Viene de «Isao Inokuma, el último hombre de honor (1)»
La denodada labor de Isao Inokuma frente a Anzor Kiknadze le llevaría de nuevo a la victoria. Una auténtica exhibición de triquiñuelas técnicas contuvieron el empuje en la final de un Kiknadze todo fuerza bruta. «Si no hubiese estudiado su manera de moverse, seguramente hubiese perdido», confesó el nipón al terminar la pelea.
Su caché como judoka era fabuloso. Y acudía a «sus» Juegos Olímpicos convertido ya en toda una realidad. Su rango de celebridad, además, aumentó tras ganar de nuevo el Campeonato Nacional en 1963, justo un año antes de que se encendiese la antorcha en la capital de facto de Japón. Allí, en los primeros Juegos que abrazaban el judo, tendría la oportunidad de lograr algo que ninguno de sus antepasados había conseguido: ser campeón olímpico, lucir la más importante de las preseas ante su gente.
Inokuma había derramado mucho sudor en el camino hacia esos Juegos Olímpicos, a los que acudía lastrado por una lesión de cadera producida, precisamente, por el sobreesfuerzo durante los entrenamientos. Había desarrollado una mayor fortaleza física y había incrementado su peso corporal de sus tradicionales 73 kilos hasta los 87 que lució ese verano. Aun así, seguía siendo el más liviano de su categoría, repleta de gigantes. A todos fue, empero, dejando en el camino. Primero, al argentino Casella, más tarde al coreano Kim y, en la antesala de la lucha por el oro, en un combate memorable, a un viejo conocido, el peludo Kiknadze.
La final fue peculiar. No solo por el desenlace, sino por las especiales circunstancias que rodeaban al cara a cara. El rival de Inokuma era el canadiense Doug Rogers, un judoka que, cuatro años antes de los Juegos Olímpicos de Tokio, apenas superada la mayoría de edad, había decidido mudarse a Japón buscando la competitividad que no encontraba en su país. Lo curioso es que el Instituto Kodokan, que acogió a Rogers, también era el lugar de entrenamiento de Inokuma. En resumen, ambos, ocasionales compañeros de agarrones y vestuarios, se conocían mutuamente demasiado bien.
Rogers, mucho más exuberante físicamente, sabía, sin embargo, que Isao tenía más experiencia y, ante todo, una técnica suprema. El combate, agónico, se prolongó hasta el desaliento. El atrevimiento de uno y otro se diluía dentro de un mar de ataques menores dentro de un tête à tête que parecía coreografiado, hasta el punto de que el árbitro, hastiado de semejante pasividad, llegó a advertir de que, si no empezaban a «hacer judo», descalificaría a ambos y nadie se llevaría medalla alguna. Algo más atolondrado, el choque fue muriendo sin que ninguno de los dos lograse alcanzar la puntuación mínima, por lo que la elección del campeón terminó siendo faena de los jueces. Estos terminaron señalando a Inokuma ante la algarabía del público y la satisfacción del emperador Hirohito, que solo apareció ese día en las gradas, específicamente para contemplar a Isao Inokuma.
La consideración de héroe nacional de Inokuma fue más pronunciada, si cabe, ante el triunfo en la categoría sin límite de peso del holandés Anton Geesink ante el local Akio Kaminaga. Geesink, un auténtico oso de 1.98 de estatura y 121 kilos de peso, se había convertido tres años antes en el primer luchador no japonés en ganar un título mundial de judo y en los Juegos Olímpicos no hizo sino reafirmar esa rebelión. Esa suerte de «Maracanazo» del judo tuvo efectos similares al mítico gol de Ghiggia. Tras la inmovilización que supuso la victoria del europeo, los quince mil espectadores que abarrotaban las tribunas enmudecieron. La prensa criticó durísimamente a Kaminaga, puesto que en el resto de categorías los dominadores sí habían sido nipones. Varios japoneses optaron por huir de la vergüenza mediante el suicidio, llegándose a rumorear algún tiempo después que el propio Kaminaga se había quitado la vida.
En medio del drama, a Inokuma le había surgido un nuevo competidor casi sin quererlo, pues su país al completo clamaba venganza contra el nuevo enemigo del pueblo. El Campeonato del Mundo de 1965, en Brasil, se antojaba como el emplazamiento ideal para que Inokuma ejerciese de vengador de la patria ante el hereje occidental. Tal confianza tenían los japoneses en Isao, su genuino orgullo nacional, que le inscribieron en la categoría mayor, sin límite de peso. Allí, sin ningún género de duda, pensaban, se vería las caras con Geesink.
El holandés, sin embargo, sorprendió al mundo. El día antes de iniciar la competición, anunció su retirada. Inokuma, sin rival, terminaría llevándose el título en Río de Janeiro y sembrando para siempre una duda: qué hubiera pasado en ese combate que todos reclamaban y que, finalmente, no llegó a disputarse jamás.
Venerado por todos y aupado a los altares del judo como una leyenda, Isao Inokuma optó por finiquitar su carrera con apenas veintisiete años. Tras unos meses en la policía de Tokio, su fama le abrió una puerta laboral inesperada: la de la constructora Tokai Kensetsu, donde adoptó un puesto ejecutivo bien remunerado. Su vida estaba resuelta para los restos, pero su apego al judo le llevó, paralelamente, a convertirse es el mejor instructor de nuevas promesas del país, acunando bajo su método a grandes baluartes como Nobuyuki Sato o el mismísimo Yasuhiro Yamashita, aclamado como su heredero y protegido y posterior campeón olímpico.
Inokuma y Yamashita compartieron largos ratos en la universidad de Tokai, donde Isao había accedido en 1969 como profesor de Educación Física gracias a la mediación de Shigeyoshi Matsumae, uno de los peces gordos de su constructora, fanático y diestro practicante de judo. Una manera discreta de compaginar la corbata con el tatami.
Allí, Inokuma estableció un nuevo departamento de artes marciales centrado principalmente en el judo. Incorporó a Nobuyuki Sato, antiguo pupilo, como instructor jefe y lo convirtió en el club de judo número uno de todo Japón. En sus barracas, entre horas y horas de llaves y arabescos imposibles sobre las planchas de polietileno, se fraguó el talento de Yasuhiro Yamashita, que llegaría a romper alguno de los récords de precocidad triunfante de su sensei, siendo considerado uno de los estandartes del judo contemporáneo.
Con el pasar de los años, Isao Inokuma le devolvería el favor a Shigeyoshi Matsumae. En 1979, el apoyo de una leyenda viva como Inokuma fue decisivo para que Matsumae consiguiera la presidencia de la Federación Mundial de Judo. Su unión fraternal quedaría unida para siempre a la muerte de este, siendo Isao el elegido para suceder a Shigeyoshi al frente de Tokai Kensetsu, la gran constructora. Una bicoca. Pero lo que a priori parecía un nuevo baño de prosperidad para Inokuma terminaría, sin embargo, convirtiéndose en la decisión más nefasta de su vida.
Septiembre de 2001. Isao Inokuma jamás se había amilanado ante un problema, pero esta vez era diferente. No bastaba con mirar de frente al desafío y tirar de su libreto de argucias. Esta vez, todo parecía deshilacharse. Inokuma miró por la ventana de su despacho y meditó. Pensó en su mujer y en sus hijos. Pensó en los que cada mañana le saludaban afablemente al entrar al edificio de cristaleras de la empresa. Pensó también en los que ahí fuera, aún sin conocerle personalmente, le reverenciaban solo por ser quien era. Sentía que les había fallado a todos. Tokai Kensetsu se venía abajo debido a sus malas decisiones. Él, que había aplicado a la vida y al trabajo el mismo entusiasmo y espíritu de lucha que sustentó su judo, se sintió de pronto como pájaro sin alas embutido en ese traje. La losa de las pérdidas financieras era demasiado perturbadora. Alzó el mentón y apretó los dientes. Y con la misma frialdad con la que años atrás zancadilleó a rivales que le doblaban en peso, decidió saldar su deshonra. Tenía sesenta y tres años.
La edición matinal del Yomiuri dio cuenta de la noticia a las pocas horas: Isao Inokuma se había hecho seppuku. Su muerte fue una alegoría de su gloria. El honor por encima de una vida material aparentemente exenta de preocupaciones e, involuntariamente, como un atajo en el camino hacia la posteridad del, para muchos, mejor judoka de todos los tiempos. Todos aman la vida, pero el hombre valiente y honrado aprecia más el honor, decía Shakespeare. Y nadie lo reputó jamás con tanto fervor como quien dio la vida por él. Un deportista de leyenda que será siempre recordado, sin embargo, como el último hombre de honor.
Basta ya de hacer el encomio soterrado del suicidio. No hay suicidio por honor. Es una gilipollez metida a palanca en el Japón tradicional, lo mismo que en la edad de piedra sacrificaban una virgen por primavera. Si una persona está condenada a una muerte horrible y dolorosa, el suicidio no será una solución, sino un modo de acortar el sufrimiento ante algo irreversible. Pero no hay honor, ni es razonable que una persona se quite la vida por un desengaño, porque ha fracasado socialmente, en el mercado o por vivir la vida vegetando hasta morir. Vete a un psiquiatra, ve a ver a un psicólogo, a un familiar, haz un curso de cocina o de alfarería o, mejor aún, trata de cambiar el rumbo de tu vida. Jubílate de tus amistades y, si es preciso, de tus parientes. Pero en el suicidio no hay honor. Lo que hay es nada.
El suicidio de Inokuma no fue una «alegoría de su gloria», sino la consecuencia de un trastorno depresivo.
Hace tiempo que no consideramos a la epilepsia como una conexión con los dioses, sino como una enfermedad. ¿No crees que ya es hora de dejar de mixtificar y hacer lo propio con la depresión se dé en España, en Cuba o en Japón?
termine de leer el articulo con una especie de «alegoria de gloria» por el honor de alguien que se suicida. Pero al leer tu comentario me di cuenta que era un grave error de percepcion de mi parte: como bien decis no podemos hacer apologias del suicidio que es un comportamiento derivado de estados depresivos. Me encanta el estilo con que esta escrito el articulo, sin embargo tu respuesta es a mi gusto personal muchisimo mas valiosa y contextualiza una problematica que nos cuesta entender como humanos. Muchas gracias por compartirla
¡Muchas gracias a ti por coincidir!
El suicidio es una manera perfectamente válida de acabar con la vida de uno. Personalmente optaría por algo menos doloroso que el seppuku, pero cada uno que haga lo que quiera. Gran artículo, y quien crea que es apología de el suicidio creo que no lo ha entendido. Si es verdad que a priori el suicidio puede ser la opción más cobarde pero para hacerse un seppuku hay que tener bastante valor.