Sabíamos por el cine que en los sesenta, al llegar a estados como Misisipi, había que retrasar el reloj un siglo para estar en la misma franja horaria que sus habitantes. Dábamos por hecho que, a estas alturas, los residentes de esos estados habrían puesto sus relojes en hora. Nos equivocábamos. Hace unos años, una madre de Virginia, preocupada por las lecturas escolares de su hijo, inició una campaña para eliminar de los planes de estudios un libro que le había causado «terrores nocturnos». La novela contenía «el material más explícito que se pueda imaginar» —no había derecho—. No lo consiguió, pero, aprovechando la coyuntura, el entonces aspirante a gobernador del estado de Virginia por el Partido Republicano, Glenn Youngkin, promovió un proyecto de ley que obligaría a los colegios e institutos públicos a avisar a los padres cuando las lecturas incluyeran «contenido sexualmente explícito» y a darles la opción de elegir otra lectura. El libro de la discordia era Beloved, de Toni Morrison, y el hijo por cuyo descanso nocturno velaba aquella madre no era exactamente un niño (al parecer, la novela se lee en el último año de instituto). Con todo, era normal que tuviera pesadillas. Lo raro, lo inhumano, sería no tenerlas.
Toni Morrison dijo en el prólogo que esperaba que el lector tuviera una experiencia íntima de la esclavitud y eso justamente es lo que ofrece esta magnífica novela. Creemos saber lo que fue la esclavitud. Hemos visto en el cine cómo hacían trabajar a los esclavos de sol a sol en los campos de algodón, cómo les desgarraban la espalda a latigazos y cómo violaban a las mujeres cuantas veces les venía en gana. Lo que hace Beloved es mostrarnos el otro lado de la cara vista, el desgarro interno que ocasionaron los latigazos, las penetraciones, los años y años en que fueron despojados, sistemáticamente, de su humanidad: «Cualquier blanco podía apropiarse de toda tu persona si se le ocurría. No solo hacerte trabajar, matarte o mutilarte, sino ensuciarte. Ensuciarte tanto como para que ni tú mismo pudieras volver a gustarte. Ensuciarte tanto como para que olvidaras quién eras y nunca pudieras recordarlo».
Beloved tiene lugar durante la llamada Reconstruction Era, en los años posteriores a la guerra de secesión: «Habían pasado cuatro o cinco años tras la guerra, pero nadie, ni blanco ni negro, parecía saberlo». Los negros no osaban hablar con los blancos y tampoco hablaban mucho entre ellos. Seguían conmocionados. Como se dice en la novela, no había una casa que no estuviera «llena hasta el techo con el pesar de un negro muerto». Tampoco quedaba una sola familia funcional en pie. Era habitual que las mujeres negras tuvieran hijos de distintos padres, con frecuencia, producto de las violaciones. Muchas, como Sethe, la protagonista, seguían preguntándose si algún día volverían a ver a su marido o si, por el contrario, sería alguno de esos hombres que habían visto ahorcados sin cabeza ni pies.
Morrison quería hacer de ese dolor que todavía tenían metido en el cuerpo algo tangible. Por eso cogió una historia real y la convirtió en una historia de terror con fantasma encarnado. La trama es la siguiente: en la casa donde vive Sethe habita también el fantasma de un bebé, un bebé que alberga tanta furia que un día lanzó al perro contra la pared y lo dejó medio muerto. Sus hijos, aterrorizados, huyeron de la casa en cuanto pudieron. La única que permanece a su lado es su hija Denver, de unos dieciocho años, que no tiene mala relación con el fantasma, al fin y al cabo es su única compañía (en el lugar donde viven los tratan como a apestados por algo que ocurrió en el pasado). La dinámica entre los tres, Sethe, Denver y el bebé fantasma, cambia de súbito con la llegada de Paul D, un hombre al que Sethe conoció durante sus años de esclavitud en una plantación llamada Sweet Home —muy irónica Morrison aquí, sí—. Sethe y Paul D inician una relación amorosa y, con el despertar corporal de Sethe, una parte de su pasado que creía enterrada vuelve a la luz: «Paul D desenterró todo, le devolvió su propio cuerpo, besó su espalda abierta, agitó su memoria…». Paul D logra expulsar al fantasma de la casa, pero, poco después, una extraña joven, que habla casi como una niña, tiene dificultades para caminar y no recuerda nada, se presenta en la casa. Dice llamarse Beloved, como el bebé muerto.
Como digo, Morrison partió de una historia real para escribir la novela, aunque modificó muchos elementos (entre otros, el destino de la protagonista). Margaret Garner fue una mujer negra que, con veintidós años y estando embarazada, escapó junto con su familia de la plantación de Kentucky donde estaba esclavizada. Querían llegar a Ohio (en aquella época, un estado libre), pero allí fueron capturados. Antes que volver a la plantación de donde habían huido, Margaret prefirió quitarse de en medio, no sin antes acabar con la vida de sus hijos: asesinó a su niña de dos años con un cuchillo; los demás se salvaron por los pelos porque la pararon a tiempo. Durante meses, en todos los periódicos, en todos los corrillos, incluso en los sermones, se habló del caso Garner. Para los partidarios de la esclavitud, el atroz asesinato demostraba, sin ningún género de dudas, que los negros no eran personas, eran bestias, ¿qué sería de ellos sin la esclavitud?, a la vista estaba; para los partidarios de abolirla, en cambio, aquello era la prueba inequívoca del estado al que la esclavitud reducía a las personas, forzándolas a realizar actos desesperados como ese, había que acabar con aquel horror de una vez por todas.
Desde el punto de vista jurídico, el caso se las traía. Para empezar, ¿qué legislación prevalecía? ¿La del estado de Ohio (recordemos, un estado libre) o la de Kentucky? ¿Y por qué cargos había que juzgarla? Su defensa quería que Margaret fuese juzgada en Ohio por asesinato de acuerdo con la ley estatal. Tenía la esperanza de que fuera absuelta —y si era condenada, qué diablos, ella prefería la horca a la esclavitud—. Aunque la estrategia del abogado defensor pueda parecer contraintuitiva, el cargo de asesinato implicaba que Margaret fuese considerada persona, con derechos y deberes respecto a sus hijos, lo cual tal vez crearía un precedente. Por desgracia, no coló. La Ley de Esclavos Fugitivos de 1850 —una ley federal— prevaleció sobre la estatal. Según dicha ley, ni la madre ni sus hijos podían considerarse sujetos jurídicos: eran meras propiedades. Tras varias semanas de juicio (algo inusual, pues los juicios de esclavos se despachaban en cuestión de horas), Margaret fue condenada por destrucción de la propiedad y devuelta a su condición de esclava. Poco después, una mujer consiguió entrevistarla. Quería saber cuál era su estado mental en el momento del crimen, si había sufrido algún tipo de enajenación mental transitoria. Ella lo negó: «Estaba tan fría como estoy ahora; prefería matarlos de una vez y acabar con su sufrimiento que permitir que volvieran a la esclavitud y fueran asesinados poco a poco».
Morrison dijo en una entrevista que Margaret Garner no tenía derecho a hacerlo, pero que ella habría hecho lo mismo: «Era lo correcto, pero no tenía derecho a hacerlo». Podemos preguntarnos quién era ella para decidir sobre la vida de sus hijos, a lo que seguramente nos habría respondido: su madre. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión. Para entender la decisión tomada por esta mujer hay que tener en cuenta que, durante la esclavitud, las madres no tenían ningún derecho sobre sus hijos (al nacer, estos pasaban automáticamente a ser propiedad de los amos). Con frecuencia, las mujeres eran separadas de sus hijos y no les permitían ni siquiera amamantarlos. En Beloved, Sethe le cuenta a Paul D que decidió escapar cuando le robaron su leche: «¿Te azotaron con un látigo de cuero? Y se llevaron mi leche. ¿Te golpearon y estabas embarazada? ¡Y me quitaron mi leche!». La gota que colmó el vaso no fue que la golpearan con un látigo, ni que lo hicieran estando embarazada, sino que le quitaran su leche. La paradoja de esta tragedia es que, con el horrible acto que cometió, Sethe se reafirmó como madre. Por una vez, tomó una decisión con respecto a sus hijos. Morrison acierta al no condenar ni absolver a Sethe; se limita a exponer los puntos de vista de todos los implicados y a confrontar la visión de la madre con la de la hija. Que sea el lector el que saque sus propias conclusiones.
Otro de los aciertos de Morrison es que se abstiene de dibujar un retrato simplista de los blancos. En Beloved, una blanca, Amy, ayuda a Sethe a dar a luz tras su huida de la plantación. Y su ama, Mrs. Garner —sí, Mrs. Garner—, trata a Sethe con bastante humanidad, dadas las circunstancias. No es cierto, como se ha dicho, que Morrison solo escribiera sobre negros —de todas formas, ¿y qué si lo hubiera hecho? Como bien dijo la escritora, a los escritores blancos nunca se nos pregunta por qué todos nuestros personajes lo son—. Lo que Morrison siempre ha tratado de evitar es que la mirada blanca fuera la dominante en sus libros. Esa mirada blanca a la que alude la escritora recuerda al hombrecillo blanco que, según James Baldwin, todos los escritores negros llevan dentro, una especie de crítico blanco incorporado que tiene que aprobar lo que escriben. A diferencia de Baldwin, Morrison dijo que nunca tuvo dentro a ese homúnculo, así que no tuvo que deshacerse de él. Escribiendo, siempre fue libre.
La novela es tan buena que no es de extrañar que cuando Oprah Winfrey terminó de leerla quisiera localizar a Toni Morrison a toda costa (alguna vez ha contado que llamó a emergencias para que le dieran su teléfono —y lo consiguió—). Winfrey quería llevarla al cine, pero no le resultó fácil encontrar director. A Jodie Foster, por ejemplo, la novela le parecía demasiado literaria. Finalmente fue Jonathan Demme el que se atrevió a dar el paso. A Morrison la película le gustó; lamentablemente, ni crítica ni público pensaron lo mismo. Había ocurrido algo parecido el año anterior con Amistad, de Steven Spielberg, que plantea también el debate sobre si los esclavos eran seres humanos o mercancías. Cuando le preguntaron por su fracaso en taquilla, Demme dijo que creía que el tema ya no le interesaba a nadie: los americanos blancos no querían saber los pormenores del trato que sus ancestros habían dado a los esclavos y los negros ya habían tenido bastante del tema, necesitaban modelos de conducta contemporáneos, no más cadenas.
Detrás de esta posición de pasar página está muchas veces la idea de que volver a hablar de la esclavitud puede poner en peligro las relaciones pacíficas entre blancos y afroamericanos. En 1998, otra novela de Morrison, Paraíso, fue prohibida en las cárceles de Texas por temor a que provocara sublevaciones o disturbios entre los internos. La prohibición se levantó en 2001 —se conoce que el potencial subversivo de la novela se había desvanecido en esos años—. Está claro que lo más cómodo es seguir adelante sin volver la vista atrás. Sin embargo, como bien dijo Zadie Smith a propósito del único, y magnífico, relato que Morrison escribió en su vida, es difícil admitir una humanidad compartida con tu vecino si no se establece una historia compartida: «Nuestra historia compartida es lo que sucedió. No es el equivalente moral a un partido de fútbol donde “los tuyos” ganan o pierden». El problema es que muchas personas piensan, y se comportan, como hinchas —cuando no como auténticos hooligans—.
En 1963, en una conferencia dirigida a profesores, James Baldwin advertía que, «al intentar enmendar tantas generaciones de mala fe y crueldad», se iban a encontrar con la resistencia más salvaje. Sesenta años después, seguimos un poco en las mismas. Aunque durante mucho tiempo la llamada Beloved Bill (el proyecto de ley propuesto por Youngkin para auditar lo que se lee en las escuelas públicas de Virginia) solo se perpetró en grado de tentativa por el veto del Partido Demócrata, la polémica aupó a Youngkin hasta convertirlo en el actual gobernador del estado. Ya se podrán imaginar cuál fue una de las primeras medidas que tomó. Supongo que a estas alturas no debería sorprendernos que tanto la madre preocupada como su sensible hijo estuvieran vinculados al Partido Republicano —según un artículo de The Guardian, el hijo llegó a tener un puesto de ayudante en la Casa Blanca durante la Administración Trump—. En los últimos años, se han prohibido libros en las escuelas de Texas, Utah o Wyoming. Además, en 2021, la American Library Association informó de que nunca antes se habían producido tantos intentos de retirar libros de las estanterías de las bibliotecas estadounidenses. La mayor parte de los libros que se intentaron retirar tenían un «contenido sexualmente explícito» (con frecuencia un eufemismo para decir que son de temática LGTB). Entre ellos estaba de nuevo una novela de Toni Morrison: Ojos azules, que trata del abuso sexual infantil. Y entre los primeros de la lista de 2020 estaba Matar a un ruiseñor, de Harper Lee.
Siempre habrá gente dispuesta a poner trabas al avance de los calendarios, pero, les guste o no, el tiempo pasa y se van haciendo algunos progresos. Está claro que queda muchísimo camino por recorrer, pero no podemos obviar los pequeños pasos que también se están dando, más ahora que la resistencia al cambio, con el ascenso de la ultraderecha, está llegando a cotas nivel Everest, no solo en Estados Unidos. Uno de los pequeños gestos de reparación que se han llevado a cabo en los últimos años fue el emprendido en 2019 por The New York Times. Entonces dedicó una serie de obituarios a afroamericanos que en su momento no tuvieron una despedida acorde con su importancia histórica, como la actriz Nina Mae McKinney, el inventor Granville T. Woods o la propia Margaret Garner. Pocos meses después de que se publicara el obituario de Garner fallecía Toni Morrison. A los pocos días, The Washington Post publicaba un artículo titulado «They read Toni Morrison in school —and she changed their world». En él, una serie de jóvenes que habían leído a Morrison en el instituto decían que sus novelas habían ampliado su visión del mundo o habían hecho que se sintieran menos invisibles. No creo que la literatura pueda cambiar el mundo ni que necesariamente nos haga mejores personas. Sin embargo, en la medida en que la lectura hace que nos pongamos en la piel de otro, puede que nos ayude a ser algo más tolerantes.
En El Libro Negro de Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg, se puede leer el caso, uno de tantos, de una joven madre víctima del holocausto nazi. Camino de uno de los Lager, durante un desplazamiento a pie, con su bebé en brazos, una compañera le aconsejó dejarlo en el camino, cerca de una casa en apariencia abandonada. Posiblemente la criatura no fuese recogida, y de ser así, quién sabe por quién, pero la certeza de su inminente destino era mucho más ineluctable, casi como la responsabilidad, el derecho y la decisión en circunstancias tan horribles de una madre sobre sus hijos.
Quién no conoce la literatura de Toni Morrison, así como la calidad de este artículo…
Enhorabuena.
que gran y necesario artículo, enhorabuena