Es una terraza agradable, con media docena de mesas a la sombra de una hermosa arboleda. La media de edad no llegará a los veinticinco; piercing y tatuajes, y alguna mecha púrpura sobre el negro hegemónico en la ropa. Podría ser un bar de moda en Barcelona, París o cualquier otra capital europea, pero la llamada a la oración del atardecer, encadenada entre las mezquitas de alrededor, nos recuerda que estamos en Suleimania, Irak. Desde aquí no se tardan ni cinco minutos andando hasta un bazar en el que los turbantes kurdos y los velos islámicos flotan sobre una compacta marea humana. Pero quedémonos en la terraza.
No podemos dar las coordenadas exactas ni tampoco el nombre completo de la persona que nos ha citado aquí. Viste de blanco —pantalones cortos y camiseta— y luce una pulsera arcoíris en su muñeca izquierda. Se llama Hawar, un nombre muy habitual entre los kurdos de Irak, pero ella, insiste, es mujer. Hemos tenido suerte de poder conocerla —a través de amigos de amigos— porque, dice, no se fía de nadie. Podría tratarse de una trampa de la que saldría malparada (ya le ha pasado), o incluso de algo peor.
La menor de cinco hermanos de una familia kurda de Diyala (al este del país, en la frontera con Irán), Hawar dice haber sido «un hombre aburrido» durante los primeros veinticinco años de su vida (hoy tiene treinta y tres). «Bloqueaba mis necesidades, y eso que me vestía de mujer con la ropa de mi madre y me maquillaba desde los cinco años». Pero aquella libertad disfrutada en soledad no fue gratis: cómo olvidar la paliza que le pegó su padre cuando la pilló, a los seis, o el acoso que sufrió en el colegio… Fue una infancia en soledad, y también la adolescencia, y los primeros años de su madurez. Hawar hablaba antes de trampas. Recuerda una que le tendieron en Diyala en 2013: alguien le contacta por internet, quiere conocerla en persona y la cita en un lugar a las afueras de la ciudad. Al final resultan ser cinco individuos. La muelen a palos, hasta que pierde el conocimiento. Completamente entumecida por los golpes y sin cambiarse la ropa, cubierta de barro y sangre, Hawar aún reúne fuerzas para caminar y presentarse en la oficina de un juez de Diyala.
«Tienes dos opciones: o poner una denuncia y manchar para siempre el nombre de tu familia o, simplemente, dejar de hacer lo que haces», le dijo el magistrado. En casa no podía decir lo que le había pasado ni, sobre todo, por qué. Aún hoy, en Diyala, nadie sabe que Hawar es realmente una mujer.
Aislarse del mundo y estudiar Filología Inglesa fue más una decisión encaminada a huir, a evadirse, aunque solo fuera con la mente. Pronto descubrimos que el inglés es la lengua de comunicación de varias de las mesas de esta terraza en las que solo se sientan kurdos y kurdas, aunque Hawar ha ido mucho más allá en lo que respecta al lenguaje. Lleva varios años trabajando con SEEFAR, una ONG con sede en Finlandia centrada en la protección de colectivos vulnerables. Entre otros proyectos está el de buscar términos en kurdo que no resulten ofensivos para hablar de los derechos del colectivo LGTBI. Un ejemplo: Hawragazkhwaz (literalmente, «alguien atraído por miembros de su propio sexo») es la única forma inclusiva para «homosexual»; nada que ver con términos de uso desgraciadamente común que incluyen ideas como las de «pedofilia» o «violación». Meh–ragazkhwaz («homosexual femenina») es el término para «lesbiana», Dw Ragaz Khwaz, para «bisexual»… así hasta completar una lista basada únicamente en el respeto.
En cualquier caso, queda mucho por hacer. La kurda dice que solo se viste de mujer en «entornos seguros». Aún no ha tomado la decisión ni de operarse ni de hormonarse, pero tampoco ha tenido mucho tiempo para ello. El trabajo en la ONG y la búsqueda de un hueco en la sociedad para los miembros de la comunidad LGTBI es lo que absorbe la mayor parte de su tiempo. «Si realmente tengo una misión en la vida, es esa», remata.
«Conducta inmoral»
Una mujer transgénero es golpeada y quemada viva antes de ser arrojada a un contenedor de basura; un homosexual es obligado a ver cómo torturan a su pareja antes de matarla; una lesbiana es acuchillada mientras se le pide que abandone su «conducta inmoral». No son más que tres casos de entre los muchos recogidos en un informe de Human Rights Watch del pasado mes de marzo sobre el colectivo LGTBI en Irak. Se denuncia secuestro, violación, tortura y asesinato de gente queer a manos de grupos armados, a menudo de las propias fuerzas de seguridad del Estado. «Los miembros de esta comunidad viven bajo la amenaza constante de ser capturados y asesinados por la policía iraquí, y bajo una impunidad total», denunciaba en dicho informe Rasha Younes, investigadora de Human Rights Watch. Por supuesto, aún siguen frescas en la mente de todos las imágenes de esos jóvenes homosexuales a los que el Estado Islámico empujaba al vacío desde tejados y azoteas hasta hace no mucho. También las que Doski Azad, una mujer trans kurda, subía a Instagram antes de que su cuerpo fuera encontrado en una zanja el pasado febrero. Fue asesinada por su propio hermano.
«Conozco a mucha gente que nunca sale a la calle», cuenta Varin, quien, a sus veintidós años, descarta etiquetarse como «hombre» o «mujer». Su valentía salta a la vista incluso antes de comenzar a hablar: luce un pelo cortado a cepillo y multitud de tatuajes recorren sus brazos y sus piernas, muchos de ellos son grietas, porque, recuerda, «la realidad es jodida». Varin perdió a su madre a los catorce y supo que era lesbiana a los quince; más adelante, fue gracias a internet cuando descubrió que, al igual que ella, había gente que no se sentía identificada con ninguna expresión de género. «Agénero, transgénero, cisgénero… La verdad es que me da igual la terminología», acota. Varin habla del desconcierto que provoca entre la gente cuando camina por estas calles. Dice que llama la atención por sus tatuajes y, sobre todo, porque para la mayoría resulta difícil saber si lo que tienen enfrente es un hombre o una mujer.
La activista trabaja en una piscina, pero su sueldo no es capaz de hacer frente a una inflación que tampoco para de crecer en esta parte del mundo. Así, sus estudios de Química le han abierto una posibilidad de trabajo en Qatar que no piensa desaprovechar. «Me presenté a la entrevista de trabajo vestida de mujer recatada y, por supuesto, con manga larga para que no se vieran los tatuajes», suelta con una sonora carcajada.
Según dice, el colectivo LGTBI de Suleimania cuenta con unos treinta miembros. Se reúnen en cafés como este y, qué duda cabe, las redes sociales ayudan mucho.
¿Que si organizan protestas? No, demasiado peligroso. Sin ir más lejos, el mural que elegirá para posar en su fotografía ya ha sido vandalizado (será completamente destruido pocos días después). En cualquier caso, esta ciudad kurda se ha convertido en el espacio más seguro del país para miembros del colectivo; nada que ver con las zonas del sur de Irak, donde el conservadurismo religioso es absoluto.
Lo vimos en Bagdad hace diez años. «De no deponer vuestra actitud licenciosa en cuatro días, el castigo divino llegará de la mano de los combatientes de Dios», se leía en las misivas que aparecían en las puertas de las casas de presuntos queer. El castigo podía ser que te reventaran la cabeza con bloques de hormigón, que te quemaran vivo, que te desmembraran… Se decía que aquellos niveles de crueldad respondían a una fetua (ley islámica) que ordenaba, literalmente, que los homosexuales fueran ejecutados «de la forma más severa». Algunos murieron envenenados tras coserles el ano antes de ser obligados a ingerir grandes cantidades de comida y diuréticos.
Mucha de aquella gente del sur del país buscó refugio en ciudades como Erbil, la capital kurda de Irak. La situación no es, ni mucho menos, comparable con el horror del sur, pero Varin recuerda que sigue tratándose de una ciudad muy conservadora, «una de esas en las que el tiempo se detiene durante el mes del ramadán y en la que nunca puedes bajar la guardia».
Tendencias suicidas
En abril de 2021, varios jóvenes de Suleimania fueron arrestados «por ser homosexuales y por su conducta inmoral». Así lo defendió entonces ante la prensa el jefe del operativo. La Policía de Suleimania se niega a contestar a nuestras preguntas, pero parece evidente que el acoso no es exclusivo a miembros del colectivo, sino que también se extiende a todo aquel que muestra algún tipo de apoyo. Es el caso de Rasan, una ONG kurdo-iraquí obligada a responder ante la justicia de forma constante por «promocionar a la comunidad LGTBI». De hecho, aún esperan sentencia tras la última demanda (interpuesta por un miembro del Parlamento kurdo).
Desde su oficina en Suleimania, Tanya Kamal Darwesh, directora de Rasan, asegura que su misión no es promocionar a dicho colectivo sino sensibilizar a la sociedad sobre el mismo. Pero aún más preocupante, añade, es que las detenciones de miembros del colectivo sigan repitiéndose.
«En vez de aceptar la existencia de estas personas, se insiste en criminalizarlas; se las acusa de prostitución, de tráfico de drogas o de cualquier otra cosa para sacarlas de las calles», explica la activista. También apunta a «un vacío legal» que, subraya, alimenta la impunidad de los que mandan y la indefensión de las víctimas.
«Todos los clanes, los partidos, los líderes, tanto religiosos como políticos, coinciden en su animadversión hacia el colectivo queer. A menudo se justifica con argumentos en clave religiosa o, simplemente, se hace política con ello», resume Darwesh.
El problema de fondo es que el país está sujeto a dos códigos penales: la Constitución iraquí, por un lado, y la sharía —compendio de leyes islámicas—, por el otro. Las continuas contradicciones entre ambas derivan en esos peligrosos vacíos legales. El desamparo es total y el impacto psicológico de la intolerancia hacia este colectivo se traduce en casos de depresión, ansiedad, estrés postraumático e incluso tendencias suicidas. Es el diagnóstico que hace una psicóloga del trauma que prefiere no dar su nombre real para la entrevista (lleva diez años trabajando con víctimas de violencia sexual y tortura en Oriente Medio y quiere evitar un veto a toda costa). Entre agresiones a todos los niveles, la especialista también destaca el riesgo de ser excluido del mundo laboral o incluso de la propia familia, «eso, en una parte del mundo donde esta tiene tanta importancia».
Dice conocer personalmente a Varin y a Hawar. «Ya solo siendo visiblemente queer demuestran una gran valentía, pero, además, lideran a un colectivo al que no solo le ofrecen esperanza, sino también un espacio en el que poder hacer preguntas».
De Danielle a Daniel
Es en un restaurante en la otra punta de Suleimania donde conocemos a Daniel. Llegamos a él por mediación de Varin y gracias a su insistencia porque, como la mayoría, Daniel tampoco se fía. Ya avisa por teléfono que no accederá a ser fotografiado. Ningún problema. Este licenciado en Ciencias del Deporte de veintinueve años trabaja desde hace cinco como agente comercial en una compañía. Su pasaporte insiste en que se llama Danielle (su madre escogió el nombre por Danielle Mitterrand, activista significada por los derechos de los kurdos), pero ayuda que el hijo de su jefe también sea transgénero. En realidad, ni el más observador podría distinguir a Daniel como tal: una espalda voluminosa, unos brazos trabajados en el gimnasio, una barba recortada… Podría acercarse andando hasta la casa de té Shaab —una de las más antiguas de Irak— y mezclarse entre esa multitud exclusivamente masculina y no llamaría la atención de nadie.
Evidentemente, no siempre fue así. El joven kurdo recuerda cómo, ya desde la guardería, le irritaba «hasta el borde de la locura» que le vistieran de niña. En la escuela sería la falda del uniforme lo que más le disgustaba, eso, mientras lidiaba con unos padres que se negaban a ver lo evidente: no era una hija sino un hijo lo que tenían en casa. «Así pasé veinte años, como un prisionero. Hasta recibí amenazas de muerte de mi propia familia», recuerda Daniel, entre sorbos del segundo té de la tarde. El punto de inflexión fueron aquellos nueve meses que pasó sin salir de casa. La depresión, claro, pero también la negativa de su padre a que siguiera poniendo en evidencia el honor de la familia. Hasta que Daniel prometió «hacerlo todo», vestirse de mujer y comportarse «como una más». Pero tenía un plan: consiguió un trabajo en un hotel de Suleimania y se pasó tres meses ahorrando y sacando ropa de casa para irse. Incluso contactó allí mismo con personal de la ONU. Su condición sexual y sus antecedentes lo acreditaban para optar a mecanismos legales que le permitieran pedir asilo en otro país, pero su caso fue rechazado.
Fue en 2015 cuando consiguió escapar a Líbano, aunque aquel pequeño coto de libertad no fue más que un fugaz espejismo. «Recuerdo que estaba hablando por teléfono y noté una mano sobre mi hombro. Era mi hermano». Volver a Irak fue un mazazo, pero también le sirvió para darse cuenta de lo cansado que estaba de huir. «Hablé con mi padre, le dije que, o solucionábamos aquello, o pondría una denuncia, con todo lo que eso significaría para la familia. Al final aceptó». 2015 fue también el año en el que, a través de YouTube, descubrió que podía hacerse un cambio de sexo por doscientos cincuenta mil dólares en Alemania y por menos de la mitad de esa cantidad en Turquía. Su padre cubrió los gastos en Estambul. En cuanto a las hormonas, Daniel recurrió a las que venden en las farmacias para los culturistas. Dice que es suficiente.
Los amigos que ha hecho durante los últimos años no saben que Daniel fue una vez Danielle. Dice que encontrar pareja es lo más complicado para alguien como él. Como cuando se enamoró de aquella chica hace tres años: «Tenía otro pretendiente que se lo contó a sus padres, y estos, a los míos. El honor de la familia otra vez, ya sabes…». Tiene mucho que contar, pero también tiene que volver al trabajo en breve. Antes de despedirse con un apretón de manos confiesa que lleva un tiempo escribiendo sus memorias. Ya adelanta que las editoriales, Netflix, HBO… todas matarán por ellas.