no dejaban espacios en blanco. Era como si se sintieran obligados a llenar cada milímetro para disimular o encubrir la falta de conocimiento, pero también para aumentar el valor de su propio trabajo.

Orbis Terrarum, el mapamundi hecho por el holandés Petrus Plancius en 1590, representa los continentes explorados hasta el momento, fabula sobre todo lo que se desconocía por debajo de la línea del ecuador y proyecta un continente desmesurado en el extremo sur más allá del estrecho de Magallanes. También incluye paralelos y rosas de los vientos, las esferas celestes, las constelaciones y representa a las regiones geográficas como mujeres. Asia está sentada sobre un rinoceronte y envuelta en oro y joyas, es la encarnación de las riquezas deseadas. África, apenas cubierta con un taparrabos, está rodeada de bestias salvajes. Peruana también usa taparrabos, hay monedas de oro bajo sus pies, un puerto, un volcán y caníbales. Mexicana tampoco tiene ropas, está tatuada, usa plumas y oro en su cuerpo, la protege un ejército con arcos y flechas, esperan atrás los caníbales junto al fuego. Magallánica lleva blusa y falda larga, está sentada sobre un elefante y la rodea toda una manada. Europa es la única que no se apoya en un animal, tiene libros, instrumentos musicales, armas y barcos dispuestos a llevar la civilización al resto del globo.

Todo está ahí: no hay espacios mudos ni lagunas para el conocimiento humano.

El temor al espacio vacío produce un over marking, una suerte de sobrerrepresentación sin pausas del espacio visual que amenaza con el agobio. La compulsión de los cartógrafos por rellenar todo se mantuvo durante años y comenzó a declinar hacia finales del siglo XVII cuando la razón fue ganando terreno por sobre el miedo y la especulación. Se alejaron del arte y el oficio comenzó a ir de la mano de la ciencia: solo aceptaba certezas. Y así los mapas se convirtieron en representaciones abstractas y se llenaron —pero esta no sería la palabra— de vacío y espacios en blanco.

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