Sociedad

Sálvese quien pueda

sálvese quien pueda
Foto: David Jiménez. sálvese

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral «Aniversario».

Para comprobar cómo marcha la evolución de la especie nada como detenerse en los capitanes Edward Smith y Francesco Schettino. La última vez que se vio al primero estaba en la cubierta del Titanic, decidido a permanecer en el barco mientras quedara un pasajero por rescatar. Un centenar de años después tenemos que conformarnos con Francesco Schettino, que primero abandonó a toda prisa el Costa Concordia tras encallar en la Toscana y después excusó su acto de cobardía asegurando que se había caído en un bote salvavidas. No son tiempos para héroes, debió pensar el capitano

Y tenía razón. 

No importa hacia dónde mire uno, todo lo que se encuentra son Schettinos cayéndose a botes salvavidas. Está el banquero que tras contribuir a hundir la economía sigue pagándose suculentos sobresueldos, el político que recorta gastos sociales cuidándose de no tocar el sistema clientelar que le permite vivir del cuento, el fugado sindical que alza la bandera del trabajo para no tener que dar palo al agua o esos millones de Schettinos que asistimos a todo lo que pasa con pasividad, porque todavía no nos afecta y tememos que pueda hacerlo si alzamos la voz.  

Resulta algo presuntuoso hablar de una época que no se vivió, pero me da que la gente solía estar hecha de otra pasta. Se hundía el Titanic y la banda seguía tocando, invadía Hitler y hasta los cobardes se movilizaban al son del «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor» de Churchill, se libraba la guerra de Vietnam y la carnicería provocaba algo más que la anestesia con la que hemos asistido a conflictos como el de Afganistán. Ahora, mientras el barco zozobra sin rumbo, la única consigna que se escucha es «sálvese quien pueda». Esto es: yo. 

Urge traerse del pasado la gallardía, un concepto tan desfasado que antes de escribirlo me he asegurado de que todavía aparece en el diccionario. Aparece: «Esfuerzo y arrojo en ejecutar las acciones y acometer las empresas». Me sirven igualmente honorabilidad, pundonor o caballerosidad. Y no hablo solo de señores con traje y sombrero de bombín cediendo el paso a señoras e infantes mientras se hunde el Titanic —los niños fueron apartados a empujones en el Costa Concordia—, sino de un conjunto de códigos y principios lo suficientemente aceptados y admirados como para imponerse sobre nuestros instintos más primarios.

Podríamos empezar por fijar la mirada en un lugar donde el concepto no se ha perdido del todo. Cuando hace años el que era mi periódico me envió a cubrir el terremoto, el tsunami y la crisis nuclear de Japón. Llevaba días en Fukushima sin ducharme, no había comida y era muy difícil encontrar agua. Cuando al fin, dos semanas después, encontré una tienda abierta y con provisiones, lo primero que hice fue coger todas las botellas que pude cargar y presentarme ante la cajera con gesto de satisfacción. Miré atrás y vi que los japoneses que esperaban su turno llevaban una única botella cada uno. Estaban dejando agua para quienes vendrían después, tan necesitados como ellos. Yo, en cambio, me estaba comportando como el occidental individualista y egoísta que solo mira por sus intereses. Otro Schettino más.

Durante aquellos días me encontré a cada paso gestos admirables que los japoneses consideraban normales. Muchas ciudades habían quedado reducidas a la nada más absoluta. Vecinos se habían subido a postes y habían alertado de la llegada de las olas, perdiendo la vida en su intento de salvar a otros. Los supervivientes esperaban en colas que duraban todo el día para obtener un poco de gasolina, algo de comida o un abrigo. Aguardaban su turno sin empujarse. Sin protestar ni lamentarse. Unidos por la sensación de que saldrían de aquel triple desastre juntos o no saldrían. No es que no hubiera saqueos o robos: personas que lo habían perdido todo se presentaban en las comisarías de policía para devolver el dinero que se encontraban entre las ruinas. Que nada de ello era pose lo demostraba el hecho de que las necesidades fueran tan reales. Un periodista italiano, asombrado, me definió todo aquello con una frase llena de humor negro:

—Si esto pasa en tu país o en el mío, estaríamos contando más víctimas por peleas y navajazos que por el tsunami. 

Las sociedades asiáticas tienen una larga tradición de sacrificar el bien individual por el colectivo. Esto les ha traído no pocos problemas, empezando por dictadores que han utilizado ese concepto de los «valores asiáticos» para sacrificar a sus enemigos políticos, alegando que lo hacían por el bien de la mayoría. Pero también ha hecho pueblos más resistentes ante la adversidad y mucho más capaces de salir de ella. Japón quedó hecho un solar tras la Segunda Guerra Mundial y los ataques atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Tres décadas después era la segunda economía del mundo y la sociedad tecnológicamente más avanzada del planeta. Todavía hoy, a pesar de dos décadas de parálisis económica, es uno de los países prósperos con menor desigualdad económica del mundo. También uno de los pocos donde el concepto del honor ha sobrevivido al desarrollo. 

En mitad del desastre, cuando más lo necesitaban, los japoneses sacaron al capitán Smith que llevan dentro. «Sálvese quien pueda» se convirtió durante el gran tsunami del Pacífico en «qué tenemos que hacer para salvarnos todos». Mientras asistimos al empobrecimiento de la sociedad española, sacrificando en el camino las esperanzas de toda una generación de jóvenes condenados al paro o el exilio, haríamos bien en mirar atrás —y al este— para buscar algo de la gallardía sin la cual será difícil mantenerse a flote. 

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3 Comentarios

  1. Me parece que llevamos tal retraso que tenemos que empezar por concienciar a mucha gente de recoger las cacas de sus perretes, o de no tirar colillas al suelo, o de reducir la velocidad cuando el semáforo está en ambar.

  2. Da la sensación de pertenecer a una sociedad enferma y narcotizada, casi zombie, que solo ve lo que quiere ver y mira para otro lado ante la desgracia ajena.
    Estamos bailando junto al abismo sin ser conscientes de ello, como si no fuera la cosa con nosotros.
    Saturados de individualismo y de narcisismo, carentes de empatía y de sensibilidad.
    Cuando las cosas empeoran y se ponen feas, recurrimos a nuestros instintos primarios, como pasó con los insuficientes botes salvavidas del Titanic. Apaleando los que estaban a salvo a los que se ahogaban para asegurar su supervivencia.
    Parece que necesitamos de hecatombes periódicas para lamentarnos, reflexionar y cambiar nuestra actitud. No aprendemos de los errores de la historia, no escarmentamos en cabeza ajena.
    Estamos ante un claro ejemplo de decadencia y decrepitud.
    Nuestro sistema solar tiene un diámetro máximo de un año luz (9,5 billones de km).
    El universo tiene una antigüedad y unas dimensiones de 13.800.000.000 de años luz.
    Una cifra inconmensurable, que supera con creces nuestra capacidad de comprensión.
    Ya se sabe esa manida frase que dice: lo único comparable a dicha dimensión es la estupidez humana.

  3. ¿Pensamos también en esos sujetos tan altruistas que se estrellaban sobre las cubiertas de los portaviones, tratando de defender a uno de los gobiernos más cruentos y genocidas de la historia? Haber sido acondicionado para aceptar la propia extinción en nombre de “un bien mayor” es una forma de ser carne para la picadors. No saldremos de esta, ni solos ni arrejuntados.

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