Antes de la aparición del coronavirus, entre un diez y un cuarenta por ciento de la población mundial presentaba cuadros de estrés, depresión, o síndrome de estrés postraumático. Las tres causas más comunes del insomnio agudo, un trastorno del sueño que se caracteriza por dificultad para dormirse e incapacidad para hacerlo suficientes horas seguidas.
Durante la primera ola de la Covid-19 y con origen en los confinamientos, se creyó que estas alteraciones del sueño estaban conectadas con el encierro, la preocupación y aquel cambio radical en las rutinas diarias. Era de esperar, por tanto, que cuando finalizaran los confinamientos y la amenaza del virus los patrones de sueño regresaran a los índices que presentaban en toda la población antes de la pandemia. Pero en lugar de eso han ido a peor.
Nuestro país es uno de los mejores ejemplos, porque antes de la Covid-19 el 37% de la población padecía insomnio agudo, mientras que hoy son el 48% de los adultos y el 25% de los niños, según datos de la Sociedad Española de Neurología. Esos datos no pueden separarse de que estemos a la cabeza en el consumo de ansiolíticos, ni del aumento de casos de suicidio entre nuestros jóvenes. Tampoco de la búsqueda cada vez mayor de un seguro de salud que compense la desatención generalizada a la salud mental. Porque si a algo nos predispone la falta de sueño es a tolerar peor el estrés y ser mucho más susceptibles a sufrir depresiones.
Para agravarlo existe además un elevado número de insomnes cuyos problemas con el sueño tienen que ver con el coronavirus. Son los contagiados que superaron la enfermedad y a los que ha quedado como secuela una incapacidad permanente para dormir con normalidad. Esta secuela se denomina coronasomnia, palabra que aparece citada en investigaciones de universidades europeas y estadounidenses. Sus características forman parte también de la radiografía que ha hecho el estudio de salud y vida en nuestro país. No está aceptada como enfermedad ni como término científico, porque no existe suficiente investigación como para determinar si afecta por igual a cualquier persona contagiada, ni si es independiente de las condiciones de vida presentes en cada país. Pero sí apareció como un cuadro clínico entre un treinta por ciento de las personas que se eligieron para el estudio. Además la relevancia del coronasomnia no es que pueda habernos descubierto una secuela poco conocida del virus. Sino que describe las mismas afecciones que hoy manifiesta una gran parte de la población, haya pasado o no la enfermedad.
Cuadros de ansiedad, de depresión, y de manera muy significativa, un enorme aumento del síndrome del trabajador quemado. Es evidente que las circunstancias sociales y económicas, la crisis, la precariedad, la amenaza climática, el aumento de precios, generan en muchas personas una preocupación que les impide dormir bien. Pero a la vez esa falta de sueño consigue que lo que antes les estresaba lo haga todavía más, y les predispone a que su tristeza diaria termine derivando en una depresión clínica. Es muy posible que el coronavirus no haya hecho sino agravar un problema que llevamos arrastrando cincuenta años.
Es el período a que se refiere Ben Simon, autor principal del estudio que acaba de demostrar que la falta de sueño agrava también nuestros problemas de relación social. La investigación se ha llevado a cabo en el Center for Human Sleep Science perteneciente a la Universidad de Berkeley, en California. Y ha demostrado que aquellos sujetos que habían dormido menos horas tenían menos actividad neuronal en las áreas del cerebro relacionadas con la empatía. Lo que implica también una menor comprensión de los problemas de los demás, así como menos predisposición a implicarse con ellos y ayudarles. La conclusión de los investigadores es que el insomnio genera un cambio en lo que la neurociencia denomina cognición social, y que trasladado a una sociedad como la nuestra, podría ser la causa de fenómenos que vemos a diario. La polarización como evidencia de la incapacidad para comprender al otro. Y el abrumador sentimiento de soledad porque las personas que nos rodean, faltas de sueño, son menos empáticas y están menos dispuestas a socializar con nosotros.
El problema es de gran calado, porque en ese período de cincuenta años se ha generado otro hábito que trabaja también en nuestra contra. La tecnología nos ha ahorrado en gran medida la necesidad de salir a la calle. La pandemia lo empeoró al generalizar el hábito de comprar y pedir comida a domicilio. Cada vez salimos menos al exterior, y la ausencia de radiación solar sobre la piel dificulta que nuestro organismo sintetice la vitamina D, aunque la ingiramos con los alimentos. El déficit de esta vitamina es una de las causas de la alteración de los patrones de sueño. De hecho nunca se había detectado un déficit tan grande en la población mundial, con un cuarenta por ciento de las personas afectadas, y mayor prevalencia en estadounidenses, canadienses y europeos de piel blanca.
Y para acabar de empeorarlo se ha descubierto un problema añadido al principal que ya conocíamos derivado de la falta de sueño. Sabíamos que empeora cualquier enfermedad psiquiátrica o afección mental. Los estudios científicos demostraron que mientras dormimos el líquido en que está inmerso nuestro cerebro se filtra, en un intercambio de fluidos con la médula espinal. Ese intercambio actúa como un lavado gracias al cual se desechan sustancias como las placas amiloides, que son las responsables del Alzheimer, y que también causan la degeneración de las neuronas al asfixiar los vasos sanguíneos del cerebro. Si acumulamos muchos años de sueño irregular, esas sustancias no desechadas por haber dormido menos horas nos acarrearán desde pérdidas cognitivas a demencia. Incluso si no padecíamos ninguna enfermedad psíquica previa. Pero esto ya lo sabíamos, y lo único que se estableció al descubrir el intercambio de fluidos cerebral fue el mecanismo como actuaba. Lo que ignorábamos era que el sistema digestivo también estaba implicado en la pérdida de salud debida a la falta de sueño.
El descubrimiento lo llevó a cabo Dragana Rogula, desde el departamento de neurobiología de Harvard, al demostrar porqué no dormir, en casos extremos, acaba matándonos. Encontró que las moscas de la fruta privadas de sueño morían no por cambios en el cerebro, sino en el intestino. La microbiota intestinal de las moscas que no dormían acumuló en su tracto digestivo unas moléculas capaces de dañar el tejido celular y el ADN. Las moscas a las que sí permitían dormir lo eliminaban de forma natural durante el sueño, y sus compañeras podían recuperarse si las permitían volver a descansar. Pero aquellas que eran mantenidas despiertas morían por esta intoxicación intestinal. Estos resultados sugieren que una de las funciones fundamentales del sueño también es regular el proceso bioquímico de la oxidación, además de reparar el cerebro. Por tanto cualquier animal morirá mucho más rápido por falta de sueño, debido a daños metabólicos y cerebrales, que por falta de alimento.
Coronasomnia, amenazas a la integridad física y económica, incertidumbre ante el futuro, guerra en Ucrania, inflación, aumento de tipos de interés, y nuevas crisis bancarias. Vivimos en una sociedad que no nos da ni un respiro, donde incluso avances tecnológicos que podrían ser beneficiosos, como la aparición de la inteligencia artificial generativa y de propósito general, GPT, son vistos como una amenaza más. De hecho los españoles que toman ansiolíticos señalan que las dificultades económicas, la incertidumbre y la soledad son sus tres principales causas para hacerlo. Las dos primeras generan estrés, y falta de sueño, la falta de sueño a su vez genera menor tolerancia al estrés. Y también, como se señalaba al principio, una reducción de la empatía que afecta a la cognición social y que tiene como consecuencia directa el aumento de la sensación de soledad. Por tanto los problemas actuales nos hacen dormir peor, el dormir peor los empeora, elevando los suicidios y el consumo de fármacos y estos problemas se agravan. Estamos en un círculo vicioso que tiene mucho que ver con nuestra condición humana.
Juan Luis Arsuaga, en su faceta de divulgador de la evolución humana, es quien mejor nos ha hecho comprender porqué este presente se nos está haciendo tan difícil. Lo que más ha distinguido a los homínidos de los que procedemos, y al homo sapiens que somos es nuestra capacidad de imaginar. Ningún otro animal puede ver en una roca la posibilidad de generar una herramienta, planear crearla, y por tanto fabricarla a partir de una idea. Pero este proceso de pensamiento con el que hemos generado tecnología nos predispone también a mirar continuamente al futuro de lo posible. Y en esa visión del mañana tenemos que encontrar una esperanza. Que puede ser tan primitiva como el hacha de piedra que nos permite cortar la carne que vamos a comer, o cazarla, y eliminar el hambre. O tan sofisticada como en nuestra civilización actual, donde al mirar al mañana tendremos que poder imaginar un futuro seguro y con bienestar. Somos un ser que no puede vivir sin imaginar qué ocurrirá en el momento siguiente. Y nuestra salud mental depende de que imaginemos, en algún momento de ese futuro, una mejora. Llevamos haciéndolo así desde hace millones de años.
Pero desde la aparición del coronavirus nuestra imaginación, movida por el sentido común, no alimenta grandes esperanzas. Vivimos, como dijo Dickens, en el peor de los tiempos, pero sin la contrapartida de que también pueda ser el mejor. Y si hay algo que no puede pedirse a un ser humano es vivir sin esperanza, porque atenta contra el hábito adquirido durante millones de años. Esa falta de esperanza nos está quitando el sueño. Y si no encontramos el modo de recuperarlo acabará matándonos. O enfermando gravemente a nuestras sociedades. Donde las secuelas de la pandemia aún no han terminado.
Excelente artículo, gracias de verdad. Qué cierto es eso, con lo único que no se puede vivir es sin esperanza.
Antes de la aparición del coronavirus, entre un diez y un cuarenta por ciento de la población mundial presentaba cuadros de estrés, depresión, o síndrome de estrés postraumático.
Entre un diez y un cuarenta por ciento de la población mundial.
Entre un diez y un cuarenta por ciento.
Datos.
Datos. Datos.
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