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Creo que fue en 1986 cuando dejé de trasnochar y empecé a levantarme a las cinco de la mañana. A esa hora me tomaba un café bien cargado y con la cabeza despejada escribía en silencio y sin interrupciones hasta las nueve de la mañana, momento en el que me sumaba a la corriente laboral de las personas normales. Recuerdo muy productivas aquellas horas de trabajo. El silencio y la ausencia de distracciones y estímulos facilitaba la concentración. Algunas veces, cuando la mañana se daba mal, dedicaba ese tiempo a leer. Y la lectura también me cundía, porque a esas horas no había nada fuera del texto que reclamara mi atención.
Cuando dos años después me marché con una beca a Estados Unidos, aquel hábito de levantarme temprano me permitió escribir una novela sin descuidar la preparación de las clases ni los estudios de doctorado. No sé cuánto le debe aquella primera novela, tan española, al hecho de haberla escrito fuera de mi país, a la sensación de estar lejos de casa. Mi contacto con España se reducía entonces a los periódicos atrasados que llegaban a la hemeroteca de la universidad y a una radio de onda corta, en la que oía los partidos europeos del Real Madrid. Y a las cartas de los amigos. Recuerdo la ansiedad con la que esperaba todos los días la llegada del cartero, y el amor que sentía por aquel empleado cuando dejaba correspondencia en el mail box. Regresaba a España con la sensación de haberme marchado muy lejos y de haberme desvinculado de mi país completamente. Por eso me pregunto cuánto tuvo que ver en la escritura de mi primera novela no solo la saludable sensación de lejanía, sino también la agridulce constatación de que el mundo al que yo pertenecía había seguido girando en mi ausencia y me había dejado fuera.
Así era, me acuerdo perfectamente, el mundo desconectado.
La llamada revolución tecnológica empezó para mí en 1991, el año en el que envié mi primer correo electrónico. Lo sucedido desde entonces hasta hoy es bien conocido. Tras el correo vino el desarrollo de la World Wide Web y la implantación del móvil, que en estas décadas se ha desarrollado hasta convertirse más que un potente ordenador de bolsillo en una prolongación de nuestro cuerpo. Luego aparecieron los primeros clientes de conversación, los primitivos chats, y las sucesivas versiones del Messenger. A continuación Google irrumpió en nuestras vidas y aparecieron las redes sociales con Facebook y Twitter a la cabeza. Hoy cualquier información está disponible en cualquier momento y cualquiera puede acceder a casi cualquier dato desde casi cualquier parte del mundo. Pero no solo es la información lo que está disponible; también lo estamos las personas, que tuiteamos o colgamos fotos en el Instagram a cualquier hora, recibimos sin tregua llamadas al móvil, enviamos correos electrónicos sin descanso y estamos permanentemente localizables a través del Whatsapp o de los mensajes de texto.
En mi caso esta revolución de las comunicaciones ha empeorado muchos aspectos de mi vida. Me sigo levantando a las cinco de la mañana, pero ya no me pongo a escribir inmediatamente como hacía antes; primero leo la prensa digital, luego contesto correos electrónicos y si la mañana se da mal, no me pongo a leer, sino que escapo por la ventana de Google y no regreso hasta pasadas las nueve de la mañana, cuando ya es muy tarde para seguir escribiendo. Algunas veces he conseguido no ser abducido por internet, y me he sentado a leer, pero mi relación con los libros tampoco es la misma: tengo menos paciencia, y a menudo, cuando un libro no me engancha, me sorprendo consultando el correo, o el Facebook, o el Twitter a intervalos alarmantemente cortos.
Ya sé que al hablar de este asunto es obligatorio decir, si no quieres que te tachen de hereje y de tecnófobo, que las-ventajas-de-la-revolución-digital-son-evidentes. Sin duda. Como todos los tópicos, este también tiene algo de verdad: ya no necesito ir a la Biblioteca Nacional para consultar su catálogo, y hasta puedo descargarme algunas primeras ediciones que antes solo podía consultar si me acercaba hasta allí. Puedo escuchar todas las canciones del mundo, y descargarme películas. También puedo comprar ropa y pagar las multas sin moverme de casa. Si me quedo tirado en la carretera puedo llamar a la grúa con mi móvil y ponerle un mensaje a mi familia para que no se preocupe. Además puedo abrir un blog y dirigirme a la humanidad entera: la publicación ha dejado de ser un privilegio para estar al alcance de cualquiera. Ah, y también hay que decir que en la llamada Primavera Árabe las redes sociales desempeñaron un papel tan importante como el que debió de desempeñar el boca a oreja en la Revolución francesa o el teléfono fijo en Mayo del 68, aunque estos medios de comunicación no han gozado del mismo prestigio que las convocatorias por Twitter.
Pero basta de ironía. Claro que el desarrollo de las comunicaciones y de los electrodomésticos ha hecho más cómodas nuestras vidas. Pero también es cierto que, como sucede con todos los cambios tecnológicos, la revolución digital se ha llevado por delante viejos hábitos del siglo XX, que echo de menos a comienzos del siglo XXI. A veces, por ejemplo, me gustaría estar ilocalizable. Ilocalizable quiere decir que la recepción de los mensajes de texto no sea obligatoria o que podamos ignorar una llamada de teléfono sin que el número entrante quede grabado en nuestro terminal y sin que la obligación de devolverla recaiga sobre nosotros. Y también echo de menos los viajes que hacía cuando el mundo estaba desconectado. Alejarme sin tener a mi disposición en todo momento y en cualquier lugar la radio, la televisión y la prensa de mi país. Y me gustaría recuperar la atenta lectura en silencio sin padecer ese síndrome de abstinencia que desde hace unos años se apodera de mí cada vez que leo en papel. Como si mi cerebro se hubiera acostumbrado a esa perversa estructura de estímulos permanentes con que se presentan los contenidos en internet, y ya no soportara una superficie de cristal o de papel sin pop-ups, sin mensajes entrantes, sin menciones en el Twitter o avisos del Facebook. Me gustaría también volver a levantarme a las cinco de la mañana como hace treinta años: sin correos electrónicos, sin noticias actualizadas, sin conexión, sin nadie.
Amén.
Disculpen oero quien firma?
Antonio Orejudo
Pues a mí me encantaba estar conectados
Uy, éste parece un mensaje capcioso :O
A todo lo demás leído en éste artículo, no puedo estar más de acuerdo. De nada sirve saber que estamos enganchados cuando ya estamos tan alterados que no sabemos «frenar» tanto estímulo.
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