Fui un niño enfermizo y no tenía demasiada fortaleza mental, pero un día me hice la promesa de que nunca me dejaría derrotar por nadie.
Isao Inokuma (1938-2001)
En algunas culturas, el honor importa más que la propia vida. La japonesa es una de ellas. Solo los nipones podrían haber adoptado con naturalidad la muerte como ritual. Sin tan siquiera promesas de un paraíso ulterior. La vida como una compleja entrega al honor de morir gloriosamente.
Ningún samurái quiso jamás morir de viejo. Un final noble, temprano y, a ser posible, violento era un signo de predilección de los dioses. Vivir hermosamente y morir de manera bella. El emblema samurái, el efímero capullo del cerezo, personifica ese ideal.
El seppuku, popularmente conocido como harakiri (literalmente: «corte del vientre»), fue, por ello, una práctica popular durante el Medievo entre los guerreros ancestrales que anhelaban su redención espiritual, trufando así de sangre relatos y leyendas. No fue, sin embargo, una práctica feudal alejada completamente del espíritu del Japón moderno. El siglo XXI llegó a conocer los últimos casos de una ceremonia oficialmente prohibida en 1873 como pena judicial.
Existen decenas de casos documentados de quienes, desde entonces, se han sometido a un harakiri voluntario, siendo el más numeroso el de los muchos soldados nipones que prefirieron morir antes que aceptar la rendición del país tras la Segunda Guerra Mundial.
No todo fueron, sin embargo, motivos belicosos. En 1970, Yukio Mishima, el para muchos mejor escritor que ha alumbrado el país del sol naciente, realizó un seppuku semipúblico como protesta por la miseria moral y la degradación que, según sus cánones ultranacionalistas, suponía el haber abandonado las antiguas virtudes japonesas y haber adoptado el modo de vida occidental. El dramatismo de la acción fue mayor aún si tenemos en cuenta los relatos de la época, que hablan de que uno de sus allegados, Masakatsu Morita, intentó hasta tres veces decapitarlo sin éxito, teniendo que ser un tercer camarada el que pusiese fin al sufrimiento de un Mishima que ya se había rebanado las tripas hacía algunos minutos.
Lo ancestral pervive en lo contemporáneo hasta tal punto dentro de los códigos de vida nipones que el último harakiri censado por las autoridades japonesas data de una fecha insultantemente reciente: el 28 de septiembre de 2001. Quien murió entonces no fue un guerrero samurái. Tampoco un soldado. Ni siquiera un artista o un artesano. Muchos, sin embargo, defenderán que la última persona que decidió poner fin a sus días de esta manera fue todo ello al mismo tiempo.
Reza un dicho tradicional japonés que la suavidad vence a la dureza. Alguien debió repetírselo con insistencia al joven Isao Inokuma quien, desde los catorce años, a pesar de su corta estatura y de su endeblez física, soñó con ser un judoka famoso e imitar así a su idolatrado Sanshiro Sugata, el legendario gran maestro con cuyas andanzas y desventuras se habían escrito varias novelas y de cuya vida el posteriormente oscarizado Akira Kurosawa había rodado una película.
Una y otra vez, profesores, compañeros e incluso familiares intentaron disuadir al pequeño y poco ágil Isao de sus fabulaciones, pero la persistencia del muchacho terminó por tumbar dudas y rivales con idéntica pericia. Siempre con la consigna del espíritu de lucha como bandera en un deporte que le había enseñado a competir, pero también a vivir.
En 1959, con solo veintiún años, se presentó por primera vez en los Campeonatos Nacionales entre las miradas de soslayo de los que sospechaban que, con 83 kilos y poco más de 1.70 de altura, no duraría demasiado en liza. El propio Inokuma no había titubeado en responder «ninguna» a la pregunta de un compañero de universidad sobre las posibilidades que tenía de alzarse con el título.
El desenlace fue hollywoodiense. En su primer combate doblegó al gran favorito, Yuzo Oda, un gigante de 193 centímetros y más de 100 kilos. Su mejor arma fue su autoconvicción, una manera de porfiar despojada de miedos y complejos y una confianza que fue creciendo conforme iban pasando las rondas. Así, llegó a la final, en la que tuvo enfrente nada menos que al subcampeón mundial, un Akio Kaminaga que corrió, sin embargo, la misma suerte que los anteriores oponentes de Inokuma. Contra todos aquellos negros pronósticos, abriendo bocas y despedazando prejuicios, Isao se había convertido en la persona más joven en alzarse con el título siendo, además, la única hasta entonces que había conseguido vencer en su primera comparecencia en un Campeonato Nacional.
Con el paso de los meses, el judo de Isao Inokuma fue madurando. El tan necesario shin-gi-tai (la combinación de espíritu, habilidades y poder) iba tomando forma en su manera de combatir, que había incorporado una cuantiosa técnica a su ya conocido arrojo. Sus maneras empezaban a ser conocidas fuera de las fronteras de su país mientras una obsesión reverberaba en su cabeza: los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, los primeros en los que el deporte que amaba entraría dentro del programa oficial.
Con su gran meta vital fijada, Inokuma consagró los años anteriores a la cita al pulimento de los puntos débiles que aún lastraban su judo, en su mayoría derivados de un físico que, a primera vista, seguía sin imponer gran cosa sobre el tatami. La principal piedra de toque en su camino hacia la gran cima fueron los Campeonatos del Mundo de 1961, celebrados en Moscú, y a los que Isao ya acudía como uno de los grandes favoritos al cetro.
Su afán por estudiar a los rivales y minimizar sus carencias de cara al enemigo era obsesivo. «Siempre me fijo en mis oponentes con antelación y, cuando un rival es más grande que yo, me concentro en mirarle fijamente a los ojos hasta que note que estamos al mismo nivel», repetía. Un credo que le sirvió para vérselas contra su gran némesis en tierras rusas: el temible Anzor Kiknadze, un ogro bigotudo, cuatro veces campeón de Europa, que se vanagloriaba de poder disparar un rifle automático con una sola mano y que era capaz de levantar a una persona sin apenas esfuerzo. Frente a frente, dos escuelas: una tradicional, encarnada por el japonés, y otra heterodoxa, personificada por el soviético, en el que prevalecía el judo-fuerza, rehogado con aportes de otras modalidades de lucha y un peculiar y desconcertante estilo de combatir. Como proclamaban las crónicas de la época, el enfrentamiento era, de alguna manera, el símbolo y la constatación del judo como deporte universal.
(Continúa aquí)
No leeré las siguientes entregas del panegírico sobre este señor porque en principio, y a contracorriente del sentir general, no me interesan estas personalidades obsesivas con tendencia a la autodestrucción, que en aras de conseguir a toda costa sus delirantes objetivos, convierten sus propias vidas y las de los que les rodean, en un infierno en la tierra.
Precisamente por eso me interesan estas vidas: no para idolatrarlas si no como ejemplo a no seguir. Se aprende de los aciertos de los demás pero también de sus errores.
Para Bad Shadow:
¿Y por qué lo haces publico? ¿Porque crees que le interesa a alguien o para intentar influir en que no se publiquen este tipo de artículos?
Supongo que lo hace para evitar la santificación en la que suelen caer estas biografías. Sobre todo cuando pasan por filtros tan de moda como los diversos «Si quieres puedes»,»Si no lo consigues es porque no lo deseas de verdad», «Dispuesto a hacer lo necesario» o la que yo más odio: «El segundo es el primero de los perdedores».
Como ejemplo, las diversas hagiografías de Michael Jordan, pero puede escoger Vd. su deporte o ídolo favorito.
Los campeonatos del mundo de judo de 1961, fueron en París, no en Moscu. Inokuma no participó en ese campeonato, el equipo japonés lo componía Sone, Kaminaga y Koga, a los tres los derrotó Geesink.