Llegar hasta el poema va a ser duro. En el camino visitaremos tres hospitales y alguna biblioteca.
Philip Larkin, uno de los grandes poetas en inglés del siglo XX, era, fue, bibliotecario. Sí, lo sé, han pensado en Borges. Bueno, a veces pasa. Antes Larkin también había sido conductor, cocinero y peón de obra. Pero sobre todo fue bibliotecario; Wellington, Leicester, Belfast, y finalmente Hull. Fue allí donde vivió y trabajó los treinta últimos años de su vida después de recorrer el reino de biblioteca en biblioteca. Una ciudad pequeña y olvidada al noreste de Inglaterra, una ciudad que le dio la posibilidad de tener una rutina, una rutina vital y una rutina económica. Suficiente para poder dedicar sus horas libres a revolucionar la literatura inglesa e influenciar otras literaturas. Su poesía es sencilla de leer y, cosa poco corriente, regala más de lo que exige al lector. Larkin decidió que la pesada carga de T. S. Eliot, el gigante de la poesía en lengua inglesa de su siglo, no era para sus hombros, que el simbolismo, la metafísica y la épica no se correspondían con su experiencia vital. Dejó esa pesada piedra sobre los hombros de otros y decidió escribir pequeño, humilde. Desde una pequeña habitación en una pequeña ciudad, decidió hablar de lo cotidiano. De la luz en las cortinas, de desayunos fríos, de grandes almacenes, de follar, de rebajas. En tonos grises y sin mucha luz, iluminó una poesía de la experiencia que retrataba lo cotidiano, lo ordinario; a usted y a mí. Los lectores tardamos casi una década en entender lo que estaba haciendo, en abandonar la épica y mirar en nuestras vidas. A veces cuesta orientarse en la penumbra.
«La verdad es que me da igual dónde viva; siempre y cuando pueda satisfacer unas pocas y simples necesidades —paz, silencio, no pasar frío—, me da igual dónde esté». Pero no estaba solo. En la larga posguerra, otros jóvenes airados, desencantados con el país que habían heredado, dejaron de lado todo lo que detestaban de ese país en su prosa, poesía y teatro; la pretenciosidad metafísica, la religiosidad victoriana, el éxtasis romántico y la complejidad verbal. Los jóvenes, ya se sabe.
En poesía este grupo fue bautizado como «The Movement» y comenzaron a rebajar el tono para hablar de experiencias comunes de nuestro día a día. En el caso de Larkin siempre con una sensación de desapego, y es que una clara sensación de soledad, de aislamiento, recorre toda su obra. Una sensación que acarreaba desde la infancia, ya que fue hijo de clase media de un matrimonio que no se soportaba. Lo han leído antes: todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera. Quizá por eso, sus poemas transmiten una especie de desarraigo y desarticulación social entre el personaje principal y el poema. En definitiva, en sus poemas hay bastantes grises, mucho blanco y negro, y también ambulancias, muertes, médicos y hospitales.
Los hospitales, lo han leído antes: todos los hospitales felices se parecen unos a otros, pero cada hospital infeliz lo es a su manera. Yo me encuentro en el de Bilbao, junto a la cama de mi madre. Después de setenta y dos horas en un box de urgencias, hemos pasado a una bonita habitación en el edificio de respiratorio con vistas a un jardín con palmeras indianas repletas de estorninos. Hemos pasado a cuidados paliativos. Mientras dormita, leo junto a su cama. Leo una antología de Larkin. Una lectura un poco excesiva, tal vez, pero yo, como el pez pulmonado cuando llega la estación seca, me entierro en el lodo. Formando cámaras a treinta o cuarenta centímetros bajo tierra, dejando un par de huecos para respirar.
Curiosamente, la paradoja en la obra de Philip Larkin es que busca que el lector experimente la misma sensación que la figura central del poema. Una paradoja donde siempre se encuentra esta oscura y aislada figura, pero, por otro lado, también la necesidad de que otro —el lector— sienta lo mismo, de que perciba las mismas experiencias, lo que termina por generar una idea de compartir, de colectividad, de empatía incluso en sus más lúgubres poemas. Y funciona. Leyendo en esa habitación de hospital, me quedo atascado en un poema: «Días». La derrotada atmósfera de la habitación conecta directamente con la derrotada atmósfera del poema. En esos versos encuentro unas palabras que me contextualizan y me identifican en ese momento. Siendo un viejo hijo bastardo de esta era posmoderna, fotografío el poema con mi móvil y lo pongo como imagen de perfil, de todos los ciberavatares del mundo tenías que llegar a este. Mis días continúan en su rutina de comer, hospital, dormir y leer a Larkin hasta que en un atardecer lleno de estorninos, me llega al móvil un audio de Zuriñe, alguien en las antípodas de Philip Larkin, que me habla de Miriam Toews, una escritora canadiense, y su libro Pequeñas desgracias sin importancia, donde relata a modo de autoficción su lucha contra los intentos de suicidio de su hermana. Después, envía otro largo audio que al comenzar a escucharlo me doy cuenta de que es una narración. En un hospital de Winnipeg, Canadá, dos hermanas y una madre conversan. Lo extraordinario del audio es que en el libro aparece el mismo poema que yo estaba usando como perfil.
Un pastor de la vieja iglesia menonita de East Village había venido al hospital a ver a mi hermana cuando no estábamos ni mi madre ni yo. No sabíamos cómo pero había conseguido pasar más allá del puesto de las enfermeras, seguramente con su labia. Se había enterado, es probable que gracias a la familia de triunfadores de la sala de espera, de que mi hermana estaba ingresada. Le había dicho que si dedicase su vida a Dios, no sentiría ningún dolor. Que tendría ganas de vivir. Y que negar eso era un pecado atroz. ¿Podían rezar juntos por su alma?
¡Qué fuerte!, exclamé. ¡Sus muertos!
Elf está furiosa, me contó mi madre mirando directamente a mi hermana. ¿No es verdad? Mi madre estaba sentada justo en el camino de un haz de sol que entraba por la ventana enrejada, rodeada por una aureola dorada que irradiaba también calor. Quería que mi hermana diera rienda suelta a su rabia, que utilizara sus prodigiosos poderes verbales para hacer trizas a aquel mamarracho, aunque se hubiera ido ya.
¿Y qué has hecho?, le pregunté a Elf. Espero que le hayas mandado a tomar por culo. Tendrías que haberte puesto a gritar que te estaban violando.
Yoli, me reprendió mi madre.
No, es que es verdad, repliqué.
Le recité un poema.
¿Cómo? ¿Un poema? ¡Tendrías que haberlo estrangulado con las medias!
Philip Larkin. No tengo medias. Me las han quitado.
¿Nos lo quieres recitar?, le preguntó mi madre. Mi hermana refunfuñó por lo bajo y negó con la cabeza.
Venga, anda, Elf, yo quiero oírlo, le insistí. ¿Ha sabido que era de Larkin?
¿Tú estás loca o qué?, me dijo mi madre.
«¿Para qué sirven los días?», preguntó Elf.
¿En qué sentido?, pregunté.
«Los días son donde vivimos».
¿Cómo?
Yoli, me dijo mi madre, calla, que es el poema. Déjale que lo recite de una vez.
«Vienen y nos despiertan, una y otra vez.
Están para nuestra felicidad.
¿Dónde vivir, si no en los días?».
Está guapo, sí, dije. Me gusta.
Yoli, por lo que más quieras, que tiene otra estrofa. Calla y escucha. Sigue, Elf.
«Ah, para resolver esa cuestión
el médico y el cura
Se ponen sus largos abrigos
y con prisas recorren los campos».
Hum, dije. Bueno, ahí lo lleva. ¿Y qué te dijo a eso?
Nada.
Explícale por qué nada, intervino mi madre. Que estaba temblando como en los viejos tiempos. Se tapó la boca.
Porque para cuando terminé de recitarlo me había quitado toda la ropa, contó mi hermana.
Le faltó tiempo para irse, contó mi madre.
¡Ostras! ¡Qué loco!, dije. ¡Qué fuerte, qué puta pasada!
Estaba intentando ser como tú, dijo mi hermana. No tenía otra cosa.
¡Qué dices!, pero si eso es lo más tú. Eres lo máximo. ¡Qué putada pasada!
Yoli, dijo mi madre. Ya está bien de palabrotas, por favor. Ahora entiendo de dónde les vienen a Will y a Nora.
Un estriptis con un poema de Larkin, seguí. ¡Qué puta maravilla!
Así que una mujer de cincuenta años, criada cristiana anabaptista de la rama menonita y nacida en Steinbach, un pueblito de Canadá, utilizaba el mismo poema poco conocido de Larkin para hablarnos de vidas y hospitales, de las preguntas grandes que nos hacemos cuando más pequeños nos sentimos. Ella había encontrado esa emoción en otras páginas y ahora añadía ese texto a su texto. Otra ficción en su autoficción. Otra belleza, otra desdicha que explique la propia. Su elección era también mi elección. Su poema era el mío.
Ya estamos en casa, en casa de mi madre. Está tumbada en la cama, con los ojos cerrados acaricia a mi perra que se ha subido junto a ella, suavemente mueve el tubo de plástico de su respirador para que no le moleste a la perra, que también respira con dificultad mientras sueña. Los pulmones de mi madre se han vuelto su enemigo y han decidido secarse. También han llegado los resultados de la biopsia de la perra; cáncer, un tumor maligno y superagresivo que está devorando su hocico por dentro. Las dos están en paliativos, dos hembras moribundas haciéndose compañía. Las dejo de mirar y me giro hacia la ventana. Es una casa de ventanas altas. Me pregunto cuándo diré sus nombres en alto por última vez; Ama, Odo.
También la madre de Larkin tenía cáncer. En 1977, justo antes de nochebuena, publica «Alborada», uno de sus últimos poemas, en el Times Literary Supplement. Será su último gran poema. Lo comenzó a escribir en 1974, pero se quedó en un cajón hasta que la muerte por cáncer de su madre le hizo volver a él y terminarlo. La mayoría de las cosas quizá jamás ocurran: esta sí.
Frente al dolor y la desazón, Philip Larkin desmonta los antiguos consuelos de la religión y de la lógica de no temer algo que no vas a poder sentir. De hecho, es la propia pérdida del sentir, de la solidaridad humana, de la empatía y de todas las experiencias sensoriales lo que es para el poeta lo más alarmante de la muerte. Hay 6742 kilómetros entre el hospital de Winnipeg y el hospital de Bilbao, hay cincuenta años entre la publicación del poema «Días» y su aparición en Pequeñas desgracias sin importancia —el poema se publicó el mismo año que Miriam Toews nacía—, hay ocho años más hasta que yo lo muestre al cibermundo como identidad transitoria. De alguna manera, esa experiencia se ha preservado y no solo conecta dos hospitales y a Larkin con sus lectores, sino que, medio siglo más tarde, conecta a los lectores entre ellos. Conecta a una mujer triste con un hombre asustado. «Nunca he pretendido entender plenamente cómo o por qué escribo poesía; me parece una destreza que se puede dañar fácilmente por la consciencia de uno mismo, y la teoría poética no es de mucha ayuda si entorpece al poeta. Si debo explicarlo, creo que sería la única reacción posible a una experiencia en particular, una sensación de que eres el único que ha percibido algo, algo especialmente bello o triste o significativo. Después, sigue una sensación de responsabilidad, responsabilidad hacia este algo extraordinario que a través de un artefacto verbal active la misma experiencia en otra gente de tal manera que ellos, también, puedan sentir cuán bello, cuán significativo, cuán triste y entonces la experiencia será preservada».
Exacto, Philip.
Entre el hospital de Toews en Winnipeg y el hospital de Hull hay 6125 kilómetros. Entre la casa de mi madre en Bilbao y el hospital de Hull hay 1181 kilómetros. En ese hospital moría en diciembre de 1985, a los sesenta y tres años, Philip Larkin. Cáncer de esófago. How beautiful, how significant, how sad and the experience will be preserved. Y preservaremos la experiencia, bella, significativa, triste. Eso hacemos.
Porque la literatura honesta, como la de Larkin, pese a todo, está construida de pura vida.
Días
¿Para qué sirven los días?
Los días son donde vivimos.
Vienen y nos despiertan
una y otra vez.
Están para nuestra felicidad.
¿Dónde vivir, sino en los días?
Ah, para resolver esa cuestión
el médico y el cura
se ponen sus largos abrigos
y con prisas recorren los campos.
«Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». No sé, pero me parece tan arbitrario como: «Todas las familias infelices se parecen unas a otras, pero cada familia feliz lo es a su manera». Qué cansancio.
Puede que tenga razón, pero la primera opción es con la que Tolstói decidió comenzar Ana Karenina. De ahí su inclusión y no la que usted propone. Gracias por leer el artículo.
Lo sé, lo sé… Mi cansancio no era producido por usted (creo) sino por Tolstói. No hay de qué, el artículo me ha parecido espléndido.
Tolstói puede ser un poco cansino a veces, pero vale la pena el esfuerzo. En cuanto a la frase que te fatiga, compárala con esta otra: «Hay una sola manera de estar sano, pero muchas maneras distintas de estar enfermo». No son equivalentes, pero el paralelismo es claro.
Motivos por los que una familia puede ser infeliz. A bote pronto:
Un padre que pega a su madre y/o maltrata a sus hijos.
Problemas económicos de todo tipo (un despido laboral, una familia mileurista que vive al límite…)
Un hijo que está enganchado a las drogas.
Un miembro de la familia que se gasta todo el dinero en máquinas recreativas.
Enfermedad incurable de uno de los miembros de la familia.
Hay un narcopiso debajo de la vivienda familiar y es insoportable aguantar al matón que dirige el negocio.
Un miembro de la familia que tiene tendencias suicidas.
Ya no sigo. Parece que hay muchas formas de que una familia padezca por diversas penurias de la vida.
¿Es posible que la familia sea feliz con alguno de estos problemas? Pues es posible. Pero es muy difícil.
Por el contrario todas las familias felices suelen tener sus necesidades económicas y afectivas satisfechas (al menos hasta un determinado nivel), viven en un entorno saludable y seguro y no ven obstáculos para el desarrollo personal de sus miembros.
Así que sí. Para mí la frase de Tolstoi tiene todo el sentido del mundo.
Y el autor del artículo que no reclama la autoría de la cita quizá debería de defender su inclusión. Se me ha ocurrido pensar. O quizá estoy equivocado y lo importante es colar una frase conocida aunque su sentido sea dudoso.
En fín.
El autor del artículo tiene clara su posición sobre el sentido de la frase, de ahí su inclusión. Pero existen tantas interpretaciones como lectores. No creo que la importancia sea colar una frase conocida, la importancia reside, en este texto, en su revisión en el siguiente parrafo. Hay, de hecho, alguna otra metareferencia en el artículo cuya importancia no es ser reconocida sino que conecte textos que es una de las ideas pilar del artículo. Su apodo viene del show infantil o del grupo lomdinense?
El poema es hermoso, aunque el final no lo pillo bien: parece hablar de la vida y pasa a la muerte en ciernes, faena para médicos y curas.
La famosa frase de Tolstói es muy redonda; pero, según mi experiencia, la mayoría de las familias no son ni especialmente felices ni infelices: alegrías, desgracias, muertes más o menos trágicas, nacimientos. Los días pasan.
La citada frase es un plagio de Aristóteles. Tolstoi comenzó a aprender griego y cuando topó con la «Ilíada» dijo que «Hasta que no leí la Ilíada no supe que era la literatura». Después comenzó a leer la «Ética a Nicómaco» y comenzó Anna Karenina parafraseando un fragmento en el que el estagirita dice: «lo bueno lo es de un único modo y los malos, de cualquiera». No sé muy bien que pinta a propósito de Larkin, pero en fin. Licencias poéticas del comentarista.
Por otro lado, traducir la poesía es como poner bragas a un caballo. Los poetas de hoy en día parecen todos traducidos de lo libres que son sus rimas…
Maravilla de artículo. Voy a empezar en breve con Larkin en su faceta novelística con Jill.
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