Lo hemos dicho en otras ocasiones y no nos cansaremos de repetirlo: darle a lo original sentido unívocamente de novedoso es un error. Uno más común de lo que nos gustaría, pero así es la realidad, tozuda, insistente en su feo y viejo vicio de no adaptarse a lo que esperamos de ella. Puede que de ahí surgiese la ficción, en un intento harto ambicioso de buscarle las vueltas a lo posible, de pretender salir airosos de una situación que no nos era del todo agradable, del alivio que nos brindan los finales alternativos. La cosa se complica cuando descubrimos que ese monstruo al que, supuestamente, hemos dado vida, es también caprichoso y gusta de evidenciar que somos sus esclavos. Pero eso es algo que no nos corresponde tratar en este momento.
Por ahora, quedémonos con que lo original remite (sorpresa…) a los orígenes y que la ficción nos auxilia en los finales, porque es el centro gravitacional del último filme distribuido por Alfa Pictures y dirigido por Roberto Andò, La inspiración. El gran Pirandello, que es de lo que venimos a hablarles hoy.
¿Una película sobre Pirandello en 2023? Sí, han leído bien. Y no, no es un biopic, ni una revisión de las decisiones políticas que el premio nobel de Literatura tomó en determinado momento de su vida. Es otra historia. Una de esas deudas pendientes que solamente pueden ser saldadas desde la ficción.
Les ponemos en contexto: Luigi Pirandello fue un creador insaciable, de los autores que, cuando miras su obra, te hacen preguntarte de dónde sacaban el tiempo para escribir lo que tú tardarías casi una vida en leer, y al que, además, le encantaba sobrepasar los límites artísticos establecidos, a medio camino entre lo clásico y lo contemporáneo. Compuso varios poemarios, luego se pasó a las novelas publicadas por capítulos en revistas (que era la moda de aquellos tiempos, algo que en estos ha heredado la industria musical) y antes, durante y después, redactó más de cuarenta obras de teatro. La más destacada de ellas seguro que la conocen ustedes: Seis personajes en busca de autor. Se representó por primera vez en 1921, en el Teatro Valle de Roma, y fue tal el descontento y el espanto provocado por la pieza teatral que, al finalizar, llovieron hostias de las no consagradas entre el respetable. O al menos así lo cuenta la leyenda. Las que siguieron al estreno fueron menos reseñables: muchos aplausos, muchas felicitaciones, muchos «¡Maestro! ¡Genio! ¡Crack!» y otros tantos «¡obra maestra!» gritados desde el palco, loas desde Berlín hasta Nueva York, en fin, lo típico cuando se es una estrella. Añade algunas modificaciones al texto (por ejemplo, el lugar desde el que acceden al escenario los seis personajes) y lo publica en 1925. Tres años después, trabaja junto al guionista austriaco Adolf Lantz en una adaptación de dicha obra para la gran pantalla, la cual nunca llegaría a rodarse.
Casi un siglo después la película ha encontrado director, por fin. Aunque con ciertas variaciones: ahora se llama La inspiración (La stranezza según el título original) y, al contrario de lo que habría imaginado Pirandello, son los personajes los encargados de conferirle realidad a él, el autor, reconvertido a su vez en personaje de ficción (interpretado por Toni Servillo, al que tal vez recuerden de otras películas de Andò o de Sorrentino). Es una paradoja, lo sabemos, pero quizá sea la única manera de trasladar al dramaturgo al séptimo arte sin hacerle perder demasiado por el camino.
El silencio
«He puesto en la puerta de mi despacho un cartel con este aviso: «Suspendidas desde hoy las audiencias a todos mis personajes»», se lee inmediatamente después de ver a Pirandello atravesar los vagones de un tren. Va de viaje en una locomotora que silba (como la de su cuento de 1914) y que, para nosotros, avanza hacia atrás, hasta la estación de Girgenti —antiguo nombre de Agriento—, y continúa retrocediendo por un camino sinuoso que desemboca en «la casa del caos», el lugar en el que nació y al que no tenía previsto volver. Pero regresa, porque la mujer que le alimentó el cuerpo y las fantasías durante su infancia ha tenido a bien morirse la noche antes de su viaje.
El silencio de Pirandello combina con la boca abierta y muda de su nodriza, y contrasta con la escena siguiente: un hombre (no actor, pero sí subido encima de un escenario) saca de quicio a Onofrio Principato, director y autor del drama que están ensayando, porque es incapaz de respetar las líneas de diálogo, la entonación, las pausas… porque está haciendo comedia involuntariamente, porque con ello está matando al personaje que tenía que representar. No llevamos ni diez minutos de metraje y ya está ante nosotros una de las mayores preocupaciones del literato italiano: la problemática distancia que se abre entre lo escrito y lo interpretado —en su doble acepción: como puesta en escena y como aquello que entiende quien oye o ve—. Pero igualmente, por la forma en que cuenta Andò la historia, podemos reconocer el carácter propio de las obras de Pirandello, esa «seriedad humorística», en palabras de Unamuno, que facilita el acceso a lo más profundo de la condición humana esquivando la pedantería o el bostezo.
Y todo ello sin volver omnipresente al autor, sino más bien al contrario. Es una sombra que observa, espía y calla. Tres movimientos íntimamente ligados al título original de la película y que lo salvan, nuevamente, de entrar en conflicto con su yo de ficción.
Porque, verán, el señor era consciente de los beneficios en términos de peculio y alcance que podía propiciarle el cine, pero aquello no le cegaba lo suficiente como para obviar los peligros que se escondían detrás de la industria, y hasta de las cámaras, esas chupadoras de almas despiadadas. En Los cuadernos de Serafino Gubbio operador se despacha a gusto contra la tecnología, una «nueva divinidad», dice, que separa radicalmente al actor del espectador, que obliga al primero a hablar frente a un auditorio inexistente, sin rostro, que promueve una alteridad absoluta. Entiende el cine como un gran espejo. Y si han leído Uno, ninguno y cien mil, Cada cual a su manera, Esta noche se improvisa, Enrique IV o el cuento La jornada, ya sabrán a que nos estamos refiriendo.
Para los que no, muy brevemente: a Pirandello, la experiencia de detenerse delante de un espejo le resulta aterradora, puesto que implica que hay un otro ahí, el del reflejo, que es un extraño para quien lo mira y que, sin embargo, es al que los demás ven, con el que los otros conviven, el que a cada cual le está prohibido conocer. La imagen que se proyecta en el cine es idéntica a la del reflejo en el espejo, a la del cuerpo muerto de la nodriza: «podía ser visto, no ver». Y esa congoja, esa crisis de identidad, es la extrañeza.
Pirandello la padece como personaje e, igualmente, como persona que ha sido colocada en una película. Dentro del argumento, observa lo que sucede a su alrededor con la intención de apresar la realidad para escribirla, buscando darle curso a las vidas imaginadas, que le interesan infinitamente más que las nacidas biológicamente; espía, en pos de preservar la espontaneidad de los observados y de mantenerse a salvo de un nuevo episodio de extrañeza al saberse visto; calla, contrarrestando la pura exterioridad a la que le somete el cinematógrafo con un diálogo interno que solo puede conocer él mismo. Y calla, también, como ejemplo de lo que el director ficcional trata de enseñar a su compañía de aficionados, que «la escucha, la mirada, el silencio, forman parte de la actuación».
Imaginan, entonces, en qué papel le coloca eso a nivel existencial, ¿verdad? Correcto, en el de espectador, igualito al que tenemos nosotros. No en vano, espectador y espejo son distintas derivaciones del verbo latino specere: mirar, observar. Por eso sus ojos nunca se encuentran directamente con los nuestros en la pantalla, porque él no es quien está puesto frente a un espejo, sino que es el artefacto desde el que nosotros vemos. Un espectador-autor.
Por cierto, eso de cruzar miradas con el público sí lo hacen de vez en cuando el resto de los protagonistas, dejando constancia de otra costumbre del teatro clásico subvertida por Pirandello.
La confusión
En su superficie, la película relata los hechos que podrían haber servido de inspiración para Seis personajes en busca de autor, un bonito cuento verosímil donde, a veces, hay espacio para el absurdo y lo onírico. Pero, en el fondo, es una maniobra de ficciones superpuestas con voluntad de mostrarnos al autor —más que al hombre— a través de los personajes, de los que fue esclavo incluso cuando quería desprenderse de ellos. Quizá Andò nos lo quiera revelar así para que nazca en mitad del escenario, como hizo el maestro con Madame Paz; y que nazca, además, personaje vivo, porque «quien tiene la ventura de nacer personaje vivo, puede reírse hasta de la mismísima muerte. ¡Ya no muere! Morirá el hombre, el escritor, el instrumento natural de la creación; la criatura ya no muere», según le dictó el doctor Fileno a su herramienta para existir (a Pirandello, vaya).
Lo que sabemos seguro es que el director prologa, con este filme, un posible diálogo en torno a los misterios de la creación artística y el papel que desempeña el público, recurriendo a la técnica para hacer un triple salto de realidad entre vida, teatro y cine, que se conjugan mutuamente y nos remiten, en último término, a los libros del «escritor de naturaleza específicamente filosófica».
Como les anunciábamos al comienzo, es una deuda saldada a través de la ficción, para que Pirandello vea la adaptación que nunca llegó a rodar, sí, pero, ante todo, para que su figura y su corpus literario no queden reducidos a polvo de olvido en los archivos históricos, tan parecidos a un depósito de cadáveres que nadie reclama.
El éxito de tan grande empresa dependerá de «los caprichos del destino», y de nosotros, los espectadores, quienes tenemos en los huecos biobibliográficos una invitación a participar activamente o, por el contrario, a salir de la proyección sintiendo que «es tan confuso que parece nada», palabras que pone a nuestra disposición Santina, uno de los personajes de este drama y comedia a la par.
A fin de cuentas, Andò es igual de consciente que don Luigi del «engaño que supone la comprensión recíproca, basado de modo irremediable en la vacía abstracción de las palabras». Aunque, no contento con ello, le sume la abstracción de las metáforas visuales (que se cuentan a pares durante la hora y media que dura La inspiración), más la confusión entre verdad e imaginación, realidad y sueño, risa y reflexión. Es decir, cada uno de los elementos que hicieron de Seis personajes en busca de autor merecedora, en igual medida, de los abucheos y la más profunda admiración.
Lo que les veníamos intentando decir desde el principio: que La inspiración. El gran Pirandello es una película originalísima, aunque nos hable de un tema tan antiguo como la ficción.