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La literatura olvidada en el pasillo de las galletas

literatura olvidada en el pasillo de las galletas
Annie Ernaux en 2020. Foto: Bruno Arbesú. galletas

Hay lugares con encanto. Atrayentes, estéticos. Son esos a los que los cantautores suelen escribir canciones sentidas; los porqués de las explosiones cálidas y festivas de los lienzos de algunos artistas. Hay otros que no. Aburridos, simplones. De los que nadie elige escribir así, sin más. Porque no. Lo corriente, lo que no destaca, no es especial; mucho menos suficiente.

Los supermercados, esos espacios de pasillos largos y luminosos poblados de carteles gigantes que escupen ofertas de color rojo paraísos terrenales de muchos niños que piden entre sollozos a sus padres lo más colorido de cada una de las baldas pertenecen a la segunda división. A la liga sin glamur. La antítesis al arte. ¿Quién, en su sano juicio, decide cantarle a un lugar como ese en vez de a uno de los «buenos»? ¿Qué lunático encuentra ahí, entre el pasillo de los congelados y el de las galletas, literatura?

Hace un siglo vivió en Reino Unido un tipo, de apellido Russell, que decía: «Todos los hombres viven rodeados de una nube de convicciones reconfortantes que se mueven con ellos como moscas en un día de verano». Es más que probable que fuese una de esas moscas «órbita» la que picó la piel y la curiosidad de la francesa Annie Ernaux, premio Nobel de Literatura en 2022, allá por el año 2012, cuando tomó la decisión de escribir Mira las luces, amor mío. La que la empujó a saltarse a la torera la dictadura categórica de lo bonito. 

Fueron once los meses —de noviembre de 2012 a octubre del año siguiente— durante los que la escritora escribió un diario de sus visitas a un hipermercado Alcampo ubicado en la población francesa de Cergy. Once los meses que se sucedieron después del día en el que se plantó: «Me pregunté por qué los supermercados nunca estaban presentes en las novelas que se publicaban, cuánto tiempo necesitaba una realidad nueva para acceder a la dignidad literaria». Pellizco al orden lógico. A la militancia de lo excepcional. Ernaux lo tuvo claro desde el principio. En lo ordinario también hay historias que contar. Muchas. Que contienen reflejos visibles de lo que somos. «No hay espacio cerrado donde cada uno de nosotros, decenas de veces al año, se encuentre más en presencia de sus semejantes, donde cada uno de nosotros tenga la oportunidad de atisbar la forma de ser y vivir de los demás». Por eso, «para contar la vida» eligió «sin dudarlo» ese lugar. Con ello, explica, «la oportunidad de dar cuenta de la práctica real de su concurrencia, lejos de discursos convencionales y a menudo teñidos de la animadversión que provocan esos supuestos no-lugares y que no concuerdan en absoluto con mi experiencia».

Gestos. Risas. Las palabras de una niña subida a un carrito. Una mujer sola. Una pareja que camina despacio con la mirada perdida. Las conversaciones a lo lejos. La atmósfera de un lugar que hace «andar más despacio, dejarse llevar por la tibieza; perder la noción del tiempo que no indica ningún reloj». Atrapar eso en un papel. Transcribirlo. Es la literatura de lo pequeño, de lo simple. La que más habla de nosotros. Lectura del mundo real, que —con más o menos acierto— habitamos todos. De los lugares en los que nos reímos, en los que lloramos, en los que pasamos el rato, en los que gastamos el dinero.

Las historias existen en silencio. En los lugares, en las cosas, en la gente. No es difícil —al menos, no suele— hacer que lo rompan, que se manifiesten; pero no es común el hecho de intentarlo. Ni mirar, ni observar, ni arrancarse a contarlo. Porque es demasiado corriente, porque no seduce. Cada día compartimos espacio y tiempo con cientos de personas. De camino al trabajo, en el metro o en el autobús, cruzamos, casi seguro, la mirada con alguien que se dirige a una consulta de hospital, blanca nuclear, a recibir la peor de las noticias. Maligno e inoperable. Triple A. Metástasis. Con alguien, que suda inseguridad y miedo, que va a perder la virginidad en unas horas entre tropezones y besos patosísimos. Que agita el pie contra el suelo al tiempo que responde a quien espera al otro lado: «Estoy llegando». También con alguna mujer, recién bautizada abuela, que cuenta los minutos para ver la cara de ese nuevo amor que casi seguro se parece a alguien de su familia y no al revés.

Las historias ajenas chocan con nosotros constantemente. Se cruzan, revolotean. Pero vuelven, agotadas, por el mismo camino; porque pocas veces, poquísimas, consiguen penetrar en algo tan sagrado como la atención, tan nuestra y a la vez no, que solemos centrar en las estupideces más variopintas y en las cosas «bonitas». En el metro, el autobús, el supermercado. En el vestuario, la oficina o la estación. Posiblemente existan más libros por escribir en esos lugares que los que ya se han escrito. Historias pequeñas que son grandes a la vez. Historias que poca gente se atreve a escribir, que poca gente quiere leer.

Al igual que Ernaux lo entendió el también francés Georges Perec. Sabiduría que consagró en su libro Lo infraordinario: «Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual». También en Pensar/Clasificar, un compendio de textos escritos entre 1976 y 1982. Sobre lo sencillo. La disposición de los objetos en la mesa de escritorio, la de los botiquines. Las maneras de ordenar una biblioteca. La ropa interior. Las chaquetas. Sucesiones de preguntas. ¿Por qué no hay libros en los cuartos de baño? ¿Por qué el alfabeto está ordenado así, con la b detrás de la a? ¿Cómo se hacía antes de qué existiesen las gafas? Recetas de cocina ochenta y una, concretamentepara principiantes. Mollejas con puré de berro. Gazapo happy few. «Quizás se trata finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico». Lo común. 

Secamanos, lápices y otros asuntos

Nadie utiliza bien los secamanos de los baños públicos. Suelen ser abandonados demasiado pronto, antes de que concluyan su tarea: llegar al punto óptimo de secado. Se opta, inexplicablemente, por acabar el asunto en los pantalones, en el jersey, una sacudida rápida. O directamente allí, porque sí. Así somos. Hablar de «nadie» puede ser demasiado categórico. Digamos casi nadie. Es curioso. Un tema que me obsesiona: esos comportamientos que compartimos, sin acuerdo previo, los mortales. Los pensamientos. Las crisis de la edad. Los agujeros en las gomas de borrar cuando somos pequeños. Las pinzas, del pelo o de la ropa, en la piel, en los mofletes de la cara, en los labios. Larga lista de recurrentes e inexplicables actos conjuntos, que no dejan de ser una —otra— muestra más de lo que somos. Lo que sabe Ernaux, lo que sabía Perec, de cuya obra, decía la francesa, «nada era ajeno a su propias preocupaciones». Lo que saben algunos otros pocos artistas, lo que llegarán a saber algunos otros. La disección del mundo. 

Georges Perec. Uno de los escritores favoritos del autor de Yoga, Emmanuel Carrère. «A los treinta años, convertido en un escritor profesional, casado, padre de un niño, estaba muy preocupado por afirmar mi singularidad en todo y constantemente devuelto a mi casilla sociológica. Cada vez que me creía original —en mis gustos o mi forma de vivir—, fue para descubrir que hacía exactamente lo que se hacía al mismo tiempo en mi entorno, en mi franja de edad. Hoy en día, ya no me molesta, en ese entonces me torturaba. Estaba preparado para releer Las cosas, que son —después de La educación sentimental, por supuesto— el gran poema de esa particular clase de humillación: la certeza de ser, hagamos lo que hagamos, desesperadamente como todo el mundo». Es la traducción de un crítico literario de las conclusiones de Carrère en una radio francesa, en el año 2017, sobre la literatura del que era, y asumo todavía es, su referente: Perec. Ese punto: «La certeza de ser, hagamos lo que hagamos, desesperadamente como todo el mundo».

No fueron pocos los dardos críticos disparados contra Annie Ernaux cuando la Academia Sueca de Estocolmo anunció el pasado 6 de octubre que el Nobel de Literatura era suyo «por la valentía y la precisión clínica con la que desvela las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas a la memoria personal». Críticas, y no pocas, en una misma dirección. «Escritura banal», «hueca». Simple. Demasiado simple. Por lo que la norma dicta: lo corriente no basta. Una lanza en contra de esas barreras y una pila de deseos. Que llegue el día en el que no se cuestionen las historias que merecen abandonar el silencio. En contra del glamur. A favor de los relatos en los que cabe todo. Lo que hacemos, lo que compramos, lo que desayunamos. Porque también merece estar ahí. En el espacio de lo bonito. 

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