¿Existirá algo más humillante que hacerse sangre con un trozo de mierda? A mí me ha ocurrido. En los descampados me gustaba mucho poner petardos en los escombros y, por supuesto, más aún en las mierdas de perro. He visto saltar por los aires cientos de cacas. Pero la voladura controlada de excrementos tiene ese pequeño problema, si te deleitas mirando muy fijamente, puede darte un trozo en la cara. A veces, metérsete una esquirlita de mierda en el ojo. O lo peor de todo, alguna cosa que hubiese dentro de la deposición, impactarte en la mejilla y hacerte sangre. Es impresionante la cantidad de cosas que puede haber dentro de una mierda. Una vez, revolviendo una con un palo, me encontré páginas de un libro. Dicen que internet no tiene fin, que ha llevado la cultura a todas partes. ¿Sí? ¿Hasta el interior de una mierda de perro también? Ni de coña. Es por eso por lo que me muestro escéptico con el presente, que es el futuro.
En el barrio donde nací, el metro cuadrado ahora es carísimo y es un lugar maravilloso. Pero cuando yo era niño no había nada. Es decir, ni siquiera había una nada. No podía decir aquello tan socorrido y dulce de que cuando yo nací todo esto era campo. Donde yo nací, todo era descampado. En zonas más degradadas, al norte de Hortaleza, en las Cárcavas, tenían campo con árboles, praderas, hasta charcas con ranas. Y durante mucho tiempo se vieron conejos. Yo no. Yo escombreras. Si bien en mi zona hasta los descampados fueron chic y nunca pudieron calificarse de vertederos. He visto más ratas en la piscina de mi urbanización que jugando entre los escombros.
Convenientemente vacunados contra el tétanos, el escombro, en general, y la basura, en particular, suponen unos formidables juguetes para los niños. No solo estaba la incertidumbre y la sorpresa de no saber con qué te encontrarías cada día, sino que muchos desperdicios eran mejores que los caros juguetes de las tiendas. Un taladro desvencijado mola más que una pistola de pega. Las tripas de un televisor destrozado dan más juego que el Lego. Vaya por delante que el juguete que más feliz me ha hecho a mí en toda la vida fue un Simca 1000 abandonado. HBO no podría acercarse ni de lejos a la calidad de la ficción que viví dentro de ese coche con mis amigos. Yo me llamaba Ray Seventon. Nada del otro jueves, un detective depresivo más que no se afeitaba.
Y todo este mundo de maravillosas fantasías no sé si desapareció con la salida del Planeta Imaginario de la programación de TVE o con la aparición en nuestras manos del primer mechero. O con las dos a la vez. Pero no recuerdo otra cosa, aparte de coger lagartijas y alimento para las que tenía en cautividad, que no fuera prenderle fuego a todo desde que empezamos a robar mecheros a nuestros padres. Ver arder los objetos era un placer indescriptible. Y nunca nos pasó nada. A punto de morir he estado con treinta años mezclando lejía con aguafuerte, en mi propia casa intentado que una movida se quedase más limpia que los chorros del oro. Pero en la calle prendiéndole fuego a lo primero que veía, nada. Es muy seguro. Se lo recomiendo a todos los niños que me estén leyendo.
Solo en una ocasión, pero yo no tuve nada que ver con ello, unos prendieron tres cuartas partes de un descampado. Fue curioso de ver, porque la fachada contigua, por normas urbanísticas que se me escapan y no entiendo, no podía tener ventanas como Dios manda y solo había mini ventanucos que darían, imagino, al cuarto de baño. Los vecinos, viendo que se les iba a quemar la casa, esa vicisitud tan tonta, mientras venían los bomberos solo podían echar agua por esos agujeros y, claro, por ahí no cabía ni una jarra. Parecía una prueba de Grand Prix del verano, con Ramón García, ver cómo sacaban el brazo para volcar un triste vaso de agua. Después los bomberos lo apagaron todo rápidamente y nadie perdió nada. Pero lo mejor fue que si luego corrías por la parte quemada, tus huellas echaban humo. Pasé buena tarde dejando una humareda tras mis pasos con carreras de un lado a otro.
Por supuesto, nuestros padres eran contrarios a esta inclinación pirómana. Yo me solía comer las broncas porque al llegar a casa mi madre se me acercaba y me decía ¡no te dicho que no prendas fuegos! También maltratamos insectos. Metíamos muchos en cajas de cerillas grandes, dejábamos una rendijita para poder ver su agonía y les prendíamos fuego sacando el hitlercito que todos llevamos dentro.
Aunque al final a quien sacamos de verdad de dentro fue a Carrillo. Tanto mechero, tanta libertad… terminamos fumando más que un indio cabreado desde los once años. Coronas Rubio y Fortuna. A uno de los descampados, que lindaba con la M-30, iban muchos toxicómanos a pincharse. Se ponían en un pequeño valle, tan diminuto que era más bien un socavón, rodeados de pinos y basura. Tenían asientos de coche arrancados colocados como en un saloncito y se ponían finos en sus horarios. Nosotros, que íbamos por el día, fumábamos en sus asientos. Como heredando el trono, como tomando posesión de sus escaños.
A santo del tabaco surgieron muchas camaraderías. Se nos unía alguno de otra clase que también fumaba y no tenía con quién. Otro que te encontrabas también por allí solo, fumando, que vivía a tomar por saco. Te hacías su amigo. Pero sin duda lo más hermoso fueron las tardes alrededor de mi buen colega el Pee Wee. Literalmente alrededor. Este chico se arrancó medio pene de pequeño haciendo el cafre en una portería de fútbol sala que tenía un hierro saliente. Contaba la leyenda que le tuvieron que inyectar hormonas para que eso no se atrofiara y entonces, por ese motivo, cuando nosotros contábamos con una mano los pelos que nos iban saliendo, él ya tenía una trompa negra y grande como la de un obrero italiano del metro de Nueva York dibujado por Peter Bagge. En aquellas tabacosas jornadas le rogábamos que, por favor, si era tan amable de hacerse una paja a la salud de todos nosotros. Él accedía, presumido y coqueto, y se la cascaba en un altillo mientras nosotros fumábamos admirados: Qué cosa… qué poderío… vaya polla… es más grande que la de mi padre… ¿cuándo has visto tú la polla tiesa de tu padre tan de cerca?… pero qué bicho… cuánto vigor…
Como un especial de Navidad, o una gala de Halloween de Gran Hermano, como una semifinal de la Champions o un megaconcierto benéfico, fue el día en que la paja se la hizo con un condón. A mí me recordó a un juguete, no sé si de Mattel, de un Drácula al que rellenabas de plastilina que le salía por los ojos causando sensación si le bajabas los brazos. Asistimos al espectáculo extasiados, como visitantes de Arco, apurando el cigarro. Uno tras otro. Solo faltó un gran aplauso al final, pero toda la solemnidad se esfumó cuando Pee Wee se levantó, guardándose la chorra a duras penas, limpiándose la arenilla del culo. Ahí perdió todo el glamur. Como si ves un calvo por la calle, le tocas en la espalda pensando que es Guardiola y resulta que se da la vuelta y se trata de don José Sazatornil Buendía.
La lefa me llamó mucho la atención. Yo no me corría. Ahí cada uno tenía su problema. Había uno que te enseñaba la polla, una cosa que tenía que medir como la de Yoda, y te pedía explicaciones. Te crees que hay derecho a esto, pero por qué. Y juro que parecía que iba a llorar en cualquier momento. Le perdí la pista, pero volví a verlo muchos años después bebiendo calimocho en un parque y tenía su barbita, medía casi dos metros y voceaba con la masculinidad de todo un Constantino Romero. No quise saludarle, ni decirle quién era yo, por eso del grimoso pudor de los reencuentros con amistades que no fueron tales, pero para mis adentros pensé que bien, que bueno, que por fin le habría crecido la polla.
Y yo no me corría, pero sí que follaba. Una especie de simulación. Y también en el descampado, por supuesto. Era en un terraplén donde había coches aparcados. A la afortunada se la repasaba mucha gente. Tanta que se le ocurrían bromitas como pedir que, antes de ponerle nadie la mano encima, teníamos que tocarnos entre nosotros para deleite de ella. Estos detalles seguro que muchos de los protagonistas no se los han contado a su muy católica y eternamente preñada mujer. Pero pasaron por ello, vaya si pasaron.
Yo me ponía encima, no se la metía, ella la acomodaba entre las piernas y yo culeaba, más con ilusión que otra cosa, obteniendo un sutilísimo placer. Casi como una brisa ibicenca. Nada especial, pero mejor que estar de pie, quieto, en mitad de la calle. Y sin embargo, todo aquello, sobre todo el preámbulo, me excitaba muchísimo. Igual más que nunca nada en la vida. Un recuerdo que no puede separarse del olor a gasolina de los coches aparcados, de sus neumáticos podridos —algunos llevaban ahí desde el llanto de Arias Navarro— y la mierda de perro. Yo no pondré luces rojas e incienso afrodisíaco para crear ambiente cuando mi matrimonio se torne ordinario, con que me coloque en la mesilla un neumático untado en mierda de perro y me ponga un zippo debajo de la nariz, mi esposa podrá ponerse el arnés y bombearme a gusto hasta que me sangren los oídos.
Esta zona también tenía cierto hechizo sexual sobre personas entradas en años. En una isleta de acceso a la M-30 vivió mucho tiempo una pareja de toxicómanos. Con su casita levantada por ellos solos. Mi padre me contaba todos los días sus evoluciones, sus novedades, cuando viniendo a comer a casa les había visto hacer algo. Era como un reality show actual, pero con las enfermedades infecciosas más carismáticas de la epidermis como artistas invitados. Un día, de repente, desaparecieron. Y otro día, estaba yo tranquilamente bebiendo calimocho en dicho acceso a la M-30, sentado con las piernas colgando muy a gusto, cuando vi en la isleta de enfrente que algo se movía. Algo o alguien había ahí. Ilusionado, como Tony Soprano cuando se reencuentra con sus patos, pensé que la pareja de yonquis había vuelto, pero no. Era un tío solo. Era un hombre solo corriendo desnudo de un lado a otro. Subía, bajaba, se masturbaba, gruñía. Es difícil describirlo sin recordar la locución de un documental de La 2. Cuando se percató de que estábamos viéndole y saludándole a gritos, nos enseñó el ano por dentro abriéndoselo con las dos manos. Con desfachatez, pero con parsimonia. Tan seguro del su recto como Cesc de su diestra en aquel penalti decisivo contra Italia. Baste decir que fuimos nosotros los que nos largamos de allí. Con viento fresco. En fin, a excepción de una vez que en un pasillo del metro vi a dos ciegos chocarse de frente, esto es quizá lo más extraño a lo que he asistido jamás.
Ahora ya no queda ningún descampado. Solo trozos del de la M-30, pero le han comido el terreno a bocados, como si de Serbia se tratase, con chalés, un asfaltado parcial, un centro de enseñanza de másteres y otras estafas y, lo más duro de ver, un hotel de cinco estrellas. Queda muy poco descampado. Una tapia y gracias. Es casi inaccesible, casi hay que trepar, lo cual es bueno porque no va nadie. Yo, en cambio, iba mucho con las sillas de la playa. A mi cuarta esposa le encantaba el plan. Se trataba de contemplar la M-30 hasta que te quedas medio dormido, sedado por las luces rojas y la cerveza. Se veía lo mismo que tenían delante los dos pringados de Historias del Kronen, solo que en una postura, lo digo con el corazón en la mano, bastante más cómoda.
Y cito a Serbia porque es allí donde todos estos recuerdos volvieron a mi memoria. En Belgrado he tenido varias veces Momentos Madalena de Proust —en rigor, allí sería Burek de Andric—. Especialmente en la zona del puente de Brankov, donde está el Grad, un local cultural en el que por la noche pinchan DJ guays, un club que podría salir en No solo música, pero que alrededor está lleno de edificios abandonados y si llueve te llega el barro a los tobillos. Es la orilla del río y tiene una vía de tren. Con un palmo de hierba entre los raíles, pero que pasan trenes de mercancías. Pues, bajo ese puente, se ponen los gitanos a pescar, y al lado de la vía, hay una terracita con sillones. El bar no tiene ni nombre. Estás tomando el sol con una Jelen y, cuando de pronto te da la sombra, te quedas sordo y tiembla el suelo, ese es el tren. A centímetros de tu cara.
Enfrente está Apartman. Uno de los tres bares de ambiente que hay en la ciudad. Bien rodeado por la policía para que tu linchamiento no entorpeciera la entrada de Serbia en la Unión Europea, Apartman está en la última planta de un edificio abandonado. Subes por las escaleras con una luz azafranada, las paredes están desconchadas. ¡Es adorable! Ahí he visto yo alguna pareja de lesbianas punkis enrollarse sentadas en una ventana rota, con la arquitectura socialista de fondo, con el destartalado paisaje nocturno de Belgrado detrás, que las podría haber pintado Jamie Hewlett. García-Alix, por lo menos, un par de fotos habría tirado. Y es ahí, con el Marlboro a 1.7 euros entre otras cosas, donde me siento en mi casa. Para más inri, el Brankov Most está iluminado de verde y mide doscientos setenta metros de nada. Me acuerdo mucho del difunto Peter Steele y Type O Negative cuando voy debajo a mear. Ahí, cualquier cosa es posible. De hecho, lo es. La posibilidad de sorpresa en los Balcanes nunca se agota. Yo arreglé mi vida, no digo más.
Siempre que ando por este lugar, que es siempre que voy, recuerdo mis descampados. Por eso, si hay algo que me traería del pasado para que el futuro fuese más llevadero, sería eso: escombreras. No porque me guste, precisamente, vivir rodeado de basura. No soy tan esnob. Sino porque no recuerdo que cuando zascandileábamos por ahí de niños nadie tuviese un juguete más caro que el de otro. Tus padres no te iban a comprar una tubería megaguay por Reyes para que fardaras. No había trozos de cornisa mejores que otros, y había cientos. ¡Eso era el reino de la abundancia! Y además, el imperio de la imaginación. Aunque siempre terminábamos jugando a policías, eso sí, por culpa de la televisión. Pero tampoco ir al descampado pretendo que sea la reivindicación de la dación en pago y la nacionalización de la banca. Sencillamente, era un guion no escrito. Y molaba vivirlo. Bastante más que el convenio de oficinas y despachos.
Este articulo es un señor momento Proust también, que nos retrotrae a los mid dos miles, con su RBBE y su Me tenéis contento dándonos droga de la buena. A lo dicho añadiría dos elementos básicos en un descampado de calidad: 1) cadáveres de animales (e incluso humanos) en distintos grados de descomposición, que estoy seguro que nos dieron decenas de vocaciones de medicina forense 2) revistas guarras acartonadas, que por su ubicuidad parecería que las proporcionaba algún departamento del ayuntamiento como servicio social. Para concluir, una vez tuve una novia serbia que no me duró mucho (estaba como unas maracas, no me extraña con la infancia que pasó) y me arrepiento amargamente que no me diera el tour por Belgrado. Eso sí, me proporcionó cantidades aberrantes de rakia casero, que le pille el gusto y todo.
Cómo para no pillarle el gusto a la rakija. Lo complicado es desacostumbrarse a un licor que te mete ese calorcico.
Ya han sacado el libro (https://elpais.com/babelia/2023-03-21/descampados-el-territorio-mitico-de-la-periferia-de-los-colchones-viejos-y-las-litronas-semihundidas.html), pero yo esperaré a que saquen la película ;)
hacía tiempo que no me reía tanto con un artículo, algo parecido me sucede a mí viviendo en Ciudad de México, tan parecido al Madrid de los 80…
El polludo de mi grupo se inventó el lefómetro. Consistía en grapar nuestras iniciales en la corteza de un árbol y al día siguiente comprobar la cantidad de resina. Yo tampoco lo entiendo, no pregunten.
Tiempo después nuestro amigo bien dotado se pasó todo un viaje de clase en el autobús repitiendo en bucle “que bote mi cipote” hasta que uno de los profesores se giró y con cara muy seria le espetó “Cállate de una p vez o te callo yo con un cipotazo en los dientes”.
Y se calló.
Aquí otro niño de los descampados, infectado de nostalgia por tu culpa, maldito.
Pingback: Amamos cuatro deportes y no es por casualidad - Jot Down Cultural Magazine