Madrid era entonces una ciudad pequeña, provinciana, taciturna. Quizá lo siga siendo hoy, aunque nos dejemos engañar por el brillo de los semáforos, la modernidad y el cosmopolitismo. Desde la nebulosa de lo no vivido, la ciudad se me aparece sembrada de tranvías. Tranvías como venas que recorren las calles con las catenarias dibujando cuadrículas en el cielo. Los faroles de gas, las llaves de los serenos sonando en la madrugada, los vendedores ambulantes, los primeros coches a motor, los autobuses de dos pisos… Pasa el carro del lechero tirado por un caballo, que pisa con sus cascos el suelo recién mojado por el chorro de las mangueras. Caminan por las aceras de la Gran Vía los trasnochadores, hombres y mujeres de una elegancia sutil, parisina, difícil de igualar en otros tiempos. Las artistas de variedades coquetean en las barras de los bares con los viejos calaveras, que se dejan lustrar el charol por los limpiabotas. También está la miseria amontonada junto al río, los mendigos revoloteando en la puerta de una iglesia, la ropa tendida al viento en las corralas.
Hablamos de los años 20, o quizá un margen un poco más amplio, del 12 al 36, la fecha en que Ramón Gómez de la Serna inauguró la tertulia del Café Pombo, como un parque temático de la felicidad, y el año en que todo cambió y nada volvió a ser lo mismo por culpa de la guerra. He dicho pequeña, provinciana y taciturna como podría haber dicho cualquier otra cosa. Así es la ignorancia nostálgica de lo que no hay memoria en uno. Lo de provinciana, me parece, es un hecho, pues Madrid siempre ha tenido alma de pueblo, y la sigue teniendo a poco que se rasque en la superficie, pese a su declarada ⎯y demostrada⎯ apertura al mundo. Lo de taciturna, en cambio, es simple artificio de la nostalgia: uno siempre se quiere más feliz de lo que fue y menos desdichado de lo que será (o viceversa, por hacer un poco de literatura). Y lo del tamaño es relativo, como todo lo que es comparable. Depende de con qué.
Pero Madrid años 20 es para mí, sobre todo, una ciudad de cafés. Cafés con tertulia literaria, anisetes, toses roncas y almendras siesas. El lugar donde la literatura se recogía al anochecer para huir de la miseria y el frío. Refugios para almas pobres y tristes, o así se las imagina uno, con esa severa melancolía de quien nunca termina de alcanzar sus sueños ni cree poder lograrlos enteramente. Se me aparecen los escritores de entonces como señores grises, cariacontecidos, algo fúnebres, de ojos espantados, con la humedad y el frío metidos en los huesos (el frío como parte inseparable de su ser), con pinta de funcionarios pero sin oficina, traje estrecho y corbata deshilachada, maltratados por la vida: unos, solitarios que malviven en pensiones heladas y tristes; otros, fracasados que fundan hogares de familias numerosas a las que no pueden dar de comer. El café era el amparo, el auxilio, ante tanta desdicha. Allí, por unas horas, el ser doliente se sumergía en volutas de humo y alcohol y discusiones y risas y se olvidaba de todo, envuelto en una fraternidad polémica que tanto abriga.
Los nombres ya eran de por sí bastante evocadores: La Flor y Nata, el Colonial, el Gato Negro, el Suizo, el Lyon, la Granja del Henar, el Fornos, el Café de Oriente, el Comercial, la Cervecería Inglesa, el Correo, el Castilla, el Levante, el León de Oro… Cada cual buscaba su refugio idóneo, según sus gustos, amistades y tendencias; también algunos se iban moviendo de café en café, de tertulia en tertulia, como bohemios insaciables, buscando cualquier excusa por no volver a casa, si la tenían. La variedad era la norma: estaban los «alfareros» ultraístas de Rafael Barradas, los cenáculos poéticos de Rubén Darío y Villaespesa, las tertulias de Jacinto Benavente o Emilio Carrere o los Machado, los contubernios políticos de conservadores y progresistas, las reuniones de los actores, el círculo científico de Ramón y Cajal, etc. La gran figura bohemia de la época, Valle-Inclán (con permiso de Alejandro Sawa), iba trasladando su silueta barbuda y su personaje colérico por distintos cafés de la ciudad. En el ámbito puramente literario, solo la tertulia de Cansinos-Asséns parecía capaz de hacer sombra, aunque sin demasiado éxito, a la Sagrada Cripta de Pombo fundada por Gómez de la Serna en 1912.
Pombo era un antiguo café botillería, famoso por su leche merengada y su sorbete de arroz, situado en el número 4 de la calle Carretas. Era un lugar oscuro, sombrío, de techos bajos, compañías lúgubres y ambiente gélido, pero llegó Ramón con su desbordante alegría dispuesto a iluminar todos los rincones. El sótano fue el lugar escogido para la eucaristía vanguardista, que se celebraba todos los sábados por la noche. Por allí pasaron ilustres visitantes esporádicos, que subieron el nivel literario y artístico de una tropa por lo general poco dotada, formada por Rafael Calleja, Tomás Borrás, Bagaría, Manuel Abril, Salvador Bartolozzi, Bernabéu, Emiliano Ramírez-Ángel, los hermanos Bergamín, Gustavo Maeztu, Rafael Romero-Calvet, Diego Rivera… De los miembros fundadores, quizás solo José Gutiérrez-Solana, que inmortalizó la tertulia en un famoso cuadro que desde 1920 presidiría las reuniones, y Rafael Cansinos-Asséns, que después protagonizaría el cisma, estaban a la altura del sumo sacerdote. Enseguida Pombo se convirtió en un centro de peregrinaje y encuentro para los aspirantes a escritores que venían a probar suerte en los periódicos o estaban de paso por la capital. Llegaban con su traje planchado en la maleta, junto a una pila de libros, una muda limpia y las ilusiones intactas. Pronto los trajes y las ilusiones se verían desgastados por el uso, raídos en las costuras. Un fracasado más que añadir a la lista, interminable.
Decía Ramón que había escogido el Café Pombo para su tertulia no tanto por su atmósfera antigua y venerable, sino más bien por su discreción: «No hay nada disonante en él, y es tan hermético, tan insondable, tan impermeable»1. Había visitado el lugar por primera vez muchos años antes, estando aún sumergido en el líquido amniótico, pues a su madre le habían recomendado los helados de arroz que allí hacían para aliviar las náuseas de las embarazadas. Cripta profana y civil, la presencia de la tertulia hizo que el Café Pombo fuera adquiriendo el aspecto cordial y confortable de una casa particular, a lo que también ayudaba el mobiliario. Las metáforas de los visitantes se multiplicaban: para algunos aquello parecía un barco; para otros, era como tren; los había que preferían usar la imagen del landó; por último, estaban los convencidos de que aquello era un malecón frente al mar.
Entraba uno en el Café Pombo y se encontraba como en un cuarto de estar, con sus visillos de encaje, sus estrechos divanes de terciopelo, sus estantes repletos de vajilla, sus lámparas de gas (única calefacción en el invierno), dos relojes grandes, las sillas con asiento de rejilla y unos espejos de módico tamaño. Ni siquiera faltaba el cálido gato ronroneante que todo hogar que se precie necesita. Merodeaban también por allí la polilla misteriosa y la mosca cojonera, que seguían los trayectos del camarero Pepe con su bandeja. Al fondo, rodeada por las grandes jarras en las que se servía la sopa de almendras por Navidad, destacaba una talla de la Virgen del Carmen; junto al mostrador, las llaves de la luz eléctrica y una fotografía; en frente, dos escaleras: una que llevaba arriba, al piso del dueño, y otra que conducía al sótano. En una de las esquinas se besaba la pareja apasionada de turno, acurrucada en un diván. Si te asomabas a la habitación de los trastos, podías ver un montón de baúles rotos, las mesas que se habían quedado cojas, la sillería desvencijada, los muelles salidos de las butacas desechadas… Los patios interiores se abrían a las galerías de los pisos.
De día la fachada tenía un color parduzco y tostado; de noche, se presentaba negra y tupida. Por la mañana, mientras los empleados se afanaban en fregar los suelos, entraban a desayunar los maestros de obras y los cobradores de letras. Preceptivo era el vermut al mediodía. En el menú destacaban la sopa de ajo, los riñones y el solomillo con patatas regado con tinto de Valdepeñas. Por la tarde se allegaban los abuelos y sus nietos, las señoras con sus joyas, los contratistas y «los curas de dedos nicotinados por el tabaco, curas que toman suciamente su café, todo lo llenan de cenizas y miran aburridos o salaces a las misteriosas viudas». Los únicos personajes de renombre que aparecían a diario eran el periodista Mariano de Cavia y el novelista Palacio Valdés, que pedía de forma invariable un helado. A cualquier hora del día podían entrar los repartidores de periódicos, las vendedoras de palillos, las loteras con sus décimos, las floristas…
Por fin, los sábados por la noche llegaba la hora de la tertulia. El primero en aparecer era Ramón, que sacaba su cachimba de cerezo recién comprada y se ponía a fumar, mientras veía pasar los tranvías a través de la ventana; si llovía, lo que veía era una procesión de paraguas. Iban llegando los contertulios, que se sentaban en torno a la larguísima mesa de mármol, amontonando a un lado los abrigos y los sombreros. Hablaban durante horas, tomaban café o cerveza o chocolate y pedían muchos vasos de agua. Ramón tenía predilección por la horchata, que corría dulzona por sus venas mientras él se iba desangrando por la tinta roja con que escribía. A la una de la madrugada empezaba el declive en la conversación, los estragos del cansancio: «el café se llena de veleidad, comienza a entornar los ojos, a desvanecerse de sueño», los espejos bostezaban y algunos tertulianos se iban para alcanzar el penúltimo tranvía. Era a las dos menos cuarto cuando sonaba el timbre que avisaba del cierre. Entonces los camareros se ponían a barrer los suelos, corrían los muebles y subían las sillas invertidas a las mesas, metiendo prisa a los literatos, que salían escopetados hacia la puerta. «Salimos, y ya en la calle, miramos por los visillos el interior del café, con un último anhelo, como si nos quedásemos dentro, como yéndonos a ver sentados y secretos», «pensamos silenciosos en el café que se queda encerrado, lleno aún de nosotros, recordando y comentando lo que tenemos dicho».
Para mí Ramón Gómez de la Serna, más que un escritor, es la personificación misma de la literatura. No es solo el gran genio de las metáforas luminosas, el acreditado inventor de las greguerías. Es mucho más. Es el gran visionario que ha sabido percibir y sentir las cosas de una manera única, insólita, extraordinaria. Y esta mirada nueva sobre el mundo, espléndida y fértil, ha ensanchado la realidad hasta límites increíbles. Es verdad que fue él mismo, con su prosa excesiva, sin medida, inagotable en su capacidad de deslumbramiento, con su discurso imparable, enloquecido, que hace de su obra un inmenso cajón de sastre, lleno de cachivaches inservibles, el primero en echar piedras contra su propio tejado, pues a veces leerlo se convierte en una carrera de obstáculos: hay que ir quitando los cascotes para llegar a las joyas, que no son pocas. Pese a que sigue habitando los aledaños oscuros de la historia literaria, muy lejos de la estima popular, Ramón ha sido seguramente la mayor influencia de los escritores en lengua castellana del siglo XX. La nómina de grandes literatos —no solo españoles e iberoamericanos— que han sido deudores de su estilo es harto larga, aunque gran parte de ellos lo hayan mantenido en silencio. Si hubiese sido francés, su nombre figuraría en todos los libros de literatura. Lo tendríamos hasta en la sopa.
No me atrae la mitificación de los escritores ni me interesan las contingencias de la sociedad literaria, pero me hubiese gustado haber pasado una noche por la Sagrada Cripta de Pombo y haberme sumido en esa gozosa pecera de humo y café y espejos y alcohol y discusiones y risas y greguerías y haber escuchado el discurso verborreico de Ramón y haberme acercado al final de la velada a su mesa y, superando las trabas de la vanidad y la vergüenza, haberle susurrado al oído algunas sencillas palabras de reconocimiento: «Gracias, maestro, por su mirada prodigiosa. Ha agrandado el mundo como pocos. Algunos lo sabemos. Le seguiremos leyendo». Sería, en cierto modo, como intentar hacer un poco de justicia ante el silencio culpable de tantos ingratos célebres, que se cobraron la moneda y no quisieron restituir ni un céntimo a su legítimo dueño.
Notas
(1) Todas las citas tomadas de Ramón Gómez de la Serna, Pombo y La Sagrada Cripta de Pombo, Madrid, Editorial Trieste, 1987.
Qué belleza de artículo. Siento que estuve allí. Confieso mi ignorancia respecto al autor, pero esta es la prosa de un poeta. Señor Baltar, si usted me lo cuenta así, me creo todo lo que me diga.
Qué buen artículo, un viaje en el tiempo.
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