(Viene de la primera parte)
Durante los últimos meses, la saga de videojuegos Dark Souls ha tejido a su alrededor un interesante debate centrado en la accesibilidad de los mismos. Porque los Dark Souls son aventuras implacables, gestas famosas por una dificultad elevada hasta ciertas estratosferas, que exigen ser muy habilidosos y diñarla infinidad de veces antes de empezar a soñar con poder domesticarlas con éxito. Y esto ha provocado que muchas voces consideren injusto que los creadores de dichos juegos, FromSoftware, se nieguen a introducir opciones para hacer el reto más asequible y las blasfemias menos habituales.
Dark Souls utilizaba la dificultad cabrona como filosofía de diseño y reclamo principal. Fue concebido para encandilar a quienes echaban de menos los desafíos importantes, esas personas que consideraban los entretenimientos actuales poco más que un paseo repleto de bostezos y preferían que les metiesen caña de la buena. Al mismo tiempo, eran productos muy buenos y muy alabados, que por su propia naturaleza no permitían rebajar su loquísima dificultad de ninguna manera. En Dark Souls no existía una opción para iniciar la odisea en modo «Fácil», y la propuesta tenía alma de un plato de cocido: o la tomas o la dejas. Eso mismo provocaba que una gran parte de la audiencia, menos habilidosa o menos acostumbrada a sudar tanto en sus horas de ocio, no pudiera divertirse con los juegos y no digamos ya completarlos.
La discusión sobre la accesibilidad de Dark Souls es curiosa porque no parece tener una solución clara: si sus creadores incluyeran un modo fácil estarían traicionando su propia filosofía de juego y la visión creativa principal de su director, Hidetaka Miyazaki. Aquella que hace que resulte muy satisfactorio vencer a cada adversario tras horas de entrenamiento, la razón por la que muchos se acercan a la franquicia. Por otro lado, al no permitir ajustar dicha dificultad, están dejando fuera a un público que no se atreve a tocar el producto y también podría disfrutarlo.
Introducir diferentes niveles de dificultad es algo muy habitual en el mundo de los videojuegos, muchos se adscriben a la santísima trinidad del fácil/normal/difícil, mientras que otros añaden capas extra de dificultad por encima y por debajo. En algunos casos, la diferencia entre un modo u otro se limita a modificar los porcentajes de daño que recibe o produce el protagonista, mientras que otros se lo curran más haciendo más variada la experiencia, sustrayendo o añadiendo enemigos y retos. Los juegos más macarras, como los FPS, se permiten incluso burlarse del jugador que opta por el modo fácil, bautizando dicha dificultad con cosas como «I’m too young to die» (Doom), o dibujando al héroe como un tierno bebé (Wolfenstein 3D).
Ciertos productos recientes de carácter espinoso han optado por suavizar las cosas para que todo el mundo disfrute con ellos. El reverenciado Celeste es complicado como él solo, pero sus desarrolladores lo acompañaron de un «Assist mode» para quienes no se podían permitir padecer tantas penurias. Un menú desde donde era posible reducir la velocidad del juego, activar la invulnerabilidad o saltarse niveles completos, que se presentaba formalmente de este modo: «Celeste pretende ser una experiencia desafiante y gratificante. Si el juego predeterminado resulta inaccesible para usted, esperamos que aún pueda encontrar esa experiencia con el modo de asistencia». Otros juegos como Donkey Kong Country Tropical Freeze o Yoshi’s Woolly World recibieron con el tiempo nuevos personajes con poderes que hacían de la partida algo asequible para los más peques. En la esquina opuesta, videojuegos como Getting Over it with Bennett Foddy se presentan fardando de una dificultad delirante porque en el hecho de frustrar a todo el mundo es donde radica su gracia.
Utilizando la dificultad como elemento de observación, la presente trilogía de artículos está decidida a mostrar una pequeña colección de divertimentos que disfrutaban maltratando al jugador de las maneras más retorcidas posibles. Una hornada de crueldades que continúa justo aquí debajo, en el mismísimo infierno.
«Difícil por occidental»
Devil May Cry 3 (PlayStation 2, 2005)
La filosofía conceptual detrás de la saga Devil May Cry siempre ha sido muy respetable, porque se basaba en el MOLAR, así con mayúsculas: controlar al chulesco hijo del romance entre un demonio y una humana para masacrar a los habitantes del infierno empuñando pistolas a pares, cabalgando motos, y encadenando combos aéreos al ritmo de riffs metaleros. El primer juego de la saga salió redondo y se convirtió en un éxito. El segundo fue un patinazo. El tercero decidió volver al estilo del primero y encarrilar la serie.
Una de las principales diferencias entre la primera y la segunda entrega de Devil May Cry era que sus creadores decidieron rebajar la dificultad porque el mercado japonés gustaba de sudar menos a la hora de jugar. La secuela también tenía muchas otras taras, pero para la tercera parte se optó no solo por ofrecer un viaje más exigente, sino además por ponérselo chungo al mercado extranjero, porque en Capcom suponían que los occidentales eran gente forrada con una epidermis dura y curtida en desafíos más hardcore. Para complacer a dichos seres, los desarrolladores realizaron, sin avisar, un apaño cabroncete en la edición USA y europea de Devil May Cry 3: colocaron en el modo «Fácil» de dificultad lo que era el modo «Normal» de la edición japonesa. Y en el modo «Normal» que recibieron los estadounidenses y europeos situaron el equivalente al modo «Difícil» de la tirada oriental. Cuando cientos de jugadores occidentales inocentes comenzaron a defecarse en los programadores al sufrir demasiado con las tropelías de Dante, los chicos de Capcom lanzaron una edición especial del juego que discretamente, restauraba los baremos originales.
«Difícil por demasiado mortal»
The Immortal (Apple IIGS, Megadrive, Atari St, Amiga, PC, NES 1990)
La mejor forma de explicar por qué The Immortal aparece por aquí es apuntar que su título deja rápidamente bien claro que, desde luego, no se refiere al protagonista del juego. Porque muerto, o en proceso de estarlo, es el estado más habitual del abuelete que ejerce de héroe en esta aventura isométrica.
La premisa es simple: un anciano mago se adentraba, tras recibir un mensaje de socorro, en un laberinto en busca de su mentor. La ejecución era desalmada, porque las mazmorras a explorar suponían una colección de trampas y peligros mortales concebidos para desesperar al jugador más zen: gusanos carnívoros que aparecían de golpe y sin previo aviso al caminar sobre ciertas baldosas, tentáculos que atrapaban al héroe desde la pantalla que acaba de abandonar, flechas traicioneras, empalamientos, llamaradas, arañas carnívoras, arañitas carnívoras, remolinos de agua, charcos vivos de ácido y fosos ocultos.
The Immortal era tan malvado como para que el héroe pudiese palmar incluso si decidía leer en voz alta las runas de un amuleto que portaba en el inventario, descoyuntarse si se aproximaba a una escalera por el lado equivocado, desintegrarse si se le ocurría plantar en tierra fértil las semillas de hongos que se encontraba por el camino, o ser pisoteado (tras miniaturizarse) por un troll que se limpiaba diligentemente el pie después de chafarlo. Encima, aparte de todo lo anterior, The Immortal también estaba plagado de combates contra monstruos en secuencias vistosas regadas con mucho gore alegre. Lo verdaderamente hermoso es que todas aquellas muertes carniceras se presentaban acompañadas de unas brillantes, y muy truculentas, animaciones.
El plot twist llegaba en el último acto, el mago al que pretendíamos rescatar resultaba ser el villano de la función y, junto al dragón que tenía por mascota, en el enfrentamiento final ambos nos demostraban que el juego todavía podía ofrecernos nuevas formas vistosas de aniquilar al protagonista. Junto a la publicación de The Immortal, la distribuidora, Electronic Arts, lanzó una camiseta promocional que dejaba claras las intenciones: llevaba estampada la frase «No es cuándo, es cómo» y venía acompañada de imágenes de calaveras machacadas de diversas maneras, y etiquetadas con leyendas como «Empalado», «Devorado», «Quemado» o «Aplastado».
«Difícil por resbalón»:
Jump King (Windows, Switch, Xbox one, PlayStation 4, 2019)
Jump King apareció en 2019 enarbolando la pregunta «¿Quién necesita enemigos para hacer de la experiencia un infierno?». Y respondiéndose a sí mismo al plantear un juego plataformero, sin adversarios a la vista, en donde el único objetivo del héroe, un caballero saltimbanqui, era trepar verticalmente por una serie de pantallas para encandilar a la princesa que aguardaba en la cima.
La cosa tiene truco, claro, porque ascender en Jump King era una tarea titánica. El caballeresco héroe correteaba de un lado a otro y disponía de un salto que podía cargarse (a ojo, sin indicador alguno de potencia) para pegar botes a diferentes alturas y distancias. Y la gracia radicaba en que todo el escenario estaba diseñado de tal forma que el más mínimo fallo de cálculo al ejecutar un salto no solo nos impedía alcanzar la plataforma objetivo, sino que provocaba que el protagonista se despeñase montañita abajo a través de numerosas pantallas que nos había costado horas de arduo trabajo superar.
El encanto de Jump King es que no sabía lo que era la misericordia ni le interesaba, y castigaba el error de una manera excesiva y pretendidamente desquiciante. Al igual que otros juegos de su estilo, diseñados para encabronar, no tardó en convertirse en un fenómeno viral. Entretanto, sus desarrolladores publicaron DLC gratuitos que elevaban la dificultad hasta distancias galácticas y aplaudieron a la comunidad de fans que elaboraba sus propios niveles caseros endemoniados. Mirad, mirad cómo a estos streamers se les oscurece un poco el alma cuando, por culpa de un tropezón, su caballero cae al vacío obligándoles a retroceder un bonito montón de pantallas y replantearse toda su existencia. Pero sobre todo observad a este Ser de Luz.
«Difícil por hipervelocidad»
F-Zero GX (Gamecube, 2003)
La saga de carreras futuristas F-Zero nunca fue un plato ligero. Su estreno en Super Nintendo, fardando del Modo 7 de la máquina, ya provocó allá por 1991 que muchos cándidos infantes agarrasen con ilusión el volante de aquellas aeronaves, para acabar contemplando cómo sus sueños de convertirse en campeones intergalácticos reventaban en pedazos al mismo tiempo que el vehículo que pilotaban explotaba por decimonovena vez en una curva puñetera.
El éxito de aquellas carreras para el Cerebro de la Bestia dio pie a una pequeña familia de secuelas en Game Boy Advance, las salas de máquinas recreativas, Nintendo 64 e incluso su propia serie de anime. Entre las entregas jugables, la más alabada fue la facturada para la consola Gamecube: F-Zero GX. Una competición absurdamente veloz y exigente a sesenta frames por segundo, que requería del jugador tomar los giros con precisión y memorizar al dedillo cada circuito solo para tener probabilidades de llegar enterito al final del mismo, porque hacerlo en primera posición era otro tema completamente aparte.
F-Zero GX ofrecía una serie de campeonatos junto a un modo historia de dificultad disparatada capaz de hacer que adultos hechos y derechos acabasen sollozando desnudos bajo una ducha de agua fría. Y presentaba mecánicas tan refinadas como para obligar a lidiar con cierto componente estratégico mientras uno se peleaba con las velocidades supersónicas: era posible utilizar la energía de la nave como propulsión sacrificando la resistencia del vehículo, o golpear a los enemigos para descolocarlos a cambio de perder velocidad.
F-Zero GX está considerado como uno de los mejores juegos de GameCube, y también como uno de los más difíciles de la historia. Cuando se publicó, el crítico Kristan Reed le dedicó una reseña en Eurogamer en donde brindaba alabanzas al juego, asegurando que quería despachar la review rápido para volver a pilotar aquellas naves, al mismo tiempo que advertía a los lectores que cargar F-Zero GX en la consola cubo de Nintendo suponía unas diez horas iniciales de puro dolor y sufrimiento.
«¿Difícil? Toma dos tazas»
Cuphead (PC, Xbox One, 2017)
Cuphead se hizo de rogar, concretamente unos siete añazos desde que fue anunciado, pero la espera mereció la pena porque el resultado fue una verdadera obra de arte. Y es que un juego con animaciones hechas a mano imitando el estilo de los dibujos animados de los años treinta, y con una increíble banda sonora de jazz a cargo de Kristofer Maddigan, siempre resultará más espectacular que cualquier superproducción con gráficos hiperrealistas y mandangas varias.
Al margen de su dirección artística, el mayor reclamo de Cuphead era una dificultad elevada, evocadora de títulos retro y centrada en un reparto vistoso de enemigos tremendos. Aunque oficialmente se etiquetó como un run-and-gun, un juego de corretear pegando botes y disparos, en la práctica se trataba realmente de una gigantesca boss run, una colección de enemigos finales uno detrás de otro, con alguna fase de plataformeo eventual metida por ahí en medio.
Y todo ello era deliciosamente exigente y disfrutable. Porque Cuphead es muy endiablado, pero sincero y afinado: ofrecía todas las herramientas para que el jugador fuese preciso, y después le arrojaba encima una lluvia de peligros. El tipo de reto en el que hay que dominar por completo los patrones del enemigo antes de aspirar a aguantar siquiera un par de minutos frente a él. Una aventura donde el jugador al ser derrotado era plenamente consciente de que el fracaso era culpa suya, por no ser suficientemente hábil, y no de que el juego fuese tramposo. Una de esas experiencias en las que vencer a un enemigo tras cincuenta intentos produce una satisfacción inexplicable. Una maravilla.
«Difícil por troll»
The Big Adventure of Owata’s Life (Pc, 2006)
Syobon Action (PC, 2007)
I Wanna Be the Guy (PC, 2007)
I Wanna Be the Boyish (PC, 2010)
Esta categoría es especial porque en ella se apila una colección de juegos que no pertenecen a una misma franquicia, sino que se inspiran entre sí para, a partir del apropiacionismo, el homenaje y la perversión de los tópicos, compartir una meta común loable: joder al usuario, troleándolo de las maneras más retorcidas posibles.
En 2006, un juego freeware titulado The Big Adventure of Owata’s Life apareció en algunos foros interneteros japoneses. Se trataba de un programilla de aspecto inocente, un plataformas simpático que realmente escondía una broma detrás. Estaba diseñado para fastidiar al jugador, troleándolo continuamente con una dificultad basada en agarrar los lugares comunes de los juegos del género y retorcerlos para putear: camas de pinchos que avalanzaban sobre el jugador cuando este las había superado, carteles que indicaban en camino erróneo, plataformas móviles que reculaban en el último momento de la ruta habitual en estos juegos, y todo tipo de coñas fatales encadenadas una detrás de otra que requerían de memorización más que de habilidad. Para compensar, el usuario disponía de vidas infinitas. Para su desgracia, eran necesarias todas y cada una de ellas si aspiraba a llegar al final. Realmente es más sencillo, y más descojonante, verlo (aquí por ejemplo) que explicarlo.
El caso es que The Big Adventure of Owata’s Life se volvió viral e inauguró un subgénero absurdo, divertido y masoquista que habitaba entre la parodia y el desafío retro. Un estilo troll de juego que acabó creando escuela: meses más tarde, un desarrollador indie japonés apodado Chiku se inspiró en The Big Adventure of Owata’s Life para alumbrar un Syobon Action, conocido también como Cat Mario en las redes. Otro videojuego tramposo que parodiaba a Super Mario Bros, utilizando sus populares escenarios y mundos como base para ocultar jugarretas inesperadas: en Syobon Action los bloques con interrogantes huían del jugador cuando aquel intentaba golpearlos, el suelo del nivel se venía abajo sin previo aviso cuando el personaje aterrizaba sobre él, los elementos decorativos del escenario eran mortales de repente, e incluso el mástil que indicaba el fin del nivel intentaba acabar con el gatete protagonista. Contemplarlo (aquí, mismamente) era, de nuevo, más saludable que jugarlo en persona.
De manera paralela, un caballero llamado Michael «Kayin» O’Reilly, comenzó a fabricar otro instrumento de tortura inspirado también por la mala leche de The Big Adventure of Owata. La idea de Kayin era emular el estilo de aquel, pero elevando las cabronadas a once, que ya es decir. Y el resultado cumplió el objetivo: I Wanna Be the Guy, un juego que nunca ha abandonado su estado beta ni su carácter bromista (se llama a sí mismo I Wanna Be the Guy: The Movie: The Game por los loles), se presentaba en forma de colección de trampas ideadas para desquiciar al jugador. Gamberradas que quedaban ilustradas perfectamente en la primera pantalla del juego: cuando The Kid, el microscópico héroe, avanzaba bajo un árbol repleto de manzanas, una de ellas se desprendía de las ramas y caía sobre el monigote aniquilándolo. Instantes después, cuando el jugador ya había esquivado con éxito la fruta y botaba entre plataformas más elevadas, llegaba el momento de saltar por encima del mismo árbol, solo para acabar descubriendo que otra manzana caía hacia arriba para eliminar al protagonista. El resto del juego mantenía ese mismo espíritu perro, sumándole peligros que requerían saltos de una precisión extrema y disparatada, y utilizando, sin pedir permiso, sprites y elementos de otros videojuegos famosos, sin orden y con desconcierto. I Wanna Be the Guy no tardó en hacerse muy popular, y en ser el objetivo de los speedrunners más valientes. El propio The Kid se convirtió en personaje desbloqueable en Super Meat Boy, en adversario en el juego de lucha Pocket Rumble y, cerrando el círculo de musas, en estrella invitada de un The Big Adventure of Owata’s Life que ni siquiera estaba terminado cuando Kayin lo tomó como inspiración. Gracias a YouTube, los humanos podemos sentarnos sin hacernos daño ante una partida perfecta del juego completo en vídeos como éste.
Lo sorprendente de I Wanna Be the Guy es que floreció a su alrededor una comunidad de fans enorme, creativa y muy dedicada que durante los años posteriores se ha obsesionado por fabricar fangames de ese juego que en realidad ya era algo así como un fangame en sí mismo. Y lo alucinante es que no estamos hablando de unas decenas de juegos elaborados por fans, sino de literalmente varios millares: el número de fangames oficiales en honor a la aventura intratable del Kayin hace ya tiempo que superó la barrera de las ocho mil entradas. Y solo repasar una lista con algunas de ellas puede provocar que acabemos desgastando la ruedita del ratón.
Entre toda esa cantidad inhumana de entretenimientos para masocas, uno de los más populares y destacados fue I Wanna Be the Boyish, firmado por el diseñador danés Jesper «Solgryn» Erlandsen. Porque si I Wanna Be the Guy parecía la cosa más brutal imaginable en cuanto a castigos jugables, lo de I Wanna Be the Boyish se antojaba directamente de guasa por ser básicamente un juego ideado por alguien que creía que aquel otro era demasiado light. Y aun así, hay gente que ha sido capaz de domarlo y hacer que parezca fácil, porque en este mundo tiene que haber se todo: ojo a este caballero finiquitando esa locura en media hora y a la carrera.
(Finaliza aquí)
Esa version de Devil May Cry 3 si que es dificil, excelente articulo.
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