Tiene un tono de voz sereno, suave, que a veces se apaga tanto que casi llega al susurro. Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949) contempla la lluvia desde el hotel Santa Catalina de Las Palmas de Gran Canaria, donde este año se celebran las Converses Literaries de Formentor. Las previsiones meteorológicas hablan de un posible huracán de camino a la isla, pero la escritora no parece en absoluto preocupada: la misma serenidad de sus palabras parece habitar su interior y hacerlo imperturbable. Solo la risa, que brota espontáneamente en varios momentos, altera su discurso.
Diamela Eltit fue consagrada el año anterior —2021— con el premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, pero durante mucho tiempo ha sido lo que se conoce como una escritora de culto, de inmensas minorías. Durante muchos años ha trabajado como profesora de Literatura en diversos centros de su país. Junto al poeta Raúl Zurita, que llegaría a ser su marido hasta la anulación del matrimonio, y otros amigos inquietos como Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells, fundó el Colectivo de Acciones de Arte (CADA), que renovó el ambiente de la creación en los duros años de la dictadura pinochetista.
Como escritora, se dio a conocer en 1980 con el volumen de ensayos Una milla de cruces sobre el pavimento y debutó en la novela tres años después con Lumpérica. A esta siguieron otros títulos como Por la patria, El cuarto mundo o El padre mío, donde fue abordando diversos aspectos de la realidad desde un decidido compromiso. Instalada en México como agregada cultural de su país entre 1991 y 1994, se alió con la fotógrafa Paz Errázuriz para escribir un libro de carácter documental sobre amor y locura, El infarto del alma. En España, ha sido la editorial Periférica la que ha apostado por la obra de Eltit, publicando hasta las fechas sus libros Jamás el fuego nunca, Fuerzas Especiales, Sumar y El cuarto mundo.
Mientras la lluvia arrecia y el cielo sobre Las Palmas se ennegrece por momentos, Diamela Eltit responde a las preguntas de JOT DOWN con toda amabilidad. Solo rehúsa abordar una cuestión: su desencuentro con Roberto Bolaño, con quien intercambió en su día fuertes descalificaciones.
Su literatura nace de un contexto dictatorial. La censura, ¿enseña algo? ¿Acaba uno debiéndole algo a sus censores?
Efectivamente, cuando yo publiqué mi primer libro, en 1983, había diez años ya de dictadura. Y había una oficina de censura, no era una idea ni un rumor. Tú tenías que llevar tu manuscrito a una oficina que estaba en el Ministerio del Interior, y allí te tenían que autorizar o no la publicación. Se podían publicar esos libros sin pasar por ese control, pero en tal caso esos libros no podían llegar a librerías. Yo publiqué con una editorial que se dedicaba a libros de ciencias sociales, mi libro era su primera experiencia en novela, y querían llegar a librerías. En ese sentido, puedo decir que viví con un censor al lado, pero nunca escribí para el censor. Respecto al lenguaje, la censura opera y le da un valor mayor al discurso. Las palabras ya no son casuales, tienen más densidad. Las hablas comunes tenían que ser repensadas. La censura te ilumina en eso, no hay inocencia.
En muchas ocasiones le he oído hablar de la escritura como resistencia, incluso en alguno de sus textos se hablaba de escribir para «salvar mi honor». ¿Hasta ahí llegaba la cosa?
[Ríe con ganas] Mira, yo estudié literatura, leí mucho en la infancia y la adolescencia, y encontré siempre un lugar ahí. Fui siempre por esa línea, nunca tuve dudas de lo que yo era y lo que quería. Pero claro, me tocó una época que no había pensado que iba a vivir, y que no está bien para nadie, nunca, ni en pasado, ni en presente ni en futuro. Sé que todos los países tienen historias muy trágicas, y Europa para qué decir. Pero efectivamente, lo que yo viví fue muy deprimente. Yo era una persona joven, tal vez más ingenua. Me di cuenta que en la vida había cortes. Y escribir era un acto de resistencia, siempre lo es. La letra no llegó al mundo para escribir literatura, sino para certificar posiciones. Pero escribimos en ese tiempo mucha gente que nunca salió al exilio, nos definíamos como insilio o exilio interior, con nuevos parámetros sociales. Las universidades estaban intervenidas por militares, los diarios habían cesado, había cambiado el espacio público. En ese contexto, lo social estaba muy dañado, y escribir se volvía, en efecto, ese acto de resistencia.
¿Cree que eso hace tan diferentes sus libros de la literatura chilena que más se conocía en España, por ejemplo, la de un Donoso, no digamos ya de un Skármeta o una Isabel Allende?
Así es, yo he trabajado una vía entre otras. Personalmente, tuve una amistad larga con Donoso, él estuvo muchos años fuera y cuando volvió fue muy bonito conocerlo y cultivar esa relación. Él tenía novelas importantes como El obsceno pájaro de la noche, donde trabajó las clases sociales, cómo están ligadas, cómo es la dependencia entre oprimido y opresor. Y luego está el primer Skármeta, con sus cuentos muy divertidos, muy irónicos, que hoy día serían políticamente incorrectos en el mejor sentido del término. A Isabel Allende la he visto un par de veces, hemos tenido una relación cordial.
¿Cree que ese sentido de la literatura como resistencia del que hablábamos corresponde solo a un momento de represión, o lo puede tener todavía hoy, cuando las libertades son más amplias y el honor no está tan comprometido?
Todo sistema político tiene una parte represiva, no hay ninguno completamente libre. La dictadura es un momento exacerbado de esa represión, pero no creo que haya ningún sistema enteramente libre, siempre se reprime un poco, especialmente a los jóvenes. Así, la materia literaria está vigente observando todas las libertades posibles.
El hecho de que usted entre en el mundo de la performance, con el Colectivo de Acciones de Arte (CADA), ¿marca una desconfianza hacia el libro? ¿La acción en la calle iba a llegar adonde la letra impresa no alcanzaba?
Mi deseo de escritura excede al libro, la escritura para mí nunca va a ser suficiente. Siempre va a haber un momento pleno, y creo que esa sensación era cada vez más fuerte. Quería llegar a un global en el que me daba cuenta que el libro contiene la letra, la retiene. Efectivamente, hay un espacio entre la letra y el libro que es terrible. Pero tal vez esa idea de acercarse al libro hace que la gente siga escribiendo. Por otro lado, Acciones de Arte permitía ir más allá del papel, pero fue un momento corto, seis años. Después volví a lo que soy.
Sí, la oí decir que volvió «disciplinadamente». ¿Se sentía como la alumna que se ha escapado del colegio?
[Ríe] Sí, volví porque me di cuenta de que había algo que yo no manejaba bien fuera de ese ámbito.
Sin embargo, no dejó de trabajar con otras herramientas, como la fotografía. ¿Qué encontró en ella para ir más allá?
A mí siempre me ha interesado el trabajo con los demás, la cuestión comunitaria. Ese sí ha sido un tema que me ha dado vuelo. Hay un libro titulado El infarto del alma, con fotografías de Paz Errázuriz, que estaba haciendo fotografías en un psiquiátrico y había descubierto que dentro de aquel centro había parejas de enamorados. Mi idea fue escribir en paralelo con las fotos de Paz. Me gustó mucho trabajar en esa relación, fue un encuentro muy interesante.
Es curioso que le atraiga el trabajo comunitario y haya escogido la profesión más solitaria quizá, la de escritor. ¿Logró conjurar la soledad a través de colaboraciones como esa?
Sí y no. Estás solo y no estás solo, en el sentido en que el lenguaje lo excede a uno mismo. Uno escribe solo, pero con todo lo que te llega, con las memorias, los distintos espacios, las situaciones. Te retira de tu vida cotidiana y vuelves enteramente, es interesante porque hay una fuga de la vida. La vida es muy valiosa, pero también muy monótona. Fugarte un poco con la literatura hacia otros espacios me sigue pareciendo algo interesante.
¿Esa necesidad de fuga fue la que la hizo también acercarse al teatro?
Yo he hecho guiones para cine, pero en teatro solo ha habido directores que han adaptado mis obras, no he escrito directamente para él. Especialmente, con una gran amiga y compañera de trabajo hicimos un mediometraje bastante raro…
Muchos compañeros escritores comentan que, precisamente porque los procesos del cine son complejos, nunca quedan contentos con el resultado. ¿En su caso no fue así?
Ah sí, hice guiones para dos películas más comerciales que las anteriores que había hecho. En una de ellas, entre lo que yo pensé y escribí y lo que se hizo al final había una diferencia enorme. Me di cuenta de que había una falla mía tal vez, en el sentido de no pensar que eso requería una producción. Eso no lo había pensado. El cine pasa por sumas de dinero no menores, que acaban transformando el producto final.
Lo del papel y el bolígrafo es mucho más barato, claro…
Sí, sí [ríe].
¿Cree que su obra está impregnada o atravesada de una intención feminista, o de una intuición feminista…?
No. A mí nunca me interesó mucho hacer una literatura que propusiera posiciones ideológicas, para eso están los discursos teóricos y sociales, que siempre van a ser importantes, interesantes e iluminadores. Para qué voy hacer una novela feminista, si hay un pensamiento feminista lo suficientemente sólido como para iluminar el campo. En otro registro, hice una literatura muy mental, no tan fundada en las intuiciones femeninas y sus programas. La mía no es una literatura ilustrativa de nada, sería limitante como creatividad.
En los últimos años hemos asistido a un fenómeno chileno como el de Las Tesis, que han irradiado su forma de expresión por todo el mundo. El año pasado las conocí en Cádiz y no pude preguntarles si habían leído a Diamela Eltit, ¿usted cree que lo hicieron?
[Risas] Mira, Las Tesis creo que leyeron a Rita Segato, la comunista argentina. Y es divertido porque tomaron el himno de la policía y lo pusieron en evidencia. Era el himno real, y era muy complejo una vez que lo escenificaron. Me parece muy interesante la performance y la puesta en escena. Tuve una reunión pública con ellas, también con otro grupo que hace acción lumínica, Delight. Son los dos grupos más importantes e interesantes de esa escena. Yo trabajé mucho cosas parecidas. Por otra parte, estaba muy atenta a cosas del estilo de cómo votamos, cómo se consigue el voto para las mujeres…
Era mi siguiente pregunta. Las cosas conquistadas, ¿no tienen vuelta atrás, o son más frágiles de lo que pensamos?
Hay construcciones, destrucciones, en esto como en todo.
Pasó también una temporada en México. ¿Puede recordar aquella etapa, qué le hizo salir del país y afincarse allí?
Cuando vino la transición en el año 90, yo había trabajado en cuestiones sociales, escribiendo textos para distintos políticos, ¿no? Me llamaron y me dijeron que había cinco cargos de agregadurías culturales, y me ofrecieron una por el trabajo de colaboración que yo había hecho, anónimo, sin firma. Me preguntaron adónde quería ir, nunca lo había pensado, así que decidí que fuera México, donde nunca había estado. Fue un trabajo complicado e interesante, pues no había relaciones entre los países y me tocó redactar muchos convenios. Eso me sacó de la parte más social de mi trabajo, para dedicarme a tareas puramente burocráticas.
¿Le resultó fácil integrarse en el ambiente literario mexicano? ¿Con quién hizo pandilla?
Sí, todavía tengo buenas amistades allá. Estaban Carlos Mosiváis, que era muy sabio… No, olvidémonos de esa palabra, era muy erudito, tremendamente erudito, trabajaba en las culturas populares… A mi amiga Marta Lamas, a Margo Glatz, en fin, conocí a muchos. A Carlos Fuentes, también, era muy simpático. Tuve la suerte de estar en esos grupos en los que circulaban siempre los mismos.
¿Pitol andaba por allí, también? ¿A Monterroso?
Sí, a Sergio Pitol lo conocí, pero estaba mucho en el extranjero. Cuando regresaba a México lo encontraba. Y Monterroso era guatemalteco y vivió en México…
¿Por qué sonríe al hablar de Augusto Monterroso, le ha venido algún recuerdo simpático de él?
Era bajito [ríe].
No sé si sabe que una vez se hizo una foto al lado de Cortázar, que era altísimo, medía casi dos metros, y la hizo publicar en la prensa de Guatemala con el siguiente pie: «El escritor Augusto Monterroso, junto a un hombre de estatura normal».
No la sabía [ríe].
¿Podía usted sospechar entonces, cuando llegó a México, que algún día la llamarían para concederle el premio de la FIL de Guadalajara?
Mira, el primer premio FIL se lo concedieron a Nicanor Parra, y yo había sido alumna de Nicanor en la Universidad. Yo me lo gané más de treinta años después o más, nunca pensé en ese premio. Pero sí, vivir en México fue liberador, supuso para mí salir del exilio interior…
¿Cómo era el profesor Parra?
Nicanor, como sabes, era físico cuántico, había estudiado en Inglaterra. Tenía una familia muy ligada a lo popular, su hermana era Violeta Parra, una de las más importantes compositoras latinoamericanas. Y bueno, él era muy inteligente, más que como profesor, era un espectáculo verlo a él. Era muy simpático, siempre tuve muy buena relación con él y cuando estudié con él fue muy provechoso. El físico se recicló como literato. Lo que no me sirvió fue para escribir, no aprendí técnica de él, más bien cómo leía el mundo. Decía cosas como «cuando un hombre se va con la mujer de otro, arde Troya». Esa era su síntesis del mundo [risas].
No quiero dejar de preguntarle por algo que quizá le resulte engorroso, o embarazoso. Me refiero a su relación con Roberto Bolaño, del que han circulado muchos rumores respecto a usted. Para no dejar las cosas al chisme, le pregunto qué pasó con él.
Él murió joven, desafortunadamente. Por respeto a su muerte, prefiero no hablar de Bolaño.
De su obra, ¿sí puede hablar?
Yo prefiero no referirme a Bolaño.
Volvamos a la FIL. A menudo los escritores se obsesionan con los premios, pero, ¿son tan importantes? ¿Cambia realmente algo de su obra cuando lo reciben, más allá de que vengan bien económicamente?
Yo he escrito libros no marginales, pero desde luego he trabajado en otra dirección más ligada a la producción que a la difusión. Lo otro tiene servidumbres, un representante que te diga que tienes que ir para acá o para allá… Yo me siento muy libre en ese sentido, con las editoriales no tengo una exigencia, y no sigo los premios, dónde se dan, en qué minuto. Sinceramente, no estoy en eso. Ahora bien, es estimulante recibirlos, pero hay un espacio más complejo, más retorcido, y es pensar inevitablemente que se equivocaron cuando te dieron el premio. Nada es tan simple, no puedo evitar pensar así, si me lo merecía o se han equivocado. Pasé muchos años sin premios, pero con ellos o sin ellos he tenido que seguir con los mismos desvelos. Los premios que tengo no me sirven para escribir la próxima novela que tengo entre manos.
Juan Goytisolo decía algo parecido, solo estaba convencido cuando le lanzaban un anatema o una fatua, los premios en cambio le hacían sentir que había un error. ¿Usted ha recibido alguna amenaza que le ayude a saber que va por el buen camino?
No, bueno, yo tuve inicios más difíciles por muchas situaciones, pero tengo una cosa: el lunes me puedes molestar, y el martes se me olvida.
Una parte de su escritura tiene mucho que ver con lo oral. Fernando Quiñones solía pasear por los mercados y las plazas, y cuando alguien le preguntaba decía que estaba trabajando, «haciendo oído». ¿Usted ha hecho oído, también, ha sacado esa antena?
Me interesa mucho el habla de la gente, que alguien diga «ojalá que no haiga frío» y pensar que es toda la comunidad la que construye ese «haiga». Luego reviso mucho los textos hasta niveles agotadores, me agobio yo misma al revisar mis textos. Siempre hay una vez más. Luego, cuando termino la novela y la mando al editor, siento pánico de que sea la última lectura y se deslice algún detalle sin corregir, pero después me olvido y sigo con la próxima.
¿Nunca se relee a sí misma?
Poquito, poquito. No le encuentro mucho sentido.
Me impresionó una frase suya, «el libro tiene todos los lectores que necesita». Es como impugnar la idea de la injusticia literaria. ¿Hay un orden natural que hace que cada libro tenga su público justo?
Creo que el acto de leer sigue siendo más importante que el cuántos leen. Lo otro es para los responsables de las editoriales, para los economistas.
¿Y aspira más a lectores de calidad, inteligentes, sagaces, que a un determinado número de ellos?
No, si me leen… Claro que si son inteligentes lo agradezco, pero el lector elige qué lee, es soberano, y es normal que en una oferta múltiple de lecturas tengan más conexión con unas cosas que con otras. Nunca he pensado mucho más allá de eso, me parece bien, no me obsesiona.
La izquierda, por la que tanta gente luchó e incluso dio su vida, ¿es hoy lo que era? ¿Está a la altura de los tiempos y de su propia historia?
Mira, venimos de una tremenda derrota hace poquitito, se acaba de perder el proceso para generar una nueva Constitución, y ha sido un golpe para la izquierda chilena, uno de los más graves después del golpe de Estado. La gente que yo conozco estamos pensando qué pasó, cómo pasó. Es muy pronto para explicarlo íntegramente, pero lo estamos analizando…
Pero más allá de esa coyuntura, no solo en Chile, ¿están las corrientes progresistas dando respuesta a los problemas de hoy, o toca una reformulación, una puesta al día?
La izquierda de hoy no es la de los años 70, pero el problema más bien es que la ultraderecha está ahí, la gente de Vox por ejemplo va a Chile a hablar con la derecha chilena… No sé cómo estarán las elecciones en Italia [finalmente, venció la candidata ultraderechista Giorgia Meloni, actual presidenta del Consejo de Ministros de la República, N. de R.], Bolsonaro en Brasil… Digamos que hay un estado de cosas complejo, creo que hay un desgaste del neoliberalismo del que esa ultraderecha es un síntoma.
¿Quiere decir que la izquierda se limita a definirse por contraste con la derecha?
Mira, no sé si sabes lo que pasó en Chile. Primero, elecciones, ganó pero perdió las cámaras. Llevar adelante su programa era muy complejo, pero estaba el proceso constituyente. Y este no solo no se gana, sino que se pierde por una cifra abismal, impensada, que ni siquiera la derecha lo había calculado en ningún momento. Nadie sabe esos votos qué son, por qué votaron eso, qué hay en ese número…
¿Qué literatura va a generar en Chile estos tiempos tan movidos?
Creo que habría sido interesante que se hubiera ganado la asamblea y se hubiera estrenado una nueva Constitución, porque la antigua había sido redactada en los tiempos de Pinochet. Estamos en ese tiempo que no ha terminado, y lo que trae este nuevo liberalismo es la fantasía del yo frente a la comunidad: yo tengo que triunfar, yo… Un mundo del like, me gusta, me gusta. Y del selfi, ya no hay otros, es yo y yo. Incluso hicieron maquinarias para sacarte mejor, filtros. Y la literatura no es ajena a los movimientos sociales, se ha generado una literatura del selfi, yo y mi vida. Pero también es muy débil, porque el yo es algo muy complejo, no lineal. Es algo por alcanzar siempre, y hay más de un yo siempre. Ya lo dice Federico García Lorca, «yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa». Esa literatura selfi es bastante agotadora para mí. Veremos si se rompe esa línea, desgraciadamente a lo mejor no se rompe, porque en Chile al menos continúa.
En la pandemia pareció que había un espejismo de vuelta a la comunidad, para volver a las mismas. ¿En Chile ocurrió igual?
Nosotros más rotundos con las elecciones, en las que se discutían muchas cuestiones comunitarias. El agua, por ejemplo, el mar que en nuestro país está en manos de siete familias chilenas y los pescadores artesanales están jodidos totales, el litio es de los chinos, tenemos todos los recursos naturales amenazados… Hay que ver, hay que ver qué pasa con algo tan necesario como es el nosotros.
La peor profesora –de largo– que he tenido en mi vida. Sobrevalorada y soberbia. Nadie recordará su escritura en unos años.