El arte de narrar es un arte de la duplicación.
(Nuevas tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia)
«¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea?», se preguntó Italo Calvino. ¿Cuántos Ulises contiene Ulises?, podríamos preguntarnos hoy. Uno, ninguno y cien mil, contestaría Pirandello, como recita el título de su célebre novela. Porque Ulises —y tú y yo— somos máscaras. No es casual que, en latín, la palabra correspondiente fuera persona, que también significaba actor, papel representado en la escena, carácter y personalidad. La dimensión simbólica del término, como posibilidad de transfiguración a través de la ocultación, del traspaso desde lo que se es a lo que se quiere ser, sigue viva y cargada de posibilidades. ¿Es la máscara un refugio o una necesidad? ¿Es una decisión o una obligación? ¿Qué oculta o qué revela?
Hesíodo, el poeta griego que compuso el origen del mundo, desde el caos primigenio hasta el orden del cielo y de la tierra, le pidió ayuda a las musas para que inspiraran los versos de la Teogonía. Y las hijas de Zeus y de Memoria le contestaron: «Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad». Ulises aprendió la lección y tradujo la mentira en la sofisticación del relato. Siglos más tarde, otro maestro de la ilusión, Arsenio Lupin, convirtió la misma mentira en el refinamiento del disfraz. Sigamos los pasos de sus máscaras en el reino de la ficción.
La transformación
Ulises es la encarnación del deseo, de la imposibilidad de completar el movimiento de la seducción, siempre quiere más, quiere saber más, alcanzar más. En el periplo que desde Troya lo conduce a Ítaca, el rey compone —con el cuerpo, el gesto y la palabra— el relato de su biografía en una arquitectura narrativa que parece adherirse a la realidad y en los bordes la transforma. Porque la mentira adquiere la forma de la verdad (si es que la verdad existe) pero no coincide con ella. Y Ulises es «el de muchas formas», como anuncia el primer verso de la Odisea. Ventajero, ingenioso, de variada astucia, así el poeta define al viajero, cuya capacidad para la metamorfosis se potencia con la ayuda de la diosa Atenea. En el Canto IV se muestra a los ojos de Nausícaa «semejante a un Dios»; en el Canto XIII, la transformación en mendigo se produce en los músculos, la piel, la vestimenta; en el canto siguiente, Atenea rejuvenece al héroe para facilitar el reconocimiento por parte de Telémaco; en el Canto XVIII tonifica sus músculos para que pueda luchar con Iro, uno de los pretendientes de la reina, y ganarlo; finalmente, en el Canto XXIII, el cuerpo de Odiseo se vuelve vigoroso para que Penélope reconozca aquella piel cómplice.
¿Cuántas veces miente Ulises en la Odisea? Solo en los cantos finales, tras su regreso a Ítaca, lo hace cinco veces: en las conversaciones con Atenea, con el porquero Eumeo, con los pretendientes que han ocupado el palacio, con Penélope y con Laertes. Ulises, decíamos, miente. Y no es el único. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cómo has llegado aquí?, le pregunta Telémaco a Mentes (es decir, a Atenea disfrazada), Teoclímeno a Telémaco, Circe a Ulises, Eumeo, Laertes y Penélope a Ulises mendigo. La pregunta irrenunciable cuestiona la identidad: el nombre, el origen, la trayectoria.
«Engañarnos a nosotros mismos, aunque sea a lo grande, no significa que seamos mendaces. Sabemos cuándo mentimos. La mentira es una forma de doble conciencia», escribe Siri Hustvedt en Vivir, pensar, mirar. La duplicidad es inherente a la mentira, el disfraz y la palabra fingida plasman la tensión entre apariencia y realidad (si es que la realidad existe), así la transformación se instala en la textura de la Odisea: el héroe de Troya se ha vuelto ajeno a su tierra y se convierte en mendigo, pide reconocimiento. Porque el Ulises que llega a Ítaca no es el mismo que partió de la isla, ahora es Nadie (si es que somos solo Alguien). Cuando regresa, no reconoce el paisaje de la isla, primero necesita reconocerse a sí mismo, disfrazarse para reencontrarse con su espacio y con su tiempo, volver a convertirse en narrador. Esta vez canta la mentira para ocultar su identidad mientras recupera la familiaridad con el oikos, con la casa. Miente para abrir el horizonte de escucha que le permitirá desvelar su verdad, necesita convertirse en extranjero para volver a ser miembro de la comunidad.
Extranjero se había sentido Ulises en la corte de los feacios, en el Canto VIII del poema. Demódoco, el aedo ciego, había entonado episodios de la guerra de Troya, provocando las lágrimas del rey de Ítaca: el reconocimiento, en este caso, es invertido. Ulises se ve reflejado en el protagonista del canto, revela su identidad y reconstruye el relato, lo convierte en propio, elige qué narrar y por qué, cómo ordenar los materiales narrativos. Así, en los albores de nuestra tradición occidental, se convierte en autor y protagonista a la vez. ¿Acaso no es la autoficción una máscara del lenguaje? Por eso Pietro Citati, en su ensayo Ulises y la Odisea. El pensamiento iridiscente, analiza las metamorfosis que el personaje épico encarna en el tiempo y el espacio, y escribe: «Ulises comprende por primera vez lo que los novelistas han aprendido de él: la mentira exige de quien la elabora una escrupulosísima sabiduría artesanal: orden, coherencia, verosimilitud, analogía y construcción».
La representación
«Daba la impresión del caballero que se divierte con la obra que tiene que representar, y que, tras bastidores, se ríe a mandíbula batiente de sus propios rasgos de ingenio y de las situaciones que él ha imaginado». Leyendo las andanzas de Arsenio Lupin, caballero ladrón, la impresión se verá confirmada por el temperamento y las acciones del protagonista. Lupin suele llevar sombrero de copa y monóculo, es elegante y seductor, experto en artes marciales y trucos de prestidigitación. Sentido del humor y autoironía condimentan la construcción del personaje, que se define por la capacidad de asumir múltiples identidades y la habilidad para resolver acertijos.
Flexibilidad en el gesto y en la mente, pues Lupin también es el de muchos rostros y disfraces, todos los que imaginó el escritor francés Maurice Leblanc (1864-1941). El ladrón de guante blanco hizo su primera aparición en un relato publicado el 15 de junio de 1905 en la revista Je sais tout, para después convertirse en protagonista de diecisiete novelas y treinta y nueve relatos. Maestro del ilusionismo narrativo, Lupin cruzó sus pasos con los de Sherlock Holmes en una novela que hoy llamaríamos un crossover. Pero Conan Doyle no quiso apuntarse al juego —a la ilusión—, interpuso una demanda legal y, en los relatos de Leblanc, Sherlock pasó a ser Herlock.
La cadena de mutaciones llegó hasta Lupin III, el nieto ficcional del Lupin original (si es que existe una única versión originaria), que protagonizó la serie manga creada por Monkey Punch en 1967 y que cuenta con doce volúmenes, publicados hasta el año 2013. Las aventuras y los viajes de la banda de ladrones, liderada por Lupin III, con el inspector Zenigata siempre al acecho, han generado seis películas, seis series de anime, un musical y varios videojuegos. La metamorfosis del relato refleja la pluralidad de máscaras del personaje, tan flexible como el propio lenguaje. Y transmedia, como la propia Odisea.
Porque «Arsenio Lupin es más que un libro. Es mi herencia. Mi método. Mi camino», como le confiesa Assane Diop a su hijo Raoul. Assane es el protagonista de la serie Lupin, creada por George Kay y François Uzan (estrenada en Netflix en 2021), con dos temporadas hasta la fecha, de cinco episodios cada una. El actor Omar Sy encarna al Lupin contemporáneo que, además de recurrir a dispositivos de geolocalización, tecnología avanzada y trucos de computación, convierte el territorio de su propio cuerpo en el reino del disfraz. Prendas, pelucas, accesorios (desde dientes postizos hasta gafas, relojes y zapatos) son el atrezo de la representación que el protagonista escenifica para cumplir con su plan de venganza: veinticinco años antes, su padre, un inmigrante senegalés, fue acusado injustamente, por maniobras de su jefe multimillonario, del robo de una joya que perteneció a la reina María Antonieta. Assane reconstruye su identidad, la fragmenta, la desplaza y despierta así la curiosidad intelectual del capitán Laugier, que investiga los robos. Entre el ladrón y el investigador se teje una complicidad inesperada, ¿cómo? Ambos son lectores de las novelas protagonizadas por el Lupin literario, que ahora se encarna en el triple relato: el primigenio de Maurice Leblanc, el biográfico de Assane Diop y el que cocreamos como televidentes, Ulises del presente en busca de una verdad compartida con nosotros.
Como escribió Calvino: «tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la misma experiencia, ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito», en el lenguaje que renueva el relato en cada repetición y revive el tránsito entre pensamiento, experiencia y acción. El rostro y la máscara se funden y se reconocen y, atados al mástil de un barco que se enfrenta al canto de las sirenas o bajo un sombrero de copa, nos preguntamos quiénes somos, de dónde venimos, cómo hemos llegado (si es que el viaje termina alguna vez).
Bibliografía:
Pietro Citati, Ulises y la Odisea. El pensamiento iridiscente, trad. de José Luis Gil, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008.
Maria Bettetini, Breve historia de la mentira. De Ulises a Pinocho, trad. de Pepa Linares, Madrid, Cátedra, 2002.
Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, trad. de Aurora Bernárdez, Madrid, Siruela, 2015.
Maurice Leblanc, Arsenio Lupin. El caballero y ladrón, trad. de Lydia Izquierdo, Madrid, Verbum, 2021.
Siri Hustvedt, Vivir, pensar, mirar, trad. de Cecilia Ceriani, Barcelona, Anagrama, 2013.
Hesíodo, Teogonía, trad. de Aurelio Pérez Jiménez, Madrid, Gredos, 1990.
Pingback: Sometimes a coffee 33 – Klepsydra