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Juan Marsé, cronista y fabulador de Barcelona

Juan Marsé. Foto Jorge Quiñoa.
Juan Marsé. Foto: Jorge Quiñoa.

La obra de Juan Marsé constituye una de las cumbres de la literatura en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX. Pocos autores han sido capaces de retratar la dureza de la posguerra y la abyección del franquismo, la humillación de los perdedores, la miseria de los suburbios de la gran ciudad que sin embargo no oculta la frecuente dignidad moral de la clase trabajadora más humilde, lo mismo que la opulencia y el estilo no son sino una habitual máscara de la burguesía más opresora e hipócrita, pero también, en paralelo, su obra destila la dulce ternura de la añoranza de la infancia irremediablemente perdida, la excitación de los juegos en la calle y la belleza de la narración improvisada de historias fabulosas, las aventis. Porque la nostalgia de la propia infancia y los años mozos es el centro verdadero de la obra de Marsé: el Guinardó, el Carmelo, las escapadas, los bailes, los amigos, las chicas… Una realidad que en su escritura alcanza una dimensión casi mágica. 

El suyo es un universo único e inmediatamente reconocible, como lo es el de Proust o el de Faulkner. Un mundo poblado por personajes que son a menudo perdedores, porque en efecto la infancia del escritor estuvo plagada de gentes que habían perdido la guerra. En la narrativa de Marsé se diría que el único propósito del tren de la Historia (con inmisericorde hache mayúscula) es destruir las vidas de todos aquellos que se cruzan en su camino. Tal vez pensara, en el fondo, que, en este país, llámese Cataluña o llámese España, perdedores son siempre todos, incluso los vencedores. Salvo unos pocos canallas que, como buitres, se alimentaron y enriquecieron con el desastre y sus consecuencias. 

Arrancando a principios de los años sesenta, la obra de Marsé fue adscrita inicialmente por la crítica al realismo social (que quiso ver en su persona el ideal del escritor proletario), aunque en realidad sus novelas tuvieron mucho más en común, en su trabajo sobre el lenguaje y la forma novelesca, con la renovación experimental característica de la literatura de vanguardia. En realidad, su obra fue a contracorriente del realismo social aún en boga en aquella época. Sus historias siempre se construyeron sobre una conciencia moral de izquierdas, pero no obstante ajena a los sermones y al moralismo, atemperada en todo momento por el escepticismo y una socarrona mirada que nunca le hizo ascos al humor. Juan Marsé fue, ante todo, un narrador. Un relator de historias imaginadas. Quizá porque instintivamente supo, desde el primer instante, que la imaginación es el único espacio real en el que se puede soñar con lo que pudo haber sido y no fue. Vivir en una ensoñación como desquite ante una realidad demasiado cruel. Al propio Marsé no le gustaba mucho hablar de su persona, pero sí contó que escribía porque el mundo estaba mal hecho. Jamás quiso que se le etiquetase como intelectual, un concepto que parecía provocarle una cierta alergia. Aunque fue un lector compulsivo y sistemático, que no alardeaba de su cultura. Juan Marsé prefirió la sátira burlona a la gravedad de la ideología. Pero supo narrar la posguerra desde el punto de vista de los vencidos con una maestría que ya quisieran para sí muchos intelectuales posteriores que ni siquiera habían nacido en aquel tiempo. Hoy se habla mucho de discriminaciones, y techos invisibles, de identidades colectivas, y de agravios, reales, exagerados o imaginarios. Mucho menos frecuente es que se hable de la pobreza y de los pobres, simple y llanamente. De sus dificultades ya no para ascender socialmente, sino para sobrevivir. Ese fue el principal grupo social en el que se fijó Marsé. 

Crecido en un entorno humilde, la conciencia de clase y el hecho de ser un escritor catalán que se expresó sobre el papel en castellano (un castellano salpicado de catalanismos, propio de la lengua mestiza de los charnegos), lo convirtieron en alguien suspicaz y refractario tanto a la exaltación nacionalista del franquismo como a la del pujolismo que lo sustituyó en la Cataluña autonómica de la restauración democrática. El crítico José Carlos Mainer supo definir muy bien a Juan Marsé cuando escribió que «ha sabido reconocer siempre al enemigo, sea bajo las especies de la burguesía especuladora del franquismo o bajo las untuosas formas del pujolismo posterior, que ha venido a sucederle en el poder». Los diarios íntimos del escritor que Ignacio Echevarría editó en 2021 con el título de Notas para unas memorias que nunca escribiré dan fe del poco entusiasmo que le inspiraron a Marsé en sus últimos años los líderes políticos del procés independentista. Nunca pareció molestarle la aspiración independentista en sí (el propio padre de Marsé simpatizó con esta causa política) pero sí detestaba la «Catalunya excluyente, patriotera, insolidaria y beatorra» en la que, a su entender, este proceso se apoyaba. Su oído alerta le previno de la corrupción del lenguaje y los falseamientos embusteros que anidan en el mistificador discurso nacionalista. Está claro que los poderosos y los vencedores nunca fueron de su agrado. Por eso nunca permitió que se instrumentalizara su prestigio y su figura pública. Por eso probablemente también fue escaso y tardío el reconocimiento que le otorgaron las instituciones catalanas. Sin ir más lejos, ningún representante del Ayuntamiento de Barcelona ni de la Generalitat de Cataluña estuvo presente en la entrega del Premio Cervantes que le fue concedido en el año 2009. 

Con independencia del uso político que pueda haberse hecho de su obra, lo cierto es que Juan Marsé fue todo menos un sociólogo, un ideólogo, o un sociolingüista. Al contrario, fue un novelista que receló de aquellos que fiaban todo el valor de la literatura a su parcela puramente documental y por eso desdeñaban la dimensión imaginativa que tiene toda escritura. De ahí que se lamentara, en mi opinión con razón, de la moda reciente de la autoficción, cuyo interés parece reposar enteramente en la presunta «experiencia real» que el novelista transmite mediante la escritura. Como antaño había recelado del realismo social y las simplificaciones ideológicas a las que había dado lugar. Desde el punto de vista literario, el conjunto de su obra puede interpretarse como una defensa a ultranza de la ficción, donde lo verosímil es más valioso que lo real. La novela es entendida así por el autor como una herramienta de la imaginación donde la ficción literaria «ajusta las cuentas» a la realidad. 

De formación autodidacta, la narrativa de Juan Marsé se ha nutrido tanto de la gran literatura como de los tebeos de aventuras y los cines de barrio. Literatura y cine fueron las dos vías de escape de una infancia dura. El mismo autor comentaría muchos años después: «Por la mañana, cuando me afeito, veo asomar a mis ojos en el espejo el frío y el hambre del niño que fui en la posguerra. ¿Cómo quieren que escriba de otra cosa?». El concurso de su primera novela Encerrados con un solo juguete (1961) al premio Biblioteca Breve de Seix-Barral lo puso en contacto con el legendario grupo aglutinado en torno a la editorial barcelonesa: el propio Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, José María Valverde, Joan Petit, José María Castellet, los hermanos Goytisolo. Aquellos contactos, y la estrechísima amistad que lo unió a Gil de Biedma, le abrieron las puertas de un mundo literario que de otro modo para él habría sido difícil cruzar.

El ideal del escritor obrero que aquellos burgueses progresistas (muchos militantes del Partido Comunista en la clandestinidad) habían creído encontrar saltó por los aires cuando, a partir, de la celebérrima novela Últimas tardes con Teresa (1966) prefirió el sarcasmo y la parodia al realismo testimonial. Con La oscura historia de la prima Montse (1970) seguramente alcanzó ya la maestría, y después, con Si te dicen que caí (1973) rozó el cielo por primera vez. Esta última, que no se pudo publicar inicialmente en España por culpa de la censura y tuvo que ver la luz en México, acostumbra a ser destacada por los especialistas en la obra de Marsé como la mejor de sus novelas. El resto, como suele decirse, es historia. Con alguna excepción, como la triste y pobre Canciones de amor en Lolita’s Club (2005), que acusa en exceso su origen como un guion cinematográfico abortado, o la simplemente bufonesca El amante bilingüe (1990), el nivel medio de su producción novelística fue siempre muy alto. En mi opinión, novelas tardías como Rabos de lagartija (2000) o Caligrafía de los sueños (2011) se cuentan entre las mejores de las suyas. También fue un excelente narrador de relatos breves, como los que recopiló en la antología Teniente Bravo (1987), y un soberbio y desternillante autor de semblanzas y retratos literarios, como los que se editaron bajo el título de Señoras y señores (1988). 

Marsé ha sido forjador de mitos urbanos y ha recreado como nadie la crudeza de la Barcelona de la posguerra. Gracias a él nombres como el Carmelo, el Guinardó, La Salud, o Gracia son zonas de la ciudad condal que para los lectores de raza han adquirido un halo legendario, una encarnación artística de la urbe catalana que ha calado hondo y que ha sido por más de medio siglo una de sus más poderosas representaciones. Memoria, realidad e imaginación se conjugan para plantear en la narrativa de Marsé situaciones conjeturales de gran verosimilitud y personajes posibles, que no por inventados parecen menos reales. Teresa Serrat, Jan Julivert, el capitán Blay, Java…y, claro, la que con toda probabilidad es su creación más célebre: «El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio»; Manolo Reyes, el «Pijoaparte», el charnego apolítico, seductor, apuesto y trepa, que se hace pasar por líder obrero y sueña con seducir a la hija progresista de la burguesía, y cuyo más íntimo deseo no es tanto desflorar a la joven cuanto ser aceptado por la buena sociedad barcelonesa de la que ella funciona como metonimia. Pero todos ellos tan reales y tan falsos como los personajes que vemos en las pantallas de los cines. La atmósfera de esos relatos nos sumerge en la idiosincrasia de la Barcelona de antaño y, siendo Marsé un maestro de las herramientas narrativas novelescas, las escenas de sus novelas tienen un ritmo y una plasticidad que poseen el sello inequívoco de lo cinematográfico y se abren además a destellos que introducen momentos de gran lirismo. Escenas que se estructuran como los movimientos de la cámara, y revelan una imaginación alimentada con la belleza y el glamur del Hollywood clásico de los años treinta y cuarenta: los tipos duros, los héroes, los buscavidas, las mujeres fatales y hermosas… Un universo al que rindió un cariñoso homenaje en su novela El embrujo de Shangai (1993). 

En la obra de Marsé ha predominado siempre la ambigüedad de lo humano y la incertidumbre entre lo real y lo falso. Lo realmente acontecido y lo simplemente fantaseado. La piedad y la ternura solapándose con la crueldad y la injusticia. Pero en todos sus relatos anima una vibración moral que es la que mueve a la compasión por los perdedores. La de los vencidos abocados al fracaso, y condenados a sobrevivir como pueden. Y también la delgada línea que separa a menudo en la vida a los vencedores de los vencidos. Por el mosaico que componen sus novelas desfilan toda suerte de personajes; las clases y grupos ideológicos más variados: burgueses universitarios cultivados y chorizos callejeros, «progres» y pijos frívolos y superficiales, los últimos maquis, o catalanistas de izquierdas y proletarios (porque, a pesar de los tópicos, no todos los catalanes han sido burgueses), y los niños y adolescentes de los barrios pobres cuyas sombras se proyectan sobre la ciudad de Barcelona hasta hoy mismo. Todo ello, por supuesto, aderezado con su extraordinario oído para captar el habla coloquial de las gentes. Marsé compuso, en definitiva, una auténtica «comedia humana» barcelonesa a lo largo de más de cincuenta años. 

La recreación artística de la realidad es imprescindible para acercarnos a verdades morales que nos cuesta percibir cuando la realidad se nos muestra en bruto. En estos últimos años en Cataluña somos muchos los que nos hemos preguntado por quiénes somos, en esta especie de guerra fría (a veces caliente) de banderas, pasados e identidades. La obra de un novelista como Juan Marsé no es mal lugar para empezar a recordar, o a aprender, de dónde venimos todos. Porque sus novelas son mucho más que el rescate de la memoria colectiva, son muestra vivificante de ese mágico proceso de alquimia en el que la realidad, al incorporarse a la ficción, deviene más real y se grava con más fuerza en nuestra inteligencia. «La literatura es una lucha contra el olvido, una mirada solidaria y cómplice a la alegría y al fracaso del hombre, una pasión y un empeño por fraguar sueños e ilusiones en un mundo inhóspito», declaró en una ocasión el propio Marsé. En esta época en que la literatura se está viendo relegada cada vez más al mero nivel de un entretenimiento entre muchos otros, y se ve obligada a competir con videojuegos y redes sociales, no es ocioso volver a rememorar la obra y las palabras de este maestro de escritores que nos enseñó que la verdad se descubre gracias al trabajo afín de la memoria y la imaginación. Esa palabra verdadera que resiste al paso del tiempo. 

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