Los aficionados al mundo de los videojuegos conocen de sobra a la desarrolladora japonesa FromSoftware, incluso aunque no hayan tenido tiempo de catar sus productos. Porque se trata de la compañía que, durante los últimos años, ha sido culpable de crear una nueva etiqueta, llamarlo subgénero quizás sería demasiado arriesgado, denominada «soulslike» y definida por un elemento curioso: su dificultad endemoniada.
FromSoftware se fundó a mediados de los 80 con el gris y encorbatado objetivo inicial de desarrollar aburridísimo software empresarial. A la altura del 94, la compañía decidió adentrarse en el terreno de los juegos, embelesados por las virtudes de la PlayStation primigenia de Sony. Y el resultado fue King’s Field, una combinación de acción y RPG que vista hoy en día se antoja prehistórica y ortopédica por culpa de haber nacido cuando la tecnología aún estaba aprendiendo a agarrar el cincel de esculpir los polígonos.
El éxito del juego, que solo se publicó en Japón, llevó a FromSoftware a alejarse de los oficinistas y arrimarse a los amigos del pad, para dedicar todos sus esfuerzos en producir un catálogo bastante amplio, desconocido en su mayor parte pero competente, de videojuegos. Durante los quince años posteriores, en FromSoftware parieron de todo: dos secuelas de King’s Field; la saga Armored Core, compuesta por más de una docena de entregas repletas de mechas repartiendo plomo; la trilogía aventurera en primera persona Echo Nights; más erre-pe-ges de mazmorreo o acción como Shadow Tower, Evergrace, Forever Kingdom y Eternal Ring; jueguecitos cuquis como The Adventures of Cookie and Cream; espadazos como los de Otogi o Ninja Blade; el survival horror Kuon; entretenimientos de cartas como la serie Lost Kingdoms; y más juegos de robotos como Frame Gride, Chromehounds, Another Century’s Episode o el loquísimo Metal Wolf Warrior en donde el jugador se ponía en la piel de un presidente de los Estados Unidos que salvaba la Libertad™ pilotando un mecha gordo y partiéndose el lomo contra el rebelde vicepresidente del país.
A la altura de 2009, el currículo de la compañía era absurdamente abultado, una cincuentena de títulos para diversas plataformas. Lo curioso es que, aunque muchos de ellos resultaban más que dignos, sus juegos nunca gozaron de una fama o de un poso importante, con la única excepción de la franquicia Armored Core. Hasta que llegó Demon’s Souls en 2009, un juego de acción en tercera persona con caballeros combatiendo todo tipo de monstruos.
Demon’s Souls llamó la atención bastante por dos cosas: por un lado, por un multijugador ingenioso, donde los usuarios podían colarse adoptando la forma de espíritus en las partidas de los demás para ayudar a aniquilar las bestias, o dejar mensajes a modo de ayuda por el escenario. Por otro lado, el juego destacaba por tener una dificultad elevada, que quería proporcionar una sensación de desafío para los jugadores amigos de los retos al estilo de la vieja escuela.
En 2011, FromSoftware lanzó Dark Souls a modo de sucesor espiritual de Demon’s Souls y la cosa se desmadró cuando la audiencia decidió convertirlo en fenómeno de éxito y culto. El juego era continuista en cuanto a lo de ofrecer un reto importante y su máxima lo dejaba claro: «Morirás, un montón». La idea era que en aquella gesta cualquier enemigo suponía un problema si uno no era lo suficientemente hábil, pero al mismo tiempo la propuesta no se antojaba injusta, porque cada muerte conducía al héroe a aprender un poco, a mejorar, a conocer a los adversarios y, finalmente, a derrotarlos tras tropecientos intentos, propiciando con ello una sensación de regocijo fabulosa y difícil de explicar sin establecer paralelismos con el orgasmo.
Con los años, Dark Souls se convirtió en trilogía y el estudio se especializó en desarrollar productos similares: Bloodborne, Sekiro: Shadows Die Twice o el superventas Elder Ring. Al mismo tiempo, se acuñó el término «soulslike» para aquellos juegos que utilizaban la misma filosofía de diseño de Dark Souls. Y, de paso, la gente convirtió a la bestia de FromSoftware en punto de referencia a la hora de explicar que algún videojuego de otro género era condenadamente cabrón: «el Dark Souls de los juegos de plataformas», «el Dark Souls de los juegos de estrategia», «el Dark Souls de los matamarcianos» y muchas otras afirmaciones similares se convirtieron en plantillas de uso habitual para describir ciertos productos complicados de domar.
El título de este artículo es un cebo, porque Dark Souls está de puta madre. Pero sirve de excusa para darle un repaso a un puñado de diferentes tipos de dificultad que hemos presenciado en la historia del ocio digital. Videojuegos que han estrellado mandos contra pantallas, invocado el rage quit, o provocado la entonación de cagamentos arcanos en millones de inocentes almas que solo querían pasar un buen rato ante la pantalla. Aventuras que resultan difíciles como consecuencia de motivos de lo más diverso: por elecciones de diseño, por ser ilusiones ópticas, por querer trolear a todo el mundo, por poseer un espíritu masoquista o por estar construidos sobre chascarrillos polacos equivalentes a los chistes de Lepe. Dificultades diversas y retorcidas.
«Difícil por error»
Mención honorífica: Space Invaders (Arcade, 1978)
Space Invaders es una de las máquinas arcade más influyentes de la historia del ocio, tanto como para haber establecido durante un tiempo el término «marcianitos» como sinónimo de videojuego, y se merece un reconocimiento especial en esta lista. Pero no exactamente por ser un juego imposible o exigente, al fin y al cabo pertenece a una época en la que estos divertimentos no tenían un final oficial y repetían sus niveles eternamente, fomentando la competición entre jugadores por trepar en la tabla de high scores. Si Space Invaders merece una mención de honor a la hora de hablar de juegos cabrones es porque en su caso la dificultad ocurrió por accidente.
Tomohiro Nishikado ideó Space Invaders inspirándose en el rompeladrillos Breakout, en La guerra de los mundos de Orson Welles, en la maquinita Gun Fight, en el universo de Star Wars y en la serie anime Space Battleship Yamato. Y todo esto se traducía en la pantalla en un desfile de monigotes almidonados, que decían ser agresivos marcianos, enfrentándose a una ofensiva terrestre compuesta en su totalidad por una nave canija que escupía disparos raquíticos cobijándose tras cuatro muros de corchopan. Lo interesante es que la tecnología de la época era tan justita y poco flexible como para que Nishikado tuviese que diseñar él mismo la placa base de la propia recreativa. Pero, a pesar de fabricar el hardware a medida, lo más complicado para el creador fue programar el juego. Porque los procesadores setenteros sudaban y sufrían lo suyo a la hora de gestionar tantas emociones en los monitores.
Ocurrió que un bug inesperado se coló en los planes de Nishikado: en los primeros prototipos del juego, el hombre descubrió que cada vez que un marcianito era volatilizado, la velocidad de desplazamiento del resto de sus compañeros extraterrestres aumentaba, como consecuencia de verse el microchip más ligero de cosillas que gestionar. De este modo, el juego se volvía más difícil según se eliminaban los enemigos en pantalla, incrementándose la velocidad a la que se desplazaba la oleada rival, y fabricando sin querer el concepto de curva de dificultad. Nishikado decidió que en lugar de bug aquello sería una virtud. Space Invaders es el videojuego donde la dificultad era consecuencia del accidente.
Y una vez mencionada la anécdota, vamos con los juegos que son dolorosos de verdad.
«Difícil por Made in spain en los 80»
Abu Simbel Profanation (Amstrad CPC, Sinclair ZX Spectrum y MSX, 1986)
En la era de los ordenadores de ocho bits, las desarrolladoras españolas destacaron por facturar una gran producción de videojuegos que, normalmente, tenían ciertos puntos en común: eran muy bonitos, técnicamente sorprendentes para lo que se podía hacer con aquellos cacharros de escasa memoria y, sobre todo, condenadamente difíciles.
Esto último, la naturaleza endiablada de los juegos españoles, era consecuencia de una industria jovenzuela e inexperta: en aquellos años, los equipos de desarrollo eran pequeñísimos (en ocasiones se trataba de un único programador, mientras proyectos muy complejos tan solo requerían de un grupete de colegas) y en ese tipo de producciones la figura del betatester, la persona encargada exclusivamente de probar el juego para ver que estaba afinado, era una idea exótica e inviable. Por ese motivo, los propios creadores se ocupaban de testear la dificultad del juego. Ocurría que, al haberse tirado horas creando y jugando su producto, a dichos programadores el reto siempre les parecía demasiado fácil y acababan elevando la dificultad hasta niveles absurdos para los desamparados mortales.
Abu Simbel Profanation se presentó de mano de Dinamic con una estupenda portada a cargo del enorme Alfonso Azpiri. Se trataba de la tercera entrega de una saga protagonizada por Johnny Jones, o el héroe con el nombre más de saldo posible hasta que Tadeo llegó a los cines. Mientras las anteriores tropelías de Johnny (Saimazoon y Babaliba) eran aventuras a vista de pájaro a través de laberintos cuadriculados, Abu Simbel Profanation decidía apostar por el plataformeo cabrón. La ilustración de Azpiri mostraba a un aventurero a lo Indiana Jones brincando sobre una monstruosa araña gigante e insinuaba peligros eléctricos. El manual, por su parte, rezaba lo siguiente: «Nuestro protagonista, al profanar el templo, ha sido víctima de un terrible hechizo. El espíritu de Ramsés II ha castigado su osadía reduciendo a nuestro héroe al tamaño de un perro sin cuello y sin extremidades superiores; Johnny se encuentra solo y perdido. Rodeado de peligros y pasadizos mortales, quiere recuperar su antigua anatomía a toda costa y para ello necesita encontrar la cámara mortuoria central». En la pantalla, un monigote narizotas y sonriente con dos patitas y sin brazos correteaba de un lado a otro. Era todo muy confuso, pero a los años 80 hemos aprendido a no exigirles lógica alguna.
Abu Simbel Profanation invitaba a superar una buen montón de pantallas repletas de arañas, goterones mortales, pelotas, rayos, momias, murciélagos, anillos gigantes, pirañas, trampas, teletransportadores y mierda random de todo tipo. Una colección de amenazas que convertían el interior de la tumba de Ramsés Dos-Palitos en una farra más animada que la fiesta mayor de cualquier pueblo de la España habitada. El verdadero problema es que Abu Simbel pertenece a esa generación de juegos donde la precisión absurda es la única manera de avanzar. El protagonista no podía combatir contra sus enemigos, tan solo esquivarlos, y eso suponía ajustar cada salto y cada movimiento a los patrones de los oponentes para pegar el brinco en el milisegundo exacto. Teniendo en cuenta que la tecnología de su época no era muy fluida, el control a día de hoy se antoja incómodamente robótico y torpe. Y es muy fácil entender por qué la decena de vidas que el juego nos proporciona de salida apenas permiten al novato superar las dos o tres primeras pantallas sin pegarle un mordisco al teclado.
Para hacerlo todo más lindo, el juego también incluía fosos por los que el despeñarse suponía perder todas las vidas restantes, y un pequeño acertijo en la recta final que obligaba a elegir la puerta cuyo color coincidía con el de un diamante gordo que habíamos visto de reojo treinta pantallas más atrás. En Dinamic sabían que su aventura era tan puñetera como para lanzar un concurso premiando al primero que se lo finiquitase y les remitiera la frase mostrada en la pantalla final. En internet, hay algún übermensch que se lo ventila en once minutos y medio haciendo que parezca fácil. No lo es. Yo mismo, tras años de entrenamiento estoico, sudores e iras contenidas, llegué a completarlo sin POKES ni truco alguno. Y. Nadie. Me. Cree.
«Difícil por yo-ahí-no-veo-nada»
Stereogram (Pc, 2023)
Esta es buena. En los 90 se pusieron de moda los estereogramas, unas imágenes bidimensionales que al ser observadas tirando de visión paralela, o bizqueando muy fuerte, revelaban objetos y escenarios con profundidades tridimensionales. Estampas de patrones caóticos que fueron recopiladas en una serie de libros superventas titulados El ojo mágico. Composiciones tan chulas como esta pareja de delfines, este dragón de neón, estos jugadores de béisbol, este cervatillo rodeado de mariposas, o este burro con guantes de boxeo partiéndose los morros contra un elefante a modo de sutil metáfora política. El problema de estos divertimentos visuales es que no todo el mundo era capaz de ajustar la visión correctamente para verlos. Y aquello provocó una división irremediable en la sociedad entre los que veían los modelos en tres dimensiones, y los que creían que el resto del planeta les estaba tomando el pelo. El drama fue universal, como se pudo ver en aquella escena de Mallrats en donde un personaje era incapaz de ver un barco escondido (normal, por otra parte, porque aquel cuadro que aparecía en el film contenía figuras geométricas en lugar de un velero).
Recientemente, un hombre llamado Daniel Linssen decidió que sería bonito martirizar las miradas de los jugadores recuperando aquellas imágenes de la discordia para forrar un pequeño divertimento de plataformas indie. Y exactamente eso es su, convenientemente titulado, Stereogram, un videojuego (que se puede descargar gratis, o acompañado de una donación, aquí mismo) dibujado por completo a base de estereogramas que, para embrollar el asunto, encima presentan patrones animados.
Stereogram es una aventurilla que por su propia naturaleza ya es cabrona de salida. Porque no solo obliga al usuario a mantener la concentración enfocada y los ojos cruzados para poder distinguir el escenario, al saltarín protagonista y los retorcidos peligros a esquivar. Sino que también está vetado por completo para aquellos que nunca han podido desentrañar las imágenes ocultas en esos retorcidos cuadros.
En lo jugable, Stereogram contiene saltos sobre precipicios, trampolines, plataformas móviles junto a otras que aparecen y desaparecen, e incluso ítems que es necesario recoger para obtener un doble y un triple salto. Cien pantallas a lo largo de varios escenarios diferentes con detalles majos como lluvia y nieve e incluso una visita al espacio exterior. En realidad es un juego corto, puede completarse en una hora con maña, pero no un paseo cómodo: no permite guardar la partida y requiere de jugadores habilidosos al contener unas cuantas secciones retorcidas que podrían desesperar a más de uno. También incluye algunas opciones de accesibilidad para aliviar los esfuerzos enfocando el asunto (permite hacer más visible al personajillo o desactivar la animación de los garabatos), pero ninguna de dichas ayudas desactiva por completo los estereogramas porque, según Linssen, eso le quitaría toda la gracia al asunto. Razón no le falta.
«Difícil por jugabilidad ingobernable»
Whirlo (Super Nintendo, 1992)
Whirlo es una de las grandes ballenas blancas de los coleccionistas. El juego era en realidad era la tercera entrada de una saga japonesa titulada Valkyrie no Densetsu (La leyenda de la valquiria) parida por la compañía Namco. Una franquicia que anteriormente había presentado a la amazona del título batallando en un cartucho de NES muy zeldesco (Valkyrie no bōken: toki no kagi densetsu), y en un arcade tragamonedas que dejaba la aventura de lado para convertirse en shoot’em up a pie (Valkyrie no densetsu). Dos videojuegos que, en su momento, no pusieron sus patitas fuera de Japón. Para la tercera entrega, en Namco facturaron un spin-off de plataformas en Super Nintendo: Sandra no daibōken. Una precuela protagonizada por Kurino Sandra, lagarto humanoide con carisma que en los anteriores juegos había ejercido como secundario, donde la criatura se iba en busca de una poción mágica que curase la enfermedad que padecía su hijo.
En este caso sí se decidió que sería bonito exportar el juego, pero para encandilar a los mercados extranjeros se optó por meterle tuneos y occidentalizar el asunto: se sustituyó la portada original por una con aspecto de dibujos animados de sabadete, se reemplazaron pequeños detalles en los textos (como sustituir el sake por un inocente té), y se modificó la apariencia del protagonista, proporcionándole cejas en gesto arisco, para hacerlo parecer más encabronado y bad-ass. Esto último era una jugarreta habitual a la hora de exportar personajes cuquis japoneses al oeste, una treta que pretendía hacerlos parecer más molones ante las juventudes rebeldes.
El juego también se renombró como Whirlo y su distribución fue un drama: se fabricaron pocas copias, y aquellas (en teoría) tan solo aterrizaron en las tiendas españolas, portuguesas y australianas, aunque hay gente que asegura haberlo visto por otros rincones de Europa. Como consecuencia de dicha escasez, Whirlo se ha convertido en un tesoro de coleccionista. En el mercado retro, el cartucho suelto se cotiza en unos doscientos euros, una versión completa (con caja y manual de instrucciones inmaculados) navega entre los doscientos y los seiscientos euros, y hay locos que dicen que un ejemplar sin abrir estaría tasado en setecientos y pico euros.
Al margen de su rareza y su leyenda en las estanterías, Whirlo destacaba por algo que da mucha rabia: ser un juego con muchísimo potencial para convertirse en clásico que se venía abajo por culpa de una dificultad inhumana. Y es que, tras su aspecto encantador de colores pastel y monigotes lindos, Whirlo era despiadadamente hijoputesco. Y gran parte de la culpa la tenía el propio control del protagonista. Para empezar, era un juego de plataformas en el que sus creadores habían decidido que el mero hecho de saltar fuese una auténtica tragedia: el protagonista disponía de cuatro tipos de brinco diferentes, y el menos útil de todos ellos era el que se basa en pulsar el botón de salto, como en cualquier otro juego normal. El resto de botes requerían agarrar carrerilla en superficies minúsculas, flexionar las verdes rodillas para acumular impulso, rozar el botón de salto fugazmente para superar precipicios a la carrera o apuntar bien al objetivo mientras Whirlo efectuaba un molinete con el brazo en el aire.
Pero además del contratiempo de hacer que saltar sea una jodienda (en un juego de plataformas, recordemos), Whirlo camuflaba otros despropósitos tras bonitos envoltorios: el héroe poseía un montón de animaciones chulas, pero todas ellas dejaban al jugador con el culo al aire frente a los enemigos. Saltar con el tridente sobre las cabezas villanas era divertido, pero errar el bote en la testa ajena provocaba que los pinchos del arma se clavasen en el terreno y hubiese que esperar a que un sufrido Whirlo los extrajera a pulso. Utilizar uno de los movimientos cargados del repertorio nos permitía volar durante una distancia considerable pero, si en el trayecto el lagarto no golpeaba a ningún enemigo, también provocaba que Whirlo acabase estrellándose contra el suelo, rodando sin control y perdiendo el conocimiento durante unos instantes eternos. Incluso en ocasiones, cuando el verdoso caballero descendía de un saltito desde algunas plataformas elevadas a otras inferiores, era necesario esperar una fracción de segundo a que el pobre bicho recuperase el equilibrio antes de recobrar nosotros el control. Todas estas pequeñas animaciones dejaban al protagonista completamente indefenso ante las amenazas.
Lo anterior no sería tan grave si Whirlo fuese asequible y justo, como Super Mario World por citar un plataformas contemporáneo, pero aquí viene la parte final del chiste: no lo era. En realidad era tremendamente cabrón. El protagonista moría al más mínimo toque al no tener barra de energía, y los enemigos, plataformas, trampas o peligros varios estaban colocados con tantísima mala leche como para desear conocer en persona a sus creadores e indicarles por donde se podrían meter el tridente de canto. Algunos niveles incluso desafiaban la paciencia del jugador al hacerle ascender distancias gigantescas con una precisión absurda entre plataformas que aparecían y se esfumaban.
Para aliviar el dolor, el juego disponía de un sistema de passwords, pero estos se otorgaban de manera tan espaciada como para que la mayoría de jugadores se diesen por vencidos mucho antes de obtener el segundo pass. Y es una pena, porque el cartucho está relleno de buenas ideas: niveles al estilo clásico junto a otros en donde era necesario guiar patitos hacía el cobijo del ala materna, huir de bolas rodantes al estilo El arca perdida, devolver a un ballenato varado al mar, localizar a un personaje concreto interrogando a los habitantes de un pueblo en donde todos se llaman igual, limpiar las termitas de las raíces de un árbol parlante o investigar las entrañas de un barco pirata repleto de fantasmas. También incluía conversaciones con personajes secundarios, diálogos donde nuestras respuestas no solo influían sobre el destino de dichos individuos, sino que también podían corrompernos hacía el lado oscuro y provocar un hermoso Game Over. A diferencia de otros miembros de esta lista, que son juegos difíciles y divertidos, Whirlo era un juego notable que en la práctica resultaba insufrible. Merece más la pena contemplar un vídeo firmado por alguien habilidoso que enfrentarse a él. Y es más sano.
«Difícil por localismos polacos»
Sołtys (PC, 1995)
Sołtys es una aventura gráfica bastante desconocida que hace un tiempo sus desarrolladores han declarado oficialmente freeware, es decir, que cualquiera se la puede descargar legalmente por la cara para echarle un ojo. Sołtys también es una aventura gráfica difícil, pero no por esos puzles retorcidos que tanto nos gustan aquí, sino por un motivo bastante loco e inusual.
Adentrarse en Sołtys sin información previa descolocaba bastante. El objetivo era controlar al alcalde del pueblecito Wąchock en la búsqueda del desaparecido futuro esposo de su poco agraciada hija, tan rancio como suena. Pero a la hora de afrontar la caza y captura del fugado todo resultaba raro, los entornos y las situaciones parecían no tener mucho sentido, y ni siquiera tenían pinta de obedecer a la «lógica lunar» que a menudo hay que utilizar en este tipo de juegos. Y con razón, porque Sołtys era una aventura gráfica complicada para los foráneos por ser polaca, profundamente polaca, tanto como para estar basada en chascarrillos de la zona.
Ocurre que en Polonia, por alguna razón, han convertido en tradición el hacer chistes con los habitantes del pueblo de Wąchock. Coñas que siempre se burlan del coeficiente intelectual de los pobres lugareños y que a menudo se ceban con la figura del «sołtys», el alcalde de la villa. Es decir, que en Polonia tienen su propio Lepe y por extensión, su equivalente a los chistes de Lepe que se destilan (¿destilaban?) por estas tierras españolas. Y Sołtys estaba construida en torno a esas bromas de dudoso gusto: sus escenarios, acertijos y personajes se basaban en conocer dichos chistes, añadiendo una capa extra de inconvenientes a la resolución de los mismos para los jugadores que no saben de qué va el asunto. Y los chistes sobre Wąchock están al nivel de elegancia imaginable de este tipo de cosas, es decir: bajo el fango y bien pisoteados. Porque suponen cosas como «¿Por qué el autobús en Wąchock es más ancho que largo? Porque todos quieren sentarse al lado del conductor», «¿Dónde está la piscina cubierta en Wąchock? Debajo del puente», «¿Por qué todos usan cascos en Wąchock? Porque se ha roto la cuerda del campanario y el clérigo se dedica a tirar piedras para hacer sonar las campanas», «¿Por qué la gente de Wąchock usa botas de goma blancas en invierno? Para no dejar huellas en la nieve», «¿Por qué las casas en Wąchock son redondas? Para que la hija del alcalde deje de ir a las esquinas», y muchísimas otras coñas casposas que se apoyan en juegos de palabras intraducibles.
Evidentemente, el juego requiere de conocerlos de antemano para saber qué es lo que está pasando y qué objetos tienen sentido dentro del disparate a la hora de resolver puzles. Gracias a todo esto, Sołtys es una auténtica rareza, de dificultad más extraña que injusta por la razón más rara posible, los localismos polacos.
(Continúa aquí)
Pues yo me pase el Whirlo y me encantó. Era dificilillo pero no para ponerlo como un juego hiper difícil. Me lo he pasado muchas veces, a lo largo de los años porque me apetecía volver a jugarlo. La música, gráficos y la historia es muy chula.
Lo de la dificultad abusiva en los juegos de ordenador de 8bits era la norma. No sólo Dinamic, también los de Opera eran imposibles para los críos de la época, y casi todo a lo que teníamos acceso lo hacían ellos, así que… Recuerdo también jugar a juegos de otras compañías, como Back Tiger, Golden Axe, Double Dragon, todos ellos muy difíciles por el tosco control y la lentitud de todo. Y aún así me pasaba horas y horas intentándolo xD
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