Roberto Calasso murió el 28 de julio de 2021 y pocas horas después apenas quedaban palabras disponibles, de las suyas o de las del diccionario, para contarlo. Al ritmo en que hoy se confunden la muerte y la posteridad, los obituarios se apresuraron a cubrirse de lugares comunes e impecables semblanzas sobre el magnífico editor y autor que había sido. Casi dos años más tarde (casi una vida, aunque tampoco haya pasado gran cosa para la literatura), nos preguntamos en cambio qué dirían de esta pérdida sus detractores y sus enemigos, que los tuvo. Hablarían seguramente de su propensión al pasado y de su recelo hacia la modernidad, su tendencia a lo reaccionario. De su esnobismo y su ensimismamiento, la megalomanía de su empresa vestida de obra de arte viva. De la arrogancia de un catálogo que presumía de inutilidad y de su inquebrantable fe en la forma: dirían que le perdían las formas.
En la introducción de su libro Letteratura assoluta (Feltrinelli, 2021), Elena Sbrojavacca rememora la polémica que en 1991, a raíz de la publicación de una colección de ensayos de Calasso, fue alimentándose durante varias semanas en el suplemento literario de La Stampa. El escritor Angelo Guglielmi, muerto en el mes de julio de 2022 y por aquel entonces director de Rai 3 —además de exintegrante del neovanguardista Gruppo 63—, la calificaba de «decepcionante» por su escasa atención a las especificidades del presente y dibujaba a Calasso como una figura trasnochada, alejada de la realidad por su atrincheramiento en una torre de afectación. Tras cinco números en que unas y otras firmas tomaron partido a su favor o en su contra, Calasso responde que «la literatura no tiene función, sino que se contenta con comprender lo que es, revelando lo que es en una forma». La forma. Para él, donde se pongan un Balzac o un Dostoyevski, no hay actualidad que valga.
Eran tiempos en que se libraban encarnizadas luchas dialécticas en torno a la literatura. El académico Cesare Cases convirtió a Calasso en blanco frecuente de sus comentarios satíricos y lo colmaba de «aduladores improperios». El poeta Giovanni Raboni solía bromear sobre su elitismo y su «aura de intransigencia esnob». El semiólogo Paolo Fabbri le achacaba falta de humor y cifraba su virtuosismo en «persuadir al lector de que, si no compra un libro de Adelphi, está dando un paso en falso muy serio». El filólogo Cesare Segre y, más tarde, el crítico Pier Vincenzo Mengaldo le afearon que publicara al loco de Dios y antisemita Léon Bloy. El ensayista Alfonso Berardinelli lo acusaba, en fin, de adoptar el rol de intelectual metafísico, reduciéndolo todo al «absoluto formal». Aunque la mayoría de ellos también están muertos, son solo algunas voces de un coro anti-Calasso al que convendría haber oído en su despedida, por lo mucho que en realidad pueden decir de él esas palabras, bien miradas.
En una larga entrevista publicada hace ahora diez años en The Paris Review, la escritora Lila Azam Zanganeh le preguntaba por qué algunas personas no soportaban la impronta que había dejado en Adelphi. «Porque aquí hemos ido en contra de muchas cosas», decía Calasso, y explicaba que, si en una primera etapa se los tachó de aristocráticos, luego se los consideraría demasiado comerciales, aun publicando en parte a los mismos autores. El editor florentino alardeaba de haber cabreado igual al Opus Dei que a las Brigadas Rojas, que llegaron a publicar un elaborado artículo en el que señalaban a Adelphi como cabeza de una organización internacional que pretendía sabotear la revolución proletaria; y todo, contaba Calasso, por haber publicado a Pessoa. Ese era, de alguna forma, el peligro y al mismo tiempo el milagro de Calasso: durante décadas fue capaz de crear la ilusión de que la literatura importaba. Que podía crear controversia y ser algo que defender o atacar con ardor.
Todos esos enfrentamientos también han contribuido al mito calassiano. Él, con su inagotable vocación mitóloga, se convirtió en un relato que servía para explicarnos. Editor legendario y pensador irremplazable, era consciente de la narración a la que estaba contribuyendo con su trayectoria, sus gestos y sus palabras; una conciencia de ser parte de una historia, que para él era decisiva: «Hagamos lo que hagamos, estamos en medio de una fábula. Y las fábulas son por definición aquello que nos encanta. La única cuestión es si nos damos cuenta o no».
Los libros que nos gustan
Adelphi es un vocablo de origen griego (ἀδελφοί) que se traduciría como «hermanos» y que trataba de expresar el vínculo entre sus fundadores, Luciano Foà y Roberto Bazlen. A este último, que otorgó a la editorial sus primeras esencias, le rindió Calasso tributo en Bobi, libro que habría de publicarse en Italia el mismo día de su muerte en 2021. «Bobi fue la persona más veloz que yo haya conocido, capaz de ver el detalle luminoso», recuerda en esas páginas acerca de su mentor, del que en su breve coincidencia en el mundo terrenal adoptó algunos de sus singulares conceptos: la primavoltità, cualidad de lo que sucede por «primera vez» y que convierte a la literatura en una experiencia transformadora; o su famosa noción de libros únicos, aquellos que nacen de algo que le ocurrió a su autor y que han corrido el riesgo de no llegar a publicarse. Es decir, casi cualquiera, en rigor, aunque al mismo tiempo no. Todo aquel discurso empezó a absorberlo Calasso el día de 1962 en que cumplía veintiún años, cuando se encontraron en la villa del psicoanalista junguiano Ernst Bernhard y Bazlen le habló por primera vez de aquel proyecto editorial.
«Finalmente haremos los libros que nos gustan. Nada más y nada menos», le dijo el Roberto de sesentitantos al Roberto de veintipico por todo plan de negocio, adelantándole también el temerario punto de partida de la iniciativa: editar las obras completas de Nietzsche preparadas por Colli y Montinari que antes había rechazado Einaudi. La Adelphi que hereda Calasso crecerá en buena medida por oposición a la editorial hegemónica en la Italia de aquellos años, más pedagógica, antifascista y comprometida socialmente. En cambio, la visión calassiana de la literatura consiste en desligarla de cualquier función y centrarse en la naturaleza íntima, reflexiva y sagrada de la relación autor-lector. Bajo esos parámetros, Adelphi se convertiría pronto en un signo de prestigio y exclusividad, de estatus intelectual, con una verdadera marca distintiva que alcanzaría a su imagen y diseño (anticipándose a las tendencias de la mercadotecnia que Calasso siempre dijo haber ignorado). En realidad, la obsesión por los detalles tenía que ver con la certeza de que la forma está en todo.
La literatura absoluta como la pensaba Calasso, en su pureza alejada de lo vulgar cotidiano, busca reafirmar su condición sublime y eterna sin reconocer otra cosa que no sea ella misma. Frente a la incertidumbre o el utilitarismo político, moral o educativo, lo literario reclama su propio espacio no supeditado a otros sino insurrecto, que no obedece ni pertenece a nadie más que a quien escribe y a su pacto con quienes leen, y por eso representa el único modo legítimo de interpretar el mundo. Esa iluminación, que también era una vía de supervivencia, la empezó a alcanzar cuando conoció a Bobi: «Con él, por primera vez, tuve la impresión de alguien que había logrado liberarse de todas las ideas corrientes […] Lo que más me importaba eran los libros. Quería descubrir en qué pensaba Bazlen para haberse alejado tanto de lo que nos rodeaba». Lo demás es historia de la literatura, la que hizo Calasso como director editorial desde 1971.
Convertido en rey Midas de las letras europeas, emprendió el rescate de obras olvidadas y autores tenidos por menores, haciendo de ellas lecturas de cabecera. Dio cobijo a firmas de prestigio y nuevas oportunidades a quienes, aun siendo innegable el valor de su escritura, habían sido relegados a los estantes más bajos, los menos advertidos, con el paso de las décadas. Supo también descubrir el talento potencial de no pocos autores en lenguas diversas, que manejaba con soltura y que le sirvieron para encontrarles acomodo en el escaparate internacional. Con su exquisito paladar literario, hizo del hallazgo brusco una sana costumbre que consagró a Adelphi como territorio de lo insólito, hasta el punto de que el resto de editores se seguían preguntando cómo lo había vuelto a conseguir.
Habían pasado tres años desde que comenzara aquella aventura cuando Roberto Bazlen murió, el 27 de julio de 1965. Solo pudo ver terminado el primer número de la neonata Biblioteca Adelphi, la novela fantástica y «químicamente pura» La otra parte, de Alfred Kubin; un libro que, según cuenta Calasso, a Bobi «le importaba mucho no solo porque era el Kafka más bello antes de Kafka, sino porque la otra parte era el lugar donde justamente se ubicaría Adelphi». La otra parte, el más allá. El logotipo de Adelphi, otra de sus señas de identidad, es un antiguo ideograma chino de la luna nueva, que simboliza la muerte y el renacimiento. Dio con él Luciano Foà en un libro del sinólogo alemán Carl Hentze, y supo que esa debía ser la metáfora que los impulsara a cumplir el objetivo que Calasso cifra en La marca del editor: «Hacer bien lo que antes se había hecho menos bien, y hacer por primera vez lo que antes había sido ignorado». Volver a la vida, a los libros. Una vez Bazlen le había dicho a Calasso que entre los diversos caminos vitales posibles estaba aquel que, partiendo de los libros, requería volver a ellos.
El camino del editor
Para Calasso, la senda de la edición comienza en Aldo Manuzio (1449-1515), al que se considera el padre del libro moderno. A principios del siglo XVI, publicó a Sófocles en un formato que definió como parva forma, precedente del libro de bolsillo a cuyo ahorro de espacio contribuyó su uso pionero de la tipografía itálica —la bastardilla o cursiva de hoy—. Lo cuenta Calasso en La marca del editor, un libro que se suma a una larga tradición de estudios y memorias sobre el oficio. En Autores, libros, aventuras, dice Kurt Wolff que un atractivo especial de la profesión es que no puede aprenderse. Mario Muchnik, en Oficio editor, cita a Elio Vittorini cuando dijo que se debía decidir si se harían libros de consolación o de provocación. Hacer libros que tengan consecuencias es el propósito expresado por Siegfried Unseld en El autor y su editor; que sean, como los definió Kafka, «el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». En Shakespeare and Company, Sylvia Beach dice que elegir libros para la gente es tan difícil como buscarles zapatos. Walter Hines Page define la suya como la profesión menos rentable exceptuando la predicación y la enseñanza, de las que tiene algo, en Confesiones de un editor. Jason Epstein cuenta en La industria del libro que en sus comienzos se veía como un misionero queriendo contagiar al mundo su euforia por la literatura.
Jorge Herralde también ha dicho lo suyo en varios libros durante los últimos años: desde Opiniones mohicanas (2001) a Un día en la vida de un editor (2019) y el reciente Para Roberto Calasso (2022), que él mismo ha coordinado además de escribir tres textos. Herralde, que tuvo una amistad de medio siglo con Calasso y que ha publicado en Anagrama toda su obra como autor, destaca de su labor como director de Adelphi «la renuncia a lo actual, a lo visible estentóreamente, a los títulos que pregonan los scouts y los agentes literarios». Recuerda el editor barcelonés que junto con Roger Straus trataba de explicarse por qué su trabajo les resultaba divertido, pese a todo, y su colega italiano les dio la clave: «Si nuestra vida de editores no nos ofrece suficientes ocasiones para reír, eso significa solo que no es suficientemente seria», dejó escrito. Calassísimo, como dice Herralde que lo llamaban con «zumbona admiración», iba tan en serio que muy pronto recibió el mayor de los cumplidos para un editor, cuando Theodor Adorno dijo, tras conocerlo: «Este Roberto no solo ha leído todos los libros que he escrito sino también los que todavía no he escrito». La virtud de la anticipación, el olfato visionario.
Pero Herralde invoca también a voces vivas en su laudatorio de Calasso. El venezolano Gustavo Guerrero, consejero de Gallimard, aplaude su espíritu de mediador cultural y que hiciera de la edición un arte tan exigente como el de la escritura. El argentino Edgardo Dobry, su traductor habitual, habla sobre la relación del italiano con lo divino y nos hace pensar que la confianza en algo más allá de lo humano —lo trascendente: el misterio— es crucial para entender de lo que es capaz un libro. La francesa Yasmina Reza, otra adelphiana, cuenta que a Calasso la unía su primer amor literario, la Emily Brontë de Cumbres borrascosas, junto con «una risa inefable, de complicidad íntima». Su colega y compatriota Carlo Feltrinelli, además de atribuirle un canon alternativo en la edición internacional, destaca de él su «maniática» forma de entender la profesión y su «simbiótica» relación con el catálogo editorial. Basilio Baltasar, que en 2021 lo había incluido en el comité de honor de la Fundación Formentor, encumbra a Calasso como «arqueólogo de las imágenes perdidas» y «el intérprete que cada generación necesita» de la memoria cultural.
Justamente se incluye también en este librito encomiástico la transcripción de su discurso de recepción del Premio Formentor de las Letras en 2016, en el que Calasso habla de la conquista del precepto «todo puede ser considerado literatura», cuya maestría atribuye a Borges, primer premiado de este certamen —junto con Beckett— en 1961. Diagnostica desde entonces una «fase de latencia» en la literatura, y cita a Sainte-Beuve para advertir sobre el daño de la entrada de la publicidad en las letras. No era para nada catastrofista el editor florentino, pero sin duda asistió, con cierta impotencia, a la declinación de una época, aquella en la que los libros tenían tanto que decir. La periodista y escritora Guia Soncini dice que la muerte de Calasso es la tragedia cultural que archiva definitivamente el Novecento, el siglo XX.
Puestos a elucubrar sobre quiénes se pudieran alegrar o no les pudiera importar menos su deceso, creo que solo será gente que detesta la literatura o que en realidad no la ama tanto. Nos referimos al hecho literario en sí mismo, al margen de otras consideraciones. Aquello que nos queda si le quitamos a una editorial su agenda o su discurso: la célebre forma calassiana. Ella fue, según dijo, su único compromiso y lo que perdimos aquel 28 de julio que parece ya un pariente lejano. Otro mundo, anterior a este año I d. C.
Es ley de vida. La progreíia mata a quienes se le oponen. Sean nazis, sociatas, comunistas o fachas son lo mismo.. No en vano el partido de los nazis se llamaba Partido Nacional Socialista Obrero Alemán y Mussolini estuvo afiliado 14 años en el Partido Socialista Italiano, donde aprendió todas las maldades que luego puso en práctica. Y socialistas eran Sadam Hussein y Gadafi. Y los de todos los tiranos populistas dexEuropa y de Sudamérica.