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Elegía del reloj mecánico (1)

Elegía del reloj mecánico
DP.

El 26 de abril de 1968 el Consejo de Estado suizo anunció la suspensión de los concursos anuales de cronometría que se habían ido celebrando en Neuchâtel, en la categoría de reloj de pulsera. Estos concursos, ideados para certificar la exactitud de los relojes mecánicos, habían ratificado durante décadas la hegemonía apabullante de la industria suiza. Terminaron para evitar una humillación previsible si se enfrentaban con los recién llegados relojes japoneses de cuarzo, diez veces más precisos que el mejor reloj mecánico. Finalizaba una época gloriosa que había comenzado ocho siglos antes con la invención del mecanismo de escape y regulador. Los relojes mecánicos ya no eran la mejor forma de medir el tiempo. Cuando Patek Philippe no pudo presumir de ser el reloj más fiable, no le quedó otra que hacerlo de su enorme precio. Un Patek Philippe te dice «quién eres» —anunciaron—, demostrando que apostaban, ya sin careta, por su función como símbolo de estatus. Seguían siendo, siguen siendo, magníficos relojes, pero ya no eran aquellos relojes. El predominio del reloj de cuarzo tampoco durará. Sostengo que se puede decir que el reloj está muriendo. Por eso es un buen momento para hablar de él.

No hay muchos inventos en la historia de la humanidad tan trascendentales como el reloj mecánico, y no creo que haya alguno que le haga sombra. Un amigo, al que pedí opinión sobre algunas cuestiones de las que hablaré en este artículo —y gracias al cual ha mejorado sustancialmente—, me dijo que solo a la adopción de la numeración posicional indoarábiga se podía atribuir un impacto más decisivo, aunque ¡eso no es una invención! Dejando al margen la cuestión algo banal de las clasificaciones, es posible que la expansión del uso del reloj mecánico sea una de las razones decisivas de la primacía industrial y económica de Europa. Sé que esta es una opinión que sorprenderá a muchas personas, pero merece la pena exponer en qué me baso.

Estamos acostumbrados, desde que nacemos, a la red que crea la medición del tiempo, a que nuestras actividades estén sujetas a un horario que es universal y público, pero que puede ser reproducido privadamente. Esto no fue siempre así. El mundo rural, sobre todo, y el urbano hasta el desarrollo del reloj mecánico, se regían por hechos naturales periódicos: el día y la noche, las estaciones. Dentro de esos márgenes cambiantes la vida se desarrollaba. Nos cuesta hoy concebir un mundo así porque una hora dura siempre sesenta minutos. Antes del efecto unificador del reloj la hora era una fracción del día y de la noche, y un doceavo de día no da un tiempo igual si el día es más corto, como sucede en invierno. No había, por tanto, menos horas invernales, como ahora; simplemente eran más breves que las estivales. Variando día a día, las horas diurnas y nocturnas solo se hacían iguales en los equinoccios. Conforme a esa tradición, cuando se inventaron los primeros relojes mecánicos no se pretendió mantener una medición constante y permanente de horas iguales, sino que funcionaron más como cronómetros que se ajustaban a las variaciones estacionales de las horas de luz y de oscuridad. Sin embargo, el invento tenía una potencialidad tan enorme que fue ahormando nuestra vida a sus divisiones.

Así, los primeros relojes sirvieron para avisar a los monjes del transcurso de las horas canónicas, de forma que pudieran cumplir con su deber principal, cantar al Señor en los oficios, intercalando entre ellas las obligaciones mundanas de la vida monástica. Luego, en las ciudades, los relojes de torre fijaron los momentos comunes: la apertura y cierre de las puertas de la ciudad, el comienzo y fin de los mercados, las asambleas o el toque de queda. Los dueños de los talleres y pequeñas industrias cedieron a la tentación de usar el reloj para controlar a sus empleados. Mientras el artesano pudo entregar el producto terminado —elaborado a menudo en casa— y cobrar por ello, decidiendo cuánto tardar según sus necesidades de dinero, el «patrono» no tuvo forma de incentivarle. Pagar más no servía, porque el artesano podía decidir ganar lo mismo produciendo menos. El reloj fijó la jornada de trabajo dentro de unos límites, en recintos comunes, y unificó la cantidad de producción por trabajador. No es extraño que durante la Edad Media, en muchas ciudades, se repitiese un modelo de queja de los obreros manuales: la manipulación de los relojes por los empresarios. Y tampoco lo es que en las revueltas ciudadanas los primeros candidatos a ser destruidos fueran precisamente esos caros artefactos.

Los relojes eran públicos, pero muchos de ellos solo servían para ciertos gremios: así, en Bruselas, al alba sonaba la joufvrouwenclocke; la werckclocke anunciaba el comienzo del trabajo, aunque no para los tejedores que debían esperar a la drabclocke, ni para los zapateros y tapiceros, que lo harían con los sones de la lesteclocke. La mezcla de sistemas de medición provocaba problemas que se solucionaron creando un tiempo igual, una hora de sesenta minutos que no variase con el transcurso de las estaciones y que permitiese fijar horarios generales a los que pudieran ajustarse las tareas de todos los miembros de la comunidad. En particular, ese horario común facilitó el desarrollo del comercio y del transporte. La hora, sin embargo, seguía siendo local, distinta de la de las restantes ciudades, aunque estuviesen a poca distancia. Esto no planteó muchas dificultades mientras los medios de transporte fueron lentos. Los comerciantes viajaban con sus caros relojes de carruaje y con tablas de conversión de lugar a lugar para perder el menor tiempo posible. El ferrocarril impulsó el siguiente paso. 

Gracias a la invención del telégrafo, la compañía de ferrocarriles que unía Londres con el noroeste de Inglaterra pudo, en 1837, crear una hora «oficial» para los trenes que circulaban por esa vía, diferente de cada hora local. Esa práctica se extendió añadiendo horas «oficiales» de vías férreas, hasta que se unificaron a partir de 1847, cuando la British Railway Clearing House aconsejó usar solo la hora de Greenwich. Que la hora de los ferrocarriles se convirtiese en la única era inevitable. Reino Unido fue el primer país que estableció una hora nacional, pero pronto fue imitada. Algunos países, como Estados Unidos, Canadá o Rusia, se encontraron con la dificultad, a la hora de aplicar esta medida, de su enorme tamaño y el problema de un desajuste excesivo de la hora oficial respecto de la solar. Para solucionarlo se crearon los husos horarios, la fijación artificial de la hora en zonas más o menos superpuestas a las que resultaban de una división en veinticuatro meridianos. La racionalidad de este sistema lo convirtió en objeto de acuerdo internacional en la Conferencia del Meridiano celebrada en 1884, en la que casi todo el mundo asumió la lógica de que la medición se iniciase en Greenwich. Los franceses fueron los que se opusieron con más vigor, aunque tuvieron que ceder en 1911, eso sí, a su manera: para ellos la hora legal sería la hora media de París con un retraso de nueve minutos y veintiún segundos.

La hora se hacía universal y las diferencias locales eran resultado de un sistema común de referencia: toda hora pasaba a serlo en relación con otra. Este proceso fue de la mano con la universalización del reloj mecánico: ya no solo existían los relojes públicos que daban la hora y marcaban sus hitos con campanas o carillones, sino que el «hombre moderno» se encontraba con la necesidad —para ajustarse cada vez más a la compartimentación de la actividad, del tiempo como duración de una tarea— de tener su propio reloj. La producción decimonónica de relojes baratos, ciertamente poco precisos, pero con errores de pocos minutos al día, sirvió para ese fin. Cada vez existían menos islas de tiempo dentro de la jornada. Incluso las actividades de ocio se reglamentaban conforme a una disciplina horaria. De esa evolución deriva la idea de «ahorrar» tiempo, de que el tiempo es oro. Tanto es así que consideramos una liberación, casi un regreso a un pasado desaparecido, a un paraíso perdido, encontrarnos en un lugar en el que no sepamos la hora exacta y nada pase por no saberlo. La tiranía de la medición del tiempo permitió el desarrollo de la industria moderna, la regulación de las actividades humanas a un nivel nunca alcanzado antes, el ajuste a una malla común, previsible, que nos permite saber cuándo empieza nuestro trabajo, nuestra clase o cuándo llega nuestro tren. Es nuestro porque es también el de otros, que acompasan sus actividades a esa red intangible. 

La división del día en períodos iguales y comunes es el origen de la sociedad moderna con todos sus beneficios. Es también el momento en que perdimos una vida más «natural», más ajustada a fenómenos que variaban conforme a pulsaciones periódicas pero desiguales; el alba, el atardecer, el mediodía, con los signos externos que nos avisan de su llegada, como el ruido de los animales que despiertan o las primeras luminarias que aparecen en el cielo. Es una vida más sencilla, imbricada con nuestra base biológica, menos apresurada. La división igual del tiempo, junto con la aparición de la luz eléctrica que alarga la actividad económica durante las horas de oscuridad, son creaciones culturales avanzadas, nacidas en la ciudad. Esto no es producto del reloj, porque relojes hubo siempre; es producto del reloj mecánico. Para saber en qué consiste la diferencia entre aquellos y este, hay que decir algo acerca del tiempo y de su medida.

A falta de una definición mejor, decimos que el tiempo es lo que pasa cuando algo que observamos cambia, y decimos medirlo usando aquello que cambia de forma regular. La medición se basa en una premisa indemostrable: lo que mide el tiempo es regular porque sus cambios nos muestran períodos iguales de tiempo, pero hemos definido el tiempo en función de esos mismos cambios. Esto en sí no es más problemático que otras suposiciones similares. Cuando medimos usamos patrones y divisiones de patrones: si usted quiere medir la distancia entre Madrid y Barcelona, imaginando que no hubiese irregularidades en el terreno, y utiliza para ello un objeto material —por ejemplo, una pieza metálica—, el resultado será más preciso cuanto más pequeño sea el objeto ya que tratamos de encajar, dentro de la distancia que vamos a medir un número de veces, el objeto utilizado.

Algo parecido se hace al medir el tiempo, solo que se utilizan fenómenos físicos regulares, de «ida y vuelta», como oscilaciones de un péndulo o astros que orbitan. Si queremos medir el tiempo que pasa entre que el Sol está en su punto más alto y la siguiente vez que eso ocurre —¡esto ya es una medida del tiempo que llamamos día!—, dividiéndolo en partes, y utilizamos algo que parece cambiar de manera regular, cuanto más pequeño —más rápido— sea ese cambio, menor será el «sobrante» cuando nos acerquemos al punto final de medición. Las divisiones del tiempo en horas iguales, en minutos iguales, en segundos iguales, pretendían eso, dividir el día en partes iguales. Así, nos dijimos que un segundo era la ochenta y seis mil cuatrocientosava parte de un día solar medio, por ejemplo. Sin embargo, llegados al segundo, ¿por qué parar? No había ninguna razón y ciertas exigencias científicas e incluso vitales —saber quién sale en la pole position de una carrera de fórmula uno, por ejemplo— nos llevaron a seguir adelante, y para mejorar la medición decidimos utilizar resonadores tan rápidos y regulares como los cristales de cuarzo. Hoy el segundo se define como la duración de 9 192 631 770 oscilaciones producidas por la radiación que emite un determinado átomo de cesio.

Como vemos, ese ladrillo fundamental, el elemento discreto con el que realizamos la medición, se ha hecho infinitesimalmente rápido y pudimos incluso «medir» los fenómenos astronómicos que nos habían servido como primeros relojes, descubriendo que no eran tan regulares como creíamos, que había pequeñas discrepancias que podían acumularse y provocar errores a largo plazo. Naturalmente, partimos de un hecho hipotético, que la radiación de ese átomo de cesio es perfectamente periódica, pero esto es común a todos los patrones antes utilizados —como la famosa barra de platino e iridio, patrón del metro—. Lo que hace especial a la medición del tiempo es la imposibilidad de asegurar que el patrón no cambia. Si todas las longitudes cambiasen en un factor «a», las superficies lo harían en una proporción a2, pero los volúmenes lo harían en una proporción a3. Esa diferencia haría detectable el cambio de las longitudes. Esto mismo es aplicable a un hipotético cambio de todas las masas del universo. Sin embargo, si todos los tiempos cambiasen por un factor «a» no tendríamos forma alguna de detectarlo. No hay forma de comparar un reloj de hoy con uno de ayer, ni de saber si el segundo que va a transcurrir ahora, cuando lea usted la palabra segundo, es igual al segundo transcurrido justo después al leer la expresión «es igual». 

Los primeros relojes, los horologia del mundo antiguo, estaban diseñados para medir el tiempo utilizando fenómenos «continuos». Así sucede con el reloj de arena, con el de sol o con la clepsidra o reloj de agua. Por desgracia, esos fenómenos continuos son demasiado sensibles a agentes externos, requieren una supervisión constante y no podemos fiarnos, a la larga, de sus resultados. El reloj de sol no puede usarse en las horas nocturnas o cuando está nublado y varía con la latitud; el resultado del reloj de arena es tosco y solo puede emplearse para períodos cortos de tiempo. La clepsidra es más fiable, pero se ve afectada por los cambios de temperatura. Además, es muy difícil lograr que mueva una maquinaria pesada como la de un reloj de torre, por ejemplo. Difícil, aunque no imposible: en 1094, Su Song, alto funcionario del emperador chino Shenzong, de los Song del norte, publicó una monografía con el diseño de un mecanismo astronómico capaz de reproducir el movimiento del Sol, la Luna y algunas estrellas mediante una esfera armilar. La esfera se movía gracias a un mecanismo que, como añadido, mostraba la división del día en horas y cuartos de hora. Esa obra de ingeniería —la última y más imponente de una serie de tres construidas en poco más de un siglo—, soportada por una torre de doce metros de alto, funcionaba gracias a una enorme rueda hidráulica. Concebida para andar y pararse de forma regular, esa rueda hidráulica utilizaba un sistema de cangilones que, al ser llenados, por su peso, activaban un mecanismo de palancas que permitía que la rueda girase hasta el siguiente tope, que solo se liberaba al llenarse un nuevo cangilón. Este mecanismo prodigioso, en el que algunos ven erróneamente el precedente del sistema de escape y regulador del reloj mecánico —su finalidad y el principio en que se basa son completamente diferentes—, exigía unos cuidados y atención tales que la máquina cayó rápidamente en desuso, al desaparecer de escena las personas que la habían ideado. Su exactitud, mayor que la de cualquier otro reloj de la época y que la de otros relojes mecánicos de los siglos posteriores —seguramente hasta el reloj de péndulo de Huygens, del siglo XVII—, oculta que se trataba de un callejón sin salida tecnológico que se agotó en sí mismo.

Por esta razón, cuando llegaron los primeros europeos, en el siglo XVI, a China, descubrieron que sus habitantes apenas sabían de relojes. Mateo Ricci, jesuita y astrónomo, impresionó al emperador no solo con sus conocimientos superiores, que le permitían confeccionar mejores calendarios que los expertos chinos, sino con sus relojes de sonería. Los chinos, sin embargo, quizá por el orgullo milenario que hacía llamar, a su imperio, imperio del Centro, y que les llevaba a considerar bárbaros a los demás seres humanos, nunca comprendieron la utilidad de los relojes, pese a importarlos a miles —y a miles fueron expoliados por las fuerzas occidentales que saquearon Pekín y el Palacio Imperial en 1860 y tras la revuelta Boxer—, considerando que eran simples juguetes inútiles.

La diferencia de esos otros relojes que acabamos de ver con el reloj mecánico se encuentra en el mecanismo de escape y regulador. Aquellos hacen avanzar un indicador del paso del tiempo mediante un impulso continuado —como el agua que va llenando un recipiente—, mientras que el sistema de escape retiene una fuerza. Es importante comprender esto: si enrollamos un peso (o recogemos un muelle) y dejamos que este accione un tren de engranajes, ese peso o ese muelle, al desenrollarse, darán lugar a un movimiento acelerado. Para evitarlo, se inventó un sistema de bloqueo y desbloqueo, llamado escape, que detenía el mecanismo obligando a la rueda a girar en períodos prefijados. Este mecanismo, a la vez que detenía y reiniciaba el movimiento del tren de ruedas, generando con su roce el tictac del reloj, evitando el aceleramiento y conservando la fuerza del peso o del muelle durante más tiempo, convertía el movimiento del tren de ruedas en un movimiento oscilatorio, de unidades discretas, que podía trasladarse a unas manecillas. Ese movimiento oscilatorio, ese compás, es el que mide el tiempo.

En los primeros relojes el compás duraba segundos y los relojes se desviaban diariamente en varios minutos. Siglos después, los cronómetros marinos más precisos tenían dos pulsaciones por segundo. A finales del siglo XIX, ya existían cronómetros que, con sus dieciocho mil oscilaciones por hora, marcaban quintos de segundo. La importancia del escape se hace patente, si consideramos que todos ellos se basaban en un mecanismo fundamentalmente igual.

No sabemos quién o quiénes son los genios que inventaron el sistema de escape y regulador. Atribuido tradicionalmente a Gebert, luego papa con el nombre de Silvestre II entre 999 y 1003, los primeros relojes mecánicos de los que tenemos certeza son del siglo XIV: el de la catedral de Norwich, de Roger Stoke, y el reloj de Giovanni de’ Dondi  de 1364. Sin embargo, las referencias son tan habituales en los siglos anteriores, que es indudable que estas obras son el resultado de una evolución previa, relacionada con la vida monástica —sobre todo en forma de relojes despertadores— y con los grandes relojes de torre de las ciudades, armados con sus escapes de vara y foliote regulador, tan caros que exigían inversiones comunitarias. 

(Continúa aquí)

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3 Comments

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  2. Pepe Vallejo

    Por fin, ¡una persona que sabe y conoce la historia de la relojería! Es un bello artículo que me gustará y será un enorme placer seguir en todas sus publicaciones. Desgraciadamente la mayoría no tienen ni idea de lo que hablan en los muchos artículos y publicaciones que leo a diario. Este señor tiene un conocimiento y forma de expresar su saber de una manera amena y coherente. Enhorabuena por tener en su compañía o equipo, una persona que a mí entender, sabe y entiende de lo que habla. Gracias y disculpen mis comentarios si con ellos he provocado malestares.

  3. Pingback: Elegía del reloj mecánico (1) - Relojes de Sol

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