«A mí el fútbol me gusta casi más que la vida…es una locura». Así habló Ferenc Puskás (Budapest, 1927-2006) en 1999, cuando ya llevaba muchos años retirado; cuando su panza se había curvado hacia fuera de tal forma que le impedía verse los pies, aunque ahí abajo permaneciera su pequeña zurda homicida. El futbolista autor de tan visceral y melancólica afirmación había formado con dos de los equipos que habitaron en la Arcadia feliz futbolera: la mágica selección húngara que se quedó sin corona mundialista, y el intratable Madrid que arrolló en el arranque de la Copa de Europa. Libra por libra, nadie como Puskás acumula méritos para convertirse en objeto de fabulación del aficionado nostálgico, ese que fantasea con un campo de sueños poblado de grandes de épocas pasadas de los que oyó contar historias. Puskás debería aparecerse como solía saltar al campo, siempre engominado, a poder ser en blanco y negro. Y sería inevitable sonreír al ver de nuevo el empeine humeante del futbolista con dos carreras, como explican los clásicos, que fue el «General Galopante» en la Hungría comunista, y que cuando se le hubo dado por retirado, regresó ya mayor y vestido de blanco para que la España franquista le bautizase como «Cañoncito Pum».
Porque aunque se le recuerde por su juego (y por su tripa), el regate seco y la precisión cartesiana, Puskás, dos rugientes sílabas que siempre resonarán a fútbol, fue el disparo. Por eso es inevitable el lenguaje bélico. Alguno golpeó tan fuerte como él a la pelota, pero ninguno de los que le igualó en potencia pudo hacerlo en exactitud. Y para los que gustan de constreñir el fútbol a cifras, el húngaro las saltó por los aires a cañonazos. FIFA le considera el mejor goleador del siglo XX, con 512 tantos en 528 partidos oficiales, incluidos 84 en 85 encuentros con su selección. Hizo cuatro goles en una final de la máxima competición europea de clubes (en uno de los partidos del siglo, el 7-3 del Madrid al Eintracht en 1960), y no contento con eso, tres más en otra (la que el Madrid perdió con el Benfica 5-3 dos años más tarde). Números inasibles para un futbolista cuya vida merecería ocupar una novela tan gruesa como la barriga que terminó por convertirse en su signo distintivo.
Ocsi, el de Kispest
Y eso aunque Puskás, en realidad, no era Puskás. La familia Purczfeld Biro cambió su primer apellido, de origen alemán, una vez comenzada la Segunda Guerra Mundial, época en la que convenía poco ser relacionado con el disparatado nazismo. El padre eligió Puskás; y Puskás en húngaro es arma de fuego, escopeta. Un motivo más para que cuando hablemos de él los balones silben como balas de cuero cerca de nuestras orejas…
En la década de los 30, las detonaciones ya no se escuchan con frecuencia en Budapest. Hungría se encuentra bajo la regencia de Miklós Horthy, noble capaz de sofocar con rapidez una revolución bolchevique que no se alargó más de seis meses en 1919. ¿Existirá alguna imagen del niño que juega en el barrio de Kispest, en la parte más humilde de la ciudad? El moreno Ferenc tiene un amigo rubio. Por la forma en que domestican su pelota, estos Zipi y Zape de la misma edad parecen pequeños diablos. Muchos años más tarde, habrán de enfrentarse con las camisetas del Madrid y el Barcelona: el inseparable de Puskás es nada menos que Laszi Kubala. Eva, hermana de Ocsi, como llamaban todos a Ferenc en la familia y el barrio, les recuerda a los dos sentados a una mesa para comer, mientras por debajo golpean el balón.
Con diez años, ya estaba enrolado en el Kispest, el club orgullo del barrio. La casa de los Puskás se situaba junto al estadio. En alguna ocasión en los partidos callejeros escapó el balón hacia su ventana y la madre, Margit, llegó a pegarle, pero tenía al padre, Ferenc, de su lado. Había sido defensa del Kispest y ahora era su entrenador, y fue el que propició el debut de su hijo. «Bozsik y yo jugamos juntos muy jóvenes en primera, en el año 42». Puskás Ferenc (en magiar el apellido se sitúa delante del nombre), que tenía dieciséi años cuando se estrenó en la máxima categoría, se refiere a Bozsik József, dos años mayor que él. Un talentoso centrocampista de físico discreto que se convertirá en su inseparable en la época de juventud, mientras Kubala va a parar a un grande de la ciudad, el Ferencvaros. La leyenda dice que a Ocsi le acusaban de lento, y que pretendió mejorar su velocidad corriendo junto al tranvía. Pero ocurrió que el fútbol tuvo que hacerse a un lado entre las preocupaciones de estos fenómenos en estado larvario.
Un club para un ejército
Hungría tampoco pudo sortear el horror de la Segunda Guerra Mundial. Los gobiernos dependientes de la regencia de Horthy se habían mostrado bastante cercanos a Hitler, como fruto de la presión económica y militar alemana, y Hungría hasta había colaborado en la invasión de Yugoslavia en 1941. Cuando el primer ministro Kallay contempló la posibilidad de una victoria aliada e inició un acercamiento hacia el otro bando, el Führer respondió en 1944 con una invasión que no tropezó con oposición. En noviembre, el gobierno quedó en manos del fascista Szalasi. Y comenzó la barbarie, trágico escenario Hungría de la batalla entre las fuerzas del Eje y el ejército soviético. Puskás fue uno de los ciudadanos de Budapest que sufrió un asedio terrible, hasta que en la primavera de 1945 los soviéticos tomaron el poder.
Dio inicio entonces la reconstrucción. Pero las carencias no aminoraron la pasión por el fútbol. En el marco de la Hungría comunista, el recién nombrado seleccionador Gusztáv Sebes, que compaginaba el cargo con el de viceministro de deportes, iba a impulsar el nacimiento de un club legendario. Sebes pretendía que la selección se nutriera de jugadores de solo dos equipos, a imitación de lo que había hecho en la década anterior Italia, vencedora en dos campeonatos del mundo. A comienzos de 1949, Hungría comienza la nacionalización de sus clubes de fútbol. El MTK pasa a depender de la policía secreta. Como el Ferencvaros desprende un aroma demasiado nacionalista, el Kispest AC es el club elegido para el ejército. Desde entonces, se llamará Honvéd, «defensor de la patria». Al antiguo uniforme rojinegro, le sustituye uno nuevo de camiseta roja y calzón blanco.
Sebes se preocupa por reunir en el nido de Puskás y Bozsik a algunos de los mejores polluelos. Del Ferencvaros llegan Zoltan Czibor, Sandor Kocsis o Laszlo Budai. Gyula Lorant lo hace del Vasas, donde había coincidido con Ladislao Kubala, con el que comparte historia. Kubala nunca fue reclutado para el Honvéd al haberse decidido a marchar del país en enero de 1949, disfrazado de soldado en un camión con matrícula soviética. Lorant fue detenido poco después cuando intentaba emular a su compañero. Llegó a pasar varios meses encarcelado, y fue liberado gracias a la intercesión del propio Sebes, que le consideraba crucial para su esquema.
Así arrancó el Honvéd su edad dorada. A lomos de la inspiración goleadora de Puskás, comenzó a sumar títulos de liga por aplastamiento: cinco entre el 50 y el 56. El diez fue máximo goleador en cuatro ocasiones, siempre como interior izquierdo. Y tan terrible como su disparo a puerta, en movimiento o con el balón parado, era su mirada al compañero cuando erraba un pase fácil. Se le empezó a conocer como el «General Galopante», aunque el rango que tenía en el ejército era el de coronel, y departía en las recepciones con los grandes de la patria. Su nombre y el del Honvéd se hicieron populares entre los aficionados del continente. En 1950, se casó con Erzsébeth Hunyadvary, antigua jugadora de balonmano del Kispest. Juntos tuvieron una hija, Aniko.
Magiares llenos de magia
El primer jalón llegó en los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952 (Hungría, como otros países europeos, rehusó participar en el Mundial del 50), en los que los jugadores húngaros pudieron participar por ser amateurs. Puskás, que había debutado en 1945, se desencadenó a zapatazo limpio. Hungría le hizo siete goles a Turquía en la clasificación, y seis a Suecia, entonces una potencia, en semifinales. En la final contra Yugoslavia, Kocsis, excelso cabeceador, marcó el 1-0, y Puskás el gol del triunfo final por 2-1. Los dos destacaron en el ataque junto a la figura del MTK, Nandor Hidegkuti. Los espectadores que observaron a Puskás como capitán en lo más alto del podio, estaban asistiendo al alumbramiento del Aranycsapat, el equipo de oro, un bloque que se convertirá en el elemento propagandístico idóneo para inflamar el orgullo patrio. Los jugadores no recibieron recompensa en efectivo, pero a cambio se les otorgó como regalo la propiedad de algún negocio. A Puskás le correspondió una ferretería, en la que dicen mataba el tiempo jugando a las cartas con amigos, sin prestar atención a la recaudación.
Aquel conjunto casi sagrado iba a cometer una profanación. El 25 de noviembre de 1953, ante ciento diez mil espectadores y con las torres gemelas del viejo Wembley londinense como testigos. A Inglaterra, que presumía de inventora del fútbol, la dirigía una leyenda, sir Walter Winterbottom. Jamás nadie la había vencido en su terreno: ahí el quid de la cuestión de aquel partido, amistoso solo sobre el papel, histórico y seminal en la historia del fútbol.
Los ingleses dispusieron la formación WM que Chapman había popularizado con el Arsenal en los años 20. Pero Gusztáv Sebes (que siempre señaló como uno de sus maestros al inglés Hogan, entrenador del MTK muchos años antes) destrozó a su adversario con un movimiento: retrasar a Hidegkuti desde la posición de teórico delantero centro. Algo que sublimó Di Stéfano en el Madrid, algo que Messi tomó como costumbre en el Barcelona. La defensa inglesa se iba a encontrar perpleja sin ariete al que marcar. Puskás recordaba la charla de su técnico antes del partido: «Sebes habló, todos estábamos en silencio. Debíamos ayudarnos y usar la cabeza». Hidegkuti, cinco años mayor que Puskás («muy inteligente», según su compañero), iba a completar una actuación memorable.
«Mirad ese tipo gordito», dicen que se oyó desde la grada cuando alguien oteó a Puskás. A los treinta minutos, el gordito y los suyos ya ganaban 1-4. La sensación entre los pros era que los húngaros acababan de aterrizar en un platillo volante. El tercer gol, obra de Puskás, fue un prodigio. Dentro del área, escorado a la derecha, amagó el disparo con la pierna izquierda; el capitán inglés Billy Wright entró como una locomotora, pero Puskás pisó el balón hacia atrás, y Wright pasó de largo, «como un camión de bomberos que acude al incendio equivocado», según Geoffrey Green en The Times. La pelota quedó orientada y Puskás ejecutó un zurdazo a la escuadra izquierda de Merrick. Szepesi, comentarista húngaro, llegó a sugerir la posibilidad de colocar una placa en Wembley como recordatorio del tanto.
El resultado final de 3-6 (tres Hidegkuti, dos Puskás, uno Bozsik), fue engañoso. Hungría remató a puerta treinta y cinco veces, por cinco de los ingleses. Los Stanley Matthews, Wright o Ramsey, futuro campeón del mundo como seleccionador inglés en 1966, fueron desarmados, y la WM pasó a mejor vida. «Ayer, en una tarde gris e invernal, en el estadio de Wembley, sucedió lo inevitable», se rindió Green en The Times. «Pensamos que íbamos a destrozar a unos jugadores que no eran profesionales, que pertenecían al ejército. Fue absolutamente al revés. Un solo partido cambió no solo mi forma de pensar, sino la de todos», observó Bobby Robson, espectador aquel día. Cuando el tren con los jugadores húngaros arrancó, la estación Victoria estaba llena de aficionados ingleses todavía deslumbrados por lo ocurrido. El regreso fue una celebración. El equipo, al que ya se conocía como los «mágicos magiares», fue vitoreado en París y Viena, antes de la llegada a Budapest, donde aguardaban treinta y cinco mil personas.
«Al verles jugar, me preguntaba que habíamos estado haciendo todos esos años». La frase es de otro histórico futbolista inglés, Tom Finney, que también había estado en la grada de Wembley. Desgraciadamente para él, Finney sí fue incluido en el equipo (seis de los titulares en la derrota de Londres no volvieron a ser llamados nunca a la selección) que el 23 de mayo del año siguiente devolvió la visita a los húngaros. Un triste honor: la mayor derrota inglesa hasta hoy, 7 goles a 1 en el Nepstadion, con dos de Puskás (que volvió a marear a Wright, esta vez con el adorno de un túnel), dos de Kocsis y uno de Hidegkuti. La afrenta refrendada.
(Continúa aquí)
Esperando la segunda parte. Solo recordar por enésima vez que la selección inglesa tiene por apodo Three Lions, los del escudo de su federación, y no el consabido pros o pross, que algún iluminado debió popularizar para equivocó del resto. Se non e vero, e ven trovato, ya se sabe…
Puskas es un jugador totalmente infravalorado. En mi opinión está por encima de Di Stefano.
Hay q tener en cuenta que cuando puskas llegó al real Madrid con 20 kilos de más,mayor y después de casi dos años retirado consiguió ser varios años el máximo goleador del equipo siendo clave en las finales de copa de europa. Si un jugador en decadencia al 20% de su mejor versión era capaz de estar al nivel de un di Stefano en su mejor momento qué no sería capaz con 20/25 años y delgado.
Además fue subcampeón del mundo y oro en juegos Olímpicos,es decir mucho más de lo que logró di Stefano a nivel de selecciones.
Totalmente de acuerdo. Y llegó con 31 palos ya (en una época en la que la mayoría de los jugadores se retiraban no mucho más allá) y después de 2 años sin jugar como bien dice.
Y jugó hasta los 39, que se dice pronto…