Se habrán percatado en alguna ocasión de que, al contrario de lo que sucede en otras disciplinas, uno puede haber terminado sus estudios reglados en filosofía y no por ello ser filósofo. No hay vía administrativa que certifique tal condición, como el jurista, que pasa a ser abogado al colegiarse. No hay residencias, ni siquiera prácticas… Claro que, de haberlas, tampoco asegurarían nuestro puesto entre los filósofos. Si acaso, se podría pertenecer al grupo de los que Unamuno llamó «profesionales del pensamiento».
Ser filósofo es una forma de estar en el mundo, de contemplarlo buscando entenderlo, esperando, luego, encontrar las palabras justas para compartir esa mirada, para devolver el reflejo que se nos había dado en préstamo.
Norbert Bilbeny (Barcelona, 1953) es filósofo, además de catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona y autor de una cantidad encomiable de ensayos y artículos de opinión. Basta con echar un vistazo a un párrafo de algo escrito por él para darse cuenta de lo amplia que es su mirada, y lo fuerte que es su voluntad de hacerse (y hacernos) entender. Y eso es una virtud filosófica y ética.
El pasado mes de diciembre hablamos con el filósofo durante las Conversaciones 50 Anagrama, uno de los espacios dedicados al encuentro con autores en la quinta edición del Bookstock. Nos adentramos en su publicación más reciente, Moral Barroca (Anagrama, 2022), pero también, empapados por el ambiente del festival y la calidez del auditorio que nos acogía, hablamos de música y otros libros. Pero sobre todo de filosofía, claro.
¿En qué momento, o a consecuencia de qué similitud, encuentras esta relación clara entre Barroco y contemporaneidad?
Porque estamos en un tiempo de ortodoxias, de lo correcto, lo que hay que pensar, lo que es oportuno decir. En los años 60, 70, en el Partido Comunista y otros grupos de izquierda marxista se decía que había que estar en la línea correcta, no apartarse de esa línea… Pues eso de estar en «lo correcto» parece que vuelve, que ya ha vuelto, no sé si para quedarse. La corrección. Yo soy muy favorable al lenguaje de lo políticamente correcto, para no despreciar ni marginar a minorías, a condiciones de género, de grupos raciales, de etnia o cultura… En principio, soy partidario de la corrección política a la hora de hablar para no herir ni discriminar, para no ser injusto o falto de equidad, pero hay algunas formas de corrección que ya nos saturan, que hasta te impiden hablar de algún modo. Tienes que ir con mucho tiento.
Y estamos en una época de ortodoxias, como en el siglo XVII: el golpe que representó en el XVI y en el XVII el protestantismo de Lutero, el golpe que representa contra la Iglesia, contra el cristianismo, y esa reacción llamada la Contrarreforma, la reacción de Roma y de los países católicos contra la lectura directa de la Biblia y la importancia de la conciencia, etcétera. Entonces, ¿qué ocurría? ¿Qué ocurría con la Virgen María? ¿Qué ocurría con la comunión? ¿Qué ocurría con los santos? Todo eso desaparecía, es decir, fue un golpe terrible, como a raíz del 11 de septiembre del 2001 la caída de las Torres Gemelas y el terrorismo islamista, un golpe tremendo. Fue un mazazo en la mentalidad europea que provocó esa vuelta a una ortodoxia desaforada que hasta impidió que estudiantes españoles fueran a estudiar a universidades fuera de España. Hasta este punto había llegado la ortodoxia católica. Era una ortodoxia imperial, la del imperio y el papado, el rey y los obispos, los cardenales… Formaban, digamos, un mismo paquete ideológico e institucional que hacía muy difícil separar un poder de otro.
El siglo XVII fue un tiempo de ortodoxias imperiales y vuelve a ser el nuestro otro también de lo mismo, de ortodoxias imperiales. Nuevos autoritarismos, nuevos imperios, nueva ortodoxia… estar en la línea correcta.
También es un tiempo de nuevas soledades, como aparece en el subtítulo de Moral barroca: pasado y presente de una gran soledad. Me pregunto si es posible escapar de los condicionantes propios de la época, porque, tal y como explicas en el libro, estamos de algún modo forzados a estar solos, a ser solitarios. Todo ese ideal del self-made man, de la autosuficiencia…
Hablando contigo, antes de la entrevista, nos hemos descubierto como admiradores de los Beatles. Me gusta la música clásica, pero no puedo dejar de recordar y de admirar el álbum del Sgt. Pepper’s… Con el tiempo he visto que es una portada muy barroca. Y la música también, muy barroca. En ese álbum, los Fabulosos Cuatro se autodenominan como la «banda de los corazones solitarios». Pues bien, estamos en un tiempo Beatles, de corazones solitarios, de soledad.
Yo soy profesor y, una parte por lo que adivino, y otra por lo que me cuentan algunos estudiantes, viven muchos en un tiempo de soledad. Como dice Góngora: «de mis soledades vengo, a mis soledades voy». Vamos directos a esa banda de corazones solitarios de los internautas y red-dependientes de hoy.
Entonces, ¿ya estábamos dentro del modelo de moral barroca en el siglo pasado? Era algo que venía sospechando desde que leí el ensayo que te hizo ganador del Premio de Ensayo Anagrama en 1997, La revolución en la ética, el cual me pareció sorprendentemente actual porque muchas de las situaciones que posteriormente se han ido asentando ya estaban perfiladas ahí.
El libro se subtitula (disculpen, no quiero hacer propaganda, pero ya que lo has mencionado, por alusiones) Hábitos y creencias en la sociedad digital. Yo creo que eso está cambiando nuestra mentalidad moral y política. Que hábitos y creencias están cambiando porque cada vez nos comunicamos más de manera distal, a distancia, y menos de manera presencial. Esta distancia que fue característica también de una época de calamidades y soledades, como fue el siglo XVII.
Pues en aquel año 97, cuando lo publiqué, ya con la sociedad y la tecnología digital de hoy, se iba apuntando, y claramente, hacia esta sociedad de individuos solitarios que conectan mucho, pero contactan poco.
Ese libro, La revolución en la ética, lo escribí a raíz de una experiencia con mi hijo, cuando era un niño. Acababa de dormirse en su camita, me acerqué y le tomé la mano, esa manita del niño que duerme tranquilo, la mano suave, calentita… y caí en la importancia del tacto.
El tacto es el sentido corporal que tenemos más desarrollado. No tendremos los instintos que tienen el resto de especies animales, no tendremos su capacidad de visión, de olfato, de oído, pero el tacto lo tenemos muy desarrollado. Ahora sobre todo lo tenemos desarrollado con las máquinas digitales, porque la digitalización es tacto también.
Entonces, al tomarle la mano, reflexioné sobre la importancia del tacto, pero también pensé ¿qué nos está sucediendo en nuestra sociedad que hay cada vez menos tacto?
Se va perdiendo el tacto, el contacto, y la mirada también se pierde.
Antes, los alumnos venían a visitarnos en las horas de despacho, para consultarnos sobre los exámenes, los horarios, las notas… Y cada semana recibíamos media docena de visitas aproximadamente. Ahora ya no te viene nadie al despacho. Te escriben, eso sí, en pleno fin de semana y casi esperando una respuesta rápida, y te piden una tutoría, como se dice ahora. Académicamente la palabra es acertada: es una tutoría, pero ya no es esa relación presencial, viva, vivificante. Porque la enseñanza, la pedagogía, son vivificantes o casi no son nada. Eso se va perdiendo.
En el tacto y la mirada hay una doble relación, la de espacialidad y temporalidad, y creo que eso, el contacto, en definitiva, se va perdiendo. El siglo XVII también era un siglo de vacíos de tacto y de mirada.
En el siglo XVII, por lo menos, tenían una certeza —que nosotros deberíamos haber aprendido después de la pandemia; que se supone que habíamos aprendido— que es la de la muerte. Tenían muy claro que lo único cierto en la vida era que te ibas a morir. Me llama la atención esa relación con la portada, esa calavera recubierta de diamantes realizada por Damien Hirst, como si ahora nos relacionásemos con la muerte de manera más despreocupada. ¿Hemos llegado a perder la certeza del Barroco?
Pues yo creo que hay un paralelismo muy claro y hasta una coincidencia. Quizá sea una concomitancia, solamente, pero yo creo que hay una coincidencia en ese rehuir la muerte. El miedo a la muerte, el rehuirla, ignorarla, tratar de ahuyentarla como sea. Eso lo vemos en el teatro del Barroco, en los sonetos, en las pinturas, en la importancia, por ejemplo, de la calavera y la «vanitas»… En todas partes estaba el miedo a la muerte, porque el siglo XVII fue un siglo de calamidades, en toda Europa, pero sobre todo en España, que iba perdiendo fuelle por todas partes, con una tremenda inflación, con la persecución de los moriscos, con las pestes, con la decadencia de la monarquía, del imperio. Era un siglo de absolutismo. El rey era el representante de Dios en la tierra. Y un siglo de inquisición, terrible. Y a pesar de ello, de ser un siglo tan malo en este sentido humano, fue un siglo brillante en su producción literaria, artística, filosófica y científica. Portentoso. De los mejores siglos (por lo menos de la cultura occidental) que ha tenido la historia, por otra parte, un siglo tan macabro en ciertos aspectos.
Y esta portada, a la que te refieres… A mí la editorial me pasó varias opciones para ver qué me parecían. Me pasaron como cuatro o cinco opciones. La mayoría eran muy coloreadas, rococó. Y cuando vi esta, al final, dije «esto, esto es el Barroco, es el miedo a la muerte». Pero esa muerte que a la vez es objeto: objeto artístico, objeto literario para el siglo XVII, y que lo es también para nosotros, pero de otros modos.
Esa atracción de la muerte… Desgraciadamente, yo sé que en clase no puedo hablar como profesor de ética del suicidio, porque en cuanto lo hago, paran rápidamente la atención y los ojos se ponen como platos, prestan oídos. Otras cosas que les digo no les interesa, pero si sale a colación la cuestión de la muerte y del suicidio, todos están atentos, y algunos me piden a la salida de clase si puedo darles más información o más nombres de autores. Yo les digo que, bueno, con cuidado. Esa atracción por el suicidio, por la muerte, por herirse… Es decir, vuelve a cabalgar ese aspecto de la muerte, y de una forma metafórica, no tanto como muerte física. La muerte como metáfora, porque en este siglo XXI hay una muerte muy destacable y es la muerte de la idea de progreso.
Una de las víctimas, yo creo que la principal víctima intelectual de nuestra época, es la muerte de la idea del progreso. No creer que progresamos, que todo está ahí estático; vivimos en la precariedad, y el futuro… ya se verá. Eso también ocurrió en el siglo XVII, que fue un siglo como una especie de puente colgante, entre el XVI, el del Renacimiento, riquísimo también en España, y el XVIII, igualmente tan rico en España y en el resto de Europa. En cambio, el XVII es un siglo pesimista, en que no hay futuro, en que no se piensa en el futuro. Sin idea de progreso, ni tampoco utopías. Hay lamentos, hay nostalgias: tenemos al mismo Cervantes, con la nostalgia de la época de las caballerías, de la honradez. Es una ética renacentista todavía la de Cervantes, un espíritu liberal, irónico, mundano, pero eso desaparece en el siglo XVII. Todo se queda encogido y encerrado en esta concha de caracol que es la inteligencia del XVII. Y era una época sin idea del progreso, como la nuestra, al contrario que en el siglo XX.
Hoy en día alguien se presenta como progresista y uno se pregunta ¿en qué cree usted? A veces digo, bueno, pero sí hay progreso en tecnología, porque en tecnología sin duda hay progreso si lo entendemos como una suma de ventajas mayor que la de desventajas en la comunicación, en la vida a través de medios técnicos. A veces digo que hay progreso también en ciencia, y mis colegas científicos me dicen que no hay tanto progreso como en tecnología, que están más bien estancados, que ya no es como en el siglo pasado, con la física cuántica, con la genética, la biotecnología, etcétera.
Es como una época de estancamiento, por eso creo que la primera víctima intelectual de nuestro tiempo es la idea de progreso. Que ocurrió también, queda claro, en el siglo XVII, que es un siglo distópico.
Parece que estamos suspensos entre un pasado que no nos interesa y un futuro en el que no creemos y que, desde ahí, las posibilidades de acción parecen reducirse a: o bien, que caigamos en la deconstrucción al estilo Ferrán Adrià, o que estemos siempre creándonos y recreándonos, sin poder llegar a donde queremos.
Pues sí, además parece que no hay nostalgia de nada, no tenemos una voluntad de regreso al pasado, de resucitar ideologías, maneras de hacer, de ver el mundo del pasado. Estamos en un mundo desencantado y desencantador, y no hay nostalgia del pasado, como ya ocurrió en el siglo XVII. Cervantes tenía nostalgia del Renacimiento, porque es medio barroco y medio renacentista, pero ya en pleno siglo XVII no hay nostalgia del pasado, ni deseo de futuro, ni premonición.
Yo creo que estamos en una época muy parecida a entonces, porque no tenemos nostalgia de lo que pudo haber ocurrido en el XIX y en el XX. Se habla hoy del fascismo, que vuelven los fascistas… Bueno, es otra cosa. Hay ciertas concomitancias o correlatos con actitudes del llamado fascismo, pero no vamos a quitarle importancia a los fascismos del siglo XX diciendo que conductas autoritarias, muy impropias e indeseables, son fascistas. La verdad es que no nos cuesta mucho acusarlas de fascismo, pero no son como las del siglo XX, que eran totalitarias, con unas categorías y unas formas de hacer que no son las actuales. Hoy el fascismo se puede presentar de manera democrática también, defendiendo el parlamento. Aunque no sé lo que duraría eso…
¿Cuánto más se puede permanecer en este estado en el que estamos ahora? Me refiero, antes de que se busquen las certezas en los lugares que las imponen, como —justamente— los movimientos totalitarios o en la exaltación religiosa.
Cuando Carrero Blanco fue asesinado, Franco dijo a la viuda de Carrero: «Consuélese, que no hay mal que por bien no venga». Y todavía nos preguntamos qué quiso decir Franco con eso.
Pues, bueno, estamos en una época en que quizás no hay mal que por bien no venga. Si no tenemos ni nostalgia del pasado ni nostalgia o ilusión de futuro, ¡pues puede que no esté tan mal! Puede que nos encontremos en una especie de punto cero para evitar caer en los errores y los ilusionismos del pasado, evitando también las ilusiones que nos podrían llevar a la desesperación en el futuro. Quizás no está mal que sea esta una época parecida a un emparedado, entre dos tiempos que no importan, y ahora en el presentismo absoluto, permíteme la exageración.
Quizá esto sea bueno para empezar a pensar más en serio y radicalmente las posibilidades del futuro. Y que no esté mal que se pueda escapar tanto de las nostalgias como de las utopías.
Pero si predomina un desinterés por conocer la realidad (como le pasaba también al individuo del seiscientos), ¿podemos llegar a pensarla con vistas a una transformación en el futuro o simplemente se mutila?
El metaverso, ¿no? Y vivir a través de las pantallas, vivir ya en la pantalla, aparecer en la pantalla, hacer de nuestra vida una aparición constante en una u otra pantalla, pequeña o grande, la vida escénica. Entonces no existían las pantallas, pero existía el teatro, que venía a ser el escenario, la gran pantalla, un escenario de ingenio y de sueño. El teatro permitía el ingenio, por una parte, y la ensoñación por otra. El público se entregaba a la obra de teatro. Pero hay esa similitud, esa posibilidad de compararnos entre el XVII y la época actual en cuanto a lo escénico, en cuanto a vivir fuera de la realidad, en cuanto a que no nos gusta la realidad… Incluso una llamada telefónica, la realidad de una llamada telefónica, para muchos eso es algo muy incómodo. Se prefiere el WhatsApp o dejar el mensaje… pero hablar por teléfono, que te oigan directamente la voz y tener que improvisar y que se creen silencios… Eso puede ser tremendo. Yo sé que eso existe, pero para mí es poco comprensible.
Creo que hay un miedo a la realidad. Quizá la situación actual lo propicia. Ese miedo a la realidad y esa huida, esa huida hacia un mundo irreal, con la ensoñación… El siglo XVII es un siglo de sueños, con Quevedo, y acaba en un sueño, en el mismo Calderón con La vida es sueño. Calderón vive en ese tiempo de calamidades, y dice: la vida es un engaño, todo nos engaña, las apariencias, las formas, las imágenes que nos seducen, pero que están vacías…
¡La cueva de la nada, que decía Gracián! Todos los personajes en esta cueva son nada. Aquí, que han sido célebres, han sido ricos, han sido poderosos, son nada, es la cueva de la nada.
A veces enchufamos, ponemos el televisor, los programas, y hay quien dice que se ve algo, pero yo no veo nada. Digo, ¿qué ves ahí? «Están haciendo, no sé qué, una tertulia, chafardeando, el cotilleo…Estoy mirando este programa, es divertido». Digo, pero si no hacen nada. ¡Claro! Pero es que es la nada.
La vida es sueño, Calderón. El mundo es engañoso, hay que desengañarse. ¿Y cómo se desengaña Calderón? Pues viendo que la vida es sueño. El desengaño es darse cuenta después del engaño de la realidad, de lo que se vive, sufre, observa. Hay que desengañarse reconociendo que todo eso es un sueño, pero Calderón no quiere permanecer en este desengaño. Ni en el engaño ni en el desengaño. Prosigue. Da un paso más adelante. Quiere desengañarse. Quiere entrar en una vida más real, menos engañosa y menos desengañada. Y busca también la bondad, por lo menos vivamos lo bueno; por lo menos que triunfe la bondad, que triunfe la moral, la virtud. Y así lo dice.
Es una forma de despertar, porque lo que busca Calderón con eso es el despertar del desengaño. Despertar de ese desengaño que es otra forma de sueño también. La primera fase de este despertar es darle importancia a la moral. Darle importancia a la virtud, a la libertad, a la honradez, a la honra, algo tan barroco. ¡La honra!
Pero no tiene suficiente con ese primer tiempo del despertar y busca otro tiempo: el despertar religioso. La comunión cristiana, Cristo, Dios, la vida religiosa. Hay que recordar que Calderón era clérigo. Y ese es ya el último y coronado tiempo del despertar. ¿Cómo acaba pues ese despertar del desengaño para Calderón? Pues acaba que sigue huyendo de la realidad. Desconectando de la realidad. Porque le lleva a la comunión con Cristo. Le lleva hacia la experiencia del sacramento, la contemplación de Dios. Le lleva hacia un estadio místico de la experiencia humana.
Lo que nos permite alejar el sueño, la ensoñación, el teatro, la imaginaría de nuestra realidad cotidiana y de nuestra experiencia personal, es al final, dice Calderón, la religión. Pero eso es una huida también de la realidad, dicho con todos mis respetos. Eso es una huida también. El final de Calderón en La vida es sueño es un final místico. O sea, tampoco hay realidad ahí.
Si no hay una realidad tampoco habría una libertad. Dices en el libro que «a un individuo más preocupado por su seguridad que por su libertad, ¿qué margen de individualidad le queda?». Y lo que me pregunto es si esos miedos que nos conducen a una preocupación absoluta por nuestra seguridad se deben a una ensoñación, a una ilusión, como la del Barroco, de un exceso de libertad, que quizá pueda ser extraída de la experiencia virtual, que aparentemente es ilimitada; o, por el contrario, es un acto de resignación, porque, de todos modos, si esa libertad no está a nuestro alcance, ¿para qué preocuparnos por ella?
Bueno, todo eso que me dices es muy profundo. La libertad, nada menos que la libertad, que es nuestra condición humana. Si no eres libre, ¿qué eres? ¿Eres una planta, un mineral, un esclavo, un siervo?
Estamos en un tiempo de esclavitud voluntaria, de servidumbre voluntaria, como el libro de Montaigne, y también de su amigo La Boétie, del siglo XVI, El discurso sobre la servidumbre voluntaria. Estamos en una época de servidumbre voluntaria. Somos siervos de la tecnología y de esos útiles que, desde la tecnología, nos transmiten la manera en que hay que vivir, en que tenemos que comunicarnos, en que hay que sentir y pensar de nosotros mismos…
Pero el siglo XVII es muy importante, pienso yo, también para la idea y el sentimiento de libertad. Porque esos autores (iba a decir autoras, pero hay muy pocas… bueno, sor Juana Inés de la Cruz, que era mexicana, no estaba en España, pero era barroca), esos autores que sirven al Estado, sirven al rey, sirven al obispo, al cardenal… Están en esa relación de servicio, de dependencia, en buena medida de sumisión. Ellos sirven, pero no tienen una actitud servil, no son serviles. Tienen un espíritu libre, aunque no vivieron de forma libre. ¿Era libre Velázquez? Velázquez como aposentador, viviendo siempre tras los pasos de Felipe IV, ¿era libre a la hora de pintar? Siempre tenía que pintar por encargo, y pintar al monarca y a su familia. Pero su espíritu era libre, tan libre que, en Las Meninas, ¿cómo aparecen los reyes? Es el primer cuadro en que se retrata a los reyes al fondo de la tela, borrosos, insignificantes, en un espejito, allí… Casi se podría tomar como una burla ya en su momento. Velázquez era el aposentador, pertenecía a la burocracia y a la alta servidumbre del rey, pero era un espíritu libre, como Calderón, como Quevedo, como Gracián.
Gracián es un preludio de los librepensadores del XVIII, nada menos. Tengo mucho respeto intelectual y filosófico por Baltasar Gracián y su independencia, tanto de la corte, a la que rehuía, como incluso de la autoridad eclesiástica. Vivía en Calatayud y prefería continuar allí y no ir a la corte, ni a Madrid, ni a Valencia, ni a Barcelona. Se quedó en su Calatayud escribiendo.
Hay una idea y un sentimiento de libertad muy importante en el Barroco en el siglo XVII. No sé si existe tal sentimiento hoy. Supongo que sí, supongo. Ya la misma literatura, la filosofía, son expresión de libertad. Este mismo encuentro de hoy, aquí, lo es. Pero hay cosas que se están comiendo nuestra libertad y nuestras libertades.
Me referiré a la libertad en general, como la pérdida de la intimidad, la pérdida de la privacidad. Para mí eso es fundamental. Y no voy de liberal, ni mucho menos de neoliberal. Pero esta pérdida de la intimidad y de la privacidad está siendo un perjuicio —corrígeme si me equivoco— grande contra la idea y el sentimiento de libertad. Si dependemos cada vez más de las redes, de los aparatos, iba a decir de comunicación, pero a veces son de incomunicación; si nuestra vida está siendo constantemente vigilada, ¿dónde está nuestra libertad? Si hasta en familia o cuando nos reunimos con los amigos, el teléfono móvil está ahí presente y suena y lo responden y te interrumpen la conversación… Esa pérdida de intimidad, de privacidad, que interfiere y perjudica relaciones de pareja, de familia, de amistad, creo que está vulnerando también un sentimiento franco de libertad en el individuo.
¿Esa exposición constante puede conducirnos a la falta de reflexividad y, en último término, a rechazar el conocimiento? Ya pasó en el Barroco…
Sí, nosotros, como en el Barroco, nos preocupamos por el reconocimiento, queremos ser reconocidos, queremos que se nos valore, que se tenga en cuenta nuestra imagen. Si publicamos tantas fotos, tantas imágenes, si reivindicamos (y me parece muy bien) nuestra identidad, nuestros derechos, nuestra manera de hacer, hay ahí un apego noble y muy aceptable —déjamelo decir así— a lo que es el valor de cada uno de nosotros. Seguimos preocupados porque se nos reconozca.
En la ética actual ya se trata (Axel Honneth, entre otros) de la importancia del reconocimiento. Minorías, individuos, géneros, reconocer al otro. No solo hay que respetarle, y menos simplemente tolerarle. Además de tolerar al otro, además de respetarle, no basta con eso. Y no es poco, tolerar y respetar no es poco… Pero es que además de eso hay que reconocerle. Es decir, hay que ponerse en su mundo, en su situación, comprender de qué habla, quién habla, por qué habla. Y lo mismo con su acción, no solo con su discurso.
Una época, pues, la nuestra, de reconocimiento, por lo menos en teoría y, en cierta medida, también en la praxis política, en la participación política, en la vida social. Queremos que se nos reconozca lo que ha hecho cada uno, grande o pequeño, bueno o malo. Bueno, si es malo ya no lo queremos. Pero que se nos reconozca, como personas, lo que hacemos, lo que pretendemos.
Y el siglo XVII está hasta el borde de ansia de reconocimiento. Los mismos intelectuales queriendo pertenecer a las órdenes religiosas, la orden de Santiago, por ejemplo, de Calatrava, etcétera… El mismo Velázquez aparece en Las Meninas pintado con la cruz de Santiago. Esa importancia de ser reconocido, no solo de ser famoso —cosa muy actual, que ha venido para quedarse—; no solo de ser famoso, sino de ser reconocido como autor, como artista ¡y a la firma! La firma era muy importante en el siglo XVII, cómo no.
Yo creo que eso, por fortuna, eso sí lo tenemos en nuestro tiempo, querer ser reconocidos. Y somos nosotros mismos quienes hacemos lo máximo para este reconocimiento anunciando nuestra imagen, lo que hacemos… no dejamos a la gente en paz. Hay casi un hartazgo de reconocimiento, digamos, cotidiano y superficial, del otro.
En Moral barroca mencionas a Francis Bacon y su teoría sobre las trabas del conocimiento, los ídolos y los prejuicios. Adviertes que todavía estamos rodeados de falsos ídolos, tanto en internet, como en el campo de la cultura, la política e incluso la ciencia. Pero ¿hay ídolos verdaderos?
Nuestra cultura está llena de ídolos: universales, como el Mercado, el Estado, la Tecnología, la Identidad… Particulares, como deportistas, cantantes, líderes religiosos, influencers… No hay menos idolatría hoy que en tiempos pasados. No son ídolos verdaderos, como todo ídolo, que es un fruto de la ilusión, pero sí son verdaderos ídolos
Para terminar, ¿por dónde recomendarías empezar a pensar las posibilidades del futuro, sin nostalgias ni utopías, como mencionabas antes?
Leer a Freud, El malestar de la cultura, a Marx, Manuscritos de economía y filosofía, y a Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos. En su lugar, o además, mejor, leer, meditándolo, El Quijote. Libros contra hiperventilados y siervos de la nada… Preguntarse cada día «¿qué es lo verdadero para mí?».
Y, ahora sí, la última pregunta: ¿puedes contarnos algo de tus próximos proyectos?
Tengo varios. Ahora llevo centenares de páginas escritas sobre la idea y el valor del sentido, centrándome —valga la expresión, un tanto ridícula— en el sentido del cosmos mismo… Al mismo tiempo estoy pensando en un estudio sobre el amor y los valores que relacionamos con él. Son casi postrimerías, como obras-testamento, pero creo que a estas alturas —o «bajuras»—de la vida, puedo permitírmelo, ¿no?
Ristra de topicazos. A estas alturas citar de nuevo «La servidumbre voluntaria», Velázquez y la Cruz de Santiago, citas manidas de Góngora, mitos sobre al Inquisición…
No me he tomado la molestia, ni lo haré, de leer la entrevista. ¿Por qué dejar un comentario entonces? Porque llevo año viendo como este «profesor» pública libros y es entrevistado, y esto es lamentable: tuve la desgracia de tenerle como profesor en la Universidad de Barcelona, hace ya de esto 10 años, y aún recuerdo con horror sus lamentables clases; es, sin lugar a dudas, el peor profesor que he tenido en mi vida, y probablemente el más gran farsante pseudofilósofo que ha visto este país en muchos años. Cordialmente, un exalumno que llegaba a casa preguntándose ¿Cómo?! ¿Cómo puede ser que este inútil sea catedrático?!!
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Hola buenas. Soy un musulmán español y ha día de hoy, me sigue pareciendo un «auténtico escándalo!» que siga habiendo bastantes «supuestos profesionales» que al hablar de terrorismo sigan empleando la terminología «terrorismo Islamista».
Voy a hacer una comparación porque, ¿como creen que se sentirían los vascos de bién que son la inmensísima mayoría de ellos, si al terrorismo de ETA, le denominaramos «terrorismo vasquista»? pues esto es exactamente igual!.
Cada vez que oigo algún «supuesto profesional» utilizando semejante «terminología xenófoba», para mí deja de serlo automáticamente.
¿Que cuesta decir «terrorismo yihadista» o para ser más precisos «terrorismo de extremismo islámico» o aún más exactos «terrorismo fundamentalista»?.
Porque recuerdo que hace no mucho tiempo alguién empezó primero a señalar y después a dibujar a «toda una comunidad humana» por el mero hecho de pertenecer a ella y ya sabemos todos como acabó todo eso en la Alemanía Nazi, ni más ni menos que en <> en los campos de exterminio Judío.
Por favor un poco de memoria!, que si no fuera por la aportación filosófico-Islámica a la historia Europea, la democracia en el mundo llevaría por lo menos 200 años de retraso.
«… si no fuera por la aportación filosófico-Islámica a la historia Europea, la democracia en el mundo llevaría por lo menos 200 años de retraso…»
O sea, no habría democracia. Y se lo debemos a la filosofía islámica.
Yo pensaba que se lo debíamos, en parte, a la recepción islámica de la filosofía griega. Ya que hay que ser tan precisos con el uso del lenguaje (lo cual es cierto).
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Eso del progreso continuo no lo comparto, como tampoco ver el futuro como una posibilidad. Bien haríamos en ser más críticos con ellos, ser menos eufóricos y más precavidos porque comenzamos a estar de más, especialmente nosostros los varones. Disculpe el pesimismo. Pues que se muere quien no debería para salud y brillo mineral de los cementerios, no aquellos que hasta diría tienen algo de misantropia, lejanos de leguas, ocultados por el tiempo y su tierra o aún visibles con una simple cruz sin nombre que sería la misma de nuestro nacimiento.
Oh, pampa mia, ¿cuántos contiene tu vientre negro y graso, españoles, turcos, gringos e indios?, por qué ese campo gravitacional hacia el centro y no para arriba, y si las aves vuelan seguro que mueren en otras latitudes desconocidas, como los peces que se disuelven en su acuático medio, solo nosotros pudrimos y engordamos la tierra que será siempre de otros, pues que se muere quien no debería en oleadas de migraciones contrarias al girar de la tierra pero que de esta nacen junto con el hambre y la miseria, pues que se muere quien no debería, sólo Calderón tendría que estar junto a nosotros.
«A mis soledades …» es de Lope, no de Góngora.
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