Soy esa persona ridícula que odia las películas de miedo. Las odio porque lo paso mal. Lo paso tan mal que ni siquiera he leído Reina del grito, donde la periodista y crítica de cine, especializada en el cine que me pone mal cuerpo, Desirée de Fez, cuenta que es miedosa y que ver esas películas era una forma de superar sus miedos. Me da miedo leer el libro. Una de las películas favoritas de De Fez es La posesión, de Andrzej Żuławski. Es de 1981, la pareja protagonista es Isabelle Adjani y Sam Neill y está rodada en inglés en Berlín. Apenas sé nada de la peli antes de sentarme a verla: he evitado con eficacia metódica cualquier dato sobre ella para llegar ahora, a mis casi treinta y nueve años, a esta noche de otoño en una casa recién reformada, la mitad ocupada por las cajas de la mudanza aún reciente, a verla sola mientras el resto de la familia duerme plácidamente.
Desde esta casa en la que vivimos desde hace un mes se ve el cielo: las casas de enfrente son bajas, el otro lado da a patios, a una comunidad y a más casas bajas; así que la sensación es de amplitud, aunque la casa sea más o menos la mitad de aquella en la que hemos vivido durante estos últimos años. La casa nueva está en la Magdalena, un barrio lumpen-cool de Zaragoza, al lado de las murallas, al lado del río. Antes vivíamos en el jamón, ahora, en el pan. Es el barrio en el que viví un par de años cuando tenía tres años. Tengo imágenes fijadas de esos tiempos: una paloma rescatada que tenía la pata rota, un hámster muerto detrás de la lavadora, el colegio tan cerca de casa que podíamos ir solos aunque éramos pequeños. De todo esto me acuerdo viendo La posesión, desde hace unos meses la versión restaurada está disponible en Filmin. Me acuerdo de mi infancia zaragozana ochentera viendo a Bob, el niño de la película, corriendo detrás de una pelota con otros niños en el Berlín ochentero. Pero también quiero decir que aún no me he acostumbrado a los ruidos de la casa, de la calle, del barrio. Perros, niños, un vecino con la radio encendida y su música llenando mi casa mientras tiendo justo antes de sentarme a ver la peli —he pensado que luego no podré tender, tendré demasiado miedo—. Mi novio, al que le gustan las películas de miedo pero no las de espíritus, me había prometido verla conmigo, pero ahora duerme en el sofá. Así que estoy sentada en la mesa de comer, he abierto un paquete de pipas y llevo los cascos puestos. El comienzo, con esa música y esos planos, desde una perspectiva extrañada, es lo bastante inquietante como para que mire a los dos lados antes de seguir.
Me cuesta reconocer al Sam Neill de Parque Jurásico en el protagonista masculino: un ¿espía? que quiere alejarse de su trabajo para centrarse en su familia, sobre todo en su mujer, Isabelle Adjani, a la que encuentra distante. El modo en que está rodada, el modo en que enseña la ciudad vacía, con las calles empedradas, es lo que genera una atmósfera, más que inquietante, malrollera.
Pensaba que «la posesión» a la que alude el título tendría que ver con espíritus. Adjani está poseída a ratos, pero no del modo que yo pensaba. Una de las secuencias más famosas tiene lugar en los pasillos del metro de Berlín y es una coreografía en la que Adjani parece romperse: es violenta y bella. En 1981, Isabelle Adjani obtuvo el premio a la mejor actriz en Cannes, además del César, por su interpretación en La posesión. La película, o quizá debería decir la interpretación de los actores, tiene mucho de coreografía: la tiene también en los ataques de Neill, cuando la película aún se mueve en la ambigüedad. No sé cómo hicieron para que Neill pareciera flaquísimo en algunos planos y, en otros, un elegante padre de familia (en el que se fija la profesora de la guardería de su hijo, que es casi idéntica a su mujer, salvo por el color del pelo y los ojos). En esa parte, Sam Neill me recuerda a Eusebio Poncela en Arrebato, de Iván Zulueta.
Aunque hay un monstruo, que, por cierto, viene anunciado en los créditos iniciales como «la criatura» (¡no me vas a pillar, Żuławski!), el terror no va a venir de ahí. El terror viene de los ojos de Adjani, que parecen haber perdido cualquier contacto con la realidad. La posesión es una película sobre el deseo y sobre la apatía conyugal, tiene más que ver con madame Bovary que con la niña de El exorcista. Aquí, la mujer atrapada en una rutina adormecedora es Anna. Cuando Mark vuelve del que iba a ser su último trabajo (seguir a un hombre misterioso con calcetines rosas), ella le dice que se quiere separar. Él descubre una postal que le manda un tal Heinrich. Heinrich resulta ser una especie de refinado playboy que vive con su madre y sabe golpear como un karateka. No es la primera vez que aparece sangre. Mark pasa tres semanas en un hospital inmediatamente después de pactar la separación con Anna, pero luego parece estar recuperado y vuelve a la casa para ocuparse del niño, Bob. El niño funciona como una especie de tapadera de todo: cuando está él, fingen que todo va bien, no hay gritos y están pendientes del niño. Una manera de acabar las discusiones es que se acerque la hora de recoger al niño de la escuela. Poco a poco, la posesión de Anna será tan fuerte que, una vez que comprueba que su padre se ocupa de él, podrá dejarlo en sus manos para entregarse, por fin, a su deseo. No es Heinrich. Como sospecha Mark, hay un tercer elemento que les ha robado a Anna, solo que ese elemento no es exactamente humano: es la criatura. Una especie de bestia tentacular que proporciona un gran placer sexual a Anna y que está en proceso de completar un cambio de forma, ese es su adversario. El productor de la Paramount al que Żuławski le contó la idea la resumió como «una película sobre una mujer que se folla a un pulpo»; esto es una reducción simplista, pero tiene su parte de verdad. La pregunta es ¿por qué?
Además, la criatura hace que Anna haga cosas, la posee, no solo sexualmente. Los planes de la criatura no quedan muy claros, la película no los cuenta, pero no parece que quiera la paz en el mundo: no hay nada más terrorífico que los propios miedos una vez que se han despertado. Eso hace La posesión: despertar los miedos de cada cual.
La posesión contiene elementos de otras películas: tiene esa atmósfera atosigante de algunas películas de Roman Polanski, sobre todo de Repulsión, El quimérico inquilino y La semilla del diablo (como destripaargumentos, los traductores aquí se lucieron); hay mucho de Secretos de un matrimonio, de Bergman, y sobre todo en Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, hay mucho de La posesión: las discusiones, los gritos, el fingimiento delante del hijo. La parte de drama conyugal que hay en la película se inspira en la separación de Żuławski de la actriz Małgorzata Braunek.
Hay, además, otro elemento que no es propiamente de terror pero que hace que todo sea más asfixiante: el muro. La ciudad que vemos es una ciudad casi siempre vacía. Desde la ventana del piso familiar, donde Mark cuelga su reloj, se ve el muro que separa la ciudad, y desde ahí parecen observarle los vigilantes. Dan un poco de miedo esos pisos enormes y destartalados, de techos altísimos y con un montón de habitaciones a lo largo de pasillos infinitos: quién vivía ahí y por qué ya no. Están también los antiguos jefes de Mark, que tal vez hayan tirado al perro al río, y que de verdad quieren que él vuelva al trabajo. Está el tema del doble, está la vulnerabilidad de todos y está el niño, tan frágil.
Esos elementos aparecen mezclados con guiños al gore o a un cierto tipo de cine de terror —el que tiene que ver con las vísceras—. Aparece la sangre y sus anáforas: lo que está comiendo el niño, que le deja la boca como si estuviera ensangrentada —¿cerezas?, ¿granada?—; la carne que corta Anna con un cuchillo eléctrico antes de meterla en la picadora —intuimos que no es la única carne que ese cuchillo va a cortar, estamos prevenidos, ahí llega—; la sangre provocada por golpes, disparos, cuchilladas, cristales rotos y un aborto; la sangre que cubre a la criatura; la sangre que Anna limpia con asombrosa eficacia; la sangre alrededor de la boca de Adjani, bella y aterrorizada por su propio deseo.
La película, como decía antes, juega durante su primera parte a la ambigüedad, cuando Mark se obsesiona con saber y con hacer que su mujer vuelva con él; ahí, Mark da miedo, pero Anna no lo da menos, especialmente cuando pasa de la risa a la enajenación en segundos, cuando rompe la cuarta pared y nos mira directamente a través de la cámara. Hubo unos instantes en los que se me paró el corazón. Miré por la ventana: Zaragoza no es Berlín, no había un reloj en la ventana ni un muro vigilado por guardias armados. Era de noche, mis hijos dormían y nunca jamás les dejaré jugar al juego de ver quién aguanta más con la cabeza sumergida en el agua, ni siquiera en la bañera. La posesión no me ha provocado pesadillas, aunque algunas imágenes no me las saco de la cabeza.