Arte y Letras Historia

Galípoli, engaño y espantada (1)

Galípoli.
Soldados otomanos marchan sobre el puente de Gálata en diciembre de 1914, poco después de que Turquía entrase en la guerra. Fotografía: Getty.

Disculpará el compasivo lector la autocita, pero escribí en su día que Galípoli, más que un lugar, ofrecía al visitante la sugerencia de una idea de lugar. He aquí su estampa para los no iniciados. Entre los Dardanelos y el mar Egeo, no muy lejos de las míticas ruinas de Troya, la península de Galípoli —Çanakkale para los turcos— se convirtió en escenario de uno de los más épicos dramas sucedidos en la Primera Guerra Mundial. La sangría discurrió entre marzo de 1915 y enero de 1916.

Hoy por hoy, pasado más de un siglo de todo aquello, monolitos y cementerios ajardinados y distribuidos por toda la península recuerdan, junto al azul del mar, que Galípoli no ha dejado de ser desde entonces una inmensa tumba: 86 500 soldados turcos muertos, 14 000 franceses y 42 000 británicos, australianos y neozelandeses. De los 800 000 soldados que combatieron en la brecha de los Dardanelos, casi medio millón resultó herido, muerto, desaparecido o hecho prisionero.

Durante largos meses, más de los debidos, Galípoli ocupó mi mente y mi tiempo de forma casi obsesiva, lo que quedaría reflejado en el libro Viaje por Galípoli. La batalla sobre el tiempo (Pre-Textos). Lo escribí para conmemorar el primer aniversario de la batalla (1915-2015). Me resulta harto indecoroso hablar de ¡¡mi libro!! Pero he de decir que, con el paso de los años, todo o casi todo lo escrito por entonces en aquel grueso testimonio me parece ahora que pertenece a la obra de otro, alguien que se me antoja un absoluto desconocido, incluso un usurpador.

Grosso modo, la batalla de Galípoli discurrió como en el viejo cine de antaño: en sesión continua. El ejército turco otomano, asesorado por intendentes alemanes, logró resistir, por un lado, el intento de forzar los Dardanelos por parte de buques franceses y navíos de la Royal Navy británica. El plan, concebido por entonces por un jovencísimo Winston Churchill, acabó en fiasco. La mácula de Galípoli lo perseguirá durante toda su carrera política. El 18 de marzo de 1915 los aliados fracasaron en el intento por la vía naval. Los Dardanelos no fueron forzados y no pudo abrirse la ansiada brecha que habría de aliviar la carnicería del frente occidental en los cenagales de Bélgica y Francia.

Tras este primer fracaso (la Royal Navy quedó mancillada en su orgullo), se ideó una invasión terrestre por distintas playas de Galípoli. El desembarco por parte de británicos, franceses y aventureras tropas del ANZAC (Australian and New Zeland Army Corps) comenzó el 25 de abril de 1915. Tras casi nueve meses de trabados combates, Galípoli y sus tres cabezas de puente (bahía de Suvla, cala de Anzac y cabo Helles) se convertirán en una odiosa trampa y, al cabo, en un increíble moridero asomado al azul turquesa del mar Egeo. Ninguna playa resultó accesible y diáfana para un desembarco.

Los aliados evacuarán Galípoli tras meses de sangrientas refriegas. Todas ellas inútiles. Los turcos, entre los cuales brillará el aura de un tal Mustafa Kemal (el futuro Atatürk, padre fundador de la moderna Turquía), lograron resistir al enemigo con su extraordinaria capacidad de combate. Muchos de ellos lucharon con alpargatas y uniformes remendados.

Cuando al fin pudo ponerse fin a la desastrosa campaña, desde Londres, el War Cabinet hablará de «éxito total». Toda una ironía mayúscula. La evacuación de sus tropas se pudo llevar a cabo en secreto tras una vasta operación de repliegue. La derrota aliada en Galípoli pasará a los anales también por ser una de las tretas más asombrosas producidas en la historia militar.

Es, pues, lo que aquí nos concita: el arte del engaño que hizo posible que miles y miles de hombres pudieran abandonar Galípoli bajo el sigilo de la noche, sin que los turcos lo advirtieran desde los nidos altos de sus trincheras. Por todo ello, el gran fiasco se revistió de éxito al culminar el operativo. Pero atrás quedaron miles y miles de caídos, que fueron enterrados en cementerios aledaños a las trincheras (muchos otros quedaron inermes en tierra de nadie). Las tumbas fueron señaladas con cruces de palo y lajas traídas de las playas. Por su parte, algo faltos de delicadeza, los turcos inhumarán a sus muertos a través de grandes zanjas y fosas.

Galípoli.
Mustafá Kemal Ataturk, futuro presidente de Turquía, como comandante de la 19.ª División otomana en 1915. Galípoli.

El arte del fusil fantasma

La película Gallipoli, de Peter Weir (1981), protagonizada por Mark Lee y un jovenzuelo Mel Gibson, recrea con fidelidad lo que fue aquella carnicería. Buena parte de aquel estúpido horror, propiciado por el error táctico de los mandos, se concitó en la llamada cala de Anzac (una de las cabezas de puente del desembarco junto con la del cabo Helles y, más tardíamente, la de la bahía de Suvla).

A orillas del mar, australianos y neozelandeses tuvieron que sobrevivir largos meses en trincheras infames, excavadas sobre empinadas escarpas y terroneras de arcilla. Muchas de ellas se establecieron a escasísimos metros de las posiciones turcas, señalando lo que el tiempo convertirá en un lúgubre directorio del frente (Lone Pine, Courtney’s and Steele’s Post, The Nek, Quinn’s Post, Walker’s Ridge, etc.).

Sin embargo, el gran engaño que hará posible la evacuación de miles de soldados de Galípoli se muestra al inicio de otra película, El maestro del agua, dirigida y protagonizada por Russell Crowe. Tras arengar a sus hombres con gritos de «Alá es grande», el mayor turco Hasan ordena cargar a sus molidos soldados contra el enemigo. Muchos saben que morirán inútilmente, como viene ocurriendo desde hace meses. Pero, tras lanzarse a la carga entre la gritería y la ceguera del suicidio, los turcos descubren que las trincheras australianas se hallan increíblemente vacías.

Tras la sorpresa, observando los parapetos del enemigo, un avezado sargento repara entonces en un curioso artilugio: un fusil fantasma. Ordena retirarse de alrededor a todo el mundo. Podría tratarse de una trampa. Entonces comprueba de cerca el misterioso artilugio y hace disparar el fusil como prueba. «Malditos infieles», musita con irónica sonrisa de admiración.

Todo tenía su explicación. Como veremos, durante el mes de diciembre de 1915, las tropas del ANZAC que evacuaron el frente usaron todo tipo de simulacros y tretas para engañar al enemigo. Había que simular que desde sus trincheras aún se disparaba contra Abdul, el apodo que los australianos dieron a los turcos.

Estos disparos a la nada obedecían al ingenio: fusiles Lee-Enfield dotados de caserísimos temporizadores. A cada fusil se le endosó un par de latas con agua. Por el agujerillo inferior de la primera lata caía el agua en forma de gota malaya hasta que se rellenaba la segunda lata. El contrapeso permitía accionar el gatillo a través de un cordelito. Otra variante hacía posible los disparos fantasma a través de mechas y velas: quemado el mismo cordelito, el peso recaía sobre el gatillo y hacía disparar el fusil.

El asombrado sargento turco, como todos los demás, contempla poco después sobre el mar Egeo cómo los buques de la Royal Navy y todo tipo de navíos menores abandonan Galípoli rumbo a la isla base de Lemnos. El enemigo por fin se marchaba. Habían vencido. De inmediato prende el entusiasmo. Se agitan banderas turcas, se baila en corro y suenan trombones, tambores y platillos de la Mehter, la banda militar que el ejército turco usaba pintorescamente en campaña en ciertas ocasiones.

El fotograma que ilustra la huida de los buques de guerra es en buena parte una licencia del guion. Los hechos no discurrieron así estrictamente, al menos con las claras del día, a la vista del ejército otomano. Pero el detalle del fusil fantasma sí que está sacado fielmente de una de las decenas de artimañas que usaron los aliados para evacuar Galípoli a lo largo de diciembre de 1915 y los primeros días de enero de 1916.

Por otra parte, El maestro del agua responde a una historia real. Al término de la contienda, derrotado ya el Imperio otomano en la Gran Guerra, un padre australiano viajó a Estambul y a Galípoli, de acceso prohibido, para buscar a tres de sus hijos muertos en el enclave de Lone Pine (hoy por hoy convertido, como apreciará el visitante, en una enorme pradería de lápidas). Solo uno sobrevivió, pero se hallaba desaparecido.

La película resulta deficiente. Russell Crowe y Olga Kurylenko lucen sus bonitos perfiles para realzar un empalagoso romance (a ratos sonrojante). Pero sí hay pasajes y escenas que se acercan de forma fidedigna al drama de Galípoli. Casi toda la película discurre en 1919, cuando británicos y tropas del ANZAC, a través de una comisión de tumbas de la Commonwealth, deciden volver a Galípoli para desenterrar a sus muertos y darles digna sepultura en los distintos camposantos. Es la primera vez que un ejército se entregaba a la tarea policial y forense de reconocer huesos y calaveras a fin de dar nombre a sus caídos y honrarlos en el recuerdo.

Si de la península de Galípoli los aliados salieron honrosamente con el rabo entre las piernas, es porque hubo un día en que se propusieron invadirla y hacerla suya para apoderarse del nudo de los Dardanelos.

El desembarco en la estrecha y mostrenca cala de Anzac tuvo lugar el citado 25 de abril. Tras meses en los que esta cabeza de puente, junto con la del cabo Helles, se encuentra en punto muerto, el 6 agosto de 1915 se producirá un tercer desembarco aliado, esta vez al noroeste de la península, por la bahía de Suvla, el llamado Lago Salado y la llanura de Anafarta. Será, en consecuencia, el tercer fracaso, atajado en gran parte, una vez más, por la pericia militar de Mustafa Kemal.

De abril a bien entrado el otoño, Galípoli es una continua sucesión de ataques y contraataques funestos en todos y cada uno de sus frentes. En la zona de Anzac, el pico del desastre tiene lugar en el tórrido verano, tras el intento frustrado de tomar la cima de Chunuk Bair. Episodios cruentos como los producidos, entre otros, en Lone Pine, Walker’s Ridge o The Nek se suceden con su habitual saldo de muertos y heridos (en el ataque suicida realizado en The Nek, la música electrónica de Jean-Michel Jarre en la película de Peter Weir sirve de fondo al auto de fe de los soldados australianos).

Por su parte, en la zona más llana de Suvla, los combates por parte del ejército británico tampoco avanzarán. El infortunio y, de nuevo, la impericia de los mandos convertirán a este tercer y último frente en otra ratonera. Las playas en Suvla se transformaron poco a poco en fondeaderos, pantalanes y almacenes portuarios. La disentería, de inicio a fin, causará estragos.

Tras meses de combates, los nuevos soldados que llegaban en barcas a Galípoli desde islas próximas intuían ya de lejos cómo la península se hallaba cubierta por una especie de fosfón amarillento. Era como una capa tumefacta, a causa de los estragos de los combates y el aire a devastación que envolvía a lo que los periódicos australianos llamaban como «la más sagrada esquina de Australia».

(Continúa aquí)

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