Viene de «Jaime Gil de Biedma, el gran seductor (1)»
Resulta curiosa la pulsión sentimental que transmite un hombre que reconocía todo tipo de limitaciones y obstáculos a la hora de escribir. Por ejemplo, en más de una ocasión manifestó que en su poesía no había más que dos temas, el paso del tiempo y él mismo. Una afirmación que funciona como alegoría de un modo de escribir —máximo significado, medios mínimos— que contiene dos contradicciones de diferente escala —ambos temas son uno solo, ambos temas abarcan muchos más— y que esencialmente dibuja una realidad muy difícil de discutir. La conjunción de concisión, complejidad, juego y honestidad se acaba volviendo irresistible.
A la aparente escasez temática que acabamos de mencionar se unía un demencial nivel de autoexigencia, que le llevaba con frecuencia a meditar durante meses la elaboración de un poema de unos pocos versos. Para Gil de Biedma, la composición de un poema, en su estadio más primigenio, no tenía mucho que ver con la voluntad; el poema crecía dentro de él, y pasado el tiempo le obsesionaba tanto que debía acabar dejándolo salir de algún modo. Entonces llegaban las sucesivas versiones escritas e inmediatamente destruidas, las horas o días de maduración mientras la mente consciente realizaba tareas sencillas —componía incluso mientras tomaba parte activa en reuniones de trabajo— y la versión final, en la que cada palabra, cada acento y cada pausa estaban terriblemente medidos para producir, por una parte, la impresión de espontaneidad que ha resultado tan importante en la popularidad de su obra, y por otro una profundidad, un subtexto siempre sutil y oculto a primera vista, que dota a sus poemas de un espesor conceptual y afectivo que los distingue. Un mecanismo muy bien descrito (o metadescrito) en su poema «El juego de hacer versos», donde compara con picardía la composición poética con el vicio solitario, y muestra una variación de tono desde el lúdico «resultado de mucha vocación y un poco de trabajo» hasta los versos finales donde se respira la tragedia y el derrumbe de «esta vida que se nos hace pedazos».
A la involuntariedad que imposibilitaba una producción abundante, se unían otras restricciones. Por un lado, Gil de Biedma no consideraba el castellano —su lengua materna, a pesar de ser catalán, y de la cual gozaba de un conocimiento enciclopédico— como un idioma apropiado para escribir poesía. Sin llegar a los extremos de boutade de un Borges, lanzaba con frecuencia diatribas hacia el instrumento del que disponía para escribir, acusándolo de pobreza vocálica, vulgaridad de la rima aguda, excesiva afectación en la esdrújula, palabras demasiado largas o necesidad de escribir demasiado para expresar una idea. Estos motivos le llevaron a renunciar casi siempre a la rima —y totalmente a la consonante— en una poesía que, salvo raras excepciones, se basó en el verso libre de base endecasilábica, y muy raramente recurrió al versículo, en poemas donde se adivina una potente influencia del Dámaso Alonso de Hijos de la ira. De hecho, el propio Gil reconoce la influencia de Alonso en su concepción de la estructura del poema, aunque fue Jorge Guillén el miembro del 27 que más le impactó. De hecho, llegó a manifestar que se pasó tres años de su vida sin despegarse de Cántico.
Ya que hemos llegado a este punto, y si tenemos que hablar de influencias, a los nombres anteriores deberían sumarse principalmente los de Auden y Baudelaire. Del autor de Las flores del mal, a quien Gil de Biedma leyó y estudió devotamente en su juventud, se quedó sobre todo con las correspondencias —los símbolos que surgen de la naturaleza y que reflejan una unidad de significación— , el modo de relacionar dentro del poema ideas, sentimientos y modo de actuar, una aproximación muy cerebral a la sexualidad, y una devoción por el contexto urbano que resultó particularmente clave para enganchar a un público que comenzaba a vivir, sobre todo, en ciudades. De Auden, con quien se sentía bastante identificado desde el punto de vista afectivo y vital, adoptó una concepción del poema más basada en su resultado final como imagen de la experiencia —propia o vivida por el personaje que lo protagoniz— que en el uso de temas que clásicamente son considerados poéticos. También reconocía influencias de Bousoño, fray Luis, Eliot, Manrique o John Donne, y hay ciertos poemas donde puede rastrearse a Darío, a veces pervertido vía una ironía amarga —«Años Triunfales»— o una modificación del sujeto: diríase que la dama joven separada del poema, su querida Bel, fuera un pobre despojo de la Margarita Debayle que cantó Rubén. La dureza crítica de Gil de Biedma se aprecia igualmente en las diatribas que dedicó a algunos escritores, como Pound, Juan Ramón, Mallarmé o Blas de Otero o en el feo asunto de Costafreda. Cuando quería podía ser durísimo, y su exigencia literaria era legendaria.
La otra restricción que llevó a Gil a escribir muy poco fue la cuestión de la identidad, combinada con su horror a la madurez, un tiempo para él caracterizado por el aburrimiento, la percepción devastadora de una biología descendente, o el progresivo desinterés destiñendo las noches de los sábados. El poeta escribió la mayor parte al final de su juventud, impulsado por un deseo de leerse a sí mismo —un narcisismo que el autor veía muy próximo al autoodio—, como una empresa de salvación personal, y también para construir un personaje literario que corría paralelo a la búsqueda de la propia identidad; algo como el Mairena de Machado o los heterónimos de Pessoa, pero sin un desdoblamiento tan radical. Cuando el personaje real asumió la identidad inventada como parte de sí mismo, el deseo de escribir desapareció. Llegado a esta fase, Gil de Biedma asumió que solo podría escribir poesía siendo muy viejo, y solo si era capaz de afrontar asuntos directamente destructivos como la proximidad de la propia muerte, la rabia de pensar que la vida no sirvió para nada, o el temor a la vejez y la incapacitación. Pero murió demasiado joven para llegar a ese punto.
Parece claro, pues, por qué Gil de Biedma dejó una obra tan exigua. Pero también debe serlo la necesidad vital que le empujó a escribirla, y el modo exageradamente perfeccionista en que que asumió la tarea. Combinado este planteamiento con su capacidad de introspección, su lucidez y su dominio del idioma, el resultado solo podía ofrecer una calidad excepcional. Por ello, no es extraño que se considere a Gil de Biedma poeta mayor de referencia en los dos temas que más le interesaron, y que ya hemos mencionado un poco más arriba: el paso del tiempo, y también él mismo, considerado principalmente como sujeto emocional, sentimental, afectivo y sexual, y en en alguna época muy concreta, social. Un sustrato temático de enorme riqueza, que el poeta dibujará con abundancia de matices, una cierta ironía como antídoto para la distancia no siempre posible, y una actitud donde la celebración de la vida y los placeres se encuentran frecuentemente teñidas de amargura ante sus consecuencias y añoranza ante su pérdida.
Gran parte de la obra de Gil de Biedma envía ecos del manriqueño «cualquier tiempo pasado fue mejor». Sin embargo, el blanco de la nostalgia, el modelo de referencia, deviene cambiante a lo largo de toda ella. En Compañeros de Viaje, por ejemplo, encontramos poemas rememoratorios bastante concretos, como «Noches del mes de junio» o «Ampliación de estudios», yuxtapuestos al ya mencionado «Infancia y confesiones» —donde la inquietud envenena el recuerdo— o «Vals del aniversario», impregnado de tal decepción que no parece haber sido escrito por una persona de treinta años. Recuerda, en cambio, anuncia ya un miedo mucho más metafísico a la edad madura, que se irá concretando en sus siguientes libros. Más sucios de experiencia, y por tanto de pesar, aparecen poemas como «Nostalgie de la Boue», «Artes de ser maduro» —donde aparece el «soldado de la guerra perdida de la vida»— el sarcástico y amargo «Himno a la juventud», o «Ultramort», un homenaje emocionado a un lugar del Ampurdán donde se refugiaba el poeta en sus peores años, y cuyo nombre proviene, proféticamente, de «Buitres muertos». Un ciclo temático que culmina en «No volveré a ser joven», el poema favorito del autor, y una de esas obras universales, inmunes al olvido, que permanecen para siempre en la memoria del lector. No es tan extraño que, después de componerlo, Gil de Biedma pasase años sin volver a escribir.
Otra parte importante de la obra del poeta está dedicada a la poesía social de raíz histórica, aunque siempre tamizada por la distancia, y sometida a un punto de vista furiosamente personal que la alejó de referentes del género como Blas de Otero o Celaya. Como otros compañeros de generación, Gil de Biedma asume cierta culpabilidad por su origen acomodado —que sin embargo saltaba a la vista en su día a día personal, otra contradicción— y desde este punto de partida, escribe sobre la situación de España en poemas sin concesiones, traspasados con frecuencia por un dolor casi unamuniano, y repletos de dardos envenenados que le causaron bastantes problemas con la censura. Quizá su poema más conocido en este contexto sea «Apología y petición», donde adopta —con cierta retranca— la rígida forma de la sextina provenzal para realizar un poderoso diagnóstico de la situación real de la España en la que el franquismo celebraba sus veinticinco años de paz. Encontramos ironía punzante y oblicua en «El arquitrabe», mientras que poemas como «En el día de los difuntos», «Lágrima» o el romance «Piazza del Popolo» transmiten una desolación y una piedad que por momentos —dolor de tantos hombres que los siglos arrastran por los siglos— se vuelve casi insoportable. Una forma peculiar de interpretar el marxismo recorre estos poemas y otros más calmados —y en algunos casos, más efectivos— como «Barcelona ja no és bona» o «Durante la invasión». Sin embargo, no hay que olvidar que el poeta se mostró muy crítico con la REF del marxismo, que consideraba, con Válery, válida en el «arte» del profetizar el pasado. Gil de Biedma, de hecho, no fue admitido en el Partido Comunista, a pesar de que contaba con bastantes contactos en él, y la última parte de su obra apenas contiene referencias de tipo político o social. Como en otras cuestiones más personales, lo abatía el desencanto.
Si Jaime Gil dejó una impronta inolvidable con sus tratamientos de los temas que acabamos de describir, es su poesía amorosa y sentimental la que le ha granjeado su inmensa popularidad, y un fenómeno fan inédito en tiempos en que la poesía supone una fórmula de expresión muy minoritaria. La sinceridad de verter en su poesía lo que amó y sufrió, la racionalidad lúcida para desentrañar y desmenuzar los sentimientos, el torrente emocional que frecuentemente se desparrama de una expresividad que pretende ser contenida, y la capacidad de orfebre para integrarlo todo este material poético encuentra parangón en español en el último siglo. En efecto, el caleidoscopio amoroso que elaboró Gil de Biedma abarca todo tipo de sentimientos: la amistad y los momentos inolvidables que vivió en su juventud con Barral, Ferrater y otros exponentes de la gauche divine están retratados en sentidos poemas como «Amistad a lo largo», «Conversaciones poéticas» o «En el nombre de hoy»; el recuerdo del escarceo que quema el recuerdo, en «París postal del cielo» o «Desembarco en Citerea»; el frenesí sexual de «Peeping Tom», que lleva al extremo en «Loca», un escalofrío de ira e histeria que parece querer escaparse de la página; el placer inmediato y urgente se respira en «Idilio en el café», redactado en parte con escritura automática, hasta llegar a la pura adoración de la belleza, que exuda sensualidad en «Un cuerpo es el mejor amigo del hombre». Seguramente, la poesía de Jaime Gil alcanza su cenit en «Pandémica y celeste», a primera vista una justificación de la infidelidad, en realidad una epopeya valiente, exacta y descarnada de todo el ciclo de una relación sentimental. Una obra maestra en la que encuentra identificación todo aquel que haya amado mucho y que esté dispuesto a acercarse a él desnudo de cintura para abajo, y una vez agotado el tema de la vida.
El gran seductor, el hombre que con vida y obra volvió incondicionales a tantas personas y se ganó un lugar preferente en la historia de literatura española, murió en Barcelona en 1990. No llegó a la vejez que tanto le asustaba, pero sí apuró hasta la última gota esa madurez para él tan indeseable. Al menos, en su querida Ultramort, pudo pasar muchos de sus últimos días terminando su vida como siempre quiso, y dejó escrito para siempre, negro sobre blanco:
… en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
No hay mejor manera de concluir.
Simplemente delicioso. Lo mejor que he leído en poco espacio sobre el monstruo.
Enhorabuena
Bienamadas imágenes de Atenas.
En el barrio de Plaka,
junto a Monastiraki,
una calle vulgar con muchas tiendas.
Si alguno que me quiere
alguna vez va a Grecia
y pasa por allí, sobre todo en verano,
que me encomiende a ella.
Era un lunes de agosto
después de un año atroz, recién llegado.
Me acuerdo que de pronto amé la vida,
porque la calle olía
a cocina y a cuero de zapatos.
¿Cuál es exactamente la «boutade» de Borges?
Entre otras muchas, decir que la traduccion de Jhonson al inglés del Quijote es infinitamente mejor que el original de Cervantes