Levantou-s’ a velida
—levantou-s’ alva—,
E vai lavar camisas
e-no alto:
vai-las lavar alva.
(Cantiga gallego-portuguesa)
.
Blanca me era yo
cuando entré en la siega.
Diome el sol,
y ya soy morena.
(Atribuido a Lope de Vega)
.
Que non dormiré sola, non,
sola y sin amor.
(Cancionero)
Que las protagonistas de la poesía amorosa popular de los siglos XIII-XVI eran cualquier cosa menos recatadas, es cosa probada en las composiciones anteriores: lavar la camisa (prenda íntima), volverse morena y otras acciones como acercarse a la fuente, peinar los cabellos, etc., eran formas líricas con las que se aludía a la pérdida de la virginidad. En otros casos, como en el de la muchacha que se niega a dormir sola, o se escapa de noche para encontrarse con su amado, o requiere en amores a un pastorcillo que pasa por su lado, el asunto es aún más explícito.
Desde siempre, desde que el mundo es mundo, la pasión amorosa ha plantado cara a la fugacidad de la vida, esto es, Eros se ha enfrentado a Tánatos, y no solo por el instinto de perpetuación de la especie sino, sobre todo, por gozar de las promesas del sexo. Y hoy que la poesía, por cuanto actividad no productiva, no tiene cabida alguna en la sociedad, conviene subrayar cómo a lo largo de los siglos nos ha recordado cabalmente tamaña verdad: a saber, que la vida es breve, como el arte es largo, y que quien posponga por más tiempo del debido los placeres de la carne se encontrará, a la vuelta de la esquina, con que el infarto o cualquier otra enfermedad contemporánea le mantendrá forzosamente alejado de tales ejercicios. Desde este punto de vista, no parece que la poesía sea tan inútil ni esté tan moribunda como se nos pretende hacer creer en los libros de texto. Cualquier excusa es buena, en todo caso, para reivindicar su resurrección.
La voz femenina desinhibida de los cancioneros —y tan ingenua, en cualquier caso, al lado de las efusiones lésbicas de la inmor(t)al Safo muchos siglos antes— enmudece posteriormente, pero solo para que el poeta hable en nombre de ella, en endecasílabos perfectos, instándola al mismo asunto (el carpe diem de los antiguos, tan sabios y retozones ellos). Conviene rescatar aquí el soneto que Garcilaso escribió al respecto, pleno de sensualidad a la altura del cuello como el propio acento sáfico revela, y donde la imaginación hace el resto:
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;
marchitará la rosa el viento helado.
Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
Claro que la poesía cortesana del Siglo de Oro español, fiel seguidora del ideal femenino provenzal (mala suerte para las morenas), siempre jugando con la ambigüedad pureza (azucena) / pasión (rosa), se convierte en otra cosa en la Inglaterra isabelina, nación dotada de poetas más empíricos y con menos remilgos. Ejemplo de ello nos lo da el gamberro de Shakespeare en el soneto CXXX dedicado a su dama morena, antítesis del canon de belleza imperante, pero real como la vida misma y presta al abrazo de carne y hueso (se muestra aquí en la versión de Agustín García Calvo):
Los ojos de mi amada brillan mucho menos
que el sol; más que sus labios roja es la cereza;
¿la nieve es blanca? Pues sus pechos son morenos;
y si hebras son, son negras las de su cabeza.
Rosas he visto rojas, blancas, escarlatas,
mas tales rosas su mejilla no me enseña;
y hay en ciertos perfumes delicias más gratas
que en el aliento que se exhala de mi dueña.
Me gusta oírla hablar, y empero, bien conozco
que la música suena más cerca del cielo;
nunca a una diosa he visto andar – lo reconozco:
mi dama cuando anda pisa sobre el suelo.
Y sin embargo, a fe, mi amor por tanto cuenta
como otra que con falsos símiles se mienta.
Ninguna acritud, sin embargo, respecto al idealismo español. Y si no recuérdese, en el final de la Edad Media, a esa recia y renegrida serrana que se cobraba «en especie» lo suyo por ayudar al desenfadado primer juglar de la lírica castellana, Juan Ruiz, Arcipreste de Hita:
las orejas mayores que de añal burrico,
el su pescueço negro, ancho, velloso, chico,
las narizes muy gordas, luengas, de çarapico;
beveria en pocos días caudal de buhón rico;
La carnalidad presente en el Libro de buen amor, en efecto, brillante actualización ibérica del Ars Amandi clásico, no estaba en aquella época reñida con un realismo exagerado y ajeno a toda estilización cultista, como bien muestra por boca de Don Amor la descripción de los indicios de sensualidad en una fémina:
Si diz que los sobacos tiene un poco mojados
e que á chicas piernas e luengos los costados,
ancheta de caderas, pies chicos, socavados,
tal mujer non la fallan en todos los mercados.
Ya en el Renacimiento, no obstante, como la censura iba siendo un problema, las coplas y letrillas satíricas y eróticas circulaban anónimamente al tiempo que los sonetos de Garcilaso, aunque no es difícil hacer conjeturas en cuanto a su posible autoría (gamberros había en España tantos como en Inglaterra, y bien ilustres además). Citemos, como ejemplo, el estribillo o los primeros versos de algunas de estas composiciones:
Si osase decir mi boca
lo que siente el alma mía,
señora, tocar querría
donde la camisa os toca.
…
Caracoles me pide la niña,
y pídelos cada día.
…
Cuando en tus brazos, Filis, recogiéndome,
el pecho me descubres hermosísimo,
allí donde tocar es sabrosísimo,
estás un breve rato entreteniéndome.
No siempre, sin embargo, es necesario el anonimato, y ahí tenemos al fénix de los ingenios jugando con el nombre femenino de la poesía erótico-burlesca por antonomasia, Juana, y emparentándolo con un juego territorial de palabras que ya quisieran para sí los inventores del moderno sistema de las autonomías:
Desea afratelarse, y no le admiten.
Muérome por llamar Juanilla a Juana,
que son de tierno amor afectos vivos,
y la cruel, con ojos fugitivos,
hace papel de yegua galiciana.
Pues, Juana, agora que eres flor temprana
admite los requiebros primitivos;
porque no vienen bien diminutivos
después que una persona se avellana.
Para advertir tu condición extraña,
más de alguna Juanaza de la villa
del engaño en que estás te desengaña.
Créeme, Juana, y llámate Juanilla;
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla.
Queda demostrada, pues, la insustituible función social de la poesía, tanto para el cuerpo como para el espíritu, dualidad esta que ni en los casos más cercanos a la metafísica (la poesía mística) se rompe. Y así, en los poemas de san Juan de la Cruz sobre la unión del alma con Dios, es posible y acertada una lectura en clave erótica, como en la célebre canción que empieza:
En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh, dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada:
…
O en esa copla titulada «Que muero porque no muero», donde «morir», motivo también presente en la primitiva lírica popular («Vi eu, mia madre, andar / as barcas e-no mar, / e moiro-me d’amor»), constituye una clara alusión al orgasmo.
La poesía trae, por tanto, noticias de la vida en su vertiente más feraz, más a flor de piel, más pertinente al género humano. Aun así, las canciones y coplas de cancionero y los sonetos renacentistas se pueden leer desde la distancia que otorga el tiempo, como mucho con una cierta nostalgia de épocas en las que el goce de amar parecía tener mayor cabida, como prioridad vital, que ahora (aunque solo sea porque la permisividad presente nos ha hecho perezosos en esto como en todo). No ocurre lo mismo con poetas cercanos a nuestra circunstancia. Cuando tenía dieciséis años, cayó en mis manos (mejor dicho: lo robé de la mesilla de mi madre) un libro de poemas eróticos de Pablo Neruda, Los versos del capitán, que por comparación hace parecer a los Veinte poemas de amor y una canción desesperada un inocente juego de púberes. En esos versos de aire casi apócrifo escritos en la Isla Negra, Neruda hace un verdadero compendio de situaciones delirantes para alguien plenamente inmerso en el incierto crecimiento hacia la educación sentimental:
El insecto
De tus caderas a tus pies
quiero hacer un largo viaje.
Soy más pequeño que un insecto.
Voy por estas colinas,
son de color de avena,
tienen delgadas huellas
que solo yo conozco,
centímetros quemados,
pálidas perspectivas.
Aquí hay una montaña.
No saldré nunca de ella.
Oh qué musgo gigante!
Y un cráter, una rosa
de fuego humedecido!
Por tus piernas desciendo
hilando una espiral
o durmiendo en el viaje
y llego a tus rodillas
de redonda dureza
como las cimas duras
de un claro continente.
Hacia tus pies resbalo,
a las ocho aberturas
de tus dedos agudos,
lentos, peninsulares,
y de ellos al vacío
de la sábana blanca
caigo, buscando ciego
y hambriento tu contorno
de vasija quemante!
Sabida es la función de las interjecciones y su delimitación del momento álgido en un poema donde se describe un encuentro amoroso, tanto en Neruda como en los arrebatos místicos de san Juan de la Cruz:
¡Oh noche que guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
Para llegar al Neruda que participa de la mejor tradición de poesía amorosa en nuestra lengua, no obstante, es preciso detenerse con más detalle en la propia generación del 27: en sus autores, la expresión lúdica con que los clásicos abordaban el encuentro sexual ha dado paso a una concepción del mismo hecho mucho más «seria», por cuanto arrebatada e intelectualizada, aunque no por ello menos explícitamente carnal. En ellos lo visceral no surge de las descripciones realistas de las partes del cuerpo prestas para el amor, sino de una cierta metafísica que equipara amor, sexo y muerte. Así en Aleixandre:
¿Por qué besar tus labios, si se sabe que la muerte está próxima,
si se sabe que amar es solo olvidar la vida,
cerrar los ojos a lo oscuro presente
para abrirlos a los radiantes límites de un cuerpo?
Y, por supuesto, en el atormentado Cernuda de los versos asomados al abismo:
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando solo la verdad de su amor,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba
Tanto Aleixandre como Cernuda exploran el asunto tantas veces descrito con un lenguaje nuevo que, si bien sigue siendo el lenguaje de la pasión, trae a la vez ecos de otra trascendencia; de una resonancia más alta que no está basada, como en Garcilaso, en el ideal platónico de mujer, sino en una profundidad de la relación amorosa que va más allá del cuerpo, de los límites del cuerpo. Y es Salinas quien lleva dicha relación con mayor radicalismo a los propios límites del lenguaje, lo que le hace exclamar: «¡Qué alegría más alta: / vivir en los pronombres!»:
Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado el sol.
Y es, sin duda, Miguel Hernández, hijo tardío de la misma generación, el más telúrico de todos, leída su pasión amorosa —desprovista ya de toda la retórica alegórica de sus poemas tempranos— a la luz de las trágicas circunstancias del final de su vida:
Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.
Después de la guerra civil, obviamente, el camino de indagación emprendido por los poetas del 27 se ve ferozmente truncado, como tantas otras cosas. Hemos de esperar al período de la transición para recuperar un erotismo lúdico y desinhibido que, después de tantos siglos, vuelve a sonar como esa voz antigua femenina que en esta ocasión viene de allende los mares, de la mano de la poeta nicaragüense Gioconda Belli:
Biblia
Sean mis manos como ríos
entre tus cabellos.
Mis pechos como naranjas maduras.
Mi vientre un comal cálido para tu hombría.
Mis piernas y mis brazos sean como puertas,
como puertos para tus tempestades.
Mi pelo como algodón en rama.
Todo mi cuerpo sea hamaca para el tuyo,
y mi mente tu olla,
tu cañada.
Al igual que Neruda, Belli vuelve a traer a primera línea de importancia la supremacía del cuerpo como objeto del lenguaje. Y al contrario que él, no describe el cuerpo pasivo del amado sino el suyo propio, oferente como un regalo para un dios (por si esto no bastara, titula a su poema «Biblia»). Si, en el caso de las primitivas jarchas y las cantigas de amigo, aún hoy no está claro que los poetas-hombres estuvieran transcribiendo un tipo de poesía oral escuchada por boca de mujer, o realizando sus propias composiciones originales, ahora sí parece probado que la poeta se apropia de la tradición erótica y la explora por sí misma, algo que la crítica feminista ha bautizado con la expresión de «escribir el cuerpo». Tanto Neruda como Belli recuperan la adhesión a la tierra, de donde nace la pulsión amorosa, reivindicada por el último Miguel Hernández, apartándose así un tanto de la carga metafísica Eros / Tánatos de Cernuda o Aleixandre.
Sin la exuberancia americana, pero igualmente apegado a los ecos de la tierra, nos llega un poema amoroso del gran Claudio Rodríguez, insólito en la tradición en nuestra lengua. La descripción del cuerpo femenino se reduce, en esta ocasión, a una sola parte del mismo. De ahí el título, escueto e indicial, del poema: «Ahí mismo»:
Te he conocido por la luz de ahora,
tan silenciosa y limpia,
al entrar en tu cuerpo, en tu secreto,
en la caverna que es altar y arcilla,
y erosión.
Me modela la niebla redentora, el humo ciego
ahí, donde nada oscurece.
Qué transparencia ahí dentro,
luz de abril,
en este cáliz que es cal y granito,
mármol, sílice y agua. Ahí, en el sexo,
donde la arena niña, tan desnuda,
donde las grietas, donde los estratos,
el relieve calcáreo,
los labios crudos, tan arrasadores
como el cierzo, que antes era brisa,
ahí, en el pulso seco, en la celda del sueño,
en la hoja trémula
iluminada y traspasada a fondo
por la pureza de la amanecida.
Donde se besa a oscuras,
a ciegas, como besan los niños,
bajo la honda ternura de esta bóveda,
de esta caverna del resplandor
donde te doy mi vida.
Ahí mismo: en la oscura
inocencia.
Solo en un poema, y solo por boca de un poeta con mayúsculas, se puede aludir al sexo femenino como «la oscura / inocencia», en una antítesis tan certera, tan elocuente en su propia ausencia de efusiones. Convertir al aparato genital en una bóveda de ternura, en el rastro feliz de una escorrentía mineral (mármol, sílice, agua, grietas, estratos, relieve calcáreo), es tanto como afirmar la huella del mundo, en el sexo como en la poesía, que pretende dejar nuestro paso por el mismo. Si la vida no es lenguaje, el lenguaje sí llega a ser vida, en ningún sitio de un modo tan claro como en la poesía erótica. Pessoa lo ha dicho con las mejores palabras posibles:
La civilización consiste en dar a una cosa un nombre que no le corresponde, y después soñar sobre el resultado. Y realmente el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se hace verdaderamente otro, porque lo hicimos otro. (…) Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presunción de otro sentimiento. Y esa presunción es, en efecto, otro sentimiento.
La poesía, pues, no ha muerto, a no ser que, siguiendo el hilo del contexto en el que nos hallamos, entendamos por «morir» ese breve abandono de placer en pos del otro con quien compartimos cuerpo y lenguaje. Morir o soñar son, desde este punto de vista, el único argumento de la obra. Y cuando despertemos al son del canto de un ave, como Romeo y Julieta en su lecho prohibido (el más sabroso de todos), no sabiendo si es el ruiseñor o la alondra quien canta y, por tanto, si queda tiempo para el amor o es preciso despertar al tono monótono y deslucido de las obligaciones, podremos exclamar con la firmeza y la clarividencia de quien habla por boca de su sueño, de su amor, de su propio lenguaje: «La poesía ha muerto, ¡viva la poesía!».
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Me ha gustado mucho el artículo. He empezado a leer poesía hace poco y no conocía a Claudio Rodríguez, qué gran descubrimiento.
He disfrutado, me he sentido en aquellos dulces años de mi juventud.
Muy bueno, viva la poesía en efecto, y hemos perdido tanto romanticismo como eroticismo con las redes también, que duda cabe…
En ese aspecto «Nueve Pulgadas Van a Complecaran a una Dama» del Robert Burns es digno de leer, los infernales moralistas Burnsianas de Escocia del siglo 19 y sus cenas anuales mundiales hicieron lo posible para suprimirla, junto con bastantes otras poemas suyas de corte claramente republicano, como la Oda a General Washington, pero allí esta…
Tengo entendido que el poema amorosa de corte (courtly love poem) tiene sus orígenes en la España musulmán, en las jarchas de los cortes musulmanes de la España de las tres culturas, de la misma forma que Dante se inspiró claramente en textos musulmanes para la Divina Comedia…
PD: Burns, evidentemente, escribió poemas de amor que se siguen citando en Escocia día de hoy, como My Love Is Like a Red, Red Rose, donde jura su amor eterno «till all the seas gang dry» ( todos los mares se secan) y la verdad es que Burns, como Lorca en España, es mucho mas que un mero poeta.
Burns es el espejo en que nos miramos los escoceses para tomarnos la medida de las cosas. Por ejemplo, Burns pago de su bolsillo un canon para la naciente República francesa, y con su inmortal «A Man’s a Man for aa that» (un hombre es un hombre, no obstante) marco las lineas bases para un escoces demócrata republicano y independiente que espero un día conseguimos. Nos atrevemos a ser pobres, and aa that…el hombre es el oro, no obstante…
Que seriamos los escoceses sin Rabbie? Igual ni existimos si no es por el. Igual seriamos «británicos del norte» ya. Como dijo el también poeta Edwin Muir, ningún pueblo esta tan alineado con su poeta nacional como Escocia con Burns…
Y no solo los escoceses, tiene mas estatuas en EEUU que ningún poeta de las islas y la USSR le dedico un sello… Wordsworth hace una peregrinación a su tumba y escribe su oda a Burns.
Burns es inmortal. Burns sigue vivo hoy en día para millones de escoceses… país bastante mas de poetas que novelistas habría que añadir…
En efecto, viva la poesía, sin ella, estamos perdidos…
¡Qué la vida es breve! ¡Pero por favor!. La vida no es breve, muchacha de los ojos pardos pues, ¿quién muere de un día para otro estando en sus cabales?, y esto si que es grave, tan grave como para registrarlo en la memoria frágil e inhallable de las enciclopedias de los doctores, aquellos que viven de nuestro morir y por eso son tan pocos, y además de no breve la vida es circular como el amor, ¡tanto! a nuestras espaldas que solo la poesia puede justificar tal insanía oscura, tanta certidumbre sólida de que somos inmortales y no solo pura y pasajera herrumbre.