Arte y Letras Historia

El amigo inglés de Luis Candelas

Luis Candelas. DP
Luis Candelas. (DP)

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral «Aniversario».

Esto es un resumen del diario privado del espía inglés Richard Singstone More (1798-1852), que desarrolló su trabajo en Madrid entre los años 1820 y 1838. La copia de este diario me la envió una profesora galesa, buena amiga mía, que mantiene el anonimato por razones convincentes. Yo me he encargado de la selección y traducción del texto. A la galesa no le hará demasiada gracia, pero luego me lo agradecerá. Excepto ella, nadie sabe de dónde he sacado estas notas.

Llego a Madrid el 18 de noviembre de 1820, el mismo día que cumplo veintidós años. Lord Liverpool, primer ministro de su graciosa majestad Jorge IV, me ha nombrado agregado cultural en la Embajada del Reino Unido en España. Supongo que en el nombramiento han influido bastante mis padres, lord Richard Singstone y lady Elisabeth More (descendiente de sir Thomas More), que habían recorrido España en varias ocasiones cuando mi padre fue agregado militar en la Embajada. Lady Elisabeth escribió unas memorias que nunca ha querido sacar a la luz. Habla de todo, desde los toros hasta los bandoleros de Sierra Morena. Ya me encargaré yo de editarlas cuando hayan muerto. Gracias a ellos me defiendo razonablemente en el idioma castellano.

Madrid es un avispero político y social. Oficialmente soy agregado cultural, pero ejerzo de espía. Dos años después trabajo también para los franceses por dinero. Soy agente doble. No considero traición comulgar con la Enciclopedia y la Ilustración. Nunca fui esclavo del oro y siempre tengo ante mí a Marco Aurelio: «No ser esclavo de nadie ni tirano de nadie». Por otra parte, Inglaterra y Francia deberían ser siempre aliados. Y lo mismo toda Europa, cosa que veo muy difícil. Acaso en el futuro…

Mi vida en la capital de España fue complicada desde el principio, pero me dio satisfacciones y risas. En 1813 había acabado el breve reinado de José I, hermano de Napoleón. Con él huyeron a Francia los afrancesados, gran parte de la cultura y la inteligencia que veían en el rey francés una gran posibilidad de modernizar el país. La situación es desastrosa por obra y gracia del impresentable rey Fernando VII, conocido como el Deseado por los absolutistas. Los que le conocen mejor le llaman el Rey Felón, epíteto que considero demasiado suave. Un acontecimiento crucial del año que llegué fue la sublevación en Cádiz de varios regimientos al mando del general Rafael del Riego. La rebelión se extiende por todo el país… Madrid es un volcán. El 7 de marzo el Palacio Real es rodeado por una gran multitud. El día 10 comienza el Trienio Liberal. Yo sabía que el rey enviaba emisarios secretos a todas las potencias para que le echaran una mano. En el Congreso de Verona, la Santa Alianza decide que la España liberal es un peligro para el equilibrio europeo. Y el 7de abril de 1823 entran en España los Cien Mil Hijos de San Luis, que en realidad es el ejército francés al mando del duque de Angulema. Allí comienza mi indisposición con los franceses. Durante tiempo solo les envíe datos falsos. Todos los liberales lloran al general del Riego, que es ahorcado y decapitado el 7 de noviembre de 1823 en la plaza de la Cebada. El Rey Felón se convierte en rey sanguinario: todo pronunciamiento liberal es sofocado con sangre. Ahí comienza el Trienio Liberal (1820-1823), fértil pero fugaz.

En 1830 el rey tiene una hija (Isabel II), que trae más sangre todavía por motivos dinásticos: se inicia la Primera Guerra Carlista. Más división entre los españoles. A todo esto se une la emancipación de las colonias y la pérdida del imperio español en América.

Las logias masónicas se multiplican. En ellas ingresan militares, políticos, escritores, artistas, intelectuales, profesionales de diversos sectores… Con algunos hice amistad. Llegué a conocer a Larra (un joven periodista que se decantaba erróneamente por el absolutismo y se suicidó en 1837), a Espronceda, al político liberal Salustiano Olózaga… Como yo era masón ya antes de venir a España, me enrolo en la Logia Libertad 6, en la plaza del Biombo, al lado de la iglesia de San Nicolás. Fui presentado al venerable maestro de esa logia por Salustiano Olózaga.

Con quien más intimé fue con el famoso bandolero y controlador del hampa de la Villa: Luis Candelas. Le conocí en el Café de Lorenzini en mayo de 1829. Cierta tarde me fijé en un joven elegante, moreno, de anchas patillas, lampiño de cara y mitrada inteligente que estaba sentado con una dama de alcurnia a quien yo conocía. Me acerco a saludarla, me presenta a su acompañante y me dice que es don Luis Álvarez de Cobos, hacendado en el Perú. Congeniamos al instante. Llevamos poco después a la dama a su palacio en un coqueto coche de caballos. Después, don Luis me confió:

—El Café de Lorenzini no está mal para la gente bien, pero son más divertidas las tabernas donde se junta lo peor y lo mejor de cada casa. Son cuchitriles mal mirados por los decentes. Como usted es inglés, acaso le interese conocer esos ambientes donde se palpa lo que es el pueblo madrileño. ¿Le place?

—Me agradaría mucho. Además no he de madrugar mañana.

—Bien. Pasemos antes por mi casa. Conviene cambiarse de atuendo para entrar a esos sitios sin llamar la atención.

Don Luis vive en una mansión burguesa de la calle de Libreros. Nos recibe cortesmente su criado Ramón. Mientras admiro las obras de arte del gran salón, él pasa a un gabinete y vuelve transformado: pañuelo anudado en la nuca, pantalones de pana y capa negra, como visten los manolos de las clases populares madrileñas. Me aconseja vestirme de esa guisa. Él mismo me proporciona la ropa. Vamos a la taberna de Traganiños, en la calle de Los Leones. Don Luis hace un guiño al cantinero. Los parroquianos me tratan con cordialidad y desenfado: «Si eres amigo de don Luis, eres nuestro amigo». Yo notaba algo raro, sin saber qué. Me presenta a una exuberante moza vestida de manola, Lola la Naranjera, que me impresiona. Don Luis lo nota y dice:

—Lola, mañana nos vemos. Vendré con don Richard. Ahora tengo que enseñarle otras tabernas.

—Voy con vosotros.

Y con nosotros viene. Visitamos la taberna del Cuclillo, en la calle Imperial, la de La Grilla, en Embajadores, la de La Paloma, en Preciados. Lola me va encadilando, y yo a ella. También nos encandila a los tres el vino. Cantando y tambaleándonos, llegamos a casa de don Luis. Lola se queda con él. Nos despedimos efusivamente. Me voy en el coche de don Luis a mi residencia de la calle Carretas.

Al día siguiente me entero en la embajada de que la tal Naranjera es amante de Fernando VII. Dicen que se entiende con Candelas. Por la tarde hay reunión en la logia. Casi me da un pasmo: uno de los masones asistentes era mi compañero de anoche, ¡el mismísimo Luis Candelas! Me susurra discretamente al oído: «No digas nada. Luego nos vemos».

A la salida de la logia pasamos por su casa. Él se viste de currutaco (así llaman en Madrid a los muy afectados en el uso de las modas) y se maquilla de forma que me es difícil reconocerlo. Yo me transformo en manolo. Cenamos en Casa Botín, en la calle Cuchilleros. Me confiesa su auténtica personalidad y ruega mucha discreción: le buscan las autoridades para meterle en chirona. Además de bandolero, es masón, liberal, afrancesado («pero estoy cabreado con los franceses; esos Cien Mil Hijos de… mal rayo les parta») y abomina la violencia. Tiene terminantemente prohibido a los suyos que haya sangre en los atracos. Reconoce que ha vivido muchos años de las mujeres, que se le acercan como moscas, cosa de la ya me había dado cuenta. Me habla con el corazón en la mano.

—El dinero está mal distribuido, Richard. ¿Y tú que haces?

—En la práctica, lo mismo que tú, pero de otra forma. También llevo doble vida…

—Brindemos, amigo. Desde ahora formamos un clan secreto. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo!

A lo largo de la charla compruebo que es culto y refinado. Me habla con naturalidad de Voltaire, Erasmo, Quevedo, Leonardo da Vinci

Vamos a ver a la Naranjera. Ni ella ni mis compinches deben saber nada de ti. Eres simplemente don Richard el inglés. Por cierto, veo que te gusta Lola. Me acuesto con ella, ¿sabes? Pero la compartiremos si te apetece. De ahí puedes sacar información para lo tuyo, porque es amante del rey… Ya me entiendes.

Esa misma noche duermo con la Naranjera y conozco detalles íntimos de Fernando VII. Solo es el comienzo. En noches sucesivas le voy sonsacando informaciones más concretas para mis intereses. En la embajada están perplejos con mi «sabiduría». Yo no suelto prenda de mis fuentes.

Richard Singstone dedica varias páginas a narrar las aventuras más notables de Candelas y su repetido paso por las cárceles de Madrid, de las que siempre escapa a los pocos días sobornando a los guardianes. Singstone constata la maestría con que el bandolero realiza sus atracos, perfectamente tramados como si fueran una obra de teatro. Incluso el autor participa disfrazado en algunos de ellos. Todo Madrid está lleno de carteles pidiendo colaboración ciudadana para atraparle. Candelas suele esconder su botín en los bajos de una tienda de tejidos que hay en el Arco de Cuchilleros. Decide disolver su banda, acosado por todo el mundo. Primero se dirige con su gran amor, Clara María, jovencísima dama de familia noble, a Oviedo camino de Londres, donde Singstone le ha preparado un cobijo seguro. Clara no se decide y se van a Lisboa pasando por Valladolid. Antes de huir, Candelas había perpetrado uno de sus atracos más espectaculares y productivos. La orden de busca y captura se extendió rápidamente por todo el reino. Así cuenta Singstone la última hazaña del bandolero:

El 12 de febrero de 1837, mi amigo tuvo la osadía de planear un importante robo en la casa de doña Vicenta Mormín, modista de doña María Cristina de Borbón, reina gobernadora durante la minoría de edad de Isabel II. La señora vivía en el número 32 de la calle del Carmen. La cosa comenzó haciendo que el joven Antonio Ausó, uno de sus compinches, enamorara a Ramona Cid, sirvienta de la costurera. En una hora desvalijaron la casa. Se llevaron noventa y dos mil reales, unos pendientes por valor de veinticuatro mil reales y numerosas joyas, objetos de oro y plata y ropas.

Candelas huyó y me quedé con el alma en un puño. No sé por qué razones no llegó a Inglaterra. El caso es que fue detenido en Valladolid. Llegó a Madrid cargado de grilletes y lo encerraron en la cárcel de la Corte. En una rueda de reconocimiento fue acusado por Salustiano Olózaga. Había caído en desgracia de la masonería. Yo tuve fuertes enfrentamientos en la logia. No logré nada. El 17 de octubre fue condenado a pena de muerte en garrote vil. A las puertas de la muerte, en vez de leer los Evangelios se empapaba de Voltaire. El 3 de noviembre se ratifica la condena.

Una vez en capilla, solicitamos el indulto a la reina María Cristina, que no surgió efecto alguno. Se me rompía el alma. El 6 de noviembre lo llevan al patíbulo con una inmensa comitiva fúnebre. La gente le insultaba por las calles. En la Puerta de Toledo se reúne una multitud morbosa que celebra acto en tenderetes de churros y sardinas. Candelas va elegantísimo con una capa bordada de Utrilla, el mejor sastre de Madrid. Se vuelve hacia la plebe y proclama serenamente: «Patria mía, sé feliz». Pone con elegancia su cabeza a disposición del verdugo y este cumple con su oficio. Candelas tenía treinta y un años de edad.

Al día siguiente pongo mi dimisión en la mesa del embajador. Salgo la semana que viene para Londres. Mientras tanto me emborracho y lloro cada noche en la taberna de Traganiños.

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