Hace ya más de veinte años, un grupo de mentirosos profesionales, es decir, de actores, se puso en la piel de cuatro detectives privados que ayudaban a la gente común a través del engaño y la puesta en escena en un programa de televisión argentino que se llamó, precisamente, Los Simuladores.
Estrenado como miniserie en el canal más importante de la televisión argentina en 2002, el programa ganó premios locales, cosechó elogios de la crítica, se exportó como formato a España, México y Rusia, generó comunidades bastante activas de fans y, hace unos meses, se anunció que finalmente tendrá su despedida final en forma de película en 2024. Tal vez por una suma de todos esos factores y algunos otros, el programa logró con fuerza lo que ningún otro en la tele local, esto es, ser considerado, ni más ni menos, como «la mejor serie de la historia de la televisión argentina». ¿Es realmente así? ¿Tiene incluso sentido elegir un programa por encima del resto en los setenta y dos años de televisión argentina? ¿Hemos sido engañados, por creer que tenemos que elegir bandos de manera tajante?
Proclives a la hipérbole, los argentinos no decimos que algo que acabamos de ver nos gustó; decimos que «no vimos nunca algo igual». Entre los más jóvenes y en las redes sociales ahora no se dice que alguien es buena gente; se dice que tal persona «es todo lo que está bien en el mundo». Con Los Simuladores sucede algo parecido: es como si no se pudieran reconocer los méritos de la narrativa o de la puesta técnica sin caer en la mentada exageración.
A grandes rasgos, se podrían enumerar cinco motivos por los que esta percepción de que Los Simuladores es el cenit de la televisión argentina se volvió un lugar común aceptado en el mainstream. En primer lugar, el programa alcanzó este nivel de reconocimiento a partir de la idea de que «es tan bueno que parece cine». Ese latiguillo que reza que si hay un buen programa de televisión lo es precisamente por no parecer televisión y por acercarse al cine es más viejo que la televisión misma y sigue siendo prevalente aún hoy. Pensar que una manera de elogiar una obra es diciendo que no se parece precisamente al soporte que la produce y sostiene puede parecer un sinsentido, y lo es, pero el prestigio funciona así. De hecho, Los Simuladores ahora va a volver… como película. En segundo lugar, se puede ubicar a la fútil necesidad de hacer listas y podios. La tendencia norteamericana a enumerar «las mejores diez series de todos los tiempos» se ha mezclado con la tendencia argentina a caer en hipérboles con llamativa facilidad y ha dado como resultado este consenso. En tercer lugar, está el elemento de la hipermasculinización, que es central a la hora de leer el programa. Sin duda, el hecho de que los cuatro protagonistas sean hombres y que el género oscile entre el detectivesco, el de aventuras y la comedia tienen un peso significativo a la hora de valorar la serie. Géneros como la comedia, considerado menor, y la telenovela, considerado como destinado al público femenino y gay, gozan de menos prestigio en una sociedad, sí, todavía patriarcal. En cuarto lugar, se ubica el peso de la epopeya y el camino del héroe de los realizadores de la serie, que tuvieron que empeñar parte de su dinero para cumplir su sueño y alcanzaron el éxito gracias a una combinación virtuosa de virtud y fortuna. En sí, la industria del entretenimiento está regada de relatos de este tipo, y a los argentinos también nos fascina esta idea de que somos invencibles y podemos salir adelante de cualquier crisis económica. Y, por último, está el elemento de la nostalgia, que se ha vuelto una parte importantísima de la cultura pop. Vemos series sobre los ochenta, como Stranger Things, pedimos y logramos la reunión del elenco de Friends, la repetición de Seinfeld finalmente llegó a Netflix. Las audiencias, cada vez más, quieren un segundo plato de aquellas recetas que las hicieron felices cuando eran más jóvenes. La industria lo sabe, lo toma en cuenta y actúa en consecuencia.
Héroes sin capa pero con patacones
Más allá de la discusión, tan irrelevante como interminable, acerca de si Los Simuladores merece ocupar el lugar central del panteón televisivo argentino, el programa fue un hito histórico para la industria local tanto por la amplitud de temas cubiertos y las innovaciones técnicas como por el retrato que traza del pasado reciente.
El guionista y director, Damián Szifron, tenía una idea germinal para cruzar dos mundos, el de los héroes del estilo Misión imposible y Brigada A con el de la gente de carne y hueso que tiene problemas bien mundanos, bien terrenales: «Y cuando apareció el primer caso entendí qué era Los Simuladores: un grupo comando que a través del simulacro resuelve problemas cotidianos de esos que nadie puede resolver». De alguna manera, esa cruza de mundos también significaba cruzar a la tradición hollywoodense con algo más autóctono que lograra conectar con una audiencia local. Y esto era algo que podía verse desde la musicalización (que iba desde «Mrs. Robinson», de Simon and Garfunkel, hasta «Tiritando», el hit argentino sesentoso de Donald) hasta la elección de los problemas por resolver. Algunos eran universales (un estudiante que no puede pasar un examen, un matrimonio mixto que se enfrenta a capas de discriminación en el seno de las propias familias) y otros tenían más que ver con el propio contexto de producción y emisión, el de una Argentina empobrecida y con millones de personas tratando de llegar a fin de mes (el dueño de un locutorio que no puede pagarle a un prestamista, el almacenero que teme que la llegada de un hipermercado lo termine de fundir).
El contexto de crisis económica y social en el que el programa se rodó y emitió es relevante más allá de la trama. En un país que había devaluado su moneda de forma drástica y tenía cifras alarmantes de desempleo, pobreza y endeudamiento externo, esa situación se había trasladado, inevitablemente, a la industria televisiva. Tras una década de despilfarro y producciones descollantes, la televisión se encontraba, como el país, endeudada y desfinanciada, y la oferta de ficciones se había reducido notablemente. Generalmente se menciona que por esta época la programación se había visto inundada de reality shows, que es cierto, pero se omite decir que la mayor parte de la grilla estaba ocupada por ciclos extranjeros, programas repetidos de años anteriores y un género-plaga que no termina de irse aún hoy, que es el que se ha dado en llamar «ciclos de archivo». Básicamente, se trata de un programa de televisión que muestra lo que pasó en otros programas de televisión para que un panel sentado en un set luego lo comente: inversión bajísima, creatividad casi nula y resultados previsibles. De un mar de ficciones a un laguito. Es en ese contexto de escasa producción de series, en el que también estaban Son amores y Rebelde Way, en el que destacó Los Simuladores. Y, como se remarcó más arriba, ni la comedia ni la telenovela teen alcanzan el prestigio de una serie de detectives.
De marzo de 2002 a diciembre de 2003, Los Simuladores tuvieron veinticuatro episodios transmitidos de manera semanal y con una expectativa que iba creciendo conforme a los elogios de la crítica y al boca a boca de la gente, antes de las redes sociales, cuando había que esperar al día siguiente para conversar con propios y ajenos en las oficinas. Pablo Lamponne, Emilio Ravenna, Mario Santos y Gabriel Medina, argentinos de apellidos italianos y españoles, conformaban un grupo comando que apelaba a la simulación y a los disfraces en sentido amplio para solucionar esos problemas domésticos que podrían parecer de poca monta para héroes de elite o para el Estado pero que eran determinantes para la vida cotidiana de sus clientes. Y este clan, sobre todo, no tenía reparos en hacer el mal para hacer el bien. En una era pre-Google y pre teléfonos inteligentes podían inventar leyes inexistentes, grabar sesiones de psicoanálisis ajenas, crear personajes verosímiles y hasta intervenir quirúrgicamente a un paciente que no necesitaba ningún tipo de operación. No apelaban a la violencia física salvo en casos puntuales, pero, fuera de eso, no tenían muchas restricciones éticas. En uno de los primeros capítulos, cuando le tienden una emboscada a un acreedor voraz que estaba atormentando a un médico, se ve con claridad. El acreedor había entrado a un hotel para encontrarse con una prostituta; Los Simuladores sacan a la trabajadora sexual de la habitación para plantar a una actriz de su equipo, y Ravenna, interpretado por el actor Diego Peretti, termina teniendo sexo con ella. Hacia el final de otro episodio, Lamponne, interpretado por el actor Alejandro Fiore, contrata a un grupo de matones al que acababa de engañar para que lo ayude a amenazar al jefe de su esposa, que no paraba de acosarla en el trabajo. Los Simuladores no eran ángeles ni demonios, eran personas que ayudaban a otras a cambio de dinero y de algún que otro favor personal, definido esto último de manera borrosa.
Los pagos también eran heterodoxos y consistían, por ejemplo, en poder contar con la ayuda de los beneficiados en un caso para la resolución de otro. Esto le daba, además, un giro narrativo a la serie, en la que los personajes iban circulando de manera ágil y el «boca a boca» por el que las personas desesperadas acudían a su ayuda cobraba cierto brillo. Al hablar sobre las particularidades de este grupo comando en aquel momento, en 2002, Damián Szifron decía que sus criaturas eran «anarquistas de derecha» porque se rebelaban contra varios grupos de poder sin renunciar a la agencia individual: «Los Simuladores quieren un mundo bueno, pero no desordenado». Cabe preguntarse, de cara a la adaptación cinematográfica en ciernes, cómo navegarán los cambios que tuvieron lugar en los últimos veintidós años. Los Simuladores, por un lado, defendían ciertas causas sociales sin agitar banderas; los años que siguieron a su finalización se caracterizaron por un fenómeno más bien opuesto, de enunciación permanente de consignas, muchas veces sin resultados tangibles pero con un tono de voz crispado y una indignación permanente. Por el otro lado están las representaciones de género. Muchas veces se le reconoce al programa haber tratado temas como el bullying escolar, los estereotipos de belleza en el mundo del modelaje y la violencia de género en una pareja. Todo eso es cierto, como también es cierto que, como producto de la época (y aquí no hay ningún pedido de cancelación ni nada que se le parezca), la representación de la homosexualidad tenía varios tintes machistas. En el capítulo del prestamista, uno de los chistes más fuertes es cuando dos integrantes del grupo simulan ser cirujanos y le hacen una rectoscopia a su víctima: la decisión artística es la de ir al corte comercial mostrando la cara de dolor del hombre como cliffhanger. Una de las escenas más promocionadas y comentadas de la segunda temporada es la de un hombre mexicano y gay que le pregunta insistentemente a Medina: «¿No hay un piquito para mí?», tocado en un tono kitsch y burlón. Y el capítulo en que se narra la infancia de Lamponne muestra la frase que le decían en el colegio: «Lamponne, se agacha y se la ponen». Nada que no pueda entenderse dentro del contexto de 2002, en el que las nociones de masculinidad todavía no habían sido desafiadas, y estos chistes, lejos de hacer ruido, formaban parte del sentido de la época.
Genios del engaño
Si la vida es sueño y el mundo del espectáculo es una fábrica de ilusiones, Los Simuladores tuvieron el talento de jugar sus cartas con soltura. Sus juegos de disfraces y sus puestas en escena les valieron el mote de ser casi infalibles a la hora de resolver sus casos y fuera de pantalla se ganaron el cariño de una audiencia que estaba ávida no solamente por ver cosas diferentes, sino también por ver héroes que no terminaban de ser buenísimos sin llegar a ser villanos. Había algo en estos cuatro buscavidas de este grupo comando que conectaba (y sigue conectando) con mucha gente: son un grupo de amigos que trata de encontrarle la vuelta a situaciones adversas con pocos recursos económicos, una alta dosis de creatividad y principios éticos más bien flexibles. A la astucia sherlockiana y a la destreza de las series norteamericanas les sumaban la labia argentina, esa virtud-tormento que nos vuelve tan persuasivos como sospechosos ante la mirada extranjera. Entre lo global y lo local, entre el clima de época y lo atemporal, Los Simuladores vinieron a recordarnos que nada es lo que parece y que, como ya cantaba Raffaella Carrà en los setenta, a uno y otro lado del Atlántico, es peligroso decir siempre la verdad.