Primavera de 1972. En aquel momento, por esas circunstancias de la vida, estaba yo en los Estados Unidos. Justo en aquel momento. Y en Nueva York, cómo no; la metrópolis donde tarde o temprano va a parar todo el mundo. Estaba a punto de enfrentarme a una de las vivencias más trascendentales de mi existencia como ciudadano consumidor de cultura, aunque poco podía sospecharlo mientras me acicalaba en la ocre soledad de mi habitación —aquel hotelucho barato, tétrico y sucio, como sucia era por entonces aquella ciudad—; no tenía gran cosa que hacer aquella noche, así que pensé en ir al cine para ver aquella nueva película de la que todo el mundo estaba empezando a hablar. Supongo que me afeité ante el espejo, probablemente mientras silbaba una cancioncilla con despreocupación, sin ser consciente de la experiencia casi mística que iba a apoderarse de mí en tan solo unas pocas horas. Ingenuo de mí, estaba convencido de que aquella iba a ser una noche como otra cualquiera. Pero hablamos de los años setenta: las probabilidades de que una noche cualquiera se transformase en una velada mágica por efecto de ese alimento del alma que llamamos «cultura» eran altas, pero entonces aún no nos habíamos dado cuenta de ello. Solo ahora, con los años, he podido ponderar en su justa medida lo que aquella jornada significó. Si el cine es parte de la cultura y la cultura es parte de la vida, entonces podemos decir que aquella misma noche mi vida estaba a punto de cambiar. Porque tenía una entrada para ver El padrino.
Salí a la calle, pero apenas pensaba en la película, ensimismado como estaba en mis propios asuntos. No recuerdo ya qué asuntos eran aquellos, pero nada relacionado con el cine, supongo. Por lo que a mí respecta, no estaba dirigiéndome a la proyección de un hito imperecedero. Para mí solo se trataba de la nueva película de Marlon Brando, el film que lo había devuelto a la palestra comercial. Y poco más. Decían que el veterano actor había hecho una interpretación soberbia, pero ¿cuántas interpretaciones soberbias no llevaría ya a esas alturas de su carrera? Brando era por entonces un grande del cine, aunque hasta apenas unas semanas antes del estreno de su nueva película se lo hubiese considerado demodé (por entonces aún utilizábamos esa palabra) e incapaz de generar una buena recaudación taquillera. En cuanto a la calidad del film, la gente que ya había asistido a alguna proyección de El padrino se mostraba entusiasmada, pero el entusiasmo ajeno no basta para transmitir toda la significación de una obra maestra, eso es algo que uno ha de absorber con sus propios ojos. También había leído alguna crítica igualmente elogiosa, pero la prensa —y más en los Estados Unidos— es siempre propensa a dejarse llevar por las modas de la temporada. Seguro que exageran. Sí, será una buena película, pero hemos visto varias buenas películas en tiempos recientes… no olvidemos que estamos en 1972, aún no resulta difícil encontrar muy buen cine entre los estrenos. Resumiendo, no esperaba grandes revelaciones. Solo esperaba una buena película de gánsteres, una especie de versión actualizada de aquellos clásicos con James Cagney y George Raft, películas que siempre me gustaron. Pero… qué equivocación.
Llegué caminando al cine y sin contagiarme de la sorda efervescencia del público que ya rondaba por allí, un público que probablemente —cosas de estar más imbuidos en la actualidad cultural estadounidense que yo, un extranjero con aire distraído— eran más conscientes de estar asistiendo a un acontecimiento especial. Es posible que algunos de ellos ya hubiesen visto la película y repitieran sesión, contagiando su fervor a los primerizos. Es posible. Pero yo entré en la sala de cine sin enterarme de nada. Ocupé mi butaca como tantas otras veces había hecho antes y tantas otras veces he hecho después. Esto es: con la guardia baja. Uno nunca está preparado para algo como aquello. La sala quedó a oscuras. Sobre una pantalla todavía completamente negra comenzó a sonar una triste melodía de trompeta, que me trajo al instante recuerdos de mi Mediterráneo natal… allá, tan lejos, junto al inhóspito Atlántico. Apareció el logo que ya había visto en los carteles: Mario Puzo’s El padrino, con la mano de un titiritero manejando unos hilos. La pantalla seguía a oscuras cuando se escucharon las primeras palabras de la película: I believe in America...
Una de las mayores obras de arte del siglo XX, quizá una de las grandes obras de ficción de toda la historia, está empezando a desgranar su magia ante mis ojos. No podría encontrar adjetivos para describir aquel cúmulo de sensaciones, aquellas tres horas en que yo —como tantos individuos anónimos sentados en la misma platea— estaba siendo testigo de un momento de cambio, de algo que no se parecía a nada que hubiera visto antes. El tiempo se detuvo, literalmente. No había horas, ni minutos: solo estaba la historia de los Corleone. Al terminar la película, me sentía completamente atónito. Aturdido. Las luces de la sala se volvieron a encender. Entre el público reinaba un casi completo silencio, lo que por entonces constituía una reacción habitual entre la gente que veía el film por primera vez. No me moví de mi butaca durante algunos minutos. Todos habíamos sido golpeados por algo inesperado. Al volver a pisar la calle —aún como flotando en una nube de irrealidad— nuestra visión del arte cinematográfico ya no era la misma. Uno no piensa estas cosas con estas mismas palabras en ese mismo instante, desde luego, pero aquello no solamente era una película distinta; la cultura contemporánea acababa de sufrir una sacudida estremecedora. Y nosotros, los espectadores que —casi a tientas, aún cegados por el asombro— abandonábamos el cine aquella noche, acabábamos de ser partícipes de excepción.
Es una gran anécdota, ¿verdad? Haber visto El padrino en New York en el mismo año de su estreno. Da una buena idea de lo mucho que han cambiado los tiempos en el séptimo arte, de lo que suponía visitar un cine por entonces, de lo que podía uno llegar a encontrarse uno en pantalla durante los años setenta. Sí, es una gran anécdota. Lástima que esta anécdota nunca sucedió así. Al menos, no protagonizada por mí. He de confesarlo: yo ni siquiera había nacido cuando se estrenó El padrino. Pero, ¿no resulta perfectamente creíble lo descrito en la narración? Porque todos lo hemos sentido. Quizá no vimos la película allí ni entonces, pero tuvimos nuestra propia revelación en otro lugar y en otro tiempo, cada cual según sus circunstancias. Cualquiera que haya visto esta película puede entender lo que significó para los cinéfilos de su tiempo tener la oportunidad de gozar esa experiencia. No he dejado de imaginar lo que debió de suponer entrar en una sala de cine pensando que se iba a proyectar una película «normal» y toparse de bruces con una de las más grandes tragedias de todos los tiempos, algo a la altura de Shakespeare, Cervantes, Dostoievski… Mirar hacia la pantalla y ser absorbido por aquella historia de familia, honor, sangre, codicia, tradiciones y prejuicios. Ser apabullado por el inmenso talento de Francis Ford Coppola. Descubrir de una sola tacada a Al Pacino, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, James Caan… todos ellos en lo mejor de sus carreras, interpretando a sus más legendarios personajes, destilando lo más exquisito de su esencia. Y todos reunidos en un mismo largometraje. Aun sin haber conocido de primera mano aquella época, uno solo puede exclamar: ¡qué tiempos!
«Una película sobre esa gente que a usted le gusta tanto»
Como ha sucedido con varios de los grandes hitos de la historia del cine, El padrino nació de un parto largo y complicado. Su gestación estuvo repleta de sucesos rocambolescos, siempre a medio camino entre la realidad y la leyenda. La peculiaridad de su gestación comienza desde el mismo momento en que nació como idea para una novela, momento por cierto muy apropiadamente ligado a los casinos y a la trastienda del propio Hollywood. Viajemos una vez más en el tiempo —un poco más atrás, hasta finales de los años sesenta— y situémonos en el despacho de Robert Evans, jefe de producción de uno de los más grandes estudios cinematográficos, la Paramount Pictures. Un buen día se presentó en aquel despacho un amigo suyo, Mario Puzo, escritor neoyorquino por entonces prácticamente desconocido. Al pobre Puzo se lo veía visiblemente desesperado. Casado y padre de cinco hijos, el novelista estaba con el agua al cuello a causa de su afición al juego: se había dejado unos cuantos miles de dólares en los casinos y debía dinero a toda clase de prestamistas… incluyendo a algunos no demasiado recomendables. Estaba metido en serios problemas. El novelista, asfixiado, pidió a Evans un dinero con el que satisfacer a sus acreedores. Recibiría ese dinero en concepto de anticipo de una todavía inexistente novela llamada Mafia, cuyos derechos de adaptación cinematográfica cedería a la Paramount. El escritor insistía en que el tema podía resultar interesante para una película. Evans no se sintió especialmente fascinado por la temática, pero como favor personal le anticipó veinticinco mil dólares a Mario Puzo a cambio de los derechos de adaptación de aquel libro todavía por escribir. Se despidió del novelista y después, probablemente pensando que la novela no llegaría a existir siquiera, sencillamente olvidó el asunto.
Pero Mario Puzo sí estaba dispuesto a escribirla. Desapareció durante unos meses, tras los cuales —para sorpresa de Evans— volvió a presentarse en el despacho ya con el manuscrito terminado. Aunque había cambiado el título inicial de Mafia por el de El padrino, la novela prometida estaba allí. Pese a que Evans no se había molestado en preguntarle sobre ello y probablemente no lo hubiera mencionado nunca más, el escritor se había tomado el encargo muy en serio. Puzo no sabía nada sobre el mundillo mafioso, pero se había puesto a indagar en el tema, especialmente leyendo toneladas de prensa e incluso inspirándose en apariciones de algunos capos de la Cosa Nostra ante comisiones parlamentarias que a veces eran retransmitidas por televisión. Según se dice, otra parte de la investigación de Puzo consistió en conversar con el personal de los casinos entre apuesta y apuesta ante una mesa de ruleta. Sea como fuere, la novela había sido terminada y estaba allí, en la mesa de Evans. Mezclaba hechos reales de la mafia con leyendas, rumores y habladurías varias, todo ello aderezado con las conexiones mafiosas, amoríos y peripecias vitales de un cantante imaginario llamado Johnny Fontane, que era un descarado alter ego de Frank Sinatra —las amistades de Sinatra con jefes criminales eran un secreto a voces—, que ocupaban una parte sustancial de libro. Así que cuando Robert Evans tuvo finalmente el manuscrito en sus manos… no sabía qué hacer con él. Lo último en lo que estaban pensando los directivos de la Paramount era en financiar una película de mafiosos. El estudio acababa de pegarse un sonoro batacazo con The Brotherhood, un film sobre la mafia protagonizado por Kirk Douglas, que había sido un fiasco de taquilla y había ayudado a contribuir a la idea de que el género no resultaba comercialmente rentable. Así que el improbable proyecto de llevar El padrino al cine quedó relegado en un cajón.
Sin embargo, cuando la novela fue publicada en formato de papel, se convirtió en un inesperado éxito editorial. En aquella época la sociedad estadounidense estaba empezando a ser consciente del enorme poder que la mafia acumulaba en su país, y el público se estaba interesando por el asunto; el libro de Puzo, pues, encontró un enorme nicho de mercado y empezó a vender miles de ejemplares. No resulta sorprendente. Eran los tiempos del invisible Carlo Gambino, el tranquilo capo de la «familia Gambino»: un hombre de apariencia inofensiva que solía hablar casi entre susurros, vestía de forma anticuada, llevaba una tranquila vida familiar… pero cuyo nombre inspiraba terror en los bajos fondos e incluso en algunos ámbitos del poder, especialmente en Nueva York. Gambino controlaba el mundillo criminal de la ciudad, además de diversos servicios públicos y sindicatos. Eran también los tiempos de Sam Giancana, el capo de Chicago cuyas conexiones llegaban incluso hasta la CIA y la Casa Blanca, de quien incluso se rumorea que pudo haberse encargado de liquidar a Marilyn Monroe para que no causara problemas a Robert Kennedy. Aunque los propios mafiosos negaban públicamente la existencia de ninguna organización, la mafia estaba despertando una enorme curiosidad y fascinación entre la gente de a pie. El éxito de la versión escrita de El padrino animó finalmente a la Paramount a planear la adaptación cinematográfica, aunque en principio pensaron en una película más bien modesta. Situarían la acción de la novela en el presente (1970) para ahorrar costes, ya que hacer una película de época para llevar la acción a los años cuarenta y cincuenta, tal y como se narraba en el libro, supondría un auténtico dineral en decorados, ambientación, etc. El estudio dio luz verde al proyecto y el propio Robert Evans decidió supervisarlo personalmente ejerciendo como productor ejecutivo.
Evans comenzó a buscar un productor y un director para la nueva película. Además, el máximo jefazo de la Paramount, Charlie Bluhdorn, quería aprobar personalmente la elección de esos dos puestos fundamentales. Bluhdorn era presidente de la Gulf & Western (compañía dueña del estudio Paramount) y uno de aquellos magnates de Hollywood que a veces se parodia en las propias películas. De origen austriaco, hablaba siempre a voces, profería gran cantidad de exabruptos malsonantes y se decía que cultivaba estrechas amistades en la mafia. El proyecto, pues, iba a estar fuertemente supervisado desde arriba. Evans ofreció el puesto de productor a Al Ruddy, quien tenía reputación de saber trabajar con eficacia, rapidez y economía de recursos. Resultaba vital no exceder el presupuesto fijado y Evans telefoneó a Ruddy para decirle que lo quería como productor, pero que primero tendría que presentarse ante Bluhdorn y, cara a cara, convencer al pez gordo de que era el hombre indicado para el trabajo. Justo tras colgar el teléfono, Ruddy se compró la novela de Mario Puzo y la leyó en una sola tarde. Al día siguiente ya estaba en el despacho de Bluhdorn, vendiéndole su visión del proyecto al mandamás de Paramount. Conociendo los contactos mafiosos del magnate, Ruddy no se anduvo por las ramas y espetó: «Si me da el trabajo haré una película increíblemente realista sobre esa gente que a usted le agrada tanto».
Se hizo el silencio. El magnate levantó las cejas y abrió los ojos sorprendido. ¿Realmente acababa de decirle a la cara aquel tipo que sabía que era amigo de los mafiosos? ¿Alguien tenía los santos redaños de hacer algo así? En aquellos momentos de tenso mutismo, Ruddy no tuvo muy claro lo que ocurriría a continuación y se arrepintió de haber soltado semejante indiscreción. Quizá el dueño del estudio se pondría en pie y comenzaría a soltar sus característicos alaridos y torrentes de blasfemias… probablemente nunca conseguiría el trabajo. Pero no sucedió nada de eso. Bluhdorn se limitó a dibujar una sonrisa sarcástica en su rostro. El jefazo le respondió a Ruddy: «El trabajo es tuyo», se levantó de la mesa y se marchó del despacho sin soltar una palabra más.
(Continúa aquí)
Increíble relato … que sana envidia despertaste en mi con tu experiencia newyorkina … y la sana envidia se mantuvo aún cuando confesaste no haber estado vivo siquiera para haberla vivido ¡¡¡¡ Gracias y en espera de la continuación …
Ruego humildemente no tarde Vd. en dar continuidad a esta entrada. Temo no poder conciliar el sueño hasta que lea la segunda parte. La redacción de Vd. y lo fascinante del tema se han convertido para mí en una droga dura.
Me ha vuelto usted a vender «El Padrino», E. J. Rodríguez. Así que antes de que acabe la semana, me pasaré la trilogía porque solo debo haberla visto como unas doce veces desde su estreno en 1972. ¡Qué gustazo!